Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO QUINTO

DERECHOS DEL HOMBRE

No hay tema (1) que haya sido discutido con mayor intensidad y apasionamiento, que el relativo a los derechos del hombre. ¿Tiene el hombre derechos o no los tiene? Mucho puede alegarse, plausiblemente, en favor y en contra y finalmente parecen razonar con mayor exactitud los pensadores que se manifiestan por el sentido negativo de la cuestión. La causa de la verdad ha sido frecuentemente perjudicada por el modo tosco e indiscreto como se han expresado sus defensores. Será en verdad cosa lamentable que los abogados de una de las partes tengan toda la justicia en su favor, en tanto que los de la parte contraria se expresen del modo más adecuado a la razón y a la naturaleza de las cosas. Cuando la cuestión a que aquí nos referimos ha sido tan extremadamente confundida por el uso ambiguo de los términos, será conveniente indagar si es posible, mediante una severa y paciente investigación de los primeros principios de la sociedad política, que el problema sea enfocado desde un punto de vista distinto al de las opiniones sustentadas por uno y otro bando.

La sociedad política, como ha sido ya demostrado, se funda en principios de moral y de justicia. Es imposible que seres racionales entablen relaciones mutuas, sin determinar en virtud de las mismas ciertas normas de conducta, adaptadas a la naturaleza de esas relaciones, normas que se convierten de inmediato en deberes y como tales afectan a todos los integrantes del conjunto. Los hombres no se habrían asociado jamás si no hubieran creído que, por medio de la asociación, promoverían el mayor bienestar y la mayor felicidad de todos y de cada uno. He ahí el verdadero propósito y la genuina base de sus interrelaciones. En la medida que tal propósito es alcanzado, la sociedad responde al fin que ha determinado su creación.

Hay aun otro postulado que nos llevará a un razonamiento conclusivo respecto a la cuestión en debate. Sea cual sea el sentido del término derecho -pues, como se verá, el significado mismo de la palabra no ha sido suficientemente comprendido- no puede haber derechos opuestos entre sí, ni deberes y derechos recíprocamente excluyentes. Los derechos de un individuo no pueden chocar ni ser destructivos respecto a los derechos de otros, pues si así fuera, lejos de constituir una rama de la justicia y de la moral, tal como entienden ciertamente los defensores de los derechos del hombre, serían simplemente una jerga confusa e inconsistente. Si un hombre tiene el derecho a ser libre, su vecino no tiene el derecho a convertirlo en esclavo; si un hombre tiene el derecho a castigarme, yo no tengo el derecho a rehuir el castigo; si alguien tiene derecho a una suma de dinero que se halla en mi posesión, yo no puedo tener el derecho a retener esa suma en mi bolsillo. No es menos incuestionable que carezco del derecho a omitir el cumplimiento de mis deberes.

De esto se deduce inevitablemente que los hombres no tienen derechos. Por derecho, en el sentido que la palabra se emplea en este caso, se ha entendido siempre una facultad discrecional; es decir, pleno poder para cada uno de realizar o de omitir la realización de algo, sin incurrir por ello en la justificada censura de terceros. En otros términos, sin incurrir en cierto grado de culpa o condenación. En ese sentido, afirmo que el hombre no tiene derechos, ni poder discrecional de ninguna especie.

Se dice comúnmente que un hombre tiene derecho a disponer de su fortuna o de su tiempo, derecho a elegir libremente una profesión o un fin particular. Pero esto no puede sostenerse de un modo plausible, hasta tanto no se pruebe que el hombre no tiene deberes que limiten y condicionen sus modos de proceder en cada uno de esos casos. Mi vecino tiene tanto derecho a poner fin a mi vida mediante el veneno o el puñal, como a negarme la ayuda pecuniaria sin la cual yo pereceré de hambre o a negarme esa otra especie de asistencia que me permita un desarrollo intelectual y moral que no podría alcanzar jamás por mis propios medios. Tiene tanto derecho a divertirse incendiando mi casa o torturando a mis hijos, como a encerrarse 6n una habitacióri aislada, despreocupándose de los demás y ocultando el propio talento tras un velo egoísta.

Si el hombre tiene derechos y poderes discrecionales, sólo ha de ser en cuestiones totalmente indiferentes, tales como si he de sentarme al lado derecho o al lado izquierdo del fuego o si he de almorzar carne hoy o mañana. Esta clase de derechos son mucho menos numerosos de lo que pudiera creerse, pues antes que ellos queden definitivamente establecidos, es necesario demostrar que mi elección es indiferente para el bien o el mal de otra persona. Se trata de derechos por los cuales, ciertamente, no vale la pena luchar, puesto que, por esencia, son insignificantes o inocuos.

En realidad, nada puede parecer más extraño a los ojos de un observador cuidadoso que dos ideas tan incompatibles entre sí como hombre y derechos se hayan asociado en una misma proposición. Es evidente que una de ellas excluye a la otra. Antes de atribuir al hombre ciertos derechos, debemos concebirlo como un ser dotado de inteligencia y capaz de discernir acerca de las distinciones que existen entre las cosas, así como de las tendencias que ellas implican. Pero un ser dotado de inteligencia y capaz de discernimiento, se convierte, de hecho, en un ser moral, es decir en un ser a quien corresponde el cumplimiento de determinados deberes. Y tal como se ha demostrado anteriormente, derechos y deberes se excluyen mutuamente.

Los defensores de la libertad han afirmado que los príncipes y magistrados carecen de derechos; afirmación que en modo alguno puede ser controvertida. No hay situación en la vida pública de esos personajes que no comporte el cumplimiento de determinados deberes. Cada una de las atribuciones de que se hallan investidos debe ser ejercitada exclusivamente para el bien público. Es extraño que quienes adoptan tal opinión no den un paso más y comprendan que las mismas restricciones son aplicables igualmente a todos los demás ciudadanos.

La falacia de esa concepción no es menos destacable que la inmoralidad de sus resultados. Debemos a ese empleo inadecuado e injusto de la palabra derecho que el avaro pueda acumular estérilmente riquezas cuya circulación sería necesaria para la satisfacción de múltiples necesidades; que el hombre lujurioso se revuelque en el derroche y la licencia, mientras observa a numerosas familias condenadas a la mendicidad; que tales individuos no dejen nunca de invocar sus derechos, para silenciar la censura de la opinión ajena y la de la propia conciencia, recordando que ellos obtuvieron sus riquezas de un modo correcto, que a nadie deben nada y que, por consiguiente, nadie tiene derecho a inquirir acerca del modo como disponen de aquello que les pertenece. Gran cantidad de personas tienen conciencia de necesitar tal especie de defensa, sintiéndose dispuestas, por esa razón, a unirse contra el impertinente intruso que se atreva a indagar cosas que no le conciernen. Olvidan que el hombre sabio y honesto, amigo de su patria y de sus semejantes, se halla permanentemente interesado en todo aquello que de algún modo puede afectarles y que lleva siempre consigo una especie de diploma que lo constituye en inquisidor general de la conducta de su prójimo, con el deber cónexo de exhortarles a la práctica de la virtud, con toda la fuerza que puede conferir la verdad y con todo el rigor que una condenación claramente expresada puede infligir al vicio (2).

Apenas es necesario agregar que, si los individuos no tienen derechos, tampoco los tiene la sociedad, la cual no posee sino aquello que los individuos han aportado en conjunto. El absurdo de la opinión corriente en ese orden es aun más evidente, si cabe, que en el caso considerado anteriormente. De acuerdo con ese concepto general, todo círculo reunido para cualquier propósito público, toda congregación religiosa constituída para adorar a Dios, tienen derecho a establecer ceremonias o a adoptar medidas, por ridículas y detestables que sean, con tal de no interferir en la libertad de otros. La razón se halla postrada a sus pies. Tienen derecho a pisotearla e injuriarla a su gusto. En el mismo espíritu se inspira, sin duda, la conocida máxima según la cual cada nación tiene derecho a elegir su forma de gobierno. Un autor sumamente ingenioso, original y de valor inestimable, fue engañado probablemente por la fraseología vulgar a ese respecto, cuando afirmó: cuando ni el pueblo de Francia ni la Asamblea Nacional intervenían para nada en los asuntos de Inglaterra o del Parlamento inglés, la conducta del señor Burke, al comenzar contra ese pueblo un ataque no provocado, constituye una actitud imperdonable (3).

Diversas objeciones se han sugerido contra esta concepción de los derechos del hombre; pero si tal concepción es justa, dichas objeciones estarán tan lejos de perjudicarle como de participar de los sanos e indiscutibles principios con que incidentalmente se han conectado.

En primer lugar, se ha alegado muchas veces, de acuerdo con los razonamientos expuestos al tratar de lo relativo a la justicia, que los hombres tienen derecho a la ayuda y cooperación de sus semejantes, en toda finalidad útil y honesta que persigan. Pero cuando admitimos esta afirmación, entendemos, bajo la palabra derecho, algo enormemente distinto a la concepción corriente del término. No comprendemos que se trate de una facultad discrecional, sino de algo que, si no se cumple voluntariamente, no puede ser objeto de demanda. Por el contrario, todo tiende a indicar que se trata precisamente de una demanda. Quizá se ganara mucho en claridad si designásemos dicho concepto con esta palabra, en vez de emplear el término tan ambiguo y tan mal aplicado de derecho.

El verdadero origen de este último, se vincula a la actual forma de gobierno político, donde la mayoría de los actos que nos obligan moralmente del modo más estricto no caen en la esfera de la sanción legal. Individuos que no han sentido la influencia bienhechora de los principios de justicia, cometen toda suerte de intemperancias, son egoístas, mezquinos, licenciosos y crueles; no obstante, defienden su derecho a incurrir en todos esos vicios, alegando que las leyes de su país no establecen condenación alguna al respecto. Filósofos e investigadores políticos han asumido a menudo igual actitud, con cierto grado de adaptación formal, lo que es tan poco justificado como la miserable conducta de las personas antes aludidas. Es verdad que, bajo las actuales formas sociales, la intemperancia y los abusos de diversa naturaleza escapan generalmente a toda sanción. Pero en un orden de convivencia más perfecto, aun cuando esos excesos no caigan bajo la sanción de ninguna ley, es muy probable que quien en ellos incurra, encuentre de inmediato un repudio tan evidente y general, que de ningún modo se atreverá a sostener que le asiste el derecho a cometerlos.

Una objeción más importante aducida contra la doctrina que sustentamos, es la que se deriva de la libertad de prensa y de conciencia. Pero será fácil demostrar que tampoco son estos derechos discrecionales. Si lo fueran, habría que considerar perfectamente justificado que un hombre publique lo que cree falso o pernicioso; o admitir que sea moralmente indiferente adoptar los ritos de Confucio, los de Mahoma o los de Cristo. La libertad política de prensa y de conciencia, lejos de ser, como generalmente se cree, una extensión de derechos, es una limitación de los mismos. Debe suprimirse toda traba a la libertad de conciencia y a la libertad de prensa, no porque los hombres tengan derecho a desviarse de la línea recta que prescribe el deber, sino porque la sociedad, agregado de individuos, carece del derecho a atribuirse prerrogativas de juez infalible, prescribiendo autoritariamente normas a sus integrantes en materia de especulación mental.

Una de las razones más evidentes que se oponen a tal pretensión, consiste en la imposibilidad de uniformar las opiniones de los hombres con métodos compulsivos. El juicio que nos formamos acerca de las cuestiones generales del pensamiento, se funda en cierto grado de evidencia. Aun cuando nuestro juicio pueda ser inducido, mediante sutiles sugestiones, a desviarse del camino recto de la imparcialidad, se resistirá tenazmente a admitir toda idea que se pretenda imponerle mediante coacción. Los medios persecutorios no serán jamás convincentes. La violencia podrá doblegar nuestra decisión, pero no persuadir a nuestra inteligencia. Nos hará hipócritas, no convencidos. El gobierno que, por encima de todo, aspire a inculcar la virtud y la integridad a sus ciudadanos, se cuidará muy bien de impedir a éstos la sincera expresión de sus sentimientos.

Pero hay aún una razón de orden superior. El hombre, como se ha demostrado, no es una criatura perfecta, pero es perfectible. Ningún gobierno que haya existido o que pueda existir sobre la tierra, puede atribuirse el don de infalibilidad. Por consiguiente, ningún gobierno debe resistir pertinazmente el cambio de sus instituciones. Y menos aún debe fijar un patrón rígido para las diversas manifestaciones de la especulación intelectual, restringiendo la expansión del espíritu innovador. La ciencia, la filosofía y la moral han logrado el nivel de perfección que hoy ostentan gracias a la libre expansión de los espíritus. Sólo persistiendo en esa plena libertad de investigación, podrán alcanzar progresos mucho más amplios, junto a los cuales todo lo que hoy se conoce parecerá pueril y tosco. Pero a fin de estimular las mentes hacia ese fecundo avance, es absolutamente necesario asegurar una permanente intercomunicación de los pensamientos y descubrimientos que los hombres conciban y realicen. Si cada cual tuviera que comenzar nuevamente la investigación, en el mismo punto de partida de sus predecesores, el trabajo sería infinito y el progreso se convertiría en un círculo cerrado. Nada contribuye más a desarrollar la energía intelectual que el hábito de seguir sin temor la corriente de las propias ideas y de expresar sin reparos las conclusiones que ellas nos sugieren. ¿Pero significa esto que los hombres tienen derecho a actuar por encima de la virtud o de hablar al margen de la verdad? Indudablemente, no. Sólo implica que existen ciertas actividades en las cuales la sociedad no tiene derecho a interferir. Sin que sea lícito deducir que acerca de ellas el capricho discrecional sea más libre o el deber menos estricto que acerca de cualquier otra acción humana.




Notas

(1) Este capítulo ha sido totalmente alterado en la tercera edición. Dos pasajes suplementarios de esa edición se insertan en lugares apropiados, en forma de notas al pie.

(2) En la tercera edición: Así como tenemos un deber que nos obliga a cierta conducta, en relación con nuestras facultades y nuestros medios, así los que nos rodean tienen el deber de aconsejamos o censuramos, según el caso. Es culpable por omisión el que no emplee todos los medios persuasivos a su alcance en la corrección de los errores que advierte en nosotros, sin rehuir la más enérgica condenación de los mismos. Es absurdo admitir que, por el hecho de que ciertas acciones correspondan a mi exclusiva esfera de acción, mi vecino no puede ayudarme, con o sin mi invitación, a adoptar la conducta más apropiada. Deberá aquel formarse el juicio más adecuado acerca de todas las circunstancias que caen bajo su observación. Deberá expresar sinceramente lo que tal observación le sugiera y especialmente a la parte más interesada en la cuestión. Las peores consecuencias se han derivado para la vida de los hombres de la suposición que las cuestiones privadas de cada cual son tan sagradas que todos los demás deben sentirse ciegos y sordos a su respecto.

La base de este error reside en la tendencia, tan generalizada, a convertir el abuso de una acción con la acción en sí. Es indudable que nuestro vecino no debe ser guiado por un espíritu de impertinencia o frivolidad, al observar o censurar nuestra conducta, sino por el deseo de prestar utilidad. Es indudable que el propio interesado será el factor determinante de su propia conducta y sus amigos sólo deberán aconsejarle, con tacto y discreción. No hay ciertamente tiranía más insoportable que la del individuo que perpetuamente nos molesta con insistentes consejos, sin advertir que él, por su parte, se halla muy lejos de proceder de conformidad con los mismos. Para ser eficaz, el consejo debe ser impartido de modo sencillo, discreto, bondadoso y desinteresado.

(3) Thomas Paine, Derechos del Hombre.

(4) En la tercera edición figura este pasaje adicional:

No puede haber proposición más absurda que la que afirma el derecho a hacer el mal. Un error de esa especie ha causado los más perniciosos resultados en los asuntos públicos y políticos. Nunca se repetirá demasiado que las sociedades y comunidades no tienen autoridad para establecer la injusticia e imponer el absurdo; que la voz del pueblo no es, como se afirma a menudo, ridículamente, la voz de Dios y que el consentimiento universal no puede convertir el error en verdad. El ser más insignificante debe sentirse libre de disentir con las decisiones de la más augusta asamblea. Los demás deben sentirse obligados en justicia a escuchar sus razones, teniendo en cuenta el grado de prudencia de las mismas y no las consideraciones aleatorias sobre el rango o la importancia social de quien las sustenta. El Senado más venerable o el más ilustre foro no son capaces de convertir una proposición en regla de justicia, si dicha proposición no es en sí esencialmente justa, independientemente de cualquier decisión eventual. Sólo pueden interpretar y anunciar esa ley que deriva su validez de una autoridad más alta y menos mudable. Si nos sometemos a decisiones de cuya rectitud no estamos convencidos, sólo será por una cuestión de prudencia. Un hombre razonable lamentará esa obligación, pero cederá ante la necesidad. Si una congregación determinada resuelve por unanimidad que sus miembros se corten la mano derecha; o bien que cierren sus inteligencias a toda idea nueva o que afirmen que dos más dos son diez y seis, es evidente que en todos esos casos se ha cometido un profundo error, mereciendo ser censurados quienes incurrieron en él, usurpando una autoridad que no les pertenece. Cabría decides:

Señores, pese a la sugestión de poder que os domina, vuestra decisión no es omnipotente; hay una autoridad superior a la vuestra, a cuyos dictados estáis obligados a conformaros. Nadie, si estuviera solo en el mundo, tendría el derecho a convertirse en impotente y miserable.

Esto, en cuanto a los derechos activos del hombre; derechos que, si los argumentos anteriormente expuestos son válidos, han de ser superados por las demandas superiores de la justicia. En cuanto a los derechos pasivos, una vez librado ese concepto de la ambigüedad resultante del inadecuado empleo del término, probablemente no den lugar a grandes divergencias.

En primer lugar, se dice que tenemos derecho a la vida y a la libertad personal. Esto ha de ser admitido con cierta limitación. El hombre no tiene derecho a la vida, si su deber le obliga a renunciar a ella. Los demás tienen la obligación (sería impropio decir tienen el derecho, después de las explicaciones precedentes) de privarle de la vida o de la libertad, si se probara que ello es indispensable para prevenir un mal mayor. Los derechos pasivos del hombre serán mejor comprendidos si se tiene en cuenta la siguiente dilucidación:

Cada persona tiene cierta esfera de acción exclusiva en la que sus vecinos no deben interferir. Tal privilegio surge de la propia naturaleza del hombre. Ante todo, los seres humanos son falibles. Nadie puede pretender razonablemente que su juicio personal sea patrón del juicio de los demás. No hay jueces infalibles en las controversias humanas. Cada cual, dentro de su propio criterio, considera que sus decisiones son justas. No conocemos un modo definitivo de conformar las pretensiones discordantes de los hombres. Si cada cual quisiera imponer su criterio a los demás, se llegará a un conflicto de fuerzas, no de razones. Por lo demás, aún cuando nuestro criterio fuese infalible, nada habríamos ganado, a menos que convenciéramos de ello a nuestros semejantes. Si yo estuviera inmunizado contra el error y pretendiera imponer mis infalibles verdades a quienes me rodean, el resultado sería un mal mayor, no un bien. El hombre puede ser estimado sólo en tanto que es independiente. Tiene el deber de consultar ante todo con su propia conciencia y conformar sus actos a las ideas que se haya formado acerca de las cosas. Sin esta condición, no será digno, ni activo, ni resuelto, ni generoso.

Por esas razones, es indispensable que el hombre cuente con su propio juicio, y sea responsable de sí mismo. Para ello necesita su esfera exclusiva de acción. Nadie tiene derecho a invadir mi ámbito personal, ni yo tengo derecho a invadir el de ninguna otra persona. Mi vecino podrá aconsejarme moderadamente, sin pertinacia, pero no ha de pretender dictarme normas. Puede censurarme libremente, sin reservas, pero debe recordar que yo obraré según mis propias decisiones y no de acuerdo con las suyas. Podrá ejercitar una franqueza republicana en el juicio, pero no prescribirme imperiosamente lo que debo hacer. La fuerza no debe emplearse al efecto, salvo en muy extraordinarias emergencias. Debo desplegar mi talento en beneficio de mis semejantes, pero ello será fruto de mi convicción; nadie tiene derecho a obligarme a que obre en ese sentido. Puedo apropiarme de una porción de los frutos de la tierra, que llegan a mi posesión por cualquier accidente y que no son necesarios para el uso o disfrute de los demás hombres. En este principio se funda lo que comúnmente se llama derecho de propiedad. Así, pues, cuanto obtengo sin violencia ni daño para un tercero o para el conjunto social, constituye mi propiedad. No tengo, sin embargo, el derecho a disponer caprichosamente de ella. Cada chelín de que dispongo, se halla sometido al dictamen de la ley moral; pero nadie tiene derecho, al menos en circunstancias corrientes, a exigírmelo por la fuerza. Cuando las leyes morales sean claras y universalmente comprendidas, cuando los hombres tengan la evidencia de que ellas coinciden con el bienestar de cada cual, la idea de propiedad, aún cuando subsista, no dará lugar a que nadie sienta la pasión de poseer más que sus vecinos, con fines de ostentación y de lujo.

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