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CAPÍTULO SÉPTIMO
DE LAS FORMAS DE GOBIERNO
Muchos pensadores políticos sostienen con vehemencia la necesidad de adaptar las instituciones políticas de cada país al carácter, a los hábitos y los prejuicios de sus habitantes. La Constitución inglesa, dicen, armoniza con el carácter rudo, independiente y reflexivo de esta raza isleña; el formalismo y la complicación que ofrece el régimen político de Holanda, con el modo de ser flemático de los holandeses; el esplendor del grand monarque, con la vivacidad de los naturales de Francia. Entre los antiguos, nada podía ser más adecuado que la democracia pura para la agudeza mental y la impetuosa energía de los atenienses, en tanto que a los intrépidos e incultos espartanos convenía mejor la ruda e inflexible disciplina de Licurgo. El arte supremo del legislador consiste en penetrar en la verdadera idiosincrasia del pueblo cuyas leyes pretende formular, a fin de descubrir la forma de gobierno más conveniente bajo la cual pueda vivir dicho pueblo de un modo floreciente y dichoso. De acuerdo con ese postulado, un inglés podría decir: No es necesario que yo crea que la Constitución inglesa es la más feliz y sublime concepción de la mente humana; tampoco pretendo discriminar acerca del mérito abstracto que ofrece el régimen que ha dado a Francia siglos de gloria. Contemplo con entusiasmo las venerables Repúblicas de Grecia y Roma. Pero soy enemigo de remover nuestros viejos mojones y de perturbar con temerarias novedades la sabiduría de las pasadas generaciones. Observo con horror el plan quijotesco que pretende adaptar la grandeza irregular de las naciones al frío e impracticable modelo de una perfección metafísica. (1).
Este aspecto de la cuestión ha sido aludido en varias partes de este libro, pero se trata de un argumento tan popular y tan plausible a primera vista, que merece por ello un examen particular.
Existe cierta semejanza entre esa idea y la que han sostenido algunos partidarios de la variedad en materia religiosa. Es impío -dicen- tratar de reducir a todos los seres humanos a la uniformidad de opiniones. Los espíritus de los hombres ofrecen tantas diferencias como sus rostros. Dios los hizo así y es de presumir que es de su agrado recibir plegarias en diversos idiomas, ser designado con distintos nombres y adorado con igual ardor por múltiples sectas divergentes. De ese modo se confunde lo majestuoso de la verdad con lo deforme de la mentira. Y se llega a imaginar que un ser que es precisamente todo verdad, se complace en los errores, los absurdos y los vicios -pues la falsedad engendra el vicio, de un modo o de otro- de sus criaturas. Al mismo tiempo, se procura enervar esa actividad del espíritu, que constituye la única fuente de perfección humana. Si la verdad y la mentira se hallaran realmente a un mismo nivel, no tendría objeto alguno que nos dediquemos a una obstinada labor destinada a descubrir y hacer conocer lo verdadero.
En realidad, la verdad es única y uniforme. Debe existir en la naturaleza de las cosas una forma de gobierno que sea la mejor, de tal modo que todas las inteligencias, suficientemente libradas del letargo de la primitiva ignorancia, se sientan irresistiblemente inclinadas a aceptarla. Si una participación igual en los beneficios de la naturaleza es buena en sí misma, deberá ser tan buena para ti como para mí, y para todos los demás seres humanos. El despotismo puede ser conveniente para mantener a los hombres en la ignorancia, pero jamás podrá hacerlos sabios, virtuosos ni felices. Si la tendencia general del despotismo es perniciosa, cada porción o fragmento de ese sistema constituirá igualmente un ingrediente tóxico. La verdad no puede ser tan variable como cambiar de esencia al cruzar un brazo de mar, un riacho o una línea imaginaria, convirtiéndose entonces en mentira. Por el contrario, es siempre y en todas partes igual a sí misma.
El objeto de toda legislación es también en todas partes el mismo: el hombre. Los puntos en los cuales los seres humanos se asemejan, son infinitamente más numerosos que aquellos en que difieren. Tenemos los mismos sentidos, iguales sensaciones de placer y de dolor, las mismas facultades de razonamiento, de juicio e inducción. Los mismos motivos que dan lugar a mi felicidad, darán lugar a la vuestra. Podemos disentir al principio, pero esa diferencia de opiniones se debe generalmente al prejuicio y no es en modo alguno insuperable. A menudo ocurre que el hecho que más ha contribuído a nuestro bienestar, fue recibido por nosotros con menos agrado. Un prudente guía de su pueblo, perseguirá con firme voluntad el bien del mismo, sin cuidarse de la temporaria desaprobación en que incurra y que no durará más que el concepto erróneo y parcial que le diera origen.
¿Existe algún país donde un sabio director de la educación pública se proponga como objeto de su labor una finalidad distinta a la de que sus discípulos lleguen a ser prudentes, justos y sabios? ¿Hay algún clima que requiere que sus habitantes sean bebedores, tahures y bribones, en lugar de hombres dignos? ¿Habrá algún rincón de la tierra donde el amante de la verdad y la justicia se sienta inútil y fuera de su ambiente? Si no es así, debemos afirmar que la libertad será siempre y en todas partes mejor que la esclavitud y que el gobierno de la imparcialidad y la rectitud será mejor que el gobierno de la arbitrariedad y el vicio.
Se ha objetado a esto que los hombres pueden no ser en todas partes igualmente aptos para la libertad. Sea cual fuera el valor de un presente, si se quiere que sea útil debe ser adaptado a las necesidades de su beneficio. En los asuntos humanos, todo se desarrolla gradualmente y es contrario a las enseñanzas de la experiencia pretender que los hombres alcancen de pronto la perfección. Tal fue sin duda la idea que inspiró a Solón, el legislador ateniense, cuando proclamó la imperfección del código por el elaborado, afirmando que no había tratado de promulgar leyes que fueran buenas en sí mismas, sino leyes que se adaptaran a las condiciones de sus conciudadanos.
El experimento de Solón es de naturaleza peligrosa. Un código como el suyo aspiraba a perdurar indefinidamente y sin embargo no contenía en sí el principio de una mayor perfección. No meditó acerca del progreso gradual a que nos referimos más arriba ni vió en los atenienses de su tiempo a los predecesores de los futuros atenienses, los cuales habrían de realizar los más grandiosos ideales de virtud, de bondad y de buen sentido que él pudiera concebir. Las instituciones que creó, tendían más bien a mantener inalterable el grado de progreso hasta entonces alcanzado, pero sin ir más allá. Esta sugestión nos ofrece la verdadera clave que nos permitirá comprender la sorprendente relación que existe entre el modo de ser de una nación y las formas de su gobierno, a lo que nos hemos referido al comienzo de este capítulo y que ha suministrado tantos argumentos a los partidarios del carácter local de los diferentes gobiernos. Sin embargo es ilógico que esos teorizadores exploten ese argumento sin determinar antes cuál de las dos cosas debe considerarse como causa y cuál ha de considerarse como efecto. Es decir, si el gobierno surgió de las costumbres de la nación o si las costumbres de la nación resultaron de la forma de gobierno. Esto último nos parece ser más conforme con la realidad. Los gobiernos deben a menudo su existencia a un hecho accidental o a la fuerza. Las revoluciones, tal como se han manifestado generalmente en el mundo, son momentos en que la voluntad y el temperamento de la nación son menos consultados (2). Y aún cuando no sea así, es indudable que todo gobierno tiende a perpetuar opiniones y tendencias que, si actuaran libres de su influencia, cambiarían más rápidamente, dando lugar a otras más perfectas. De acuerdo con cuanto cabe lógicamente inferir, la relación entre el carácter nacional y el gobierno nacional surge primitivamente de éste.
El principio de progreso gradual a que se refiere la objeción citada en último término, debe admitirse como cierto. Pero desde que adoptamos ese principio, es necesario que evitemos toda acción contraria al mismo y que busquemos los medios más adecuados y eficaces a fin de acelerar precisamente dicho proceso de mejoramiento gradual.
El hombre vive en incesante cambio. Debe llegar a ser mejor o peor; o debe corregir sus hábitos o bien empeorarlos. El gobierno que se propone, o bien incrementará las pasiones y los prejuicios, soplando en la hoguera que los alimenta, o bien procurará extinguirlos lentamente. En realidad, es harto difícil concebir un gobierno con esta benéfica función. Por su propia naturaleza, toda institución política tiende a producir la rigidez y la inmovilidad en los espíritus, poniendo fin al progreso. Toda tentativa en el sentido de cristalizar la imperfección existente, es esencialmente perniciosa. Lo que hoy constituye una conquista encomiable, se convertirá en un defecto y una rémora en el cuerpo político si se pretende mantenerlo en forma inalterable. Sería de desear que todo ser humano fuera suficientemente prudente para gobernarse a sí mismo, sin necesitar la intervención de ninguna fuerza compulsiva. Y puesto que el gobierno, aún en la mejor de sus formas, constituye un mal, el objeto esencial que debemos perseguir es la aplicación de la menor cantidad de gobierno que la paz de la sociedad permita.
Pero el gran instrumento que ha de promover el progreso de los espíritus, es la difusión de la verdad. Esa difusión no debe ser hecha por parte del gobierno; pues además de ser extremadamente difícil establecer una verdad infalible en cuestiones sujetas a controversia, el gobierno está tan propenso al error como los individuos. En realidad, lo está más aún, puesto que los depositarios del poder tienden obviamente a perpetuar el estado de cosas existente, valiéndose del cultivo de la ignorancia y de la fe ciega. El único método efectivo para la propagación de la verdad, consiste en la libre discusión; de tal modo que los errores de unos sean descubiertos y puestos en evidencia por la agudeza y la capacidad inquisitiva de los otros. Todo lo que podemos pedir a los funcionarios del gobierno en ese aspecto, al menos en su carácter oficial, es una completa neutralidad. La intervención del poder en un terreno propicio al razonamiento y la demostración, es siempre perniciosa. Si el poder se coloca del lado de la verdad, contribuirá a desacreditarla, apartando la atención de los hombres hacia consideraciones extrañas. Si toma partido por el error, aún cuando no logre suprimir el espíritu de investigación, tendrá el efecto de contribuir a la tranquila búsqueda de la verdad, en un tumultuoso choque de pasiones ...
Notas
(1) Estos argumentos tienen cierta semejanza con los del señor Burke. No era necesario que fueran literalmente suyos o que aprovechemos un argumentum ad hominem basado en su ferviente admiración de la constitución inglesa. Sin agregar que es más de nuestro agrado examinar la cuestión desde un punto de vista general, que atacar a ese ilustre y virtuoso héroe de antiguo modelo.
(2) Ver Essays, por Hume, parte II, ensayo XII.
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