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CAPÍTULO NOVENO
DE UN PRESIDENTE CON PODERES REGIOS
Queda aún un refugio para la monarquía. No queremos tener, dicen algunos, una monarquía hereditaria; reconocemos que ella constituye una enorme injusticia. Tampoco nos satisface una monarquía electiva, ni una monarquía limitada. Admitimos que, aun cuando las prerrogativas del cargo sean reducidas, si éste es de carácter vitalicio, la injusticia subsiste aún. Pero, ¿por qué no hemos de tener reyes renovables en elecciones periódicas, tal como hacemos con los magistrados y las asambleas legislativas? Podremos entonces cambiar el ocupante del cargo con tanta frecuencia como nos plazca.
No nos dejemos seducir por la simple plausibilidad de la frase, ni usemos palabras sin reflexionar ante sobre su significado. ¿Qué entendemos bajo el título de rey? Si ese cargo tiene algún sentido, es razonable pensar que el hombre que lo detente poseerá los privilegios de nombrar determinados funcionarios por propia discreción, de anular los fallos de la justicia criminal, de convocar y disolver las asambleas populares, de conceder o de negar su sanción a los acuerdos de tales asambleas. Muchos de esos privilegios pueden invocar la respetable autoridad de los poderes delegados por los Estados Unidos de América en su presidente.
Sometamos, sin embargo, esa idea a la piedra de toque de la razón. Nada puede ser más aventurado que depositar en un solo hombre, salvo en casos de absoluta necesidad, la decisión de un asunto de importancia pública. Pero difícilmente podrá alegarse que esa necesidad se halle en ninguno de los casos enumerados. ¿Qué superioridad posee un hombre sobre la sociedad o sobre un consejo integrado por otros hombres, en cualquiera de las cuestiones citadas? Son evidentes, por el contrario, las desventajas que aquejan su labor. Se halla más expuesto a corrupción y a engaño. No posee tantas oportunidades de obtener una información exacta. Se halla más sometido a los accesos de pasión y de capricho, a infundada antipatía contra un hombre, a parcialidad en favor de otro, a despiadada censura o ciega idolatría. No puede hallarse constantemente en guardia; existen momentos en que la vigilancia más ejemplar puede sufrir una sorpresa. Sin embargo, aún consideramos a nuestro personaje bajo una luz demasiado favorable. Suponemos que sus intenciones son honradas y justas, pero la verdad será, a menudo, lo contrario. Cuando se confían poderes que están por encima de la capacidad humana, se engendran vicios que constituyen una desgracia para la comunidad. A eso debe agregarse que las mismas razones que demuestran que el gobierno, donde quiera que exista, debe ser dirigido por el sentir del pueblo en su conjunto, demuestran igualmente que, si hay necesidad de funcionarios públicos, la voluntad del pueblo o la de un cuerpo colectivo que represente más el espíritu del pueblo ha de prevalecer sobre las pretensiones de aquellos.
Estas objeciones son aplicables al más inocente de los privilegios arriba citados, el de nombrar ciertos funcionarios. El caso será peor aún si consideramos los demás privilegios. Tendremos ocasión de examinar más adelante la facultad de perdonar culpas, independientemente de las personas a quienes tal poder fuera conferido; pero, entretanto, ¿hay algo más intolerable que un solo individuo tenga autoridad para suspender, sin exponer razones o exponiendo razones que nadie puede impugnar, las grandes decisiones tomadas por un tribunal de justicia, decisiones fundadas en un cuidadoso y público examen de pruebas? ¿Puede haber algo más injusto que la atribución asumida por un sólo individuo de informar a la nación cuándo debe deliberar y cuándo debe cesar en sus deliberaciones?
El privilegio restante es de naturaleza demasiado inicua para ser objeto de mucho temor. Se halla fuera de lo creíble el suponer que el pueblo entero ha de contemplar como indiferente espectador, cómo la voluntad de un hombre se dispone a anular, clara y descaradamente, la voluntad de la representación nacional, expuesta en sucesivas asambleas. Dos o tres ejemplos de ejercicio directo de esa negativa serían suficientes para aniquilarlo. Por consiguiente, allí se supone existente la oposición, se procura ablandarla mediante el rocío genial de la corrupción pecuniaria; o bien prevenirla de antemano por una siniestra aplicación a la misma de la fragilidad de algunos miembros individuales o de hacerla aceptable a consecuencia de una copiosa aplicación de emolientes venales. Pero si ese poder es soportado, lo es en los países cuyos degenerados representantes no disfrutan ya del favor público y donde el arrogante presidente se considera consagrado por la sangre de una ilustre ascendencia, que corre por sus venas o por el óleo sacro con que lo ungieron los representantes del Altísimo. Un mortal común, elegido periódicamente por sus conciudadanos para velar por los intereses de los mismos, no puede poseer tan estupenda virtud.
Si son ciertas las razones expuestas, se deduce de ellas inevitablemente que no es posible delegar, con justicia, importantes funciones de dirección general en una sola persona. Si el cargo de presidente es necesario, ya sea en una asamblea deliberativa o en un consejo administrativo, suponiendo que exista tal consejo, su empleo sólo debe referirse al orden de procedimientos y de ningún modo ha de consistir en la ejecución arbitraria de sus particulares decisiones. Un rey -si el uso imariable puede dar significado a una palabra- designa a un individuo de cuya discreción personal llegan a depender gran parte de los intereses públicos. ¿Qué necesidad hay de semejante individuo, en un Estado bien ordenado, libre de perversiones? Con respecto a los negocios internos, ninguna. Más adelante tendremos ocasión de examinar hasta qué punto puede ser útil dicho cargo en nuestras relaciones con gobiernos extranjeros.
Cuidémonos de confundir el juicio de los hombres mediante una injustificable perversión de términos. El título de rey es la bien conocida designación de un cargo que, si son verdaderos los argumentos anteriormente expuestos, ha sido el azote y la tumba de la virtud humana. ¿Por qué hemos de tratar de purificar y exorcisar lo que sólo merece ser execrado? ¿Por qué no permitir que ese término sea tan bien comprendido y tan cordialmente detestado como lo fue entre los griegos el de tirano, título inicialmente venerado? ¿Por qué no permitir que quede como monumento eterno de la locura, la cobardía y la miseria de nuestra especie?
Al pasar del examen del gobierno monárquico al gobierno aristocrático, es forzoso destacar los defectos que son comunes a ambos. Uno de estos defectos consiste en la creación de intereses separados y opuestos. El bien de los gobernados se encuentra de un lado y el de los gobernantes, del otro. No tiene objeto alguno afirmar que el interés individual bien entendido coincidirá siempre con el interés general, si ocurre en la práctica que las opiniones y los errores de los hombres los separan constantemente, colocando a los unos en oposición a los otros. Cuanto más se hallen los gobernantes en una esfera distante y opuesta a la de los gobernados, más se acentuará esa errónea situación. Para que la teoría produzca un efecto adecuado sobre los espíritus, debe ser favorecida, no contrarrestada por la práctica. ¿Qué principio de la naturaleza humana es más universalmente profesado que el del amor a sí mismo, es decir la tendencia a pensar primordialmente en el interés privado, a discriminar y a dividir objetos que las leyes del universo han unido indisolublemente? Ninguno, salvo quizá el sprit de corps, la tendencia de los cuerpos colectivos a extender su influencia; si bien un espíritu menos ardiente que el anterior es aún más vigilante, y no se halla expuesto a los accidentes de sueño, indisposición o mortalidad. Es así que, de todos los impulsos que llevan a una conducta estrechamente egoísta, los que surgen de la monarquía y de la aristocracia son los más decisivos.
No debemos apresuramos a aplicar de modo indiscriminado el principio de que el interés individual bien entendido coincidirá siempre con el interés general. Referido a los individuos considerados como hombres, es verdadero; aplicado a los individuos en su condición de reyes y señores, es falso. El sacrificio de su pequeño peculio al interés público, puede favorecer al hombre particular. Un rey quedaría aniquilado con un sacrificio análogo. El primer sacrificio que la justicia reclama de la monarquía y de la aristocracia, es el de sus inmunidades y prerrogativas. El interés público exige la laboriosa divulgación de la verdad y la imparcial administración de la justicia. Los reyes y señores subsisten solamente a favor de la opresión y del error. Por consiguiente, ellos resistirán siempre el progreso del conocimiento y de la ilustración; en el momento en que la mentira se disipe, su dominio habrá terminado.
Al llegar a esta conclusión, aceptamos como admitido que la aristocracia es una institución tan arbitraria y perniciosa como se demostró que lo es la monarquía. Es tiempo de examinar hasta qué punto es realmente así.
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