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Penitenciaría Federal de los Estados Unidos.

Leavenworth, Kansas.

Noviembre 17 de 1920.

Señorita Elena White.

Nueva York, N. Y.

Mi querida camarada:

Te escribo con un sentimiento cercano al remordimiento. me has escrito tres cartas: una el 26 de octubre último y dos más el 6 y 7 de este mes, respectivamente. Y es con mi carta de dos páginas con la que me veré obligado a contestar la abundancia de dulces sentimientos y bondadosos pensamientos que has desencadenado para mi satisfacción y delicia ...

Entiendo perfectamente, querida camarada, tu impaciencia por la lentitud con que transcurren los acontecimientos. ¡Estamos tan sedientos y tan hambrientos de lo que el futuro nos reserva! Pero, ¿cuántos somos los que sentimos verdadera sed y hambre aguda de ello? Sólo unos cuantos; sólo los que saben que el presente estado de cosas no es permanente, sino una simple escena de la miriada de actos de la tragedia de la vida, y que hay más escenas y más actos que representar. Y somos tan pocos, que nos vemos forzados a sufrir las impacientes miradas, miradas y miradas a la misma cosa, hasta que nuestra impaciencia - porque la impaciencia es contagiosa - infecte a otras gentes y despierte en ellas la misma sed y la misma hambre que nos aflige a nosotros. Entonces, y sólo entonces cambiará la escena; la rapidez del cambio dependerá de la suma de las migajas de pan disponibles para llenar los estómagos; mientras más pequeña sea la cantidad, más rápido será el cambio.

Es triste referir esto, pero es la verdad. La dignidad humana y el orgullo humano ... palabras, palabras, palabras, como decía el genio de Shakespeare. Es el estómago el que gobierna hoy, tan poderosamente como cuando nuestros antepasados vagaban en la selva. Todavía no somos el tipo de hombre; somos el eslabón entre el mono y el hombre. Porque, ¿en dónde está la dignidad de que blasonamos tanto? Un hombre, o un grupo de hombres, puede tener bajo su dominio millones y millones de los llamados seres humanos; él puede someterlos a todas las indignidades imaginables e inconcebibles; puede dictarles lo que han de hacer y lo que no; puede inmiscuirse en los asuntos privados y más íntimos del individuo; puede hasta prescribir lo que se ha de decir y lo que se ha de pensar ... y todos deben someterse, todos deben deponer gustosamente su dignidad, su honor, su orgullo, su libertad, con sólo que se les permita obtener la porción de migajas que les tiene designadas ... ¿No es esto ser simplemente un animal? Pero el tirano debe tener cuidado que no disminuya la cantidad de migajas. Unas cuantas migajas y vistas cinematográficas conservan en nuestros días la sumisión de las masas, tan efectivamente como el pan y el circo aplacaban la furia esporádica de la plebe romana. Así, pues, debemos ser pacientes, querida Elena, y esperar que la escena cambie. No tenemos qué esperar mucho, como que las migajas están mermando, y mermando y mermando, y en razón inversa, el número de los afligidos con nuestra sed y atormentados con nuestra hambre y nuestro anhelo, está creciendo, creciendo, creciendo; en presencia de este hecho, desde las profundidades de mi ser, brota un suspiro de alivio: ¿es la esperanza!

Veo con terror, querida camarada, que sólo me quedan unas cuantas líneas y son muchos los puntos de tus amables cartas a los cuales quisiera referirme. Tengo tantas cosas que decirte referentes a mí mismo, a mis pensamientos, mis sueños y mis sentimientos, y cómo se estremece todo mi ser bajo su influencia, y cómo mi sangre se precipita en mis arterias estimulada por su calor; pero no puedo decir todo en estas dos páginas y, por lo tanto, sufro la doble tortura de maltratar mi cuerpo si me muevo libremente dentro de mi estrecha jaula, y lastimar las alas de mi mente si trato de extenderlas más allá de los límites de una carta de dos páginas.

Escríbeme cartas largas, muy largas, mi querida Elena, y tan seguido como puedas. Tus cartas me deleitan.

Si los editores me envían directamente Freedom, de Londres, me llegará seguramente.

Mi cariño a Erma, a todos los camaradas y a ti, mi buena amiga.

Ricardo Flores Magón


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