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La Rusia americana.
Discurso del 3 de diciembre de 1916.
Camaradas, ¡Salud!
Vivimos en un momento solemne, y nuestros pensamientos y nuestros actos deben estar a la altura de las circunstancias.
Las dos fuerzas históricas que han obrado en los destinos humanos: la fuerza conservadora, que quiere atarnos al pasado, y la fuerza progresiva que nos impele hacia el porvenir, están a punto de llegar a una crisis.
El choque es inminente; la catástrofe se avecina. ¡Preparemos nuestros corazones para cuando llegue el ansiado momento de romper, al fin, nuestras cadenas en los cráneos de nuestros verdugos!
El enemigo oye el toque a somatén y se prepara; ¡preparémonos nosotros también!
¡El enemigo! ¿Para qué deciros quién es nuestro enemigo? Harto lo sabéis: el enemigo es el burgués; el enemigo es el gobernante; el enemigo es el clérigo, los tres pilares que sostienen la tupida trabazón del negro edificio que ha pesado sobre la humanidad desde que apareció el primer bandido que dijo: ¡Esto es mío!, y surgió de las sombras de la historia el protector del ladrón, gritando: ¡Obedecedme! , acompañado de un negro pajarraco que, alzando los ojos al cielo, prorrumpió en este graznido: ¡Sed sumisos!, graznido cuyo eco fúnebre ha tenido a la humanidad de rodillas a los pies de sus tiranos.
Pues bien: ese negro edificio amenaza desplomarse. Agrietado por todos sus costados, ya no bastan reformas; el sistema capitalista se desmorona, se desmorona sin remedio, y sus pilares crujen.
La hidra de tres cabezas apela a los extremos para reafirmar su dominio en todo el mundo. No se resigna a perecer sin oponer antes una feroz resistencia, y da un salto atrás, a las tinieblas de la Edad Media, y si no lo remediamos los de abajo, si los oprimidos nos cruzamos de brazos ante la bestia hosca, bien pronto, ante nuestros ojos asombrados, volverán a encenderse las llamas de la Inquisición.
¿Nos resignaremos a este espantoso regreso a la barbarie, adonde nos arrastra iracunda la tiranía capitalista?
Porque hacia la barbarie estamos siendo arrastrados, camaradas; se nos lleva al borde de un abismo, donde nos esperan, siniestros y torvos, Pedro Arbués y Torquemada.
Lancemos una amplia mirada en torno nuestro y nos convenceremos de la magnitud del estrago que el enemigo opera en nuestras filas.
¿Cuántos de los nuestros se pudren en los calabozos de esta libre América? ¿Podríais contarlos siquiera? Rangel y compañeros, condenados a seguir la suerte de Ortíz y de Alzalde en las penitenciarias texanas; Tresca y compañeros, candidatos a la silla eléctrica en Minnesota; McNamara, Suhr y Ford condenados a pasar toda su vida en los presidios de California; Schmid y Caplan, que no saben si el esbirro que se acerca a su reja les lleva una sentencia de presidio por vida, o una orden de muerte en la horca; Billings, en Folsom, por toda su vida, mientras Nolan, los dos Mooney y Weinberg, sus compañeros de martirio, esperan en las mazmorras de San Francisco la acometida brutal del enemigo; en la prisión de Pittsburg, ocho buenos luchadores visten el traje del presidiario, ¡el traje rayado con que nos ofende la sociedad burguesa, y que yo quisiera verlo enarbolado bien pronto por la plebe enfurecida como bandera de venganza!
¿Para qué, camaradas, seguir enumerando uno por uno a los buenos de los nuestros que en estos momentos pueblan los calabozos del país de la libertad, como graciosamente se titula a esta Rusia norteamericana?
No hay semana de cada mes que, al terminar su periodo de siete días, no lleve inscripto en su negro registro el nombre de uno, de cinco, de cincuenta y hasta de doscientos y trescientos de los nuestros, de los que como nosotros piensan y sienten, como consta en los obscuros archivos de los Estados de Pensilvania y de Washington? ¿Adónde vamos a dar? ¿No se nos lleva al abismo?
Y los que caen en las garras de la bestia capitalista son los mejores de los nuestros, es la vanguardia de la legión revolucionaria, son el cerebro y el nervio de la gran masa que gime aplastada, triturada, resquebrajada, escupida bajo las plantas del monstruo insaciable, que en cada moneda que engulle se lleva una gota de nuestra sangre y una lágrima de nuestros ojos.
¡El placer de los de arriba se obtiene al precio del dolor de los de abajo! Máxima vieja es esta, como vieja es la explotación, como vieja es la tiranía, y ella vive y vivirá en nuestras frentes de esclavos mientras no tengamos el valor de borrarla con la sangre de nuestros verdugos.
Las conquistas de nuestros padres; los sacrificios de nuestros abuelos; las generosas esperanzas de nuestros antepasados; todo el esfuerzo de nuestros mayores, todo, todo lo que se hizo para abrirnos un amplio camino que nos condujera a la libertad y al bienestar, todo eso que significa torrentes de sangre y mares de lágrimas está a punto de naufragar.
Los derechos del hombre, comprados al precio del sacrificio de millones de vidas, son flores muertas entre las páginas de las contribuciones políticas de las naciones de la Tierra. A esos derechos les falta la raíz de todos los derechos humanos, el derecho de los derechos: ¡el derecho de vivir!
Está a punto de abrirse un negro paréntesis al progreso humano, que, si no nos apresuramos a impedir que sea abierto, vendrán siglos y más siglos de tinieblas y opresión, hasta que del seno de madres activas broten hombres superiores a nosotros que sepan abrirse las arterias para ahogar a los tiranos con su sangre generosa.
Toda esta persecución a nuestros compañeros no es más que una persecución al progreso, un asalto brutal a la civilización, porque, en resumen, no es otra cosa que el resultado de una conspiración de la clase parasitaria para hacer fracasar la emancipación o el mejoramiento de la clase trabajadora.
Con la persecución se ataca el derecho de asociación, el derecho de huelga, la libertad de pensamiento, hablado y escrito. Persiguiéndose a los más activos, a los más enérgicos, a los más inteligentes y a los más avanzados agitadores, es como se pretende detener el progreso, la civilización que ha alcanzado la humanidad por el esfuerzo de los que trabajan y piensan.
Sin los que piensan y los que obran, la especie humana continuaría poblando las cavernas.
No es un signo de pesos el que audaz perfora la tierra y se interna en sus entrañas, palpando emocionado las paredes del vientre de nuestra madre común, en busca del metal o del carbón, sino el ser de carne y hueso, y cerebro y sangre que tiene una vida que perder, una familia que angustiada le espera, porque no sabe si el beso que le dio por la mañana al dirigirse a la mina sería la última muestra de afecto del padre, del hermano, del esposo, del hijo a quien rodean las tinieblas y sobre quien gravita la montaña que puede desplomarse.
No es un signo de pesos el hombre que, como una araña hermosa, se balancea en el espacio azul sentando sillar sobre sillar, ladrillo sobre ladrillo, adornando su obra de gigante con la melodía melancólica de un aire popular que parece condensar sus amores, sus angustias de esclavo, las amarguras del paria, mientras con los ojos de la mente ve la obscura covacha y, en su penumbra, moverse la figura de los seres queridos que le aguardan inquietos, con el temor de ver aparecer en el humilde dintel, en vez del ser risueño y amable que partió valeroso por la mañana, una masa de carne y huesos astillados, amontonada en una camilla.
No es un signo de pesos el valiente que desafía la intemperie en el campo, arañando la tierra para depositar en el surco luminoso la semilla que ha de nutrir a la humanidad.
No es un signo de pesos el atrevido que echa a andar el barco sobre el inquieto lomo del mar para transportar la riqueza a otras playas, o para sumergirse en la verde linfa en pos de esa sirena que duerme como el cadáver de una lágrima en una tumba de nácar, ¡la perla!, o para extraer de su seno pródigo los peces, sino el hombre que tiene afectos, que tiene un corazón para sentir, un cerebro para pensar, un par de ojos para dar salida al sentimiento puro, hermoso, límpido como una gota de cristal, y a quien, en la playa que la bruma hace invisible, esperan en vela los suyos, lanzando tristes miradas al horizonte hostil, interrogando con el corazón oprimido a las olas si han visto al padre, al hermano, al hijo, al amante, con el oído atento a los rumores del viento y del agua, con la esperanza de escuchar la voz del ser querido.
No es un signo de pesos el que bajo la nieve, o flagelado por el sol, o azotado por el viento helado, construye esas arterias de acero, por las que han de circular las riquezas y las personas llevando la vida y la alegría por todas partes, como la sangre circula por el cuerpo para sustentarlo, sino el trabajador que suspira cuando piensa en el porvenir de sus hijos, aquellos queridos pedazos de su carne, aquellos tiernos retoños de su cuerpo que por la tarde, cuando rendido de fatiga retorna a la pocilga, salen a recibirle bulliciosos, alegres, agitando los bracitos en demanda de caricias.
No es un signo de pesos el que mueve la industria; no es un signo de pesos el que cuece el pan; no es un signo de pesos el que teje las telas: es el trabajador sin el cual no habría civilización, se estancaría el progreso, regresaría la humanidad a la barbarie.
¿No es, pues, un atentado a la civilización y al progreso esta loca persecución contra los mejores de nuestros hermanos?
Las asociaciones de trabajadores amenazadas de muerte; la libertad de la palabra suprimida a balazos; la prensa obrera aplastada, ¿dónde vamos a dar los de abajo? Vamos al abismo, vamos a la esclavitud.
En Everett se asesina a nuestros hermanos por pretender ejercitar un derecho que hace cerca de siglo y medio, entre los acordes gentiles de La Marsellesa y el rugido colérico del bronce, se irguió majestuoso sobre las ruinas malditas de la Bastilla.
En San Francisco estalla una bomba que siembra el pánico en las filas de nuestros enemigos. ¿Qué valerosa mano la puso? No nos importa; ¡fue el pueblo oprimido el que la puso! Sí, fue el pueblo, que ya no quiere soldados, que ya no quiere mantener a sus propios verdugos, que ya no quiere guerra con otros pueblos en beneficio de sus amos, que no quiere la militarización del país, porque ve en ella una amenaza contra su libertad.
La bomba de San Francisco fue una protesta: no rugió la dinamita en ella: ¡fue el grito formidable de cien millones de seres humanos!
Pues bien; no pudiendo encontrar nuestros verdugos al que puso la bomba, arremetieron contra Nolan, contra Mooney y su compañera, la valerosa Rena Mooney, y contra Billings y Weinberg.
La prisión de estos queridos camaradas no tiene otro fin que arrancar, del seno de las organizaciones obreras de San Francisco, las personalidades fuertes, enérgicas, inteligentes y activas, y que son capaces de encauzar el movimiento obrero por la senda revolucionaria.
No es la explosión del 22 de julio la que tiene encadenados a nuestros amigos: ¡es el miedo a la barricada redentora! La antorcha de la revolución comenzaba a chispear en las manos audaces, y era necesario encadenar esas manos y apagar esas chispas.
¿Y qué decir de nuestra prensa? ¿Cuántos de nuestros periódicos han sido suprimidos de unos cuantos meses a esta parte? ¡Son más de doce y entre ellos tiene la honra de contarse Regeneración!
Regeneración ha merecido siempre ese honor: ¡el de ser perseguido! Se persigue al que se teme; se persigue al que hace daño. ¡Desgraciado el luchador que no sabe atraerse la tempestad sobre su cabeza!
¡Pobre del que lucha si no se siente mordido por la envidia y no pesa sobre sus hombros una montaña de odios! Ser perseguido y ser odiado: he ahí a lo que debe aspirar todo luchador sincero.
Miserable el que lucha por encaramarse sobre los hombros de los que sufren; pequeño el que aspira a descansar sobre los lomos del rebaño; insignificante el que siente bajo sus pies las blanduras del que suplica y del que adula; grande el que invita a la embestida, el que mira en torno suyo puños cerrados y sigue su camino a la luz de los relámpagos del odio. ¡El rayo no busca el matorral: hiere a la encina!
Regeneración es una cumbre: por eso atrae el rayo.
Regeneración es un baluarte: por eso lo acaricia la metralla.
Regeneración es el escudo del que sufre: ¿qué de extraño es que sobre él carguen todas las lanzas del enemigo?
Camaradas: que nuestra presencia en este recinto signifique el descontento de los que sufren; que nuestra presencia aquí sea no sólo una muestra de protesta, sino resolución inquebrantable de llegar a los extremos para refrenar las dementes embestidas del monstruo capitalista. Si con nuestra protesta no logramos detener el brazo que nos arrastra a los tiempos de Loyola, ¡rebelémonos!
Que cese ya esta represión criminal. Nuestros brazos más fuertes, nuestros cerebros más poderosos, la flor de las falanges de la plebe están en los presidios, y todo indica que no serán los únicos.
A los grandes corazones indios en Texas, al generoso poeta Carlo Tresca, al firme Suhr, al mártir Schmidt, al traicionado Caplan, a los trescientos I.W.W. de Everett, a todos nuestros mártires, que en estos momentos pasean, silenciosos e insomnes, en las tinieblas de sus calabozos, les irán a hacer compañía otros cientos, otros miles más de los buenos, a quienes el enemigo teme y odia porque son la levadura que hace fermentar en la muchedumbre esclava, el ansia de rebelión.
Arrancando a los buenos de nuestras filas, la fiera capitalista aplaza la barricada, impide el motín, mata el nervio de la insurrección y prolonga la existencia del sistema maldito que se nutre con nuestros pesares, que se bebe nuestras lágrimas. Sí: con la prisión de los buenos, ¿quién encarrilará a las uniones de trabajadores por la senda revolucionaria? ¿Quién soliviantará las masas a la revolución y a la protesta? ¿Quién hará vibrar el clarín que convoque al combate? ¿Qué mano se atreverá a desplegar, ante las miradas azoradas de los tiranos del mundo, la bandera roja de Tierra y Libertad?
Hermanos de cadenas: a la huelga de protesta por la libertad de nuestros hermanos, y si ni así ceden nuestros tiranos, entonces ¡a las armas!
¡Viva la anarquía! ¡Viva Tierra y Libertad!
Ricardo Flores Magón
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