Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William Godwin | Capítulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO SEXTO
INFERENCIAS DE LA DOCTRINA DE LA NECESIDAD
Considerando que la doctrina de la necesidad moral ha sido suficientemente fundamentada, veamos las consecuencias que de ella se deducen. Esa concepción nos presenta la idea de un universo íntimamente relacionado e interdependiente en todas sus partes donde, a través de un progreso limitado, nada puede ocurrir sino del modo que realmente ocurre. En la vida de todo ser humano incide una cadena de causas y efectos, generada en la eternidad que precedió a su nacimiento, la que continúa su sucesión regular a través del período de su existencia y en virtud de la cual el hombre no pudo actuar de otro modo que como lo hizo.
Puesto que una concepción contraria a la expuesta ha sido la que ha predominado en la masa de los hombres a través de las edades, impresionando su mente constantemente con las ideas de contingencia y accidente, el lenguaje común de la moral ha sido universalmente afectado por esa impresión errónea. No estará demás, pues, inquirir hasta qué punto ese lenguaje corresponde a la verdad de las cosas y hasta dónde es puramente imaginario. La propiedad de lenguaje es requisito indispensable para un conocimiento justo; sin una debida precisión en ese sentido, jamás podremos comprender la extensión e importancia de las consecuencias que se derivan de la doctrina de la necesidad.
Ante todo, se desprende de ella que no existe eso que se llama acción en el sentido enfático y presuntuoso con que suele emplearse el término. El hombre no es en ningún caso, estrictamente hablando, el iniciador de un hecho o serie de hechos que ocurren en el universo, sino sólo el vehículo a través del cual operan ciertas causas, causas que cesarían de actuar si el hombre dejara de existir. La acción, en su sentido más obvio y corriente es, sin embargo, algo suficientemente real y existe igualmente en el espíritu como en la materia. Cuando una bola de billar es impulsada por el jugador, chocando luego con otra bola, decimos que la primera ejerció una acción sobre la segunda, si bien aquella no hizo más que trasmitir el golpe recibido, habiendo sído determinado su movimiento, así como el de la segunda bola, por el choque que le imprimiera el jugador. Exactamente similares a este caso, de acuerdo con los principios ya expuestos, son los actos del espíritu. El espíritu es una causa real, un eslabón indispensable en la gran cadena del universo, pero no es, como muchas veces se ha supuesto, una causa de tan superior categoría que prescinda de toda necesidad y no se halle sometido a ciertas leyes y modos de actuación. En la hipótesis de un Dios, no es tan esencial la elección, la aprehensión o el juicio de ese ser, como la verdad que ha sido el fundamento de tal juicio, como fuente de todas las existencias particulares y contingentes. Si su existencia es necesaria, lo es sólo como sensorium de la verdad y medio de su expresión.
¿Es esta concepción de las cosas incompatible con la existencia de la virtud?
Si entendemos por virtud la acción de un ser inteligente, dotado de un poder discrecional, de modo que, bajo determinadas circunstancias, puede o no actuar de cierto modo, es indudable que la virtud queda, aniquilada.
Pero la doctrina de la necesidad no subvierte la naturaleza de las cosas. La felicidad y la miseria, la sabiduría y el error, serán siempre diferentes entre sí y siempre habrá relaciones entre ellas. Donde existen diferencias, hay lugar para la preferencia y el deseo o para la indiferencia y la aversión. La felicidad y la sabiduría son cosas dignas de ser deseadas, así como merecen rechazarse el error y la miseria. Por consiguiente, si entendemos por virtud ese principio que nos hace preferir lo primero sobre lo último, es evidente que su existencia no queda disminuída por la doctrina de la necesidad.
Si hemos de hablar con precisión, debemos considerar la virtud, en primer lugar, objetivamente, antes que por su propiedad de influir sobre determinado ser particular. Constituye un sistema de bien general, donde el valor o la inepcia de los individuos se aprecia por sus aptitudes o su falta de aptitudes para adaptarse al mismo. Esa aptitud de los seres inteligentes, se llama comúnmente capacidad o poder. El poder, en el sentido de la hipótesis de la libertad, es algo completamente quimérico. Pero en el sentido en que sueie aplicarse a las cosas inanimadas, es igualmente aplicable a los seres animados. Un candelabro tiene poder o capacidad para sostener una candela en posición vertical. Un cuchillo tiene la capacidad de cortar. Del mismo modo, un ser humano tiene la capacidad de andar, si bien es tan cierto que en este caso, como en el de las cosas inanimadas, carece del poder de ejercer o de no ejercer esa capacidad. Existen diversos grados, así como distintas clases de capacidad. Un cuchillo se adapta mejor a su objeto que otro.
He aquí ahora dos consideraciones relativas a todo ser particular, las que suscitan nuestra aprobación, trátese o no de un ser consciente. Esas consideraciones se refieren a la capacidad y a la aplicación de esa capacidad. Preferimos un cuchillo filoso antes que uno romo porque la capacidad del primero es mayor. Preferimos que sea empleado en trinchar alimentos antes que en mutilar personas o animales, porque aquella aplicación es más deseable. Pero toda aprobación o preferencia se refiere al punto de vista de la utilidad o del bien general. Un hombre puede ser empleado para los fines de la virtud, igual que puede ser empleado un cuchillo para los mismos fines, pero el uno no es más libre que el otro en cuanto al objeto de su empleo. El modo de hacer actuar a un cuchillo hacia su objeto, consiste en el impulso físico. El modo de hacer actuar a un hombre, consiste en el razonamiento y la persuación. Pero ambos son sujetos de la necesidad. El hombre difiere del cuchillo del mismo modo que un candelabro de hierro difiere de uno de bronce. Existe un modo adicional de actuar sobre el hombre, que consiste en el móvil. En el candelabro, esa fuerza se llama magnetismo.
Pero la virtud tiene otro sentido, en el cual se asemeja al deber. La virtud de un ser humano consiste en la aplicación de su capacidad para el bien general; su deber radica en la mejor aplicación posible de esa capacidad. La diferencia existente entre ambos términos debe considerarse más bien de índole gramatical que filosófica. Así, en latín, bonus significa bueno, aplicado a un hombre y bona, significa buena y es aplicado a una mujer. Podemos concebir igualmente la capacidad de una cosa inanimada, como la de un ser animado, en cuanto a su aplicación al bien general y elegir, asimismo, el mejor modo de empleo de dicha capacidad, en uno y otro caso. No existe entre ambos una diferencia esencial. Pero denominamos virtud y deber a lo uno y no a lo otro. Estas palabras pueden ser consideradas en un sentido popular, bien de género masculino, bien de género femenino, pero nunca de género neutro.
Pero si la doctrina de la necesidad no destruye la virtud, tiende a introducir un gran cambio en nuestras ideas a su respecto. De acuerdo con esa doctrina, será absurdo que un hombre diga: yo quiero esforzarme, trataré de recordar o aún yo haré esto. Todas esas expresiones implican que el hombre es o puede ser algo distinto a lo que las circunstancias hacen de él. El hombre es, en realidad, un ser pasivo, no un ser activo. En otro sentido, sin embargo, es suficientemente capaz de realizar esfuerzos. Las operaciones de su mente pueden ser laboriosas, como las de las ruedas de una máquina que asciende sobre la falda de un cerro, puede incluso agotar la substancia del armazón en que actúa, sin perder por eso en lo más mínimo su carácter de ser pasivo. Si tuviéramos siempre noción de ello, nuestro espíritu no estará menos ardientemente animado por el amor a la verdad, a la justicia, a la humanidad, al bien común. Tendríamos mayor firmeza y sencillez en nuestra conducta, sin malgastaF energías en estériles luchas y lamentos, sin apresuramos con infantil impaciencia, observando más bien los acontecimientos con sus inevitables consecuencias, entregados tranquilamente y sin reservas a la influencia de las amplias concepciones que inspira esta doctrina.
En cuanto a nuestras relaciones con los demás hombres, en los casos en que pudiésemos contribuir a instruir y perfeccionar su mente, les dirigiremos nuestras exhortaciones y enseñanzas con doble confianza. El creyente en el libre albedrío puede albergar escasas esperanzas, al exhortar o corregir a su discípulo, que supone que la más clara exhibición de la verdad es impotente cuando choca con la arbitraria e indisciplinada facultad de la voluntad; mejor dicho, si fuera consecuente con su doctrina, reconocería que no podría tener efecto alguno en tal caso. El necesarista, por el contrario, emplea antecedentes reales y tiene derecho a esperar efectos reales.
Pero, si bien expondrá argumentos, no dirigirá exhortaciones, pues la exhortación es un término sin sentido. Ofrecerá móviles al espíritu, pero no le exigirá obedecerlos, cual si aquel tuviera poder de hacerlo o de no hacerlo. Su función constará de dos partes: la presentación de los móviles para la persecución de cierto fin y la delineación del camino más fácil y conducente para alcanzar ese fin.
No hay mejor manera que nos permita apreciar hasta qué punto tiene fundamento real toda idea relacionada con la hipótesis de la libertad, que la de traducir las expresiones que aquella emplea usualmente al lenguaje de la necesidad. Suponed que la idea de exhortación, así traducida, exprese lo siguiente: A fin de lograr que los argumentos que os ofrezco causen una grata impresión en vuestro espíritu, es necesario que sean favorablemente recibidos por éste; por consiguiente, trato de demostraros la importancia de la atención, sabiendo que si puedo hacerlo de modo eficiente, vuestra atención me seguirá inevitablemente. Sería mucho mejor, sin embargo, que expusiéramos directamente la verdad que queremos comunicar, en lugar de recurrir a un medio tortuoso de atraer la atención, como si ésta fuera una facultad independiente. En realidad, la atención estará en proporción con la comprensión de la importancia del objeto de que se trata.
Podrá parecer, a la primera impresión, que desde el momento que admitimos que nuestro esfuerzo personal es una mera ficción y que somos instrumentos pasivos de causas externas, llegaremos a sentirnos indiferentes hacia los objetos que hasta entonces nos interesaron más profundamente, abandonando esa inflexible perseverancia que es inseparable de las grandes empresas. Pero no es tal la verdad en este caso. Cuanto más nos sometamos a la influencia de la verdad, más clara será nuestra percepción de ella. Cuanto menos nos veamos perturbados por cuestiones tales como libertad y capricho, indolencia y atención, más uniforme será nuestra, constancia. Nada más irrazonable que creer que el reconocimiento de la necesidad nos impone un espíritu de neutralidad e indiferencia. Cuanto más segura sea la relación entre causas y efectos, mayor alegría sentiremos, al aceptar las más duras y penosas tareas.
Es corriente que los hombres influídos por la idea de libre albedrío, sientan indignación, enojo y resentimiento contra aquellos que han caído bajo el imperio del vicio. ¿Hasta qué punto son justos o injustos tales sentimientos? En la doctrina opuesta subsiste igualmente la diferencia entre virtud y vicio. Por consiguiente, el vicio debe ser objeto de repudio y la virtud de estimación. Debemos aprobar lo uno y rechazar lo otro. Pero nuestra desaprobación del vicio será de igual naturaleza que nuestra desaprobación de una enfermedad infecciosa.
Una de las razones por las cuales estamos habituados a contemplar al asesino con más profundo desagrado que el cuchillo que aquel emplea consiste en que encontramos una capacidad más peligrosa y un mayor motivo de aprensión en el uno que en el otro. El cuchillo es sólo ocasionalmente un objeto de terror, pero, frente al asesino, jamás estaremos_ suficientemente en guardia. Del mismo modo, consideramos el centro de una calle muy transitada con menos agrado, como lugar de paseo, que las aceras de la misma calle y el borde del tejado de una casa, como menos adecuada aún a ese objeto. Independientemente, pues, de la idea de libertad, los hombres encuentran siempre, en un ser muy depravado, suficientes motivos de repulsión y antipatía. Con el agregado de esa idea, no es extraño que se hallen permanentemente dispuestos a prorrumpir en expresiones del odio más intemperante.
Tales sentimientos conducen, evidentemente, a los conceptos que actualmente prevalecen acerca del castigo. La doctrina de la necesidad nos enseña a clasificar el castigo entre la serie de medios que poseemos para corregir el error. Cuanto más claramente se demuestre que el espíritu humano se halla bajo la influencia de ciertos móviles; más seguridad habrá de que el castigo produzca grandes e inequívocos resultados. Pero la doctrina de la necesidad nos obliga a contemplar el castigo sin complacencia alguna y a preferir en todas las circunstancias el medio más directo de contrarrestar el error, que consiste en el desarrollo de la verdad. Cuando, de acuerdo con esa doctrina, sea preciso emplear el castigo, no lo será en razón de las cualidades intrínsecas que aquel medio posea, sino en la medida que pueda servir el bien general.
Por el contrario, se cree comúnmente que, aparte de la utilidad del castigo, es conveniente hacer sufrir al criminal, pues existiría cierta cualidad en la naturaleza de las cosas que hace del sufrimiento una consecuencia propia del vicio. Es así como se afirma con frecuencia que no basta trasladar a un asesino a una isla desierta, donde sus malignas inclinaciones no serían un peligro para nadie, sino que es preciso que la vindicta pública sea satisfecha, mediante la aplicación de una forma efectiva de dolor o ignominia al culpable. En cambio, bajo la doctrina de la necesidad, no hay lugar para ideas tales como culpa, crimen, expiación y recompensa. Correlativamente a los sentimientos de odio, indignación y enfado con respecto a las culpas ajenas, existen los de contrición, arrepentimiento y pesar por nuestras propias culpas. Desde que admitimos una distinción substancial entre virtud y vicio, es indudable que toda conducta equivocada, sea nuestra o ajena, merece desaprobación. Pero en uno y otro caso serán consideradas, bajo la doctrina de la necesidad, como otros tantos eslabones de la gran cadena de hechos que no pudieron ocurrir de otro modo. Por consiguiente, no nos sentiremos más dispuestos a arrepentirnos de nuestras faltas que de las faltas de los demás. Será justo contempladas como actos perjudiciales para el bien público y evitar, por tanto, su repetición. En medio de nuestro actual estado de imperfección, será quizá útil recordar cuáles son los errores que más fácilmente nos seducen. Pero en la medida en que nuestra visión se ensanche, hallaremos móviles suficientes para la práctica de la virtud, sin necesidad de ninguna retrospección parcial ni de recordar nuestras propensiones y hábitos.
En las ideas correspondientes a los términos aversión y arrepentimiento hay cierta mezcla de verdadero juicio y de una sana concepción de la naturaleza de las cosas. Existe quizás más justicia aún en las nociones de elogio y censura, si bien estas se fundan en su mayor parte en la hipótesis de la libertad. Cuando hablo de un hermoso país o de una sensación agradable, empleo el lenguaje del panegírico. Más enfáticamente aún empleo ese lenguaje cuando hablo de una buena acción, porque tengo conciencia de que el panegírico tiende a hacer repetir tales acciones. En tanto que el elogio signifique únicamente eso, concuerda perfectamente con la más severa filosofía. Sólo en la medida en que implique que la persona que realizó el acto que aplaudimos pudo haberse abstenido de su realización, el elogio cae bajo la engañadora teoría de la libertad.
Otra consecuencia de la doctrina de la necesidad es su tendencia a hacernos vigilar los acontecimientos con temperamento tranquilo y sereno, aprobándolos o desaprobándolos, sin perder jamás nuestro autodominio. Es verdad que los hechos pueden ser contingentes, en lo que respecta al conocimiento que tenemos de ellos, aunque sean necesarios en sí mismos. Así, el partidario de la teoría de la libertad sabe que su familiar pudo haber perecido o pudo haberse salvado en la gran tempestad ocurrida dos meses atrás; sabe que ese acontecimiento ha ocurrido irrevocablemente y, sin embargo, no deja de sentir ansiedad al respecto. Pero no es menos cierto que toda ansiedad y perturbación implica un sentido imperfecto de la contingencia y la admisión de que nuestros esfuerzos pueden producir alguna alteración en lo sucedido. Cuando la persona afectada recuerda claramente que el acontecimiento es irrevocable, el espíritu se serena. De lo contrario, se comporta como si estuviera en el poder de Dios o de los hombres modificar lo ocurrido, y entonces su pena se renueva. Lo que vaya más allá de lo aludido en ese caso, será la impaciencia de la curiosidad. Pero la filosofía y la razón tienden evidentemente a evitar que una inútil curiosidad perturbe nuestra paz. Por tanto, el que contemple todas las cosas pasadas, presentes y futuras como eslabones de una cadena indisoluble, se sentirá por encima del tumulto de las pasiones y reflexionará acerca de las cuestiones morales de la humanidad con la misma claridad de percepción, la misma inalterable firmeza de juicio y la misma tranquilidad con que estamos habituados a estudiar los teoremas de geometría.
Sería de enorme importancia para la causa de la ciencia y de la virtud que nos expresáramos siempre en el lenguaje de la necesidad. Los términos de la doctrina opuesta se introducen con excesiva frecuencia, siendo imposible pronunciar dos sentencias acerca de cualquier tópico relativo a acciones humanas, sin emplear tales términos. Las expresiones propias de ambas doctrinas se encuentran mezcladas prácticamente, en inextricable confusión, del mismo modo que, si bien incompatibles entre sí, ambas se confunden en las mentes poco ilustradas. La reforma a que me refiero sería sumamente practicable en sí misma, aunque es tal la sutileza del error que serían necesarias muchas revisiones y laborioso estudio antes de lograr que aquél fuera efectivamente extirpado. Sea ésta la defensa del autor por no haber intentado en la presente obra lo que recomienda a los demás. Objetos de importancia más inmediata, reclamaron su atención y absorbieron sus facultades (1).
Notas
(1) En el capítulo VII, Del mecanismo del espíritu humano, Godwin sostiene, con alguna modificación, la ya superada hipótesis psicológica de Hartley. Sirve simplemente de introducción al capítulo VIII, Del principio de virtud, en el cual el autor combate la teoría de que el hombre es incapaz de actuar, si no es por la perspectiva y estímulo de la ventaja personal, teoría mantenida por Rousseau y otros.
El capítulo IX, De la tendencia de la virtud, demuestra tres proposiciones: que la virtud es la fuente más genuina de felicidad personal; que una virtud rígida es el camino más seguro hacia la aprobación y estima de nuestros semejantes; y que es también el medio más adecuado para asegurar nuestra prosperidad material.
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