Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO TERCERO

DEL DEBER

Hay una dificultad de considerable magnitud por lo que toca al asunto del precedente capítulo, fundada en la diferencia que pueda haber entre la justicia abstracta y mi comprensión de la justicia. Cuando ejecuto un acto malo en sí, pero que parece ser justo en relación con todos los materiales de juicio existentes en mi entendimiento, ¿es mi conducta virtuosa o viciosa?

Ciertos moralistas han introducido una distinción en este juicio entre la virtud absoluta y la práctica. Hay una especie de virtud -dicen-, que surge de la naturaleza de las cosas y es inmutable, y otra que surge de las perspectivas vivientes en mi entendimiento. Así, por ejemplo, supóngase que debiera rendir culto a Jesucristo; pero habiendo sido educado en la religión de Mahoma, debo adherirme a esa religión mientras sus evidencias me parezcan decisivas. Estoy inscrito en un jurado para juzgar a un hombre acusado de asesinato, y que es realmente inocente. Sencillamente considerado, debo absolverlo. Pero me es desconocida su inocencia, y la evidencia es aducida de tal modo como para formar la más fuerte presunción de su delito. No es que deba ser lograda la demostración en tales casos; estoy obligado en todo asunto de la vida humana a obrar por presunción; por esta razón tuve que declararle culpable.

Puede dudarse, sin embargo, si algún buen designio es probable que sea satisfecho al emplear los términos de la ciencia abstracta en este método versátil e incierto. La moral es, si algo puede ser, fija e inmutable; y ha de haber alguna extraña impostura que nos induzca a dar a una acción eterna e inmutablemente injusta los epítetos de rectitud, deber y virtud.

No han advertido estos moralistas cabalmente a qué término los llevaría esta admisión. El espíritu humano es increíblemente sutil al inventar una excusa con respecto a eso a que su inclinación le guía. Nada hay tan raro como la pura hipocresía. No hay hecho de nuestras vidas que no estemos prontos, al adoptarlo, a justificar, al menos, en tanto que no somos impedidos de hacerlo por simple indolencia y descuido. Apenas hay alguna justificación del intento de hacer a otros lo que no queremos que se haga con nosotros mismos. Por consiguiente, la distinción establecida aquí se acercaría a probar que cada acción de todo ser humano tiene derecho a la calificación de virtuosa.

Quizá no hay ningún hombre que no pueda recordar la época en que puso secretamente en duda la división arbitraria de la propiedad establecida en la sociedad humana y en que se sintió inclinado a apropiarse de algo cuya posesión le parecía deseable. En tal caso es probable que los hombres sean ordinariamente influídos por ese medio en la perpetración del robo. Se persuaden de la relativa inutilidad de la propiedad para su presente poseedor y de la inestimable ventaja que alcanzaría en sus propias manos. Creen que la transferencia debe ser hecha. No tiene ninguna consecuencia que no sean firmes en esas opiniones, que las impresiones de la educación se ofrezcan rápidamente a sus espíritus, y que en un período de adversidad confiesen la iniquidad de su proceder. No es menos cierto que hicieron lo que en el momento pensaron que era justo.

Pero hay otra consideración que parece aun más decisiva acerca del asunto que tenemos ante nosotros. Las peores acciones, las más contrarias a la justicia abstracta y a la utilidad, han sido realizadas frecuentemente según los motivos más concienzudos. Clement, Ravaillac, Damiens y Gerard tuvieron su espíritu profundamente penetrado de ansiedad por el eterno bienestar de la especie humana. Por ese fin sacrificaron su tranquilidad y se expusieron alegremente a las torturas y a la muerte. Fue la benevolencia probablemente lo que contribuyó a encender las hogueras de Smithfield y a afilar los puñales de San Bartolomé. Los complicados de la Conspiración de la Pólvora eran en su mayor parte hombres notables por la santidad de su vida y la severidad de sus costumbres. Es probable, sin duda, que algunos deseos ambiciosos y algunos sentimientos de odio y de repulsión se mezclasen con la benevolencia y la integridad de estas personas. Es probable que ninguna acción injusta haya sido realizada en base a propósitos totalmente puros. Pero el engaño que se imponían no podía, sin embargo, ser completo. Sean las que fueren sus opiniones sobre el asunto, no podían alterar la naturaleza verdadera de la acción.

La verdadera solución del problema consiste en observar que la disposición por la cual una acción es adoptada es una cosa, y la acción misma otra. Una acción justa puede ser realizada con una mala disposición; en ese caso aprobamos la acción, pero condenamos al agente. Una mala acción puede ser realizada con una justa disposición; en ese caso condenamos la acción, pero aprobamos al agente. Si la disposición por la cual un hombre es gobernado tiene una tendencia sistemática al beneficio de su especie, no puede menos de obtener nuestra estimación, no obstante lo equivocado que pueda estar en su conducta.

¿Pero qué diremos del deber de un hombre en esas circunstancias? Calvino, supondremos, se hallaba clara y conscientemente persuadido de que debía quemar a Servet. ¿Debía haberle quemado o no? Si le quemaba, cometía una acción detestable en su propia naturaleza; si se contenía, obraba en oposición al mejor juicio de su propio entendimiento hasta un punto de obligación moral. Sin embargo es absurdo decir que era su deber, en algún sentido, quemarle. Lo más que puede admitirse es que su disposición era virtuosa, y que en las circunstancias en que se hallaba, la acción grandemente deplorada dimanaba de esa disposición por invencible necesidad.

¿Diremos, entonces, que era el deber de Calvino, que no comprendía los principios de tolerancia, obrar a impulsos de una verdad que ignoraba? Supongamos que una persona debe ser procesada en York la semana próxima por asesinato y que mi testimonio la absolvería. ¿Diremos que es mi deber ir a York, aunque no sepa nada del asunto? De acuerdo con los mismos principios podríamos afirmar que es mi deber ir de Londres a York en media hora, pues el proceso tendrá lugar en ese tiempo, no siendo más real la imposibilidad en un caso que en otro. De acuerdo con los mismos principios podríamos afirmar que es mi deber ser impecable, omnisciente y omnipotente.

El deber es un término cuyo uso parece consistir en describir el modo como alguien puede ser mejor empleado para el bien general. Es limitado en su extensión por la capacidad de ese ser. Ahora bien, la capacidad varía, en su idea, en la proporción que nosotros diferimos en nuestra opinión del asunto al que pertenece. De lo que soy capaz si se me considera. simplemente como un hombre, es una cosa; de lo que soy capaz como un hombre de una figura contrahecha, de débil entendimiento, de prejuicios supersticiosos, o como sea, es otro. No puede esperarse de mí tanto bajo estas desventajas como si estuviesen ausentes. Pero si ésta ha de ser la verdadera definición del deber, es absurdo suponer en cualquier caso que una acción lesiva del bienestar general pueda ser clasificada entre los deberes.

Aplíquense estas observaciones a los casos que han sido enunciados. La ignorancia, en tanto que existe, aniquila completamente la capacidad. Mientras ignoraba lo del juicio en York, no pódía ser influído por ninguna consideración respecto a él. Pero es absurdo decir que era mi deber descuidar una causa que ignoraba. Si se alega que Calvino ignoraba los principios de tolerancia y no tuvo ninguna oportunidad conveniente para aprenderlos, se sigue de aquí que al quemar a Servet no violaba su deber, pero no se sigue de ahí que fuera su deber quemarlo. Tocante a la suposición aquí enunciada el deber está callado. Calvino ignoraba los principios de justicia, y por consiguiente no podía practicarlos. El deber de un hombre no puede sobrepasar su capacidad; pero entonces tampoco un acto de injusticia puede ser en ningún caso de la naturaleza del deber.

Hay ciertas deducciones que provienen de esta visión del asunto que puede ser conveniente mencionar. Nada es más común que alegar sobre los individuos y las sociedades de los hombres que han obrado conforme a su mejor juicio, que han cumplido su deber, y que su conducta, por consiguiente, aunque se probara errónea, es no obstante virtuosa. Esto parece ser un error. Una acción, aunque nazca de la mejor intención del mundo, puede no tener en sí nada de la naturaleza de la virtud. En realidad la parte más esencial de la virtud consiste en la incesante búsqueda para informarnos más exactamente acerca del asunto de la utilidad y del derecho. El que no esté informado respecto a ellos, deberá su error a una insuficiencia en su filantropía y su celo.

En segundo lugar, ya que la virtud puede ocurrir que esté fuera del poder del ser humano, nos es mientras tanto de muchísima importancia una disposición virtuosa, que no da margen a la misma incertidumbre. Una disposición virtuosa es de la más alta importancia, puesto que tiende a producir actos igualmente virtuosos, a aumentar nuestros conocimientos y a hacer más profundo nuestro discernimiento. Disposición que, si fuera universalmente propagada, conduciría a la grán finalidad de las acciones virtuosas de la especie humana entera, es decir al fin más noble a que pueden aspirar seres inteligentes. Pero es preciso recordar que una disposición virtuosa es producida generalmente por el libre ejercicio del juicio personal y por una estricta conformidad de la conducta con los dictados de la propia conciencia.

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