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CAPÍTULO SEXTO
DE LOS SÚBDITOS
Examinemos ahora los efectos morales que la institución del gobiernb monárquico produce sobre los habitantes de aquellos países donde florece dicha institución. Corresponde sentar aquí como premisa que la monarquía se funda en la impostura. Es falso que los reyes sean acreedores a la distinción que detentan. Carecen de toda superioridad intrínseca sobre sus súbditos. La línea de privilegios que han trazado proviene del engaño, de los medios desleales empleados para el logro de ciertos propósitos, y no tiene nada de común con la virtud. Pisotean la verdadera naturaleza de las cosas y basan su existencia en este argumento: si no fuera por sus imposiciones, la suerte de la humanidad sería aún más miserable.
En segundo lugar, es falso que los reyes puedan cumplir las funciones de la realeza. Pretenden dirigir los asuntos de millones de personas y necesariamente desconocen esos asuntos. Los sentidos de los reyes se hallan formados del mismo modo que los de los demás mortales; no pueden ver ni oír lo que ocurre en su ausencia. Pretenden administrar los negocios de los demás, careciendo de poderes sobrenaturales que les permitan actuar a distancia. Nada son de lo que quieren hacemos creer. El rey ignora a menudo cosas que conoce la mitad de los habitantes de su país. Sus prerrogativas son administradas por otros y el último empleado de una oficina es para tal o cual individuo más efectivamente el soberano que el rey mismo. Nada conoce de lo que se decide solemnemente en su nombre.
Para llevar adelante con éxito esa impostura, es necesario atraer la vista y el oído de la gente. Por eso, los reyes son siempre exhibidos con esplendor de ornamentos, con pompa, séquitos y gran espectativa. Viven en medio de una onerosa suntuosidad; no sólo para halagar sus apetitos, sino porque ello es necesario como instrumento político. La opinión para ellos más fatal que puede introducirse en la conciencia de sus súbditos, es la de que los reyes no son más que hombres. Por consiguiente, se les mantiene rigurosamente alejados del contacto y de la profanación del vulgo. Y cuando son exhibidos, lo son con todos los artificios que pueden confundir nuestros sentidos y extraviar nuestro juicio.
La impostura no se contenta con nuestros ojos, sino que se dirige también a nuestros oídos. De ahí el inflado estilo del formulismo regio. Por todas partes se nos impone el nombre del rey. Diríase que todo cuanto existe en el país, las tierras, las casas, los muebles y los habitantes es de su propiedad particular. Nuestros campos son los dominios del rey. Nuestros cuerpos y espíritus son sus súbditos. Nuestros representantes, son su Parlamento. Nuestras Cortes de justicia son sus departamentos. Todos los magistrados, en todo el reino, son sus funcionarios. Su nombre ocupa el lugar más destacado en todos los estatutos y decretos. El es el persecutor de todo criminal. El es Nuestro Señor Soberano, el Rey. Si ocurriera su muerte, habría desaparecido la fuente de nuestra sangre, los medios de nuestra vida: toda función política quedaría en suspenso. Por consiguiente, uno de los principios fundamentales del régimen monárquico es que el rey no puede morir. Nuestros principios morales concuerdan con nuestra veracidad. Es así como la suma de los deberes políticos (los más importantes de todos los deberes) se concretan en la lealtad; es decir, en ser fieles servidores del rey; en honrar a un hombre a quien quizás debiéramos despreciar y en obedecer, es decir renunciar a todo criterio inmutable acerca de la justicia y la injusticia.
¿Cuáles habrán de ser los efectos de ese mecanismo sobre los principios morales de los hombres? Sin duda, no podemos jugar impunemente con los principios de moralidad y de verdad. Por mucho que la impostura sea sostenida, será imposible impedir que se sospeche fuertemente la real situación. El hombre en estado de sociedad, cuando no se halla corrompido por ficciones como la arriba aludida, que confunde la naturaleza de lo justo y de lo injusto, no desconoce en qué consiste el verdadero mérito. Sabe que un hombre no es superior a otro, sino en la medida en que es más sabio o más bueno. Por consiguiente, son estas las distinciones a que aspira para sí mismo. Son tales las cualidades que honra y aplaude en los demás y las que el sentimiento de cada uno instiga en su prójimo a adquirir. ¿Pero qué revolución han introducido en estos legítimos y sanos sentimientos las arbitrarias distinciones propias de la monarquía? Retenemos aún en nuestro espíritu ese patrón del verdadero mérito, pero lo vemos cada día más borroso y más débil, nos sentimos inclinados a creer que no tiene utilidad alguna en las contingencias temporales y lo dejamos a un lado como algo visionario y utópico.
Resultados igualmente funestos son los producidos por las pretensiones hiperbólicas de la monarquía. Hay cierta sencillez en la verdad que rechaza toda alianza con ese grosero misticismo. Ningún hombre es como pletamente ignorante de la naturaleza humana. No será ciertamente incrédulo hasta el punto de exceder el nivel de sus ideas preconcebidas. Pero que un hombre pretenda pensar y actuar por la nación entera, es algo tan absurdo que desafía toda credulidad. ¿Habéis persuadido a un individuo de que semejante creencia es saludable? De buena gana asumirá el derecho a emplear iguales mentiras en sus asuntos privados. Llegará a convencerse de que la veneración de la verdad debe ser clasificada entre nuestros errores y prejuicios y que, lejos de ser una práctica sana, -como se pretende, conducirá, si es efectivamente cumplida, a la destrucción del género humano.
Nuevamente, si los reyes fueran exhibidos a la observación de los hombres, tales como son, el prejuicio saludable, como se ha llamado, que nos enseña a venerarlos, se extinguiría rápidamente: por eso se ha creído necesario rodearlos de lujo y esplendor. Es así como el esplendor y el lujo se han convertido en cartabones de honor, con sus correlativos sentimientos de envidia y ansiedad. Por fatales que estos sentimientos sean para la moralidad y la felicidad de los hombres, ellos forman parte de esas ilusiones que el sistema monárquico se complace en alentar. En realidad, el principio esencial de un sentimiento virtuoso es, como se ha dicho en otra parte, el amor a la independencia. El que quiera ser justo debe, por encima de todo, estimar las cosas que lo rodean en su justo valor. Pero en el régimen monárquico, el principio dominante nos obliga a creer que nuestro padre es el más sabio de los hombres, porque es nuestro padre; y que el rey es el más alto exponente de la especie simplemente porque es el rey. El cartabón del mérito intelectual no es ya el hombre, sino el título. Ser arrastrado en una carroza del Estado por ocho caballos blancos como la leche, constituye el más alto motivo de nuestra veneración. Este principio se manifiesta inevitablemente en todos los órdenes del Estado y los hombres anhelan poseer riquezas, por la misma razón que en otras circunstancias desearían poseer virtud.
Supongamos que un individuo que, mediante dura labor, logra apenas ganar los medios de subsistencia, se convierte, por accidente, en espectador cercano de la pompa real. ¿Es posible que no apostrofe en su mente a ese egregio personaje, preguntando: ¿qué es lo que te hace distinto a mi? Si semejante idea no cruza por su espíritu, ello probará que las corrompidas instituciones de la sociedad lo han despojado de todo sentido de justicia. Cuanto más simple y entero sea su carácter, más claramente surgirán tales reflexiones en su espíritu. ¿Qué respuesta daremos a su interrogante? ¿Que el bien de la sociedad requiere que los hombres sean tratados de modo opuesto a sus méritos intrínsecos? Hállese o no satisfecho con la respuesta, ¿no aspirará a poseer aquello (en este caso la riqueza) a que los hombres confieren tanta distinción? ¿No será acaso indispensable que, antes de creer en la rectitud de aquella institución, sean completamente trastocados sus primitivos sentimientos acerca de lo justo y de lo injusto? Si así fuera, que declaren con franqueza los defensores del régimen monárquico que el interés de la sociedad requiere, ante todo, que sean subvertidos todos los principios de moral, de verdad y de justicia.
Desde ese punto de vista, recordemos nuevamente la máxima adoptada en los países monárquicos: el rey no muere jamás. Así, con verdadera extravagancia oriental, podemos saludar a ese mortal estúpido: ¡Oh, rey, vive eternamente! ¿Por qué lo hacemos? Porque de su existencia depende la existencia del Estado. En su nombre funcionan las Cortes de justicia. Si su capacidad política fuera suspendida por un momento, quedaría destruído el centro al cual se han ligado todos los negocios públicos. En tales países, todo es uniforme: la ceremonia lo es todo; la substancia, nada. Durante los motines que tuvieron lugar en 1780, se propuso llevar a la calle la insignia de la Cámara de los Lores, con objeto de aquietar los ánimos exaltados con la exhibición de su aspecto imponente. Pero alguien observó que si la insignia fuera brutalmente derribada por los amotinados, todo caería en la anarquía. Derrumbada la insignia, quedarían asimismo por tierra las funciones deliberativas y legislativas. ¿Quién puede esperar firmeza y energía de un país donde todo se hace, no por depender de la justicia, de la razón y del bien público, sino de un trozo de madera dorada? ¿Qué grado de dignidad y de virtud habrá en un pueblo a quien en enseña que si se viera privado de la imaginaria conducción de un vulgar mortal, todas sus facultades quedarían obscurecidas y desajustados todos los resortes de la vida colectiva?
Finalmente, uno de los elementos esenciales de un carácter virtuoso es la firmeza; y nada tiende más a destruirla que el espíritu de la monarquía. La primera lección de la virtud es: No temas a nadie. La primera lección que esa institución imparte es: Teme al rey. La virtud ordena: No obedezcas a ningún hombre (1); la monarquía exige: Obedece al rey. El verdadero interés del espíritu reclama la eliminación de todas las distinciones ficticias e imaginarias; la monarquía tiende a mantener esas distinciones y a hacerlas cada vez más palpables. El que no sea capaz de hablar con el más soberbio déspota, con la conciencia de que se trata de un hombre que habla a otro hombre y con la determinación de no concederIe otra superioridad que la que sus cualidades personales autoricen, no es digno en absoluto de la sublime virtud. ¿Cuántos de esos hombres son engendrados dentro del ámbito de la monarquia? ¿Hasta cuándo mantendría su base la monarquía en una nación constituÍda por tales hombres? Será indudablemente más prudente que la sociedad, en lugar de conjurar mil fantasmas para inducirnos al error, en lugar de acosarnos con mil temores para despojarnos de nuestra energía, elimine los obstáculos y allane el camino hacia la perfección.
La virtud jamás ha sido muy estimada ni honrada en los países monárquicos. Es tendencia común en los reyes y en los cortesanos arrojarla en el descrédito y obtienen, ciertamente, demasiado éxito en ese empeño. La virtud es, a su juicio, arrogante, intrusa, tozuda e ingobernable. Tal es la opinión de la que participan todos aquellos que buscan el halago de sus rudas pasiones y de sus secretos objetivos. En los círculos de la monarquía la verdad es siempre contemplada con afrentosa incredulidad. El sistema filosófico que sostiene que el amor de sí mismo es el móvil principial de todos nuestros actos y afirma la falsedad de las virtudes humanas, es fruto propio de esos países (2). ¿A qué se debe que el lenguaje de la integridad y del espíritu público sea considerado entre nosotros como hipocresía? No siempre fue así. Sólo después de la usurpación de César fueron escritos libros, por el tirano y sus adeptos, para probar que Catón no era más que un pretendiente insidioso (3).
Hay otra consideración que pocas veces ha sido referida a este tema, pero que tiene no poca importancia. En nuestra definición de la justicia, demostramos que el deber hacia nuestros semejantes comprendía todos los esfuerzos que pudiésemos hacer en favor de su bienestar y toda la ayuda que pudiésemos ofrecer a sus necesidades. No hay talento que poseamos, no hay un momento de nuestro tiempo ni un chelín de nuestra propiedad, por lo cual no seamos responsables ante el tribunal del pueblo y que no estemos obligados a entregar al gran banco del bien común. A cada uno de esos bienes corresponde cierto uso, que es el más adecuado y que la más estricta justicia nos obliga a elegir. ¿Hasta dónde alcanzan las consecuencias de este principio al lujo y la ostentación en la vida humana? ¿Cuántos casos de ostentación podrán sostener la prueba y ser reconocidos, previo detenido examen, como el mejor modo de emplear nuestra propiedad? ¿Se podrá probar que es justo que cientos de individuos se vean sometidos a la más ruda e incesante labor, a fin de que un solo hombre malgaste en medio del ocio lo que hubiera reportado comodidad y ocio, y por tanto conocimientos, al conjunto de la sociedad?
Los que visitan a ostentosos personajes, se ven pronto afectados por los vicios del lujo. Los ministros y auxiliares de un soberano, acostumbrados a la magnificencia, apartan los ojos con desdén del mérito obscurecido por las nubes de la adversidad. En vano exigirá la virtud reconocimiento; en vano reclamará distinción el mérito, si la pobreza los envuelve en una especie de efluvio nefasto. El propio lacayo sabe rechazar el mérito infortunado a la puerta del gran hombre.
He ahí la lección que nos ofrecen constante y ruidosamente los espectros de la monarquía. El dinero es el gran requisito, en cuya conquista nada debe detenernos. La distinción, la estima y el homenaje de los hombres, no han de ser ganados, sino comprados. El rico no deberá molestarse en buscarlos; ellos acudirán presurosos a su puerta. Será ciertamente raro el crimen que el oro no pueda expiar ni bajeza y mezquindad que aquel no cubra con un manto de olvido. El dinero es, pues, el único objeto digno de nuestro afán y poco importan los medios inhumanos y siniestros con que lo obtengamos.
Es verdad que la virtud y el talento no necesitan de la ayuda de los hombres opulentos y que pueden, cuando tienen conciencia de su valor, devolver con su conmiseración las burlas de que suelen ser objeto por parte de aquellos. Pero desgraciadamente, virtud y talento desconocen a menudo su propia fuerza y adoptan los errores que ven corrientemente aceptados en el mundo. Si no fuera así, serían más felices, pero las costumbres generales continuarían siendo probablemente las mismas. Esas costumbres son formadas según el espíritu del gobierno; y si en algunos casos extraordinarios llegan a separarse entre sí, aquél queda rápidamente subvertido.
Son tan evidentes los males que surgen de la avaricia, de una desorbitada admiración por la riqueza y de la intemperante persecución de la misma, que han constituído en todos los tiempos un permanente motivo de quejas y lamentos. Nuestro objeto consiste en considerar aquí, hasta qué punto son extendidos y agravados dichos males por el régimen monárquico; es decir por un sistema cuya esencia consiste en acumular enormes riquezas en manos de un sólo hombre y en convertir el fausto y la ostentación en los medios más adecuados para procurar respeto y honores. Queremos ver hasta qué grado el lujo de las Cortes, la afeminada molicie de los favoritos, el procedimiento inseparable de la forma monárquica de poner precio a la aprobación y a las buenas palabras de un individuo, de la compra del favor de los gobernantes por parte de los gobernados y de la adhesión de estos por parte del gobierno, hasta donde ese sistema es nocivo al perfeccionamiento moral de los hombres. En tanto la intriga sea la práctica constante de las Cortes; en tanto el objeto de la intriga sea aplastar el talento y desalentar la virtud, introducir la astucia en el hogar de la sinceridad, una disposición servil y flexible en lugar de la firmeza y la rigidez, una moral complaciente antes que una moral rígida, induciendo a estudiar el libro rojo de las consagraciones honoríficas antes que el del bien común; hasta tanto todo ello sea cierto, la monarquía será el más encarnizado y poderoso enemigo de los verdaderos intereses de la humanidad.
Notas
(1) Libro III, cap. VI.
(2) Maximes, par M. le Duc de la Rochefoucault: De la Fausseté des Vertus Humaines, par M. Esprit.
(3) Véase Vidas de Plutarco; Vidas de César y Cicerón; Ciceronis Epistolae ad Atticum, lib. XII, epist. XL, XLI.
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