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CAPÍTULO SEGUNDO

DE LA EDUCACIÓN; EDUCACIÓN DE UN PRÍNCIPE

Tenemos, en primer lugar, la monarquía; supondremos primeramente que la sucesión de la monarquía será hereditaria. En ese caso, contamos con la particular ventaja de ocupamos de ese distinguido mortal que se halla tan por encima de todos sus semejantes desde el propio día de su nacimiento.

La idea abstracta de un reyes de naturaleza sumamente grave y extraordinaria. Aunque esa idea se nos ha hecho familiar, por obra de la educación, desde nuestra infancia, es probable que la mayoría de los lectores recuerden el momento en que les impresionó con tanta fuerza y asombro que confundió sus facultades de comprensión. Siendo evidente la necesidad de alguna forma de gobierno y que los individuos debían ceder parte de ese sagrado privilegio, mediante el cual cada uno es juez de sus propios actos y palabras, para bien de la sociedad, era necesario resolver a continuación qué medios se emplearían para administrar esa concesión de los individuos. Uno de esos medios ha sido la monarquía. Interesaba a cada individuo que su personalidad fuera constreñida lo menos posible; que se evitara la irrupción de la impetuosa corriente del capricho desenfrenado, de la parcialidad, del odio y la pasión. Y que ese banco constituído con el peculio de las prerrogativas individuales, fuera administrado con discreción y sobriedad. Ha sido, pues, aventura temeraria el depositar tan precioso tesoro bajo la custodia de un solo hombre. Si observamos las facultades humanas, tanto las del cuerpo como las del espíritu, las hallaremos mucho mejor adaptadas a la dirección personal de cada uno y a la ayuda ocasional a prestarse mutuamente que al desempeño de la obligación de dirigir los negocios y de velar por la felicidad de millones de seres. Si recordamos la igualdad física y moral de los hombres, el hecho de colocar a un individuo a tanta distancia por encima de sus semejantes, aparecerá como una violación flagrante de ese principio. Veamos, pues, cómo son educados o cómo deben ser educados tales personajes y de qué manera se hallan preparados para desempeñar su ilustre profesión.

Es opinión corriente que la adversidad es la escuela en que se forman las grandes virtudes. Enrique IV de Francia e Isabel de Inglaterra sufrieron una larga serie de desgracias antes de haber sido elevados al trono. Alfredo, de quien las confusas crónicas de una edad bárbara refieren virtudes tan superiores, sobrellevó las miserias del vagabundo y del fugitivo. Ni siquiera los equívocos y, si se quiere, los viciosos caracteres de Federico y Alejandro dejaron asimismo de formarse bajo el signo de la injusticia y la persecución.

Pero esa hipótesis ha sido llevada demasiado lejos. Es tan poco razonable creer que la virtud no puede madurar sin la injusticia, como creer, de acuerdo con una opinión también difundida, que la felicidad humana no puede afianzarse sin la intervención del engaño y la impostura. Ambos errores provienen de una fuente común: la desconfianza en la omnipotencia de la verdad. Si los adeptos de esas opiniones hubieran reflexionado más profundamente acerca de la naturaleza del espíritu humano, hubiesen percibido que todos nuestros actos voluntarios proceden de otros tantos juicios de nuestra conciencia y que los actos más útiles, y prudentes deben necesariamente surgir de una real y profunda convicción de la verdad.

Pero aún cuando esa exagerada opinión acerca de los útiles resultados de la adversidad sea errónea, contiene, sin embargo, como ocurre. con muchos otros de nuestros errores, una importante parte de verdad. Si la adversidad no es necesaria, es preciso reconocer que la prosperidad es perniciosa. No la prosperidad genuina y filosófica, que no requiere más que buena salud y sana inteligencia, virtud, sabiduría y la capacidad de procurarnos los medios de subsistencia, mediante una modesta y bien regulada industria, sino la prosperidad tal como es generalmente entendida, es decir esa superabundancia que proporciona la arbitrariedad de las instituciones humanas y que incita al cuerpo a la indolencia y la mente al letargo; pero aún, esa prosperidad reserva para los nobles y los príncipes ese exceso de riquezas que les priva de toda relación con sus semejantes sobre un pie de igualdad, que les hace prisioneros de Estado, halagados ciertamente con honores y futilezas, pero apartados de los verdaderos beneficios de la sociedad, así como de la percepción personal de lo verdadero. Si bien la verdad es intrínsecamente tan poderosa que no requiere la ayuda de la adversidad para atraer nuestra atención hacia sus principios, no es menos cierto que el lujo y las riquezas tienen, la más perniciosa tendencia a deformarla. Si no hace falta ayuda extraña para despertar las energías de la verdad, debemos estar permanentemente en guardia contra los principios y las condiciones cuya tendencia consiste en contrarrestarla.

No es esto todo. Uno de los principales elementos de la virtud es la firmeza. Muchos filósofos griegos, y Diógenes más que todos, se complacían en enseñar cuán reducidas eran las verdaderas necesidades de los hombres y qué poco dependía nuestro verdadero bienestar del capricho de los demás. Entre las innumerables anécdotas que se han registrado, como ilustración de esa enseñanza, bastará una sola para ofrecernos el espíritu de esa doctrina. Diógenes tenía un esclavo llamado Minos, el cual aprovechó cierta ocasión para huír. Ah, dijo el filósofo, si Minos puede vivir sin Diógenes, ¿no podrá vivir Diógenes sin Minos? No puede darse una lección más profunda que la que emana de ese apólogo. El hombre que no siente que él no está a merced de los hombres, que no se siente invulnerable ante la vicisitudes de las fortunas, será incapaz de virtud inflexible y constante. El que merezca razonablemente la confianza de sus semejantes, ha de ser de temple firm,. porque su espíritu sentirá plenamente la bondad de su causa; y jovial, porque sabrá que ningún acontecimiento podrá producirle daño. Si pudiera objetarse que esta idea de la virtud es demasiado elevada, todos deberán reconocer, empero, que en modo alguno puede ser acreedor a nuestra confianza un individuo que tiembla ante el susurro del viento, que es incapaz de soportar la adversidad y cuya existencia se halla viciada por un carácter débil y artificioso. Nadie puede despertar más justamente nuestro desprecio que el hombre que, al ser despojado de sus privilegios y reducido a la condición de un ser común, se siente presa de la desesperación y es incapaz de proveer a las necesidades de su propia existencia. La fortaleza es un hábito del espíritu que surge de nuestro sentido de la independencia. Un hombre que no se atreve a confiar en su propia imaginación, en su temor a un cambio de circunstancias ha de ser necesariamente un ser pusilánime, afeminado y vacilante. El que ame la sensualidad y la ostentación más que la virtud, podrá ser objeto de nuestra conmiseración, pero sólo un loco le confiará algo que crea estimable.

Si bien la verdad es en sí de naturaleza inmutable, sólo puede llegar al espíritu humano por medio de los sentidos. Es casi imposible que un hombre encerrado en un gabinete llegue a ser sabio. Si queremos adquirir conocimientos, debemos abrir los ojos y contemplar el universo. Hasta tanto no nos familiaricemos con el significado de los términos y la naturaleza de los objetos que nos rodean, no podremos comprender las proposiciones que se forman acerca de ellos. Hasta que hayamos adquirido ese conocimiento previo, no podremos compararlas con los principios que hemos admitido, ni conocer su aplicación. Hay otros medios de obtener habilidad y sabiduría, aparte de la escuela de la adversidad, pero no los hay sin recurrir a la experiencia. Es decir la experiencia nos proporciona los materiales que sirven para la labor del intelecto; pero es preciso reconocer que un hombre de limitada experiencia es a menudo más capaz que otro que ha conocido los más diversos parajes; o bien que un hombre puede recoger más experiencia en el espacio de algunas millas cuadradas que otro que ha recorrido el mundo entero.

Para comprender exactamente el valor de la experiencia, debemos recordar los infinitos progresos que el espíritu humano ha realizado a través de las edades y cuánto difiere un europeo ilustrado de un solitario salvaje. Por multiforme que sea ese progreso, sólo hay dos modos que permiten a un hombre conocerlo. Lo puede hacer mediante la lectura y la conversación, es decir de segunda mano; o bien directamente, mediante la propia observación de los hombres y las cosas. El conocimiento que podemos obtener por el primero de esos medios, es ilimitado; sin embargo, no basta de por sí. No podemos comprender los libros si no hemos visto los objetos de que los mismos tratan.

El que conozca el espíritud del hombre, debe haberlo observado por sí mismo. El que tenga de él un conocimiento más íntimo, debió haberlo estudiado bajo las más variadas situaciones. Debió contemplarlo sin disfraz, cuando ningún hecho exterior ponía un freno a sus pasiones, ni lo obligaba a exhibir un carácter simulado, reñido con la espontaneidad. Debe haber visto a los hombres en momentos de exaltación, cuando el furor de un resentimiento temporario pone fuego en sus labios; cuando se sienten animados e impulsados por la esperanza; o bien cuando su alma es torturada y lacerada por la desesperación y anhelan confiar sus más íntimos sentimientos a un corazón amigo. Debe haber sido además, él mismo, actor en el mismo escenario; haber puesto en juego sus pasiones, haber vivido la ansiedad de la espectativa o el éxtasis del triunfo. O bien habrá pasado por tales experiencias o comprenderá y sentirá tan poco lo relativo a las cuestiones humanas como lo que concierne a los habitantes del planeta Mercurio o a las salamandras que Viven en el sol. Tal debe ser la educación del verdadero filósofo, del verdadero político, del amigo y benefactor de la especie humana.

¿Cuál es la educación de un príncipe? Su primer rasgo es una extraordinaria suavidad. No se permite que las brisas del cielo acaricien su persona. Es vestido y desnudado por sirvientes y lacayos. Sus necesidades son cuidadosamente previstas; sus deseos son, llenados, sin ningún esfuerzo de su parte. Su salud es demasiado importante para la comunidad, para que se le permita hacer ningún esfuerzo, ya sea físico o mental. No debe escuchar jamás una palabra de censura o reprimenda. En todas las situaciones es preciso recordar siempre que se trata de un príncipe, es decir de una criatura rara y preciosa, que no pertenece al género humano.

Siendo heredero del trono, los que lo rodean no olvidan un instante la gran importancia que ha de tener su favor o su enojo. Por consiguiente, jamás se expresan con franqueza y naturalidad en su presencia, ya sea respecto a él o respecto a ellos mismos. Desempeñan un papel y llevan constantemente puesta una máscara. Aparentan generosidad, sinceridad y abnegación, cuando su mente se halla siempre absorbida por la preocupación de su fortuna y de sus ventajas personales. Todos los caprichos del amo deben ser inmediatamente satisfechos; todos sus gestos, cuidadosamente estudiados. Lo juzgarán un ser sórdido y depravado; apreciarán sus propensiones y deseos en relación con los propios y le darán consejos que servirán para hundirlo más profundamente en la locura y el vicio.

¿Cuál es el resultado de tal educación? No habiendo conocido jamás contradicción alguna, el joven príncipe será arrogante y presuntuoso. Acostumbrado a los esclavos por necesidad o por elección, no comprenderá siquiera el significado de la palabra libertad. Su actitud será insolente y no ha de tolerar la plática ni el razonamiento. Ignorándolo todo, se creerá soberanamente informado de todas las cosas y correrá, insensato, hacia el peligro, no por valor y firmeza, sino por vanidad y obstinación. A semejanza de Pirro, si sus ayudantes se hallasen lejos y se aventurara sólo al aire libre, sería quizás atropellado por el primer carruaje que encontrara a su paso o caería. en el primer precipicio. Su violencia y su presunción contrastan extrañamente con la enorme timidez de su ánimo. Ante la menor oposición, se sentirá aterrorizado; la primer dificultad que halle a su paso, le parecerá insuperable. Temblará ante una sombra y quedará deshecho en lágrimas ante la sola apariencia de la adversidad. Se ha observadO justamente, que los príncipes suelen ser supersticiosos en mayor grado que el resto de los mortales.

La verdad le es extraña, por encima de todo. Jamás se acerca a su vera. Pero si alguna vez tan inesperado huésped se presentara ante él, tendrá una recepción tan fría que significará poco aliciente para nuevas visitas. Cuanto más haya sido acostumbrado a la adulación y a la mentira, más difícil será para él cambiar de gustos y desplazar a sus favoritos. O bien depositará una fe ciega en todos los hombres, o bien, una vez que descubriese la insinceridad de quienes más lo halagaban, llegará a la conclusión de que todos son embusteros y viles. Como consecuencia de tal opinión, se hará indiferente hacia los hombres, insensible a su dolor, y creerá que los más virtuosos sólo son bribones bajo una máscara más perfecta. Tal es la educación de un individuo destinado a regir los asuntos ajenos y a velar por la felicidad de millones de seres.

En este cuadro están ciertamente contenidos todos los rasgos que forman generalmente la educación de un príncipe, en cuya educación jamás ha intervenido una persona dotada de virtud y energía. En la vida real, es posible que dichos rasgos sufran algunas modificaciones, pero en lo esencial permanecerán invariables, salvo en muy raras excepciones. En ningún caso podrá convertirse tal educación en la que corresponde a un amigo y benefactor de la humanidad, tal como ha sido esbozada en una página anterior.

No existe dificultad alguna en explicar ese absoluto fracaso. El preceptor más sabio, sometido a tales circunstancias, debe trabajar bajo dificultades insuperables. No hay situación más natural que la de un príncipe, tan difícil de ser comprendida por el mismo que la ocupa, tan irresistiblemente expuesta al error. Las primeras ideas que le sugiere, son de naturaleza adormecedora. Se siente poseído por la creencia de que es dueño de alguna secreta cualidad que lo coloca por encima de los demás hombres, que le autoriza a mandar y que obliga a los otros a obedecer. Si le aseguráis lo contrario, no podéis esperar sino relativo crédito, puesto que los hechos, que en este caso se pronuncian contra vuestra afirmación, hablan un lenguaje más elocuente y persuasivo que las palabras. Si no fuera como él supone, ¿por qué estarían todos los que a él se acercan tan ansiosos de servirle? Pues él es el último en descubrir los sórdidos y egoístas motivos que animan realmente a tales servidores. Es dudoso que un individuo que jamás ha puesto a prueba la capacidad de otros, pueda apreciar el escaso mérito que ellos merecen. Un príncipe se siente adorado y cortejado antes de que tenga aptitud para distinguir acerca de aquellas cualidades. ¿Con qué argumentos podréis persuadido de que debe buscar laboriosamente lo que ya tiene en forma superflua? ¿Cómo podréis inducirle a sentirse descontento de sus adquisiciones, cuando todos los demás le aseguran que son admirables y que su mente es un espejo de sagacidad? ¿Cómo convencer a quien encuentra todos sus deseos anticipadamente satisfechos, de que debe empeñarse en una ardua empresa o poner a su ambición un objetivo distante? Pero aun cuando obtuvierais éxito en ese sentido, sus empresas habrán de ser, o bien inútiles o bien dañinas. Su inteligencia se halla deformada; la base de toda moralidad, la noción de que los demás hombres son de igual naturaleza que uno mismo, no existe en este caso. No será razonable esperar de él nada generoso ni humano. En su desgraciada situación, se sentirá empujado constantemente hacia el vicio, destruyendo los gérmenes de virtud e integridad antes de que tengan tiempo para brotar. Si la humana sensibilidad se descubre en él, los soplos de la adulación no tardan en emponzoñarla. La sensualidad y las diversiones lo llamarán con voz imperiosa y lo apartarán del sentimiento. Siendo su carácter artificial y deforme, aún cuando aspire a conquistar fama, lo hará por medios de artificio y falsedad o bien por los bárbaros métodos de la usurpación y la conquista, rehuyendo el camino recto y llano de la benevolencia (1).




Notas

(1) El capítulo termina con una ilustración del carácter de los príncipes, de las memorias de Madame de Genlis.

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