Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO OCTAVO

DE LA MONARQUÍA LIMITADA

Procederemos a considerar ahora a la monarquía, en la forma ilimitada y despótica como existe en algunos países, sino como simple rama del sistema gubernamental, tal como aparece en algunos casos en otros.

Sólo es necesario recordar aquí las impugnaciones aplicables a ese régimen en su estado no restringido, para percibir que las mismas conservan toda su validez, cuando no toda su fuerza, al referirse al mismo régimen, incluyendo cualquier modificación de que se le hiciera objeto. El poder sigue aún apoyándose sobre la mentira, cuando se afirma que cierto individuo, cuya capacidad es apenas superior a la del último miembro de la comunidad, se encuentra calificado para desempeñar el más alto cargo. Sigue apoyándose en la injusticia, puesto que eleva a un hombre, en forma permanente, por sobre todos los demás, no ya en razón de las cualidades morales que aquel posea, sino por modo arbitrario y accidental. Sigue ofreciendo al pueblo una constante y poderosa lección de inmoralidad al exhibir la pompa, la magnificencia y el esplendor, como objetos de veneración y estima general, a costa de la virtud. Al igual que en la monarquía absoluta, el individuo colocado a tal altura, se halla inhabilitado por su educación, a convertirse en un ser respetable y útil. Se halla injusta y cruelmente situado en una condición que engendra ignorancia, debilidad y presunción, después de haber sido despojado, desde su infancia, de esas energías naturales que hubieran podido defenderlo contra la influencia de tan peligrosos enemigos. Finalmente, su existencia implica también la de una legión de cortesanos y una serie de intrigas, de servilismo, de influencia subterránea, de parcialidad caprichosa y de corrupción pecuniaria. Tan exacta es la observación de Montesquieu, de que no debemos esperar un pueblo virtuoso bajo la monarquía (1}.

Pero si consideramos la cuestión más concretamente, hallaremos quizás que la monarquía limitada tiene otros vicios y absurdos que son peculiares a ella. En una soberanía absoluta el rey puede, si le place, ser su propio ministro; pero en la soberanía limitada, un ministerio y un gabinete son partes esenciales de la constitución. En la soberanía absoluta, los príncipes se reconocen responsables solo ante Dios, pero en el régimen limitado existe una responsabilidad de distinta naturaleza. En la monarquía limitada hay diversos frenos; una rama del gobierno contrarresta los excesos de la otra y un freno sin responsabilidad es la más flagrante de todas las contradicciones.

No hay cuestión que requiera reflexión más detenida que la que se refiere a la responsabilidad. Ser responsable significa estar en condiciones de ser llamado a juicio público, donde el acusador y el defensor exponen sus respectivos alegatos en términos de igualdad. Todo lo que no sea eso, será una burla. Todo lo que signifique dar a una de las partes otra influencia que aquella que emana de la verdad y la virtud, será una subversión de los grandes fines de la justicia. El que esté acusado de un crimen, debe descender, como individuo privado, al nivel llano de la justicia. El que puede influir en los sentimientos de sus jueces, ya sea por la posesión del poder, por cualquier compromiso previo a su abandono del mismo, o por la simple simpatía excitada en sus sucesores, que no querrán ser severos en su censura, para no ser tratados a su vez con severidad; el que se encuentre en tales condiciones, no puede en modo alguno ser considerado responsable. Quizás podamos esperar mejores resultados de la honesta insolencia del despotismo que de las hipócritas invocaciones de un gobierno limitado. Nada es más pernicioso que la mentira y no hay mentira más palpable que la que pretende poner un arma en manos del interés general, arma que resulta siempre impotente e inocua, en el momento que debe ser empleada.

Una confusa comprensión de ese hecho inspiró en las monarquías limitada la máxima el rey no puede hacer el mal. Observad la peculiar consistencia de ese criterio. Considerad qué especie de ejemplo nos ofrece, en cuanto a actuación clara, en cuanto a franqueza y sinceridad. En primer lugar, se dota a un individuo de las más importantes prerrogativas y luego se pretende que no es él, sino que son otros hombres los responsables por el abuso de esas prerrogativas. Tal pretensión puede ser aceptable para los individuos educados en las ficciones de la ley, pero la justicia, la verdad y la virtud la rechazarán con indignación.

Después de haber inventado semejante ficción, el régimen procura ajustarse a ella en todo lo posible. Es necesario que se constituya un ministerio regular y que los ministros concuerden entre sí. Las medidas que ellos ejecuten, deberán originarse en su propia discreción. El rey debe ser reducido en todo lo posible a casi un cero. En tanto no llegue a serlo por completo, la constitución será imperfecta.

¿Qué figura es la que ese triste miserable exhibe a la faz del mundo? Todo se hace en su nombre, con gran aparato. El se expresa en ese inflado estilo oriental que ha sido ya descrito y que sin duda ha sido copiado al efecto de alguna monarquía limitada. Como a las ranas del Faraón, lo encontramos en nuestras casas y en nuestras camas, en nuestros hornos y en nuestras amasaderas.

Pero observad al hombre mismo a quien se vincula toda esa prominencia. El ocio consiste en el más esencial de sus deberes. Se le paga una enorme renta, solo por almorzar, bailar y llevar un manto escarlata y una corona. No importa que no adopte una sola de sus decisiones oficiales. Debe escuchar con docilidad las consultas de sus ministros y sancionar con una aceptación dispuesta de antemano todo lo que aquellos resuelvan. No debe oír ningún otro consejero, pues aquellos son sus consejeros reconocidos y constitucionales. No debe expresar a nadie su opinión particular, pues ello sería una desviación siniestra e inconstitucional. Para ser absolutamente perfecto, no debe tener opiniones, sino ser el espejo vacío e incoloro en el cual se refleja la opinión ministerial. Habla porque se le ha enseñado lo que debe decir. Asienta su firma, porque se le ha dicho que ello era propio y necesario.

La monarquía limitada podría realizarse con gran facilidad y aplauso general, en los aspectos que hemos descrito, si el rey fuera efectivamente lo que la constitución intenta hacer de él: un simple títere, dirigido por medio de alambres y botones. Pero quizás sea uno de los más grandes y palpables errores políticos, imaginar que es posible reducir a un ser humano a tal estado de pasividad y apatía. Aquél no ejercerá ninguna actividad verdadera y útil, pero estará lejos de ser pasivo. Cuanto más se vea excluído de la energía que caracterizan a la virtud y al saber, más depravado e irrazonable será en sus caprichos. Si se halla vacante un elevado puesto, ¿creéis acaso que no tratará nunca de hacerlo ocupar por un favorito o que no procurará demostrar que él mismo existe, mediante alguna elección ocasional? Ese puesto puede ser de la más extraordinaria importancia para el bien público; pero aun cuando no lo fuera, toda designación hecha inmerecidamente es perniciosa para la virtud nacional y un ministro recto se negará a aceptarla. Un rey oye siempre enaltecer su poder y sus prerrogativas y algunas veces no dejará de sentir el deseo de probar la realidad de los mismos, en una guerra no provocada contra una nación extranjera o contra los ciudadanos de su propio país.

Suponer que un rey y sus ministros se han de hallar de acuerdo durante un período de años, en sus más genuinas opiniones acerca de los negocios públicos, es algo que no autoriza el conocimiento de la naturaleza humana. Ello equivale a atribuir al rey talento semejante al del más ilustrado estadista, o al menos a suponerle capaz de comprender todos sus proyectos y asimilarse todos sus puntos de vista. Es suponerle no corrompido por la educación, incontaminado por el rango y con un espíritu sinceramente dispuesto a recibir las imparciales lecciones de la verdad.

Pero si hay desacuerdo, el rey puede elegir otros ministros. Tendremos a continuación oportunidad de considerar esta prerrogativa desde un punto de vista general; examinemos ahora su aplicación a las diferencias que pueden ocurrir entre el soberano y sus servidores. Sobre la cabeza de estos pende siempre una espada que los induce a abandonar un poco la firmeza de su integridad. La concesión que el rey les pide por primera vez, será, sin duda, pequeña. Y el ministro, fuertemente apremiado, piensa que es preferible sacrificar su opinión en ese aspecto nimio antes que sacrificar su puesto. Una concesión de ese género lleva a otra, y el que ha comenzado sólo con cierta apetencia de distinciones inmerecidas termina con los más atroces delitos polítícos. Cuando más examinemos esta cuestión, mayor se revelará su magnitud. Es más corriente que el ministro dependa, para su existencia, del rey, que no que el rey dependa de su ministro. Cuando no ocurra así, habrá un compromiso recíproco y ambos, el rey y el ministro, habrán sacrificado todo lo que haya de firme, generoso, independiente y honorable en el hombre.

Entretanto, ¿qué ocurre con la responsabilidad? Las decisiones adoptadas se confunden a tal punto en cuanto a su origen, que está por encima del ingenio humano desentrañar esa confusión. La responsabilidad resulta, pues, imposible. Lejos de ello, gritan los partidarios del gobierno monárquico, es verdad que algunas de esas decisiones son del rey y otras son del ministro, pero el ministro es responsable de todas. ¿Dónde está ahí la justicia? Es preferible dejar la culpa sin castigo antes que condenar a un hombre por crímenes de los cuales es inocente. En este caso, el gran criminal se libra con la impunidad, mientras que la severidad de la ley cae por completo sobre sus colaboradores. Estos reciben el trato que constituye la esencia de toda mala política: son profusamente amenazados de castigo, olvidándose el atenuante de la culpa. Se sienten empujados al vicio por una tentación irresistible, el amor al poder y el deseo de retenerlo. Y luego son censurados con un rigor desproporcionado a su falta. El principio vital de la sociedad es obscurecido por la injusticia y la falta de equidad y de respeto hacia las personas se extenderá pronto al conjunto.

Examinemos ahora una prerrogativa de las monarquías limitadas, la que es consubstancial con la condición de rey y que está por encima de cualquier otra que se le pudiera conceder o negar: la de nombrar los funcionarios públicos. Si hay algo realmente importante, es que la designación sea hecha con integridad y juicio; que las personas más aptas sean depositarias de la confianza más alta que confiere el Estado; que toda ambición generosa y honesta sea estimulada y que los hombres que se encuentren más indiscutiblemente calificados para el cuidado del bien público, tengan la seguridad de contar con la mayor parte de la dirección del mismo.

Tal designación constituye una tarea muy ardua y requiere la más extrema circunspección. Requiere el ejercicio de la discreción en mayor grado que cualquier otra cuestión relativa a la sociedad humana. En todos los demás casos, la línea de la rectitud aparece visible y distinta. En los conflictos entre individuos, en las cuestiones de guerra y paz, en la ordenación de la ley, no será difícil que un observador perspicaz encuentre el lado de la justicia. Pero, estudiar las diversas porciones de capacidad diseminadas a través de la nación y decidir detalladamente acerca de las cualidades de innumerables postulantes, es una tarea que no obstante el más extremo cuidado se halla sometida a cierto grado de incertidumbre.

La primera dificultad consiste en descubrir las personas cuyo genio y cuya habilidad hace de ellas los mejores candidatos para la función determinada. La habilidad no es siempre intrusiva; el talento se encuentra a menudo en la lejanía de una aldea o en la obscuridad de una buhardilla. Y aún cuando la conciencia del propio valor y la posesión de sí mismo sean en cierto grado atributos del genio, hay, sin embargo, muchas cosas fuera de la falsa modestia que hacen rehuir el aire de las cortes a los agraciados por ellos.

De todos los hombres, un rey es el menos calificado para penetrar en tan recónditos lugares y descubrir al mérito en su escondrijo. Embarazado por las formalidades, no puede mezclarse en la sociedad de sus semejantes. Se halla demasiado absorbido por la apariencia de los negocios o por una sucesión de distracciones, para disponer del ocio necesario para formarse una justa estimación del carácter de los hombres. En realidad, la tarea es demasiado pesada para cualquier individuo y el buen resultado solo puede asegurarse por el modo de la elección.

Será innecesario enumerar otras inconvenientes que emanan de la prerrogativa regia de elegir sus propios ministros. Si no hubiera sido dicho ya lo suficiente para explicar el carácter de un monarca, tal como surge de las funciones de que se le ha investido, sería vano y tedioso repetirlo nuevamente aquí. Si hay alguna dependencia en lo referente a la acción de las causas morales, se hallará que un rey se encuentra casi siempre entre los más indiferentes, los más engañados, los menos informados y los menos heroicamente desinteresados de los hombres.

Tal es, pues, el genuino e incontrovertible contenido de la monarquía mixta. Un individuo colocado en la cúspide del edificio, centro y fuente del honor y que, no obstante, es o debe parecer neutral en las decisiones corrientes de su gobierno. Es esta la primer lección de honor, verdad y virtud que la monarquía mixta ofrece a sus súbditos. Después del rey, viene la administración y la tribu de sus cortesanos: hombres obligados por una fatal necesidad a ser corrompidos, intrigantes y venales; seleccionados para sus cargos por el más ignorante y peor informado de sus conciudadanos; convertidos en responsables únicos de acciones que jamás pudieron haber realizado solos; amenazados con la venganza de un pueblo ofendido si son deshonestos y, si son honestos, por la más segura venganza del desfavor de su amo. El resto de la nación es la gran masa de súbditos.

¿Hubo jamás un nombre más cargado de humillación y desprecio que el súbdito? Parece ser que, por el sólo hecho de mi nacimiento, me he convertido en súbdito. ¿De quién, por qué? ¿Puede un hombre honesto considerarse súbdito de nada que no sean leyes de la justicia? ¿Puede reconocer un superior o sentirse obligado a someter el propio juicio a la voluntad de un tercero, tan sujeto como él mismo al error y al prejuicio? Tal es el ídolo que la monarquía adora en lugar de la divinidad, de la verdad y de la sagrada obligación del bien público. Poco importa si juramos fidelidad al rey y a la nación o a la nación y al rey, desde que el rey interviene para mancillar y minar el sencillo altar de la virtud.

¿Se encuentran acaso las palabras por debajo de nuestra conciencia? ¿Nos arrodillaremos ante el santuario de la vanidad y la locura, sin daño para nuestro espíritu? Lejos de ello. El espíritu comienza en la sensación y depende de las palabras y de los símbolos para la formación de sus asociaciones. El hombre cabal debe tener no solo un corazón resuelto, sino también una frente erguida. No podemos practicar la abyección, la hipocresía y la bajeza, sin convertirnos en seres degradados a los ojos de los demás y de nosotros mismos. No podemos inclinar la cabeza en el templo de Rimmon, sin apostatar en cierto modo de la divina verdad. El que llama hombre al rey recibe de su propia boca la lección de que aquel es indigno de la confianza que sobre él reposa; el que le otorga un título más sublime, se precipita rápidamente en el más peligroso error.

Pero quizás sean los hombres tan débiles y estúpidos que será vano esperar del cambio de sus instituciones, un mejoramiento de su carácter. ¿Quién los hizo débiles y estúpidos? Antes de que existieran las instituciones, ellos no tenían probablemente ninguno de sus actuales defectos. El hombre considerado en sí mismo es simplemente un ser capaz de impresiones, un recipiente de percepciones. En esta condición abstracta, ¿qué es lo que le aleja de la perfección? Tenemos en el caso de algunos hombres, una hermosa prueba de lo que nuestra naturaleza es capaz; ¿por qué podrán alcanzar tanto los individuos y la especie tan poco? ¿Existe algo en la estructura del globo que nos impide ser virtuosos? Si no es así, si casi todas nuestras nociones de lo justo y de lo injusto fluyen de nuestras relaciones mutuas, ¿por qué no serán esas relaciones susceptibles de modificación y mejora? Constituye el más cobarde de los sistemas el que afirma como inútil el descubrimiento de la verdad y nos enseña que, en caso de ser descubierta, es prudente dejar a la masa de nuestros semejantes sumidos en el error.

No existe, en realidad, el menor lugar para el escepticismo (2), en lo que respecta a la omnipotencia de la verdad. La verdad es semejante a los círculos que forma un guijarro lanzado en medio de un lago. Los primeros abarcan una extensión reducida, pero luego cubren inevitablemente la entera superficie del lago. Ninguna clase de hombres ignorará perpetuamente los principios de la justicia, de la igualdad y del bien público. Tan pronto lleguen a conocer dichos principios, comprenderán que existe una coincidencia entre la virtud y el bien público y el interés privado; ninguna falsa institución podrá prevalecer efectivamente contra la opinión general. En esa contienda, se desvanecerán los sofismas y las instituciones opresivas caerán en el desprecio. La verdad reunirá todas sus fuerzas, la humanidad será su ejército y la opresión, la injusticia, el vicio y la monarquía se hundirán en una ruina común.




Notas

(1) Il n' est pas rare qu'il y ait des princes vertueux; mais il est trés difficile dans une monarchie que le peuple le soit. Esprit des Lois, Liv. III, Chap. V.

(2) En la tercera edición: Hay, en realidad, poco lugar para el escepticismo.

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