Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO DÉCIMO

SOBRE DISTINCIÓN HEREDITARIA

Un principio hondamente arraigado en la monarquía y en la aristocracia en su estado más floreciente, pero de un modo más profundo en la última, es el de la preeminencia hereditaria. Ningún otro principio lesiona más la razón y la justicia. Observemos al hijo recién nacido de un par y al de un artesano. ¿Acaso ha fijado la naturaleza distintos derroteros para sus respectivos destinos? ¿Acaso ha nacido uno de ellos con manos callosas y rostro desgarbado? ¿Pueden señalarse en el otro los signos precursores de genio o inteligencia, de honor o de virtud? Se nos ha dicho, ciertamente, que la naturaleza revelará su contenido y que

el aguilucho de un noble nido remontarase prestamente
hacia la alta morada de su señor
(1),

y esa historia fue creída en otros tiempos. Pero la humanidad no se convencerá de que una especie de criaturas humanas produce virtud y belleza, en tanto que la otra sólo produce vicio.

Una afirmación tan infundada y temeraria será fácilmente refutada si consideramos la cuestión a priori. El espíritu es fruto de las sensaciones. ¿Cuáles son las sensaciones que recibe el rico en el claustro materno, capaces de distinguir su espíritu del espíritu de un campesino? ¿Hay alguna diferencia en la fina substancia reticular del cerebro que permite al señor recibir sensaciones más claras y firmes que las del agricultor o el herrero? (2).

Pero una sangre generosa circula por su corazón y enriquece sus arterias. ¿Qué debemos pensar de esta hipótesis? Los actos del hombre son el resultado de sus percepciones. El que sienta más profundamente, obrará con mayor intrepidez. Aquel en cuyo espíritu imprima la verdad su marca más nítidamente y el que, comprendiendo su propia naturaleza, sea más consciente de su valor, hablará con más sincera persuasión y escribirá con más brillo y vigor. Por intrepidez y firmeza en la acción podemos entender tanto la sabia y deliberada constancia de un Régulo o un Catón como el primitivo coraje del soldado, que es asimismo un estado de espíritu, consistente en un escaso aprecio de la vida que le proporciona pocos placeres y en un irreflexivo y estúpido olvido del peligro. ¿Qué tiene la sangre que ver con ello?

La salud es, sin duda, en muchos casos, un requisito indispensable para el mejor funcionamiento de la mente. Pero la salud misma es una simple negación, la ausencia de la enfermedad. Sin embargo, por grande que sea nuestra estimación de sus beneficios, ¿es verdad acaso que el señor disfruta de una salud más vigorosa, que siente una alegría más perfecta y es menos presa de la languidez y el cansancio que el rústico? Un noble nacimiento, como causa moral, es capaz de inspirar elevados pensamientos. Pero, ¿puede admitirse que ese hecho obra de un modo instintivo en los casos en que se desconozca tal origen, cuando vemos que, a pesar de tantas ventajas externas de que disponen, las más nobles familias engendran frecuentemente hijos degenerados?

Examinemos pues el valor de un noble nacimiento en tanto que causa moral.

La creencia en su superioridad es tan antigua como la propia institución de la nobleza. La misma etimología de la palabra, que corresponde a una particular forma de gobierno. se basa en esa idea. Es la aristocracia o el gobierno de los mejores. En los escritos de Cicerón y en los discursos del Senado romano, esa clase de hombres son los optimates, los virtuosos, los nobles y los honestos. Se presupone que la multitud es una bestia desenfrenada, carente de principios y del sentido del honor, guiada por sórdidos intereses y no menos sórdidos apetitos, envidiosa, tiránica, inconstante e injusta. Se deducía en consecuencia la necesidad de mantener una clase de hombres de noble educación y sentimientos elevados, para ejercer el gobierno sobre la clase más humilde y numerosa, incapaz de gobernarse a sí misma; o por lo menos para constituir un rígido freno frente a los excesos de esta última, debiendo estar dotados de los poderes adecuados para el ejercicio de esa función. La mayor parte de tales argumentos serán examinados cuando consideremos los inconvenientes de la democracia. Ahora hemos de ocupamos de lo que se refiere a la superioridad de la aristocracia.

Se parte del supuesto que, si la nobleza no fuera originariamente superior al común de los mortales, como parece implicado su constitución hereditaria, al menos habría alcanzado tal preeminencia en virtud de su educación. Los hombres que se desarrollan en medio de una ruda ignorancia y son deprimidos por la fría presión de la miseria, necesariamente han de estar expuestos a mil formas de corrupción y no pueden tener el delicado sentido de la rectitud y del honor que la cultura y el refinamiento civil suelen conferir. La civilización ha sido engendrada bajo los auspicios de la holgura y la abundancia. Un pueblo debe haber superado los obstáculos de sus primitivas instituciones y haber alcanzado cierto grado de prosperidad y ocio antes que el amor a las letras tome arraigo en su seno. Sucede lo mismo con los individuos que con las colectividades. Pueden darse algunas excepciones, pero salvando las mismas, en modo alguno cabe esperar que las personas obligadas a ejecutar rudos esfuerzos corporales a fin de proveer a sus cotidianas necesidades, logren una gran expansión del espíritu y una amplitud del pensamiento.

En cierto modo este argumento contiene una gran parte de verdad. El auténtico filósofo será la última persona en negar la importancia y el poder de la educación. Por consiguiente, sería necesario descubrir un sistema que asegure la prosperidad y el ocio a todos los miembros de la comunidad o bien otorgar la suprema autoridad e influencia a los nobles y sabios sobre los toscos e iletrados. Supongamos, por ahora, que la primera de esas soluciones sea inaccesible. Quedará aún por averiguar si la aristocracia constituye el modelo más adecuado para obtener la segunda. Podemos recoger alguna luz sobre este tema aprovechando lo que ya conocemos acerca de la educación bajo la monarquía.

Mucho significa la educación, pero de todas sus formas, la educación opulenta es la menos eficaz. La educación de las palabras no debe ser despreciada, pero la educación de las cosas es incomparablemente superior. La primera es de utilidad admirable para desarrollar la segunda. Tomada aisladamente, constituye un cuerpo sin alma, no es ciencia, sino pedantería. Sea cual fuera la perfección abstracta de que es capaz el espíritu, necesitamos recibir la excitación, para realizar esfuerzos extraordinarios, de estímulos que obren directamente sobre la individualidad. En lo que se refiere a tales estímulos, las clases inferiores de la humanidad, si disponen de cierta holgura, aventajan con mucho a las clases superiores. El plebeyo se ve obligado a ser el artífice de su propia fortuna; el señor encuentra hecha la suya. El plebeyo habrá de sentirse rechazado y despreciado en la medida que descuide el cultivo de las cosas dignas de estima; el señor estará siempre rodeado de aduladores y esclavos. El señor carece de incitaciones para la iniciativa y el esfuerzo; no dispone de estímulos que lo despierten de la letárgica masa indiferente (oblivious pool) de donde surgió originariamente el intelecto definido. Debemos admitir, ciertamente, que la verdad no necesita la alianza de las circunstancias y que se puede llegar al templo de la fama por otros caminos que los de la miseria y el dolor. Pero el señor no se limita a eximirse del acicate de la adversidad. Llega más allá y es presa de numerosas corrientes de enervación y de error. No se puede pecar impunemente contra el gran principio del bien universal. El que acumula lujo, títulos y riquezas en perjuicio del conjunto llega a encontrarse degradado de la dignidad de hombre. Y aun cuando fuera admirado por la muchedumbre, será compadecido por el sabio y sentirá el tedio de sí mismo. Resulta, por tanto, que elevar a los hombres al rango de nobleza es colocarlos en un puesto de peligro moral, en un medio de depravación; pero hacerlos hereditariamente nobles significa excluirlos, salvo en algunos casos extraordinarios, de todo estímulo que engendre la virtud y la habilidad.

Los argumentos que hemos repetido acerca de la distinción hereditaria son tan obvios que el hecho de que los mismos sean constantemente puestos en tela de juicio, constituye la mejor prueba de la influencia del prejuicio que se nos inculca en la primera juventud. Si se puede producir un legislador hereditario, ¿por qué no obtener del mismo modo un moralista o un poeta? (3). En verdad, sería más factible una tentativa en cualquiera de estos dos últimos casos que en el primero. Resulta evidente que puede esperarse poco del nacimiento como causa física; en cuanto a la educación, es posible infundir hasta cierto grado emulación filosófica o poética en un espíritu juvenil, sin que sea fácil establecer los límites de tal posibilidad. Pero la opulencia es la maldición fatal que destruye las esperanzas de un rendimiento futuro. Hubo ciertamente, en otro tiempo, una especie de virtud valerosa que, al impresionar irresistiblemente los sentidos, parecía imponer a los jóvenes de alta cuna las complejas y equívocas hazañas de la caballería. Pero desde que las causas de estímulo moral han pasado de las proezas personales a las energías del intelecto y especialmente desde que el campo de tal emulación ha sido abierto a más amplias clases, la palestra ha sido totalmente ocupada por aquellos cuya escasez pecuniaria estimuló su ambición o cuyos hábitos austeros y forma de vida los ha puesto a salvo del veneno de la adulación y de la indulgencia afeminada.




Notas

(1) John Home, Tragedia de Douglas, acto III.

(2) Este párrafo y el siguiente, idéntico en la segunda edición, ha sido totalmente cambiado en la tercera, en la cual su texto es como sigue: Los niños traen ciertamente consigo parte de los caracteres de sus padres; es probable que la raza humana pueda ser mejorada en la forma semejante que se emplea para las razas animales y que cada generación, en los países civilizados, se aleje cada vez más, en su estructura física, del hombre salvaje e inculto. Pero ese factor obra de un modo demasiado incierto para ofrecer una base justa a la distinción hereditaria. Además, si un niño se asemeja a su padre, en muchos aspectos, hay otros, quizás más numerosos e importantes, en los que difiere de él.

(3) Véase Los derechos del hombre, de Paine.

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