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En pos de la libertad.
Disertación leída el 30 de octubre de 1910
La humanidad se encuentra en estos momentos en uno de esos periodos que se llaman de transición, esto es, el momento histórico en que las sociedades humanas hacen esfuerzos para transformar el medio político y social en que han vivido, por otro que esté en mejor acuerdo con el modo de pensar de la época y satisfaga un poco más las aspiraciones generales de la masa humana.
Quienquiera que tenga la buena costumbre de informarse de lo que ocurre por el mundo, habrá notado, de hace unos diez años a esta parte, un aumento de actividad de los diversos órdenes de la vida política y social.
Se nota una especie de fiebre, una ansia parecida a la que se apodera del que siente que le falta aire para respirar. Es este un malestar colectivo que se hace cada vez más agudo, como que cada vez es más grande la diferencia entre nuestros pensamientos y los actos que nos vemos precisados a ejecutar, así en los detalles como en el conjunto de nuestras relaciones con los semejantes.
Se piensa de un modo y se obra de otro distinto; ninguna relación hay entre el pensamiento y la acción. A esta incongruencia del pensamiento y de la realidad, a esta falta de armonía entre el ideal y el hecho, se debe esa excitación febril, esa ansia, ese malestar, parte de este gran movimiento que se traduce en la actividad que se observa en todos los países civilizados para transformar este medio, este ambiente político y social, sostenido por instituciones caducas que ya no satisfacen a los pueblos, en otro que armonice mejor con la tendencia moderna a mayor libertad y mayor bienestar.
El menos observador de los lectores de periódicos habrá podido notar este hecho. Hay una tendencia general a la innovación, a la reforma, que se exterioriza en hechos individuales o colectivos: el destronamiento de un Rey, la declaración de una huelga, la adopción de la acción directa por tal o cual sindicato obrero, la explosión de una bomba al paso de algún tirano, la entrada al régimen constitucional de pueblos hasta hace poco regidos por monarquías absolutas, el republicanismo amenazando a las monarquías constitucionales, el socialismo haciendo oír su voz en los Parlamentos, la Escuela Moderna abriendo sus puertas en las principales ciudades del mundo y la filosofía anarquista haciendo prosélitos hasta en pueblos como el del Indostán y la China: hechos son éstos que no pueden ser considerados aisladamente, como no teniendo relación alguna con el estado general de la opinión, sino más bien como el principio de un poderoso movimiento universal en pos de la libertad y la felicidad.
Lo que indica claramente que nos encontramos en un periodo de transición, es el carácter de la tendencia de ese movimiento universal.
No se ve en él, en manera alguna, el propósito de conservar las formas de vida política y social existentes, sino que cada pueblo, según el grado de cultura que ha alcanzado, según el grado de educación en que se halla, y el carácter más o menos revolucionario de sus sindicatos obreros, reacciona contra el medio ambiente en pro de la transformación, siendo digno de notarse que la fuerza propulsora, en la mayoría de los casos, para lograr la transformación en un sentido progresivo del ambiente, ya no viene desde arriba hacia abajo, esto es, de las clases altas a las bajas de la sociedad, como sucedía antes, sino desde abajo hacia arriba, siendo los sindicatos obreros, en realidad, los laboratorios en que se moldea y se prepara la nueva forma que adoptarán las sociedades humanas del porvenir.
Este trabajo universal de transformación no podía dejar de afectar a México, que, aunque detenido en su evolución por la imposición forzosa de un despotismo sin paralelo casi en la historia de las desdichas humanas, de hace algunos años a esta parte, da también señales de vida, pues no podía sustraerse a él en esta época en que tan fácilmente se ponen en comunicación los pueblos todos de la Tierra.
Los diarios, las revistas, los libros, lo viajeros, el telégrafo, el cable submarino, las relaciones comerciales, todo contribuye a que ningún pueblo quede aislado y sin tomar carácter mundial, y México toma la parte que le corresponde en él, dispuesto, como todos los pueblos de la Tierra en este momento solemne, a dar un paso, si es que no puede dar un salto - que yo creo que sí lo dará -, en la grande obra de la transformación universal de las sociedades humanas.
México, como digo, no podía quedar aislado en el gran movimiento ascencional de las sociedades humanas, y prueba de lo que digo es la agitación que se observa en todas las ramas de la familia mexicana.
Haciendo a un lado preocupaciones de bandería, que creo no tener, voy a plantear ante vosotros la verdadera situación del pueblo mexicano y lo que la causa universal de la dignificación humana puede esperar de la participación de la sociedad mexicana en el movimiento de transformación del medio ambiente.
No por su educación, sino por las circunstancias especiales en que se encuentra el pueblo mexicano, es probable que sea nuestra raza la primera en el mundo que dé un paso franco en la vía de la reforma social.
México es el país de los inmensamente pobres y de los inmensamente ricos. Casi puede decirse que en México no hay término medio entre las dos clases sociales: la alta y la baja, la poseedora y la no poseedora; hay, sencillamente, pobres y ricos.
Los primeros, los pobres, privados casi en lo absoluto de toda comodidad, de todo bienestar; los segundos, los ricos, provistos de todo cuanto hace agradable la vida.
México es el país de los contrastes. Sobre una tierra maravillosamente rica, vegeta un pueblo incomparablemente pobre.
Alrededor de una aristocracia brillante, ricamente ataviada, pasea sus desnudeces la clase trabajadora.
Lujosos trenes y soberbios palacios muestran el poder y la arrogancia de la clase rica, mientras los pobres se amontonan en las vecindades y pocilgas de los arrabales de las grandes ciudades.
Y como para que todo sea contraste en México, al lado de una gran ilustración adquirida por algunas clases, se ofrece la negrura de la supina ignorancia de otras.
Estos contrastes tan notables, que ningún extranjero que visita México puede dejar de observar, alimentan y robustecen dos sentimientos: uno, de desprecio infinito de la clase rica e ilustrada por la clase trabajadora, y otro de odio amargo de la clase pobre por la clase dominadora, a la vez que la notable diferencia entre las dos clases va marcando en cada una de ellas caracteres étnicos distintos, al grado de que casi puede decirse que la familia mexicana está compuesta de dos razas diferentes, y andando el tiempo esa diferencia será de tal naturaleza que al hablar de México, los libros de geografía del porvenir dirán que son dos las razas que lo pueblan, si no se verificase una conmoción social que acercase las dos clases sociales y las mezclase, y fundiese las diferencias físicas de ambas en un solo tipo.
Cada día se hacen más tirantes las relaciones entre las dos clases sociales, a medida que el proletariado se hace más consciente de su miseria y la burguesía se da mejor cuenta de la tendencia, cada vez más definida, de las clases laboriosas a su emancipación.
El trabajador ya no se conforma con los mezquinos salarios acostumbrados. Ahora emigra al extranjero en busca de bienestar económico, o invade los grandes centros industriales de México.
Se está acabando en nuestro país el tipo de trabajador por el cual suspira la burguesía mexicana: aquel que trabajaba, para un solo amo toda la vida, el criado que desde niño ingresaba a una casa y se hacía viejo en ella, el peón que no conocía ni siquiera los confines de la hacienda donde nacía, crecía, trabajaba y moría.
Había personas que no se alejaban más allá de donde todavía podían ser escuchadas las vibraciones del campanario de su pueblo. Este tipo de trabajador está siendo cada vez más escaso.
Ya no se consideran, como antes, sagradas las deudas con la hacienda, las huelgas son más frecuentes de día en día y en varias partes del país nacen los embriones de los sindicatos obreros del porvenir.
El conflicto entre el Capital y el Trabajo es ya un hecho, un hecho comprobado por una serie de actos que tienen exacta conexión unos con otros, la misma causa, la misma tendencia; fueron hace algunos años los primeros movimientos de los que despierta y se encuentra con que desciende por una pendiente; ahora es ya la desesperación del que se da cuenta del peligro y lucha a brazo partido movido por el instinto de propia conservación. Instinto digo, y creo no equivocarme.
Hay una gran diferencia en el fondo de dos actos al parecer iguales. El instinto de propia conservación impele a un obrero a declararse en huelga para ganar algo más, de modo de poder pasar mejor la vida. Al obrar así ese obrero, no tiene en cuenta la justicia de su demanda. Simplemente quiere tener algunas pocas comodidades de las cuales carece, y si las obtiene, hasta se lo agradece al patrón, con cuya gratitud demuestra que no tiene idea alguna sobre el derecho que corresponde a cada trabajador de no dejar ganancia alguna a sus patrones.
En cambio, el obrero que se declara en huelga con el preconcebido objeto de obtener no solo un aumento en su salario, sino de restar fuerza moral al pretendido derecho del Capital a obtener ganancias a costa del trabajo humano, aunque se trate igualmente de una huelga, obra el trabajador en este caso conscientemente y la trascendencia de su acto será grande para la causa de la clase trabajadora.
Pero si este movimiento espontáneo, producido por el instinto de la propia conservación, es inconsciente para la masa obrera mexicana, en general no lo es para una minoría selecta de la clase trabajadora de nuestro país, verdadero núcleo del gran organismo que resolverá el problema social en un porvenir cercano.
Esa minoría, al obrar en un momento oportuno, tendrá el poder suficiente de llevar la gran masa de trabajadores a la conquista de su emancipación política y social.
Esto en cuanto a la situación económica de la clase trabajadora mexicana.
Por lo que respecta a su situación política, a sus relaciones con los poderes públicos, todos vosotros sois testigos de cómo se las arregla el gobierno para tener sometida a la clase proletaria. Para ninguno de vosotros es cosa nueva saber que sobre México pesa el más vergonzoso de los despotismos.
Porfirio Díaz, el jefe de ese despotismo ha tomado especial empeño en tener a los trabajadores en la ignorancia de sus derechos tanto políticos como sociales, como que sabe bien que la mejor base de una tiranía es la ignorancia de las masas.
Un tirano no confía tanto la estabilidad de su dominio en la fuerza de las armas como en la ceguera del pueblo. De aquí que Porfirio Díaz no tome empeño en que las masas se eduquen y se dignifiquen.
El bienestar, por si solo, obra benéficamente en la moralidad del individuo; Díaz lo comprende así, y para evitar que el mexicano se dignifique por el bienestar, aconseja a los patrones que no paguen salarios elevados a los trabajadores. De ese modo cierra el tirano todas las puertas a la clase trabajadora mexicana, arrebatándole dos de los principales agentes de fuerza moral: la educación y el bienestar.
Porfirio Díaz ha mostrado siempre decidido empeño en conseguir que el proletariado mexicano se considere a sí mismo inferior en mentalidad, moralidad y habilidad técnica y hasta en resistencia física a su hermano el trabajador europeo y norteamericano.
Los periódicos pagados por el gobierno, entre los que descuella El Imparcial, han aconsejado en todo tiempo, sumisión al trabajador mexicano, en virtud de la supuesta inferioridad, insinuando que si el trabajador lograse mejor salario y disminución de la jornada de trabajo, tendría más dinero que derrochar en el vicio y más tiempo para contraer malos hábitos.
Esto, naturalmente, ha retrasado la evolución del proletariado mexicano; pero no es lo único que ha sufrido bajo el feroz despotismo del bandolero oaxaqueño.
La miseria en su totalidad más aguda, la pobreza más abyecta, ha sido el resultado inmediato de esa política que tan provechosa ha sido así al despotismo como a la clase capitalista.
Política provechosa para el despotismo ha sido esa, porque por medio de ella se han podido echar sobre las espaldas del pobre todas las cargas: las contribuciones son pagadas en último análisis por los pobres, exclusivamente; el contingente para el ejército se recluta exclusivamente entre la masa proletaria; los servicios gratuitos que imponen las autoridades de los pueblos recaen también, exclusivamente, en la persona de los pobres.
Las autoridades, tanto políticas como municipales, fabrican fortunas multando a los trabajadores con el menor pretexto, y para que la explotación sea completa, las tiendas de raya reducen casi a nada los salarios, y el clero los merma aún más vendiendo el derecho de entrada al cielo.
No se sabe que tanto tiempo tendría que durar esta situación para el proletariado mexicano si por desgracia no hubieran alcanzado los efectos de la tiranía de Porfirio Díaz a las clases directoras mismas.
Estas, durante los primeros lustros de la dictadura de Porfirio Díaz, fueron el mejor apoyo del despotismo. El clero y la burguesía, unidos fuertemente a la autoridad, tenían al pueblo trabajador completamente sometido; pero como la ley de la época es la competencia en el terreno de los negocios, una buena parte de la burguesía ha sido vencida por una minoría de su misma clase, formada de hombres inteligentes que se han aprovechado de su influencia en el poder público para hacer negocios cuantiosos acaparando para sí las mejores empresas y dejando sin participación en ellas al resto de la burguesía, lo que ocasionó, naturalmente, la división de esa clase, quedando leal a Porfirio Díaz la minoría burguesa conocida con el nombre de los científicos, mientras el resto volvió armas contra el gobierno y formó los partidos militantes de oposición a Díaz y especialmente a Ramón Corral, el vicepresidente, bajo las denominaciones de Partido Nacional Democrático y Partido Nacional Antirreeleccionista, cuyos programas conservadores no dejan lugar a duda de que no son partidos absolutamente burgueses.
Sea como fuere, esos dos partidos forman parte de las fuerzas disolventes que obran en estos momentos contra la tiranía que impera en nuestro país, de las cuales la del Partido Liberal constituye la más enérgica y será la que en último resultado prepondere sobre los demás, como es de desearse, por ser el Partido Liberal el verdadero partido de los oprimidos, de los pobres, de los proletarios; la esperanza de los esclavos del salario, de los deheredados, de los que tienen por patria una tierra que pertenece por igual a científicos porfiristas como a burgueses demócratas y antireeleccionistas.
La situación del pueblo mexicano es especialísima, Contra el poder público obran en estos momentos los pobres, representados por el Partido Liberal, y los burgueses representados por los partidos Nacionalista democrático y Nacional antirreeleccionista.
Esta situación tiene forzosamente que resolverse en un conflicto armado. La burguesía quiere negocios que la minoría científica no ha de darle. El proletariado, por su parte, quiere bienestar económico y dignificación social por medio de la toma de posesión de la tierra y la organización sindical, a lo que se oponen, por igual, el gobierno y los partidos burgueses.
Creo haber planteado el problema con claridad suficiente. Una lucha a muerte se prepara en estos momentos para la modificación del medio en que el pueblo mexicano, el pueblo pobre, se debate en una agonía de siglos, Si el pueblo pobre triunfa, esto es, si sigue las banderas del Partido Liberal, que es el de los trabajadores y las clases que no poseen bienes de fortuna, México será la primera nación del mundo que dé un paso franco por el sendero de los pueblos todos de la Tierra, aspiración poderosa que agita a la humanidad entera, sedienta de libertad, ansiosa de justicia, hambrienta de bienestar material; aspiración que se hace más aguda a medida que se ve con más claridad el evidente fracaso de la república burguesa para asegurar la libertad y la felicidad de los pueblos.
Ricardo Flores Magón
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