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Anarquistas y socialistas frente a la lucha electoral

Me preguntan desde varios lugares mi parecer acerca de si se debe o no tomar parte en las elecciones políticas.

En el número de hoy del Messaggero leo que también, en una reunión mantenida en Senigallia, se ha interpretado de una manera sui generis cuanto he dicho a propósito del tema en una conferencia pronunciada en Nápoles.

Es manifiesto que carece de importancia conocer lo que pienso: en cambio, importa muchísimo saber cuál de las dos opiniones -la favorable o la contraria a la participación en las elecciones- es la verdadera. Y esto es lo que yo querría discutir de una vez por todas y para todos.

Es de sobra sabido que los socialistas, en lucha con los republicanos y con los demócratas, han sostenido por muchos años -y muchos lo sostienen todavía- que las formas políticas no tienen ningún valor, que tanto vale la monarquía como la República y que las libertades sancionadas por los estatutos son una simulación, porque quien es pobre es esclavo.

La cuestión social -se ha dicho- consiste enteramente en la dependencia económica de los obreros con respecto a los patronos: socavemos ésta y la libertad vendrá por sí sola.

Esto es una gran verdad. Las libertades políticas existen, ¿pero quién las tiene? ¿Quién puede ejercerlas verdaderamente bajo el régimen actual? No puede ser políticamente libre el pueblo que económicamente es esclavo. Pero, si las libertades políticas y constitucionales tienen menos valor que el que generalmente se cree, no se sigue de ello que no sirvan para nada. Sirven mientras que el gobierno nos las arranca, tratando de retardar la emancipación de la clase obrera.

En consecuencia tienen un valor innegable.

Pero estas libertades no consisten simplemente en el derecho al voto y en el uso que se puede hacer de él.

Son también los derechos de reunión y asociación, la inviolabilidad personal y del domicilio, el derecho de no ser castigado o perseguido por simple sospecha (como sucede en los casos de la amonestación y del domicilio forzado), etc., etc.

Y estas libertades se defienden no sólo en el parlamento (el parlamento, dijo una vez Lemoine, se asemeja a cierto juego de niños, que hace mucho ruido sin ningún fruto), sino que se defienden sobre todo fuera del parlamento, luchando cada vez que el poder ejecutivo comete una arbitrariedad o una prepotencia contra una clase de ciudadanos o incluso contra un solo individuo (como sucede en otros países, donde incluso sin tener representantes en el parlamento, el pueblo sabe imponer el respeto a sus libertades).

Con esto no quiero decir que la lucha por la libertad -y hasta cierto punto también la lucha por el socialismo- no se pueda y deba hacer también durante las elecciones y en el parlamento.

Yo creo que nosotros, combatiendo a ultranza, como lo hemos hecho, el parlamentarismo, nos hemos pillado los dedos: porque hemos contribuido a crear esta horrible indiferencia de la población, no solamente por el sistema parlamentario, sino también por las libertades constitucionales, de modo que el gobierno ha podido impunemente violarlas sin que un solo grito de protesta se haya elevado de los hijos de aquellos que dieron la vida para conquistarlas.

El parlamentarismo no es el fénix de los sistemas políticos; al contrario. Pero por pésimo que sea, es siempre mejor que el absolutismo, al cual nos encaminamos a grandes pasos.

Por tanto, hoy por hoy, al partido socialista (en el cual incluyo también a los anarquistas no individualistas) le corresponde también la defensa de la libertad.

Esta lucha, según mi opinión, debe ser librada sobre todos los terrenos -comprendido el de las elecciones- pero no solamente sobre éste.

Los socialistas anárquicos no tienen necesidad de candidatos propios: no aspiran al poder y no sabrían qué hacer con él. Pero deben protestar contra la reacción gubernamental, tomando parte en la agitación electoral. Y está claro que entre un candidato crispino, rudiniano o zanardelliano -dispuesto a votar estados de sitio, leyes de excepción, elegibilidad de candidatos políticos, quizá masacres de multitudes hambrientas- y un socialista o republicano sincero, sería locura preferir al primero.

Sin embargo, deben decir claramente al pueblo que no se hacen ilusión (como les sucede a algunos socialistas) de poder abrir brecha en la ciudadela burguesa, y conquistarla, a golpes de papeleta.

Asimismo, sólo pueden y deben decir a los socialistas que el voto no es más que un episodio de la lucha por el socialismo, y no el más importante; la verdadera lucha debe ser llevada acabo en el pueblo y con el pueblo sobre los terrenos económico y político.

La emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos; no puede ser obra de los políticos.

He aquí mi opinión sobre la más grave razón de disidencia entre socialistas y anarquistas.

Desgraciadamente, éstos y aquellos se han hecho daño y -lo que es peor- se han insultado recíprocamente: y el recuerdo de tales cosas nubla su vista y les impide considerar el verdadero interés de la causa.

Algunos cabecillas legalistas son intolerantes y mezquinos (el periódico máximo del partido no ha tenido una palabra de protesta por mi arresto singularisimo en Florencia); los anarquistas son iracundos e implacables.

Con estas peleas el gobierno disfruta.

Merlino

Del Messaggero, del 9 de enero de 1897.

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