Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO PRIMERO

DIVERSOS SISTEMAS POLÍTICOS

En el curso de nuestra investigación acerca de la naturaleza de la sociedad, hemos afirmado que, en ciertas circunstancias, puede ser justificable reemplazar el juicio personal por razones de bien público y controlar los actos del individuo en nombre de las necesidades de la colectividad. Constituye, pues, motivo de un interesante examen, el determinar cómo son originadas esas instituciones colectivas o, en otros términos, determinar el origen de los sistemas políticos.

Existen tres hipótesis principales a ese respecto. En primer lugar, se ha sustentado el sistema de la fuerza, de acuerdo con el cual se ha sostenido que, puesto que es inevitable que la gran mayoría de los hombres se halle sujeta a un poder coercitivo, es lógico que éste se halle en manos de los individuos que disponen del mismo, en razón de ser los más fuertes o los más audaces, hallando además su justificación en el hecho natural de la desigualdad física y mental de los hombres.

Hay otros pensadores que hacen derivar todo poder gubernamental del derecho divino, afirmando que los hombres deben hallarse siempre bajo la tutela providencial del ser infinito y todopoderoso al que deben su existencia y considerando que debemos obediencia a los gobernantes civiles, en tanto que depositarios de un poder conferido por el Hacedor Supremo.

El tercer sistema es el que ha sido comúnmente aceptado y mantenido por los amigos de la igualdad y la justicia; el que supone que los miembros de la sociedad han constituído un contrato con sus gobernantes y funda la autoridad de éstos en el consentimiento de los gobernados.

Podemos fácilmente descartar las primeras dos hipótesis. La doctrina de la fuerza constituye de por sí una completa negación de la justicia abstracta e inmutable, al sostener que cualquier gobierno tiene razón puesto que dispone de la fuerza necesaria para imponer sus decisiones. De hecho, elimina por la violencia toda ciencia política y tiende a obligar a los hombres a soportar pasivamente todos los males colectivos que los aquejan, sin estimular su espíritu en la busca de un remedio. La segunda hipótesis es de naturaleza equívoca. O bien coincide con la primera, afirmando que todo poder existente es de origen divino o bien se inhibe de formular un juicio hasta tanto sea posible demostrar que determinado gobierno tiene o no el derecho a invocar la autorización suprema. El criterio de la autoridad patriarcal tiene poco valor, puesto que difícilmente puede descubrirse un legítimo heredero de ella. Si creemos que la justicia y la utilidad son pruebas de aprobación divina, no tendremos mucho que objetar. Pero, por otra parte, nada se ganaría con tal hipótesis, puesto que también los que no invocan el derecho divino están acordes en que un gobierno que actúa de acuerdo con los preceptos de justicia y de utilidad común, es un gobierno legítimo.

La tercera doctrina requiere por nuestra parte una mayor atención. Si algún error se desliza en apoyo de la verdad, es de sumo interés descubrirlo. Nada puede ser más importante que separar el error y el prejuicio de la razón y la verdad contenidas en un argumento sano. Allí donde lo uno y lo otro ha sido confundido, la causa de la verdad debe necesariamente resultar perdedora. En cambio, lejos de ser perjudicada por la disolución de una alianza antinatural, ella adquirirá por tal motivo mayor eficacia y brillo.

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