Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO CUARTO

DE LA AUTORIDAD POLÍTICA

Habiendo rechazado las hipótesis comúnmente aducidas para justificar el origen del gobierno, dentro de los principios de justicia social, vemos si no es posible lograr el mismo objeto mediante un claro examen de las razones más evidentes del caso, sin necesidad de recurrir a especulaciones sutiles ni a un complicado proceso de pensamiento. Si el gobierno ha sido establecido por las razones que ya se conocen, el principio esencial que puede formularse, en relación con su forma y estructura, es el siguiente: puesto que el gobierno es una gestión que se cumple en nombre y beneficio de la comunidad, es justo que todo miembro de la misma participe de su administración. Varios son los argumentos que dan fuerza a esta premisa.

1. No existe un criterio racional que asigne a un hombre o a un grupo de hombres el dominio sobre sus semejantes.

2. Todos los hombres participan de la facultad común de la razón, y es posible suponer que tengan asimismo contacto con esa gran preceptora que es la verdad. Sería erróneo prescindir, en una cuestión de tan destacada importancia, de cualquier aporte del saber adicional; es difícil determinar, por otra parte, sin la prueba de la experiencia, los méritos y cualidades de un individuo, en cuanto a su contribución a la marcha mú beneficiosa de los intereses comunes.

3. El gobierno es un instrumento creado para la seguridad de los individuos; es justo, pues, que cada cual contribuya con su parte a la propia seguridad y al mismo tiempo es conveniente a fin de evitar así toda parcialidad y malicia.

4. Finalmente, dar a cada hombre participación en los negocios públicos, significa acercarse a esa admirable idea que jamás hemos de abandonar: la del libre ejercicio del juicio personal. Cada uno se sentiría inspirado por la conciencia de su propio valer, desapareciendo para siempre esos sentimientos de sumisión que deprimen el espíritu de algunos seres, frente a quienes se consideran superiores.

Admitiendo, pues, el derecho de cada ciudadano a desempeñar su parte en la dirección de los asuntos de la comunidad, será preciso que todos concurran a la elección de una Cámara de representantes, si se trata de un vasto país. Y aún cuando se tratase de una comunidad pequeña, deberá cada uno intervenir en la designación de administradores y funcionarios, lo que implica, desde luego, una delegación de autoridad en esos funcionarios; en segundo lugar, representa un consentimiento tácito o, mejor dicho, una admisión precisa de que las cuestiones en debate serán sometidas a las decisiones de la mayoría.

Pero contra esa forma de delegación pueden oponerse las mismas objeciones que expone Rousseau en su Contrato Social, las que hemos citado en un capítulo anterior. Cabe alegar, en efecto, que, si cada individuo ha de conservar el ejercicio de su juicio personal, no puede en modo alguno abandonar esa función en manos de otro.

A esas objeciones puede responderse, en primer término, que no existe realmente un completo paralelo entre el ejercicio del juicio personal, en un caso que afecta concretamente a una persona, y la aplicación del mismo principio a las cuestiones que se refieren a los problemas de un gobierno, la necesidad de cuya coexistencia se ha admitido. Dondequiera que exista gobierno, debe haber una voluntad superior a la voluntad de los individuos. Es absurdo suponer que todos los miembros de una sociedad coincidirán en cuanto a las múltiples medidas que es necesario aceptar en el cuidado de los intereses comunes. La misma necesidad que justifica el empleo de la fuerza para reprimir la injusticia que cometen algunos individuos, requiere que la opinión de la mayoría dirija esa fuerza, debiendo la minoría, o bien separarse de la comunidad o bien esperar pacientemente que sus opiniones maduren y sean admitidas por la mayor parte de los ciudadanos.

En segundo lugar, la delegación no es, como pudiera creerse a primera vista, un acto mediante el cual un hombre encarga a otro el cumplimiento de una función, cediendo al mismo tiempo toda su responsabilidad al respecto. La delegación, por el contrario, en tanto que se concilia con la justicia, tiene por objeto un fin de bien general. Los individuos en quienes recae el cargo, son los más indicados por sus cualidades y por el tiempo de que disponen, para el cumplimiento de la función encomendada; o bien el interés público requiere que tal función sea cumplida por una persona o por varias, antes que por todos los ciudadanos. Esto sucede en los casos corrientes de delegación, tales como la prerrogativa de las mayorías, la elección de una Cámara de representantes o el nombramiento de funcionarios públicos. Toda disputa acerca de quién realizará cierta tarea resulta fútil, desde que. se ha establecido ya claramente quiénes o en qué forma deberán hacerlo. Tiene poca importancia que yo sea el padre de un niño, desde que ha quedado establecido que éste será mejor atendido bajo la dirección de un extraño.

En otro aspecto de la cuestión, es erróneo imaginar que el derecho de castigarme cuando mi conducta es perjudicial a los demás, surge de una delegación de mi parte. La justicia del empleo de la fuerza cuando todos los medios de convicción resultan insuficientes, es previa a la existencia de la sociedad, si bien no habría que recurrir a ella más que en casos de absoluta necesidad. Y cuando esos casos ocurren, es deber de todo hombre defenderse contra una violación de la justicia. No es necesaria, pues, una delegación por parte del trasgresor, puesto que la comunidad, en su función de censura sobre los individuos, ocupa el lugar de la parte ofendida.

Es probable que algunos piensen que esta doctrina acerca de la solución de los problemas comunes por deliberación colectiva, se asemeja considerablemente a la doctrina del contrato social, en relación con la base justa del gobierno. Consideremos, pues, las efectivas diferencias que existen entre ambas doctrinas.

Ante todo, la doctrina de la deliberación es de naturaleza prospectiva y no retrospectiva, como lo es la del contrato social. ¿Trátase de adoptar alguna medida relacionada con el futuro de la comunidad? La necesidad de deliberación conjunta surge como el modo más adecuado para decidir la cuestión. ¿Se trata de que yo preste acatamiento a una medida previamente adoptada? En ese caso no tengo nada que ver con la consideración de cómo dicha medida fue originada, salvo allí donde el principio de deliberación común ha sido adoptado como norma permanente y la cuestión planteada consista en oponerse a toda alteración de este principio. En el caso del impuesto marítimo aplicado bajo el Rey Carlos 1, fue sin duda justa la resistencia organizada contra dicha gabela, pues aún suponiendo que ésta fuese en sí misma equitativa, no había sido sancionada por el poder que tenía autoridad para hacerlo, si bien esta razón pueda parecer insuficiente en los países donde no rige el principio de impuesto representativo.

Aparte de estas consideraciones, no debe resistirse ninguna medida a causa de los inconvenientes que de ella pueden derivarse. Si la medida es justa, merece nuestro fiel acatamiento y nuestro celoso apoyo. Si hay en ella una injusticia, tenemos la obligación de resistirla. Mi situación, en ese sentido, no es de ningún modo distinta de la que fue señalada anteriormente, en el caso de cualquier gobierno organizado. Ahora, como antes, la justicia es merecedora de mi pleno asentimiento y la injusticia merecedora de mi absoluta desaprobación. La una y la otra jamás tendrán sobre mí igual autoridad, mientras las cualidades que las distinguen respectivamente continúen siendo inalterables. La medida de mi resistencia ha de variar según las circunstancias, debiendo ser objeto, cada caso, de una consideración particular.

La diferencia entre la doctrina aquí sustentada y la del contrato social, será mejor comprendida si se recuerda lo dicho acerca de la naturaleza y la validez de las promesas. Si la promesa constituye siempre un medio equívoco para ligar a un hombre a un determinado modo de acción, será sin duda especioso el argumento que me obligue a regular mis actos de acuerdo con cierta decisión, por el hecho de haberla aceptado oportunamente. Es imposible imaginar un principio de más funestas consecuencias que el que nos enseña a desechar nuestra futura sabiduría en nombre de la locura del pasado y a guiar nuestros actos por los errores a que nuestra ignorancia nos ha inducido, en vez de consultar, libres de prejuicios, el código de la eterna verdad. En tanto el asentimiento previo sea una norma admitida, la justicia abstracta se convierte en materia indiferente. Desde que se considera que la justicia debe orientar mi conducta, será vano pretender que los convenios y los pactos participen de la autoridad de aquella.

Hemos hallado que el paralelismo entre las funciones del juicio persolnal y las de la deliberación colectiva, es en cierto sentido incompleto. En otros aspectos, en cambio, existe una analogía sorprendente. Trataremos de ilustrar nuestro concepto de las últimas, apelando a ejemplos tomados de las primeras. En unos casos como en otros rige el mismo principio de justicia, que nos lleva al ejercicio de nuestra libre decisión. Ningún individuo puede alcanzar grado alguno de perfección moral o intelectual, si no dispone de juicio independiente. Ningún Estado puede ser felizmente administrado si no realza constantemente la práctica de la deliberación común, en todas las medidas de interés general que sea necesario adoptar. Pero si bien el ejercicio general de esas facultades encuentra su fundamento en la injusticia inmanente, ello no significa que la justicia vindique en igual grado todas las aplicaciones particulares de las mismas. El juicio privado y la deliberación pública no constituyen de por sí cartabones acerca de lo justo y de lo injusto. Sólo son medios para descubrir el bien o el mal, comparando determinadas proposiciones concretas con los postulados esenciales de la verdad eterna.

Ha sido abundantemente encomiada la idea de una gran nación que ofrece el magnífico espectáculo de decidir acerca de su propio destino, de acuerdo con los más notables principios públicos y de la más alta magistratura, proclamando las decisiones del pueblo, después que éste hizo oír su voz. Pero no obstante, hay que recordar que el valor de esas decisiones depende de la calidad intrínseca de las mismas. La verdad no puede ser más verdadera en razón del número de sus adeptos. No es menos sublime el espectáculo de un hombre solitario que rinde su inflexible testimonio en favor de la justicia, en contra de millones de sus extraviados conciudadanos. Dentro de ciertos limites, debemos reconocer, sin embargo, la grandeza de aquella exhibición colectiva. El hecho que una nación se atreva a vindicar sus funciones deliberativas, constituye un importante paso hacia adelante, paso que necesariamente ha de repercutir en el perfeccionamiento de los individuos. El hecho de que los hombres se unan en la afirmación de la verdad, constituye una grata demostración de su condición virtuosa. Finalmente, cuando un individuo, por grande que sea su convencional eminencia, se ve obligado a ceder en sus principios particulares ante el sentimiento de la comunidad, tenemos al menos la apariencia de la aplicación de ese gran principio según el cual toda consideración privada debe ceder ante el bien común.

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