Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO QUINTO

DE LAS CORTES Y DE LOS MINISTROS

Estaremos mejor habilitados para juzgar acerca de las condiciones en que se obtiene la información y se ejecutan las medidas gubernamentales en los regímenes monárquicos, si reflexionamos sobre otro de los males propios de ese sistema, como la existencia y la corrupción de las Cortes.

Como sucede con cualquier otra institución humana, el carácter de las Cortes depende de las circunstancias en que se desenvuelven. Ministros y favoritos son una clase de personas que tienen bajo su custodia a un prisionero de Estado, cuyos pensamientos y acciones pueden monopolizar a voluntad. Si logran esto más fácilmente con un amo débil y crédulo, no es menos cierto que ni aún el más hábil y prudente es capaz de eludir sus maquinaciones. Desean mantenerse a toda costa en la continuidad de sus funciones, ya sea por los emolumentos que reciben, por amor a los honores o por un motivo más generoso. Pero cuanto más deposite el soberano su confianza en ellos, mayor será la firmeza y permanencia de su poder; cuanto más exclusivamente se posesionen del oído de su amo, más ciega será la fe que inspiren a éste. Los más sabios de los mortales se hallan expuestos a errar; los más prudentes planes pueden ser objeto de fáciles y superficiales objeciones. Y será muy raro que un ministro no busque su propia ventaja y seguridad en la exclusión de otros consejeros, cuyo celo quizás sea reforzado por el móvil adicional de sucederle en sus funciones.

Los ministros, a su vez, llegan a ser una especie de reyes en miniatura. A pesar de disponer de las mayores oportunidades para observar la impotencia y la falta de sentido de ese alto cargo, sienten envidia por quien lo detenta. Su oficio consiste en ensalzar perpetuamente la importancia y la dignidad del amo a quien sirven; y cuando los hombres tratan de convencer con vehemencia a los demás del contenido de una proposición, llegan a quedar convencidos ellos mismos de lo que afirman. Se sienten dependientes de la voluntad omnímoda de ese hombre en todo lo que más vivamente desean; el sentido de inferioridad es quizás el más próximo pariente de la emulación y de la envidia. Se adaptan, pues, deliberadamente, a un hombre cuyas condiciones imitan considerablemente.

En realidad, la intervención de los ministros no es suficiente para cumplir los requisitos sin los cuales la existencia de la monarquía sería imposible. Hacen falta, además, los ministros de los ministros y una interminable nómina de subordinados, en escala descendente, complicada y tediosa. Cada uno de ellos tiene sus pequeños intereses que administrar y su particular imperio que regir, bajo la permanente máscara del servilismo. Cada uno de ellos vive de la sonrisa del ministro, así como éste vive de la sonrisa del soberano. Cada uno imita los vicios de su superior y extrae de los que están debajo de él la adulación que a su vez paga a los que están más arriba.

Se ha demostrado ya que un rey es en su corazón, necesariamente y casi inevitablemente, un déspota. Ha sido habituado a escuchar sólo cosas destinadas a complacerle y escuchará con incomodidad y desagrado informaciones de índole distinta. Acostumbrado a una perpetua complacencia, será difícil que admita la censura o la oposición. Por consiguiente, el hombre de carácter virtuoso y honesto, de principios claros e inflexibles, será el menos calificado para estar a su servicio; o bien deberá atenuar la severidad de sus principios o dejar lugar a un político más ladino y complaciente. El político complaciente espera de los demás igual docilidad que la que él mismo exhibe y la falta que menos perdona es una inoportuna e incómoda escrupulosidad.

Descontando esa complacencia de parte de todos los colaboradores e instrumentos de sus designios, el rey llega pronto a considerarla como prueba concluyente para juzgar el mérito de las personas. Es sordo para toda indicación que no signifique destreza en el servicio secreto del gobierno o una tendencia a favorecer sus intereses y a extender su zona de influencia. El individuo más despreciable será digno de estima si ostenta alguna de esas cualidades. El hombre más meritorio será tratado con indiferencia o desprecio si no tiene más recomendación que la de su propia virtud. Cierto es que el verdadero criterio sobre el mérito de los hombres no puede ser fácilmente trastrocado. Pero existirá la apariencia de haber sido trastrocado y la apariencia suele producir muchos de los efectos de la realidad. Para obtener honores, será necesario cortejar a las altas autoridades, soportar con inalterable paciencia sus burlas y sus afrentas, halagar sus vicios y hacerse útiles en sus menesteres privados; será necesario emplear la constancia y la intriga para conseguir recomendaciones de aristócratas y la buena voluntad de mujeres de placer y de funcionarios de servicio. Es decir, para obtener honores, será necesario merecer la desgracia. Todo tiene lugar en un escenario de doblez, de falsedad e hipocresía. El ministro habla de rectitud a la persona a la que está engañando y el esclavo pretende una estimación generosa cuando sólo ha pensado en su interés particular. Sería insensato negar que tales costumbres se hallan arraigadas en los peores gobiernos, sin que tampoco los mejores se libren de su influencia. Y sería locura afirmar que ellas no constituyen los rasgos dominantes dondequiera que exista un monarca y una Corte.

El defecto fundamental de esa forma de gobierno consiste en someter las cuestiones de más esencial importancia a la decisión del capricho individual, después de haber pasado por sucesivas escalas. El sufragio de un cuerpo de electores tendrá siempre una semejanza, más o menos remota, con el sentimiento público. El sufragio de un sólo individuo dependerá siempre de la conveniencia personal, del capricho o de la corrupción pecuniaria. Si el rey es inaccesible a la injusticia, si el ministro desdeña el soborno, aún queda ese mal irremediable de que reyes y ministros, falibles de por sí, dependen del asesoramiento de mil otros individuos. ¿Quién responderá por ellos, en sus variadas especies y condiciones, tales como altos funcionarios de Estado, empleados, consejeros de distrito, humildes amigos y serviciales lacayos, esposas e hijos, concubinas y confesores?

Muchos suponen que la institución de distinciones hereditarias es indispensable para el mantenimiento del orden entre seres tan imperfectos como son los que constituyen la especie humana. Pero todos deben reconocer que la distinción hereditaria es una ficción política y no una regla de la verdad inmutable. Dondequiera que existe ese privilegio, impide que el espíritu humano, en lo que a la sociedad política se refiere, pueda establecerse sobre sus genuinas bases. Existe una perpetua lucha entre los verdaderos sentimientos de nuestra conciencia, que nos dicen que todo eso es simple imposición, y la imperiosa voz del gobierno que reclama acatamiento y reverencia. En ese conflicto desigual, la alarma y la aprehensión hostigarán constantemente el espíritu de quienes ejercen un poder usurpado. En tan artificial situación impuesta a los hombres, es necesario emplear poderosos mecanismos para impedirles recuperar su nivel natural. Es función de los gobernantes convencer a los gobernados de que el interés de éstos consiste en ser esclavos. No disponen de otros medios adecuados para crear este interés ficticio que los que derivan del juicio pervertido de las gentes que se sienten recompensadas con títulos, cintas y gangas. De ahí proviene el sistema de corrupción universal, sin cuya permanencia la monarquía no podría subsistir.

Se ha creído algunas veces que la corrupción era particularmente inherente a los gobiernos mixtos. Bajo tales gobiernos, el pueblo posee cierta porción de libertad; privilegios y prerrogativas hallan también su esfera propia. Cierta rudeza de costumbres y cierto espíritu de independencia suelen desarrollarse bajo ese régimen. El caballero campesino no abjura de los dictados de su juicio sin alguna razón valedera. Hay allí más de un camino que lleva hacia el éxito; el favor popular es un medio tan eficaz para ascender como el favor de la Corte. En los países despóticos, el pueblo es conducido a la manera de un rebaño de ovejas; por lamentable que sea su condición no conoce otra y se resigna a ella, como a una desgracia inevitable. Su rasgo característico es el de un torpe embotamiento, en el cual se hallan ausentes todas las energías humanas. Pero en un país que se llama libre, el espíritu de sus habitantes se halla en un estado de perturbación e inquietud constante y se requieren medios extraordinarios para calmar su vehemencia. Ha sucedido que algunos hombres, en cuyos corazones se albergaba el amor a la virtud -de la cual la corrupción pecuniaria constituye la más odiosa corrupción-, al contemplar un cuadro semejante al que se acaba de describir declararon su preferencia por el despotismo ilustrado antes que por un estado de libertad imperfecta y aparente.

Pero dicho cuadro no es exacto. En cuanto se refiere a un gobierno mixto, es preciso reconocer que los rasgos son justos. Pero los que corresponden al despotismo han sido demasiado favorablemente retocados. Sea que el privilegio fuese o no consagrado por la constitución, no es posible mantener a toda una nación en la ignorancia de su fuerza. Ningún pueblo se hundió jamás en tal estado de imbecilidad como para creer que un hombre, porque llevaba el título de rey, era literalmente igual a un millón de hombres. En el conjunto de la nación, tal como están constituídas las naciones monárquicas, hay nobleza y burguesía, ricos y pobres. Hay personas que, por su situación, por su riqueza o por su talento, constituyen una capa intermedia entre el monarca y la plebe, y mediante sus asociaciones y sus intrigas pueden constituir una amenaza para el trono. Esos hombres deben ser comprados o combatidos. No hay situación más próxima al despotismo que la de incesante alarma y el terror. ¿Qué otra cosa dió lugar al ejército de espías y a las numerosas prisiones de Estado, bajo el fenecido gobierno de Francia? El ojo del tirano no se cierra jamás. ¡Cuán grandes son las prevenciones y los celos que ese terror inspira! Nadie puede entrar o salir del país sin ser vigilado. La prensa no puede publicar escrito alguno que no cuente con autorización del gobierno. Todas las casas de café y los lugares públicos son objeto de particular vigilancia. No pueden reunirse veinte personas, salvo con fines de superstición, sin que se sospeche que tratan acerca de sus derechos. ¿Puede suponerse que allí donde se emplean los medios de prevención no se emplearán las medidas corruptoras? Aunque no fuese así, el caso no mejoraría mucho. Ningún cuadro puede ser más repulsivo, ningún estado humano más deprimente que el de una nación entera sometida a la obediencia por el simple instrumento del temor; donde todo lo que ella tiene de más eminente y digno de servir de ejemplo a otros pueblos, no puede expresarse por estar sometido a prohibición, ni puede, por consiguiente, formar otros sentimientos dignos de ser expresados. Pero en realidad, el temor no es el único agente empleado para iguales propósitos. Ningún tirano fue jamás tan insocial como para no contar con aliados. El monstruoso edificio de la tiranía se halla siempre sostenido por los diversos instrumentos destinados a pervertir la conciencia de los hombres, tales como los castigos, las amenazas, las promesas, las dádivas y prebendas. A ello se debe en gran parte que la monarquía sea una institución tan costosa. Es una práctica del déspota, la de distribuir su lotería en tantos premios como sea posible. Entre los rasgos de su política corruptora, se destaca en primer término la suposición de que todo hombre tiene su precio y, puesto que esa acción corruptora es realizada de manera oculta, puede ocurrir que un hombre que aparece como patriota sea en realidad un mercenario; de tal modo, la propia virtud sufre el descrédito. O bien es contemplada como simple locura romántica o bien observada con prevención y sospecha, como capa de los más humillantes vicios, los que más necesitan ser ocultados.

Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha