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Discurso pronunciado el 16 de septiembre de 1910
Compañeros:
Un recuerdo glorioso y una aspiración santa nos congrega esta noche.
Cada vez más claro, según el tiempo avanza; cada vez más definido, según pasan los años, vemos aquel acto grandioso, aquel acto inmortal llevado a cabo por un hombre que en los umbrales de la muerte, cuando su religión le mostraba el cielo, bajó la vista hacia la Tierra, donde gemían los hombres bajo el peso de las cadenas, y no quiso irse de esta vida, no quiso decir su eterno adiós a la humanidad sin antes haber roto las cadenas y transformado al esclavo en hombre libre.
Yo gusto de representarme el acto glorioso. Veo con los ojos de mi imaginación la simpática figura de Miguel Hidalgo. Veo sus cabellos, blanqueados por los años y por el estudio, flotar al aire: veo el noble gesto del héroe iluminar el rostro apacible de aquel anciano. Lo veo, en la tranquilidad de su aposento, ponerse repentinamente en pie y llevar la mano nerviosa a la frente.
Todos duermen, menos él. La vida parece suspendida en aquel pueblo de hombres cansados por el trabajo y la tiranía; pero Hidalgo vela por todos, Hidalgo piensa por todos. Veo a Hidalgo lanzarse a la cabeza de media docena de hombres para someter un despotismo sostenido por muchos miles de hombres. Con un puñado de valientes llega a la cárcel y pone en libertad a los presos; va a la iglesia después y congrega al pueblo, y, al frente de menos de cincuenta hombres, arroja el guante al despotismo.
Ese fue el principio de la formidable rebelión cuyo centenario celebramos esta noche; este fue el comienzo de la insurrección que, si algo puede enseñarnos, es a no desconfiar de la fuerza del pueblo, porque precisamente fueron sus autores los que aparentemente son los más débiles.
No fueron los ricos los que rodearon a Hidalgo en su empresa de gigante: fueron lo pobres, fueron los desheredados, fueron los parias, los que amasaron con su sangre y con sus vidas la gloria de Granaditas, la tragedia de Calderón y la epopeya de Las Cruces.
Los pobres son la fuerza, no porque son pobres, sino porque son el mayor número. Cuando los pueblos tengan la conciencia de que son más fuertes que sus dominadores, no habrá más tiranos.
Proletarios: la obra de la Independencia fue vuestra obra; el triunfo contra el poderío de España fue vuestro triunfo; pero que no sirva este triunfo para que os echéis a dormir en brazos de la gloria. Con toda la sinceridad de mi conciencia honrada os invito a despertar.
El triunfo de la revolución que iniciasteis el 16 de septiembre de 1810 os dio la Independencia nacional; el triunfo de la revolución que iniciasteis en Ayutla os dio la libertad política; pero seguís siendo esclavos, esclavos de ese moderno señor que no usa espada, no ciñe casco guerrero, ni habita almenados castillos, ni es héroe de alguna epopeya: sois esclavos de ese nuevo señor cuyos castillos son los bancos y se llama el Capital.
Todo está subordinado a las exigencias y a la conservación del Capital. El soldado reparte la muerte en beneficio del Capital; el juez sentencia a presidio en beneficio del Capital; la máquina gubernamental funciona por entero, exclusivamente, en beneficio del Capital; el Estado mismo, republicano o monárquico, es una institución que tiene por objeto exclusivo la protección y salvaguarda del Capital.
El Capital es el Dios moderno, a cuyos pies se arrodillan y muerden el polvo los pueblos todos de la Tierra. Ningún Dios ha tenido mayor número de creyentes ni ha sido tan universalmente adorado y temido como el Capital, y ningún Dios, como el Capital, ha tenido en sus altares mayor número de sacrificios.
El Dios Capital no tiene corazón ni sabe oír. Tiene garras y tiene colmillos. Proletarios, todos vosotros estáis entre las garras y colmillos del Capital; el Capital os bebe la sangre y trunca el porvenir de vuestros hijos.
Si bajáis a la mina, no es para haceros ricos vosotros, sino para hacer ricos a vuestros amos; si vais a encerraros por largas horas en esos presidios modernos que se llaman fábricas y talleres, no es para labrar vuestro bienestar ni el de vuestras familias: es para procurar el bienestar de vuestros patrones; si vais a la línea del ferrocarril a clavar rieles, no es para que viajéis vosotros, sino vuestros señores; si levantáis con vuestras manos un palacio, no es para que lo habiten vuestra mujer y vuestros hijos, sino para que vivan en él los señores del Capital.
En cambio de todo lo que hacéis, en cambio de vuestro trabajo, se os da un salario perfectamente calculado para que apenas podáis cubrir las más urgentes de vuestras necesidades, y nada más.
El sistema de salario os hace depender, por completo, de la voluntad y del capricho del Capital. No hay más que una sola diferencia entre vosotros y los esclavos de la antigüedad, y esa diferencia consiste en que vosotros tenéis la libertad de elegir vuestros amos.
Compañeros: habéis conquistado la Independencia nacional y por eso os llamáis mexicanos: conquistasteis así mismo, vuestra libertad política, y por eso os llamáis ciudadanos; falta por conquistar la más preciosa de las libertades; aquélla que hará de la especie humana el orgullo y la gloria de esta mustia Tierra, hasta hoy deshonrada por el orgullo de los de arriba y la humildad de los de abajo.
La libertad económica es la base de todas las libertades. Ante el fracaso innegable de la libertad política en todos los pueblos cultos de la Tierra, como panacea para curar todos los dolores de la especie humana, el proletariado ha llegado a la conclusión de que la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos, y este sencillo axioma es el cimiento de granito de toda obra verdaderamente revolucionaria.
Compañeros, conozco al mexicano. La historia me dice todo lo que puede hacer el mexicano. Abrid la página de ese gran libro que se llama historia de México, y en ella encontraréis los grandes hechos de los hombres de nuestra raza.
Es grande el mexicano cuando rechaza, con su pecho desnudo y sus armas de piedra, al bandidaje español caído en nuestra tierra, en són de conquista; es grande el mexicano cuando vencido y torturado, cuando sus carnes arden en el suplicio del fuego, lanza una mirada despreciativa a sus verdugos y formula, con la sonrisa en los labios, aquella pregunta digna de un dios en desgracia y que es algo así como la nota más alta de la ironía, arrancada a los horrores de la tragedia: ¿Estoy acaso en un lecho de rosas?
Es grande el mexicano cuando sepulta, bajo una tormenta de guijarros, la altura altanera de la alhóndiga de Granaditas; es grande el mexicano en Cuautla, grande en el cerro de El Sombrero, grande en Padierna y Chapultepec, grande en Calpulalpan, grande en Puebla, grande en Santa Isabel y en Querétaro.
Grandes sabéis ser en el infortunio y grandes en el triunfo: ahí está la historia que lo dice.
Cada vez que el humano progreso da un paso, dais vosotros un paso también. No queréis ir atrás, os avergüenza quedaros a la zaga de vuestros hermanos de las otras razas, y aun bajo el peso de la tiranía, cuando la conciencia humana parece dormir, y cuerpo y espíritu son esclavos, viven en vosotros, con la vida intensa de las cualidades de la raza, el estoicismo de Cuauhtémoc, la serena audacia de Hidalgo, el arrojo indomable de Morelos, la virtud de Guerrero y la constancia inquebrantable de Juárez, el indio sublime, el indio inmenso, el piloto gigante que llevó a la raza a seguro puerto en medio de los escollos y de las tempestades de un mar traidor.
Mexicanos: vuestro pasado merece un aplauso. Ahora es preciso que conquistéis el aplauso del porvenir por vuestra conducta en el presente. Habéis cumplido con vuestro deber en las grandes luchas del pasado; pero falta que toméis la parte que os corresponde en las grandes luchas del presente.
La libertad que conquistasteis no puede ser efectiva, no podrá beneficiaros mientras no conquistéis la base primordial de todas las libertades: la libertad económica, sin la cual el hombre es miserable juguete de los ladrones del gobierno y de la banca, que tienen sometida a la humanidad con algo más pesado que las cadenas, con algo más inicuo que el presidio y que se llama la miseria, ¡el infierno trasplantado a la Tierra por la codicia del rico!
Os independizasteis de España; independizaos, ahora, de la miseria. Fuisteis audaces entonces; sed audaces ahora uniendo todas vuestras fuerzas a las del Partido Liberal Mexicano en su lucha a muerte contra el despotismo de Porfirio Díaz.
Ricardo Flores Magón
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