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Mayorías y minorías

Me alegro de la próxima publicación del diario L´Agitazione, y os deseo de corazón el más completo éxito.

Vuestro diario aparece en un momento en que es grande la necesidad de él y espero que podrá ser un órgano serio de discusión y propaganda, así como un medio eficaz para reunir y consolidar las esparcidas filas de nuestro partido.

Podéis contar con mi colaboración para todo lo que mis fuerzas -sin embargo escasas- me permitan.

Por esta vez -tanto como para desbrozar el terreno de la futura colaboración- os escribiré algunos puntos que, si en cierto modo me competen personalmente, no dejan de tener importancia para la propaganda general.

Nuestro amigo Merlino -que, como sabéis, se pierde hoy en la inútil tentativa de querer conciliar la anarquía con el parlamentarismo- en una carta suya al Messaggero, queriendo sostener que el parlamentarismo no está destinado a desaparecer enteramente y que algo quedará de él, incluso en la sociedad que anhelamos, recuerda un escrito enviado por mí a la conferencia anarquista de Chicago de 1893, en que yo sostenía que para algunas cosas el parecer de la mayoría deberá necesariamente prevalecer sobre el de la minoría.

La cosa es cierta, y mis ideas no son hoy distintas de las expresadas en el escrito de que se trata. Pero Merlino, tomando una frase fuera de contexto parece sostener una tesis distinta de la que yo sostenía, deja en la sombra y en el equívoco lo que yo verdaderamente entendía.

Helo aquí: había en aquella época muchos anarquistas -y hay todavía algunos- que confundiendo la forma con la sustancia y cuidándose más de las palabras que de las cosas, habían elaborado una especie de ritual del verdadero anarquista que paralizaba su acción y los arrastraba a sostener cosas absurdas y grotescas.

Así éstos, partiendo del principio de que la mayoría no tiene el derecho a imponer su voluntad a la minoría, concluían que nada se debía hacer nunca si no era aprobado por la totalidad de los presentes. Confundiendo el voto político, que sirve para nombrar patronos, con el voto emitido para expresar de modo expeditivo la propia opinión, consideraban antianarquista toda clase de votación. Así, si se convocaban unas elecciones para protestar contra una violencia gubernativa o patronal, o para mostrar la simpatia popular por un suceso dado, la gente venia, escuchaba los discursos de los promotores, escuchaba los de los opositores, y luego se iba sin expresar su propia opinión, porque el único medio para expresarla era la votación sobre varios órdenes del dia ... y votar no era anarquista. Un circulo queria hacer un manifiesto: habia diversas redacciones propuestas que dividian los pareceres de los socios; se discutía sin fin, pero no se lograba nunca saber la opinión predominante, porque estaba prohibido votar, y entonces, o el manifiesto no se publicaba o algunos publicaban por su cuenta lo que preferían; el circulo se dividía cuando no habia en realidad ninguna disensión real y se trataba sólo de una cuestión de estilo. Una consecuencia de estos usos, que decian ser garantias de libertad, era que sólo algunos, con más facultades oratorias, hacían y deshacian, mientras aquellos que no sabían o no osaban hablar en público y que son siempre la gran mayoría, no contaban para nada. Mientras la otra consecuencia, más grave y verdaderamente mortal para el movimiento anarquista, era que los anarquistas no se creian ligados por solidaridad obrera, y en tiempo de huelga iban a trabajar, porque la huelga había sido votada por mayoría y contra su parecer. Y llegaban hasta no combatir a los esquiroles, autodenominados anarquistas, que pedian y recibían dinero de los patronos -podria citar nombres de ser necesario- para combatir una huelga en nombre de la anarquía.

Contra éstas y similares aberraciones estaba dirigido el escrito que mandé a Chicago.

Yo sostenía que no habría vida social posible si en verdad no se pudiera hacer nunca nada en conjunto sino cuando todos estuviesen de acuerdo. Que las ideas y las opiniones están en continua evolución y se diferencian por matizaciones insensibles, mientras las realizaciones prácticas cambian a saltos bruscos; y que, si llegase un día en que todos estuvieran perfectamente de acuerdo sobre las ventajas de una cosa dada, ello significaría que en la misma todo progreso posible estaba agotado. Así, por ejemplo, si se tratara de hacer una vía férrea, habría ciertamente mil opiniones distintas sobre el trazado de la línea, sobre el material, sobre el tipo de máquinas y de vagones, sobre el lugar de las estaciones, etc., y estas opiniones cambiarían de día en dia; pero si se quiere hacer la vía férrea, hay que elegir entre las opiniones existentes, y no se puede modificar cada día el trazado, cambiar de lugar las estaciones y cambiar las máquinas. Y dado que se trata de elegir, es mejor que estén contentos los más que lo menos, con la salvedad, naturalmente, de dar a los menos toda la libertad y todos los medios posibles para propagar y experimentar sus ideas en intentar ser mayoría.

Por tanto, en todas aquellas cosas que no admiten varias soluciones simultáneas, o en las cuales las diferencias de opinión no son de tal importancia que valga la pena estar divididos y actuar cada fracción a su manera, o en que el deber de solidaridad impone la unión, es razonable, justo, necesario, que la minoría ceda a la mayoría.

Pero este ceder de la minoría debe ser efecto de la libre voluntad, determinada por la conciencia de la necesidad; no debe ser un principio, una ley, que se aplica en todos los casos, incluso cuando no hay realmente necesidad. Y en esto consiste la diferencia entre la anarquía y una forma de gobierno cualquiera. Toda la vida social está llena de estas necesidades en que uno debe ceder las propias preferencias para no ofender los derechos de los otros. Entro en un café, encuentro ocupado el lugar que me gusta y voy tranquilamente a sentarme a otro, donde quizás hay una corriente de aire que me molesta. Veo personas que hablan dando a entender que no quieren ser escuchadas y me mantengo a distancia, quizás a disgusto, para no incomodarlas. Pero esto lo hago porque me lo impone mi instinto de hombre social, mi hábito de vivir en medio de las gentes y mi interés por no hacerme tratar mal; si procediera de otra manera, aquellos a quienes incomodo me harían sentir pronto, de un modo o de otro, las consecuencias de ser grosero. No quiero que los legisladores vengan a prescribirme cuál es el modo en que debo comportarme en un café, ni creo que ellos lograran enseñarme aquella educación que yo hubiese sabido aprender de la sociedad en medio de la cual vivo.

¿Cómo hace Merlino para obtener de esto que un resto de parlamentarismo deberá haberlo incluso en la sociedad que anhelamos?

El parlamentarismo es una forma de gobierno en la cual los elegidos del pueblo, reunidos en cuerpo legislativo, promulgan, por mayoría de votos, las leyes que les place y las imponen al pueblo con todos los medios coercitivos de que disponen.

¿Es una muestra de esta aberración lo que Merlino querría conservar también en la anarquía? O bien, dado que en el parlamento se habla, se discute y se delibera -y esto se hará siempre en cualquier sociedad posible- ¿Merlino llama a esto un resto de parlamentarismo?

Pero realmente, eso sería jugar con las palabras, y Merlino está capacitado para emplear otros y mucho más serios procedimientos de discusión.

¿No se acuerda Merlino que cuando polemizábamos juntos contra los anarquistas enemigos de todo congreso -porque justamente consideran los congresos como una forma de parlamentarismo- sosteníamos que la esencia del parlamentarismo está en el hecho de que los parlamentos crean e imponen leyes, mientras un congreso anarquista no hace sino discutir y proponer resoluciones que no tienen valor ejecutivo sino después de la aprobación de los mandantes y sólo para aquellos que las aprueban?

¿O es que las palabras han cambiado de significado ahora que Merlino ha cambiado de ideas?

Malatesta

De, L´Agitazione, del 14 de marzo de 1897.

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