Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEGUNDO

DE LA JUSTICIA

De lo que se ha dicho aparece que el asunto de la presente investigación es, estrictamente hablando, una parte de la ciencia de la ética. La moralidad es la fuente de la cual deben ser deducidos sus axiomas fundamentales, y serán un poco más esclarecidos en el presente ejemplo si tomamos el término justicia como una denominación general de todo deber moral.

Se verá que esta denominación es suficientemente expresiva del asunto si consideramos por un momento la misericordia, la gratitud, la templanza, o algunos de esos deberes que en lenguaje más indeterminado están en contraste con la justicia. ¿Por qué perdonaría a este criminal, recompensaría este favor, me abstendría de esta indulgencia? Si participo de la naturaleza de la moral, debo ser justo o ser injusto, tener razón o no tenerla. Debo tender al beneficio del individuo sin interferir en las ventajas de la masa de los individuos. Cualquier camino beneficia al todo, porque los individuos son partes del todo. Por eso hacerlo es justo, y abtenerse es injusto. Si la justicia tiene algún sentido, es justo que contribuya con todo lo que está en mi poder al beneficio del conjunto.

Será arrojada probablemente considerable luz sobre nuestra investigación si, dejando para el presente la perspectiva política, examinamos la justicia simplemente tal como existe entre los individuos. La justicia es una regla de conducta que se origina en la afinidad de un ser dotado de percepción con otro. Una máxima comprensiva, que ha sido sostenida sobre el asunto es que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Pero esta máxima, aunque posee considerable mérito como principio popular, no está modelada con el rigor de la exactitud filosófica.

En una perspectiva indeterminada y general yo y mi vecino somos ambos hombres, y por consiguiente tenemos derecho a igual atención. Pero en realidad es probable que uno de nosotros sea un ser de más mérito e importancia que el otro. Un hombre es de más valor que una bestia, porque, en posesión de más altas facultades, es capaz de una felicidad más refinada y genuina. Del mismo modo, el ilustre arzobispo de Cambrai tiene más valor que su criada, y hay pocos entre nosotros que vacilarían en fallar, si su palacio estuviera en llamas y sólo la vida de uno de ellos pudiera ser salvada, sobre cuál de ellos debería ser preferido.

Pero hay otro motivo de preferencia, aparte de la consideración privada de que uno de ellos está más lejos del estado de la simple animalidad. No estamos unidos con uno o dos seres perceptivos, sino con una sociedad, una nación, y en algún sentido con la familia entera de la humanidad. Por consiguiente debería ser preferida la vida más ventajosa para el bien general. Al salvar la vida de Fenelon, supongamos en el momento en que concebía el proyecto de su inmortal Telémaco, se beneficiaría al mismo tiempo a millares que han sido preservados, por su lectura, de algún error, vicio y consiguiente desdicha. No sólo eso, mi beneficio se extendería más allá, pues todo individuo de este modo preservado ha llegado a ser un miembro mejor de la sociedad y ha contribuído a su vez a la felicidad, la cultura y el progreso de otros.

Suponiendo que hubiese sido yo mismo la camarera, habría debido elegir la muerte antes que Fenelon hubiese tenido que morir. La vida de Fenelon era realmente preferible a la de la criada. Pero el entendimiento es la facultad que percibe la verdad de esta y otras proposiciones similares; y la justicia es el principio que regula mi conducta de acuerdo con ellas. Habría sido justo en la camarera preferir el arzobispo a ella misma. Haber procedido de otro modo hubiese sido una violación de la justicia.

Supóngase que la criada hubiese sido mi esposa, mi madre o mi bienhechora. Esto no alteraría la verdad de la proposición. La vida de Fenelon sería todavía más preciosa que la de la criada; y la justicia -la pura, la genuina justicia- habría preferido la más estimable. La justicia me habría enseñado a salvar la vida de Fenelon a costa de la otra. ¿Qué magia hay en el pronombre mi para vencer las decisiones de la verdad eterna? Mi esposa o mi madre pueden ser necias o pícaras. Si lo son, ¿qué consecuencia tiene el que sean mías?

Pero mi madre soportó por mí los dolores del parto, y me crió en el desamparo de la infancia. Cuando ella se sometió a la necesidad de estos cuidados, no fue influída probablemente por ningún motivo particular de benevolencia hacia su futura prole. Todo beneficio voluntario habilita, sin embargo, al dador para algún favor y retribución. ¿Pero por qué así? Porque un beneficio voluntario es una evidencia de intención benévola; eso es, de virtud. Es la disposición del espíritu, no la acción externa, la que habilita al respecto. Pero él mérito de esta disposición es igual si el beneficio me es conferido a mí o a otro. Yo y otro hombre no podemos ambos tener derecho a preferir nuestro propio bienhechor individual, pues ningún hombre puede ser al mismo tiempo mejor y peor que su vecino. Mi bienhechor debiera ser estimado, no porque me otorgó un beneficio, sino porque lo otorgó a un ser humano. Su mérito estará en exacta proporción con el grado en que ese ser humano fue digno de la distinción conferida. Así todo examen del asunto nos vuelve a la consideración del mérito moral de mi vecino y su importancia para el bienestar general como único patrón para determinar el tratamiento a que tiene derecho. Por esta razón la gratitud, un principio que ha sido tan a menudo tema del moralista y del poeta, no es una parte de la justicia ni de la virtud. Por gratitud entiendo un sentimiento que me llevaría a preferir un hombre a otro por alguna otra consideración que la de su superior utilidad o valor; es decir que haría algo verdadero para mí (por ejemplo, esta preferencia) que no puede ser verdadero para otro hombre y no es verdadero en sí (1).

Puede objetarse que mi pariente, mi compañero, o mi bienhechor obtendrán sin duda en muchos casos una porción extraordinaria de mi respeto: pues, no siendo generalmente capaz de distinguir el mérito comparativo de distintos hombres, juzgaría sin duda muy favorablemente a aquel de cuyas virtudes he recibido las pruebas más indudables; y así seré compelido a preferir el hombre de mérito moral a quien conozco, a otro que pueda poseer, desconocida para mí, una esencial superioridad.

Esta compulsión, sin embargo, está fundada sólo en la presente imperfección de la naturaleza humana. Puede servir de disculpa para mi error, pero no puede cambiar el error en verdad. Será siempre contraria a las estrictas e inflexibles decisiones de la justicia. La dificultad de concebir esto se debe simplemente a nuestra confusión de la disposición por la cual una acción es escogida con la acción misma. La disposición que preferiría la virtud al vicio y un grado mayor de virtud a uno menor, es indudablemente asunto de aprobación; el ejercicio erróneo de esta disposición por la cual es elegido un objeto injusto, si es inevitable, debe ser deplorado, pero no puede, con ningún colorido y bajo ninguna denominación, ser convertido en justo (2).

Puede en segundo lugar objetarse que un comercio mutuo de beneficios tiende a acrecentar la masa de acción benévola, y que acrecentar la masa de acción benévola es contribuir al bienestar general. ¡Sin duda! ¿Es promovido por la falsedad el bien general, al tratar a un hombre según un grado de consideración como si hubiese tenido diez veces ese valor? ¿o como si fuese algún grado diferente de lo que realmente es? ¿No resultarían consecuencias más provechosas de un plan distinto, de mi investigación constante y cuidadosa de la intimidad de todos aquellos con los cuales estoy unido, y de estar ellos seguros, tras una cierta indulgencia hacia la falibilidad del juicio humano, de ser tratados por mí exactamente como merecen? ¿Quién puede decir cuáles serían los efectos de tal plan de conducta universalmente aceptado?

Parece haber más verdad en la argumentación, derivada principalmente de la distribución desigual de la propiedad, en favor de mi preferencia, en los casos ordinarios, por mi esposa e hijos, mis hermanos y parientes antes que por los extraños. Mientras la ayuda a los individuos concierne a los individuos, parece como si debiera haber una cierta distribución de la clase que necesita vigilancia y ayuda entre la clase que la proporciona, de modo que cada hombre pueda tener su exigencia y recurso. Pero este argumento, si es admitido, ha de ser admitido con gran cautela. Concierne sólo a los casos ordinarios; y los de orden más elevado o de más urgente necesidad ocurrirán perpetuamente, en competencia con los cuales aquellos serán del todo impotentes. Debemos ser severamente escrupulosos en estimar la cantidad de ayuda, y con respecto al dinero en particular, debemos recordar cuán poco es entendido aún el verdadero modo de empleado en beneficio público.

Habiendo considerado a las personas con quienes la justicia es familiar, investiguemos el grado en que estamos obligados a consultar el bien de los otros. Y aquí digo que es justo que haga todo el bien a mi alcance. ¿Alguna persona en apuros puede recurrir a mí por un alivio? Es mi deber concedérselo y llevo a cabo una violación del deber al negárselo. Si este principio no es de aplicación universal, es porque, al conferir un beneficio a un individuo, puedo en algunos casos infligir una afrenta de magnitud superior a mí mismo o a la sociedad_ Ahora la misma justicia que me liga a alguno de mis compañeros, me liga al conjunto. Si, mientras confiero un beneficio a un hombre, aparece, haciendo un equitativo balance, que estoy agraviando al conjunto, mi acción cesa de ser justa y se vuelve enteramente injusta. ¿Pero qué es lo que estoy ligado a hacer en pro de la felicidad general, es decir en beneficio de los individuos de que se compone el todo? Todo lo que esté en mi poder. ¡Qué! ¿hasta el olvido de los medios de la propia existencia? No; pues yo mismo soy una parte del todo. Por otra parte, raramente acontecerá que el proyecto de hacer por los demás todo lo que esté en mi poder no exije para su ejecucón la preservación de mi propia existencia; o en otros términos, acontecerá raramente que yo no pueda hacer más bien en veinte años que en uno. Si sucediera el caso extraordinario en que pudiese promover el bien general con mi muerte más que con mi vida, la justicia requiere que me sienta contento de morir. En todos los demás casos es justo que esté ansioso de mantener mi cuerpo y mi mente en el mayor vigor y en las mejores condiciones para el servicio.

Supondré, por ejemplo, que es justo que un hombre posea una porción mayor de propiedad que otro, ya como fruto de su diligencia o por herencia de su antepasados. La justicia le obliga a estimar esta propiedad como un depósito y le exhorta a considerar maduramente de qué manera puede ser empleada mejor para el acrecentamiento de la libertad, del conocimiento y la virtud. No tiene derecho a disponer de un chelín de ella según su capricho. Lejos de ser autorizado al bien ganado aplauso por haber empleado una escasa pitanza en servicio de la filantropia, es un delincuente a los ojos de la justicia si retiene alguna parte de ese depósito. Nada puede haber más incontrovertible. ¿Pudo esa parte haber sido mejor o más convenientemente empleada? Que pudo serlo está implícito en los mismos términos de la proposición. En tal caso es justo que hubiese sido empleada así. Del mismo modo que mi propiedad, poseo mi persona como depósito en favor del género humano. Estoy obligado a emplear mis talentos, mi entendimiento, mi fuerza y mi tiempo en la producción de la mayor cantidad de bien general. Tales son las manifestaciones de la justicia, tan grande es la magnitud de mi deber.

Pero la justicia es recíproca. Si es justo que confiera un beneficio, es justo que otro hombre lo reciba, y si negara eso a que tiene derecho, puede justamente quejarse. Mi vecino necesita diez libras que yo puedo darle. No hay ninguna ley de institución pública que haya sido hecha para resolver este caso y transferir esa propiedad de mí a él. Pero a los ojos de la simple justicia, a menos que pueda mostrarse que el dinero puede ser empleado más benéficamente, su pretensión es tan completa como si él hubiese tenido mi billete en su poder o me hubiese surtido con bienes por el importe (3).

A esto se ha respondido a veces que hay más de una persona que necesita del dinero que yo tengo de sobra, y por consiguiente que debo estar en libertad de gastarlo como me plazca. Respondo a esto: si una sola persona se ofrece a mi conocimiento o búsqueda, para mí no hay más que una. A los otros que no puedo descubrir deben ayudarles los otros hombres ricos (hombres ricos, digo, pues todo hombre es rico cuando tiene más dinero del que exigen sus justas necesidades) y no yo. Si más de una persona se ofrece, éstoy obligado a considerar su aptitud y conducirme en consecuencia. Apenas es posible que acontezca que dos hombres sean exactamente de igual aptitud o que esté exactamente seguro de la aptitud del uno tanto como de la del otro.

Por consiguiente, es imposible para mí conferir un favor a algún hombre, sólo puedo hacerIe justicia. El que se desvíe de la ley de justicia, y quiero suponer en el exceso de lo hecho en favor de algún individuo o alguna parte del todo general, está tan separado del tronco general como de la absoluta injusticia.

La consecuencia muy claramente ofrecida por los precedentes razonamientos es la competencia de la justicia como principio de deducción en todos los casos de indagación moral. Los razonamientos mismos son más bien de la naturaleza de la ilustración y el ejemplo, y algún error que pueda serle imputado en los pormenores no invalidan la conclusión general, la propiedad de aplicar la justicia moral como criterio en la investigación de la verdad política.

La sociedad no es otra cosa que la agregación de individuos. Sus derechos y sus deberes deben ser el agregado de sus derechos y deberes, siendo unos no más precarios y arbitrarios que otros. ¿ Qué tiene la sociedad derechos a pedirme? La pregunta está ya contestada: todo lo que está en mi deber hacer. ¿Nada más? Ciertamente, no. ¿Pueden cambiar la verdad eterna o trastornar la naturaleza de los hombres y sus acciones? ¿Pueden hacer que mi deber cometa intemperancia, que maltrate o asesine a mi vecino? Nuevamente, ¿qué es lo que la sociedad está obligada a hacer por sus miembros? Todo lo que pueda contribuir a su bienestar. Pero la naturaleza de su bienestar es definida por la naturaleza del espíritu. Eso contribuirá en sumo grado a lo que ensancha la comprensión, proporciona estímulos a la virtud, nos llena de una generosa conciencia de nuestra independencia, y aleja cuidadosamente todo lo que puede impedir nuestros esfuerzos.

Si se afirmase que no está en el poder de ningún sistema político aseguramos estas ventajas, la conclusión que deduzco será siempre incontrovertible. Está constreñido a contribuir todo lo que pueda a estos propósitos, y no fue aún encontrado ningún hombre en todos los tiempos lo bastante osado para afirmar que no podía hacer nada. Supóngase su influencia limitada en el más alto grado, debe haber un método que se acerque mucho más que otro al objeto deseado, y ese método debiera ser universalmente adoptado. Hay una cosa que las instituciones políticas pueden seguramente hacer; pueden evitar positivamente la neutralización de los verdaderos intereses de sus súbditos. Pero todas las reglas caprichosas y las distinciones arbitrarias hacen que sean contrariadas positivamente. Apenas hay alguna modificación de la sociedad, pero hay algún grado de tendencia moral. En tanto que no produce daño ni beneficio, no vale para nada. En tanto que tienda al mejoramiento de la comunidad, debiera ser universalmente adoptada (4).



Notas

(1) Esta argumentación respecto a la gratitud es enunciada con gran claridad en un Essay on the Nature of True Virtue, del Rev. Jonathan Edwards.

(2) Véase este asunto más ampliamente en el capítulo siguiente.

(3) Un plan general ingenioso de estos principios es bosquejado en el Sermón de Swift sobre la Sumisión Mutua.

(4) Dos breves apéndices a este capítulo -I, Del suicidio; II, De la aptitud- son aquí omitidas.

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