Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO TERCERO

DE LAS PROMESAS

El principio básico de la idea del contrato original consiste en la obligación de cumplir nuestras promesas. Equivale en este caso al razonamiento de que si hemos prometido obediencia a un gobierno, estamos obligados a obedecerlo efectivamente. Será necesario, pues, inquirir acerca de la obligación de observar las promesas.

Hemos establecido ya que la justicia es la suma del deber moral y del deber político. ¿ Es la justicia de naturaleza precaria o inmutable? Sin duda, es inmutable. En tanto los hombres sean hombres, la conducta que estoy obligado a observar para con ellos será la misma. Un hombre bueno será siempre digno de mi cooperación y apoyo; el malo será siempre censurable; el hombre vicioso será siempre objeto de amonestación o de repudio.

¿A qué se refiere, pues, la obligación de la promesa? Lo que he prometido puede ser justo, injusto o indiferente. Pocos son los actos de la conducta humana que caen bajo esta última denominación, y cuanto mayores sean nuestros adelantos en ciencia moral, ellos se verán aún más reducidos. Dejándolos a un lado, consideremos sólo aquellos que comprendemos bajo las dos primeras calificaciones. Yo he prometido realizar algo que es justo y verdadero. Es indudable que debo cumplirlo. ¿Por qué? No precisamente porque lo he prometido, sino porque lo prescribe la justicia. He prometido entregar una suma de dinero para un fin encomiable y útil. Pero en el intervalo entre mi promesa y su cumplimiento, ha surgido un objetivo más grande y noble, que reclama imperiosamente mi cooperación. ¿Cuál de esos fines debo preferir? Aquel que tenga más méritos para la elección. La promesa no altera lo fundamental de la cuestión. Debo guiarme por el valor intrínseco de cada caso y no por consideraciones externas, de cualquier especie que sean. Ningún compromiso que yo haya contraído será capaz de cambiar el mérito inherente a cada objeto.

Todo eso ha de ser sumamente claro para el lector que me haya seguido en mis razonamientos iniciales acerca de la naturaleza de la justicia. Si cada chelín de nuestro haber, cada hora de nuestro tiempo y cada facultad de nuestro espíritu, han recibido su respectivo destino, no quedará lugar reservado para la eventualídad de las promesas. Es necesario proceder siempre de acuerdo con los principios de la justicia, hayamos prometido o no hacerlo. Si descubrimos que una acción es injusta, debemos abstenernos de realizarla, sea cual sea la solemnidad con que nos hayamos comprometido a ello. Si hemos estado errados o faltos de información en el momento de formular la promesa, esto no constituye una razón suficiente para ejecutar algo de cuya naturaleza perniciosa hemos adquirido conciencia.

Pero, se dirá, si no se han de formular promesas o si una vez formuladas no han de cumplirse, ¿ cómo se regirán los negocios de la comunidad? Se regirá sin dificultades por los seres racionales e inteligentes actuando como seres inteligentes y racionales. Una promesa sería ciertamente algo inocente si se entendiera sólo como declaratoria de intención y no excluyera los nuevos aspectos de la cuestión que involucra. Pero aún en su sentido restringido, dista mucho de ser indispensable. ¿Por qué ha de suponerse que los negocios de la sociedad marcharán mal si mi vecino no cuenta con más ayuda que la que puedo razonablemente proporcionarle? Si soy hombre honesto, esta condición será harto suficiente al efecto y no querrá contar con ninguna otra, si es igualmente honesto. Si, por el contrario, yo fuese deshonesto, si no me sintiera obligado por la razón y la justicia, menguada ventaja obtendría mi prójimo al invocar la ayuda de un principio fundado en el error y el prejuicio. Sin contar que, aún cuando se obtuviera algún beneficio en ciertos casos particulares, ello sería grandemente contrarrestado por el mal ejemplo de un precedente inmoral ...

Podrá sostenerse que es esencial para las diversas formas de relaciones humanas, contar con cierta interdependencia de carácter permanente, que es posible sobre la base de compromisos establecidos al efecto. Esta afirmación sería más exacta si dijéramos que es necesario, en cada caso particular que surge de esas relaciones, discernir con atención acerca de lo útil o lo inútil, de lo bueno o lo malo que pueda brotar de nuestra conducta. De todo ello se desprende con toda evidencia que, en cuanto al gobierno de nuestra conducta, debemos abstenernos, en todo lo posible, de formular promesas o declaraciones susceptibles de crear cierta espectación en los demás. Procede erróneamente el que ofrece con ligereza la impresión de que ajustará su futuro proceder, no a las ideas que dominen su mente en el preciso momento de la acción, sino a las que albergara en la cuestión dada en algún momento anterior. La obligación que tenemos respecto a nuestra conducta futura, consiste en actuar invariablemente de acuerdo con la justicia; no por el hecho de haber cometido un error debemos necesariamente hacemos culpables de otro.

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