Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO ONCE

EFECTOS MORALES DE LA ARISTOCRACIA

Hay algo de primordial importancia para la felicidad de la especie humana: es la justicia. ¿Puede haber acaso alguna duda de que toda injusticia es equivalente al mal? Y sus efectos son aun más funestos por lo que trastornan y pervierten nuestros cálculos y previsiones sobre el futuro que por el daño inmediato que producen.

Toda ciencia moral puede ser reducida a una cuestión esencial: la previsión del futuro. No podemos esperar razonablemente que la gran masa humana sea virtuosa si es inducida por la perversidad de sus conductores a la convicción de que no es bueno para su interés serlo. Pero esto no es lo más importante. La virtud no es otra cosa que la persecución del bien general. La justicia es la norma que discrimina lo que corresponde a los muchos y a los pocos, al conjunto y a las partes. Si esa esencialísima cuestión es relegada a la obscuridad, ¿cómo podrá ser substancialmente fomentada la felicidad humana? Los mejores hombres serán atraídos hacia falsas cruzadas, mientras que los indiferentes y flemáticos espectadores, carentes de un hilo que los guíe en medio del laberinto social, permanecerán en una neutralidad egoísta y dejarán que la complicada escena llegue a su propio desenlace.

Es verdad que los asuntos humanos jamás pueden alcanzar un estado de depravación que signifique la subversión de la naturaleza de la justicia. La virtud interesará siempre tanto al individuo como a la sociedad. Su práctica efectiva ha de ser beneficiosa tanto para la época contemporánea como para la posteridad. Pero aun cuando la depravación no alcance tal extremo que aniquile el sentido de justicia, puede llegar a un grado suficiente para ofuscar el entendimiento y extraviar la conducta. Los seres humanos no serán nunca todo lo virtuosos que pueden ser hasta que la justicia no se ofrezca ante sus ojos como una realidad cotidiana y la injusticia no aparezca sino como un prodigio raro.

Ningún principio de justicia es más inherente a la rectitud moral del hombre que aquel en cuya virtud nadie debe ser distinguido más que en relación con sus méritos personales. ¿Por qué no tratar de llevar a la práctica un principio tan sencillo y sublime? Cuando un hombre ha demostrado ser un benefactor de la colectividad, cuando, con laudable perseverancia, ha cultivado en sí mismo las facultades que sólo requieren el favor público para ser fecundas, es justo que tal favor se le otorgue. En una sociedad donde fueran desconocidas las diferencias artificiosas, sería imposible que un benefactor público no sea honrado. Pero si un hombre es contemplado con reverente temor porque el rey le ha condecorado o le ha concedido un título espurio; si otro vive revolcándose en el lujo más vicioso porque un antepasado derramó su sangre tres siglos atrás en alguna querella de Lancaster o de York, ¿puede imaginarse que semejantes iniquidades ocurran sin daño moral para la humanidad?

Quienes consideren tal estado de cosas razonable, deberían ponerse en contacto con las clases inferiores de la sociedad. Verían entonces cómo el desdichado que, mediante una incansable y dura labor, no consigue alimentar y vestir debidamente a los suyos, sienten roer su corazón por la lacerante impresión de la injusticia ...

Pero admitamos que el sentido de la justicia sea menos agudo que lo que suponemos. ¿Qué deducción positiva se desprendería de ello? ¿No sería la iniquidad igualmente real? Si la conciencia humana estuviera tan embotada por la práctica constante de la injusticia que fuera insensible al rigor que la aplasta, ¿acaso la realidad sería menos mala?

Dejemos por un momento obrar a nuestra imaginación y tratemos de concebir un orden de cosas donde la justicia sea el principio público general. En tal ambiente nuestros sentimientos morales asumirían un tono saludable y firme, pues no estarán contrarrestados perpetuamente por ejemplos que debilitan su energía y confunden su claridad. Los seres humanos vivirán exentos de temor, pues no habrá trampas legales que amenacen su existencia. Serán valerosos, porque nadie se sentirá aplastado a fin de que otros disfruten de inmoderados placeres; porque cada cual estará seguro de la justa recompensa de su esfuerzo, del premio correspondiente a sus afanes. Cesará el odio y la envidia, pues ambos son hijos de la injusticia. Cada cual será sincero con su vecino, pues no habrá tentaciones para la falsedad y el dolo. El espíritu humano elevaría su nivel, pues todo contribuiría a estimularlo. La ciencia progresaría indeciblemente, pues la inteligencia será entonces un poder real, no un ignis fatuus, que brilla y se extingue alternativamente, orientándonos hacia el pantano de la sofística, de la seudo ciencia y del error plausible. Todos los hombres estarán dispuestos a reconocer sus actos y aptitudes; nadie tratará de evitar el justo elogio que merezca el prójimo, pues será imposible suprimir el mérito. Tampoco habrá temor a descubrir la mala conducta del vecino, pues no habrá leyes que califiquen de difamación la sincera expresión de nuestras convicciones.

Examinemos imparcialmente la magnitud de la iniquidad inherente a la institución de la aristocracia. Yo he nacido, supongamos, príncipe polaco, con una renta de 300.000 libras anuales. Tú has nacido siervo o esclavo, adscrito a la gleba por ley de tu nacimiento y transferible por permuta u otra forma a veinte amos sucesivos. Serán vanos tu incansable labor y tus más generosos esfuerzos para librarte del intolerable yugo. Condenado por tu nacimiento a quedar ante las puertas del palacio en cuyo interior jamás podrás entrar; a dormir bajo un techo ruinoso, mientras tu amo reposa en suntuoso lecho; a alimentarte de putrefactos desperdicios, mientras a tu amo se le sirven los más deliciosos manjares de la tierra; a trabajar sin límites ni moderación bajo un sol ardiente, mientras él se regodea en perpetua pereza; y a ser recompensado con reprimendas, desprecios, castigos y la mutilación. La realidad es peor aún. Yo puedo sufrir todo cuanto el capricho y la injusticia sean capaces de infligirme, con tal de poseer la fuerza espiritual necesaria para contemplar con piedad y desprecio a mi opresor, con la convicción de estar dotado de las sagradas esencias de la naturaleza, de la verdad y de la virtud, dones que jamás podrán ser arrebatados por su injusticia. Pero un esclavo o un siervo está condenado a la estupidez y al vicio al mismo tiempo que al dolor.

¿Todo eso no significa nada? ¿Es ello necesario acaso para el mantenimiento del orden civil? Recordemos que para tales desigualdades no existe el menor fundamento en la naturaleza de las cosas. Tal como ya lo expresamos antes, no hay ningún molde especial para la producción de señores, cuyo nacimiento tiene lugar exactamente del mismo modo que el del más humilde de sus siervos. La razón y la filosofía han declarado la guerra a la propia estructura de la aristocracia en todas sus expresiones y matices. Es igualmente repudiable en las castas de la India, en la servidumbre del sistema feudal o en el despotismo de los patricios de la antigua Roma, que convertían en siervos a los deudores que no podían cancelar sus deudas. La humanidad no alcanzará un alto nivel de felicidad y de virtud hasta que cada cual disponga de las distinciones que legítimamente le correspondan por sus méritos personales. La supresión de la aristocracia beneficiará tanto al opresor como al oprimido. El uno será liberado de las consecuencias de la molicie y el otro de los efectos embrutecedores de la servidumbre. ¿Hasta cuándo se repetirá en vano que la mediocridad de la fortuna es el más firme baluarte de la felicidad personal? (1)




Notas

(1) El capítulo XII, De los títulos trata acerca del origen e historia de los títulos y de su absurdo despropósito. Su conclusión es que la verdad es la única recompensa adecuada para el mérito.

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