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CAPÍTULO SEXTO
DE LA OBEDIENCIA
Habiendo profundizado (1) en la justa y legítima fuente de la autoridad, dedicaremos nuestra atención a lo que corrientemente se considera su correlativo: la obediencia. Este ha sido siempre un tema de difícil elucidación, tanto en lo que respecta al grado y extensión de la obediencia como al origen de nuestra obligación de obedecer.
La verdadera solución se hallará probablemente si observamos que la obediencia no es el correlativo necesario de la autoridad. El objeto del gobierno, como ha sido demostrado, es el ejercicio de la fuerza. Y la fuerza nunca puede considerarse como una apelación a la inteligencia; por consiguiente, la obediencia, que es un acto de voluntad, no puede tener conexión con la fuerza. Estoy obligado a someterme a la justicia y a la verdad, porque mi juicio me dicta libremente esta obligación. Estoy obligado a cooperar con el gobierno, en tanto considere que éste respeta dichos principios. Si acato el gobierno cuando creo que procede injustamente, es sólo porque no tengo otro remedio que acatarlo.
No hay verdad más sencilla y que, sin embargo, haya sido más oscurecida por las glosas de personas interesadas que la que postula que ningún hombre tiene en caso alguno la obligación de obedecer a otro hombre o a un grupo de hombres.
Hay una sola regla a la que debemos obediencia universal; la regla de la justicia, que consiste en tratar a todo hombre según corresponda a sus méritos y a su utilidad social; en actuar siempre de tal modo que resulte la mayor cantidad posible de bien general. Cuando hemos cumplido este deber, ¿qué lugar queda para la obediencia?
Estoy llamado a comparecer ante un magistrado para responder de una acusación por libelos, de un crimen imaginario o de un acto que quizás yo no considere en modo alguno como sujeto a la represión de la ley. Acudo a ese llamado; mi acatamiento procede tal vez de la convicción de que los argumentos que podré aducir ante el tribunal serán la mejor resistencia que podré ofrecer contra la injusticia; quizás se deba a la convicción de que la desobediencia daría lugar probablemente a una infructuosa y vana alteración de la tranquilidad pública.
Un cuáquero se niega a pagar el diezmo y sufre, por consiguiente, un embargo sobre sus bienes. En esa actitud procede erróneamente, hablando desde un punto de vista moral. Los distingos que aduce son propios de una mente que se complace en futilezas. Si algo me ha de ser quitado por la fuerza, no tengo ninguna obligación moral de entregarlo por mi propia mano. No considero necesario ofrecer gentilmente mi dinero a un ladrón, cuando éste viene a quitármelo de modo extorsivo. Si camino tranquilamente hacia la horca, ello no implica que consienta en ser ahorcado.
En todos esos casos hay una clara diferencia entre el acatamiento de la justicia y el acatamiento de la injusticia. Acepto los principios de justicia porque los considero intrínseca e inalterablemente justos. Me someto a la injusticia, aún cuando comprendo que ella constituye un mal, simplemente porque estoy ante la obligación de elegir el menor de los males inevitables.
El acto de volición, como se denomina comúnmente, es paralelo al asentimiento del intelecto. Ofrecéis a mi intelecto determinada proposición, reclamando mi acuerdo con la misma. Si la acompañáis con pruebas y argumentos que demuestran la armonía que existe entre los términos de dicha proposición, podréis obtenerlo indudablemente. Si en apoyo de vuestra tesis me ofrecéis la opinión de diversas autoridades, diciendo que, después de haberla examinado a fondo, la han hallado justa; que millares de personas sabias y desinteresadas lo han admitido así igualmente; que los dioses y los ángeles son de igual opinión, yo he de someterme ante tan imponente autoridad. Pero en cuanto se refiera a la proposición en sí, en cuanto a mi comprensión de las razones que la apoyan, a la percepción de lo que, estrictamente hablando, constituye lo verdadero o lo falso de la cuestión; en cuanto a todo eso, mi entendimiento no ha sufrido modificación alguna. Yo creo cualquier cosa, salvo lo que realmente contiene vuestra proposición.
Lo mismo ocurre en materia moral. Yo puedo estar convencido de la necesidad de ceder ante una requisitoria, cuya justicia soy incapaz de apreciar, del mismo modo que puedo ceder ante otra que conozco perfectamente como injusta. Pero ninguna de ellas constituye en realidad un motivo de obediencia. La obediencia implica una elección no forzada de la inteligencia y un asentimiento no menos libre del espíritu. Pero el acatamiento que presto al gobierno, independientemente de mi aprobación de sus medidas, es de la misma índole que mi deseo de correr hacia el norte, porque una bestia feroz me impide hacerlo hacia el sur, como era mi propósito e inclinación.
Pero si bien la moral más pura excluye completamente la idea de obediencia de un hombre a otro, no es menos cierto que la influencia recíproca entre los hombres es altamente deseable. Difícilmente habrá un ser humano cuyas luces no puedan contribuir a ilustrar mi juicio o a corregir mi conducta. Pero las personas a cuyo consejo he de prestar, en ese sentido, particular atención, no son precisamente las que ejercen determinada magistratura, sino aquellas que, sea cual fuera su condición, tuvieran más experiencia y más conocimientos que yo.
Hay dos modos mediante los cuales un hombre que me supere en saber, puede serme útil: mediante su exposición de los argumentos que lo han llevado al conocimiento de la verdad o bien mediante la comunicación del juicio que ha formado sobre determinada cuestión, independientemente de las razones correspondientes. Esto último sólo tiene valor en relación con la exigüidad de nuestro conocimiento y del tiempo que sería necesario para adquirir la ciencia que actualmente ignoramos. Al respecto, no se me podrá reprochar si llamo a un maestro constructor para edificar mi casa o a un pocero para cavar un pozo; tampoco seré objeto de reproche, si trabajo personalmente bajo la dirección de esas personas. En estos casos, no disponiendo de tiempo o habilidad para adquirir personalmente los conocimientos necesarios en cada una de esas labores, confío en la ciencia de otros. Elijo por propia deliberación el objeto que quiero realizar; estoy convencido de que la finalidad es útil y conveniente; una vez llegado a esta conclusión, encomiendo la selección de los medios más adecuados a las personas cuya versación en la tarea es superior a la mia. La confianza que deposito en ellas participa de la naturaleza de la delegación. Pero es indudable que la palabra obediencia es absolutamente inapropiada para designar nuestra aceptación de los consejos que nos da el perito en una materia determinada.
Semejante a la confianza que depositamos en un hábil artesano, es la atención que prestamos al comandante de un ejército. En primer término, debo estar persuadido de la bondad de la causa en juego, de la justificación de la guerra y tener todas las nociones que estén al alcance de mi inteligencia, en cuanto a la dirección general de la misma. Podrá ponerse en duda si un estricto secreto es realmente necesario para la conducción de las operaciones. Podrá discutirse si la sorpresa y la traición deben ser considerados como medios legítimos para derrotar al enemígo. Pero después de haber hecho todas las reservas de esta especie, quedarán las cuestiones respecto de las cuales es necesario confiar en la habilidad del comandante, en cuanto al plan de operaciones y la disposición de la batalla. Aún cuando en ese respecto hallemos cosas que están fuera de nuestra comprensión, tenemos suficientes motivos para confiar en el juicio y la decisión de quien dirige las operaciones.
Esta doctrina de obediencia limitada o, como podría llamarse mejor, de confianza y delegación, debiera, sin embargo, aplicarse lo menos posible. Cada uno debe cumplir por sí mismo con sus deberes, hasta los últimos extremos factibles. Si al delegar el ejercicio de ciertas funciones, ganamos en cuanto a la eficacia de su ejecución, perdemos en cambio en lo que se refiere a la seguridad. Toda persona tiene plena conciencia de la propia buena fe; pero no puede tener igual prueba acerca de la sinceridad de un tercero. Un hombre virtuoso sentirá siempre la obligación de actuar por sí mismo y de ejercitar su propio juicio, en toda la extensión que las circunstancias permitan.
El abuso de la doctrina de la confianza ha dado lugar quizás a mayores desgracias para la humanidad que cualquier otro error del espíritu. Si los hombres hubieran actuado siempre según los dictados de la propia conciencia, la depravación moral no se hubiera extendido sobre la tierra. El instrumento que sirvió para perpetuar graves males a través de las edades, ha sido el principio que permitió convertir grandes multitudes humanas en simples máquinas manejadas por unos pocos individuos. Cuando el hombre obedece a su propio juicio, es el ornamento del universo. Pero se convierte en la más despreciable de las bestias cuando obra por determinación de la obediencia pasiva y de la fe ciega. Dejando de examinar toda proposición que se le presenta como norma de conducta, deja de ser un sujeto capaz de conducta moral. En el acto de la sumisión, es sólo el instrumento ciego de los nefastos propósitos de su amo. Librado luego a sí mismo, se siente presa de las seducciones de la crueldad, de la injusticia y del libertinaje.
Estas consideraciones nos obligan a definir claramente el sentido de la palabra súbdito. Si se entiende por súbdito de un gobierno la persona que debe obediencia a dicho gobierno, se deduce, a la luz de las razones expuestas, que ningún gobierno tiene súbditos. Si, por el contrario, entendemos por súbdito una persona a quien el gobierno está obligado a proteger o a quien puede reprimir en justicia, el término es suficientemente aceptable. Esta definición nos permite resolver ese tan debatido problema, respecto a la condición del súbdito. Toda persona puede considerarse en ese sentido como súbdito, a quien el gobierno, por un lado, debe protección y a quien, por otro lado, puede reprimir si, por la violencia de su conducta, perturba la paz de la comunidad, para cuya preservación se ha instituido el gobierno.
Notas
(1) Este capítulo, como el capítulo III de este libro -De las promesas-, fue totalmente modificado en las últimas ediciones, haciendo sutilísimos distingos entre diversos géneros de autoridad y de obediencia. El resultado fue que debilitó grandemente, cuando no negó por completo, la fuerza de las posiciones adoptadas en la primera edición.
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