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CAPÍTULO CUARTO
CONSIDERACIONES SOBRE LAS TRES PRINCIPALES CAUSAS DE MEJORAMIENTO SOCIAL
(I, Literatura, y II, Educación, son ventajosas ambas para el progreso del espíritu humano hacia un estado de perfección; pero las dos tienen defectos y limitaciones)
III. Justicia política
Las ventajas de la justicia política serán comprendidas mejor si consideramos la sociedad desde el punto de vista más comprensivo, incluyendo en nuestro cálculo las instituciones erróneas por las cuales ha sido sofocado frecuentemente el entendimiento humano en su carrera, lo mismo que las bien fundadas opiniones de interés público e individual que sólo necesitan quizá ser explicadas claramente para ser generalmente admitidas.
Ahora, bajo cualquier luz que se considere, no podemos dejar de percibir, primero, que la institución política es peculiarmente fuerte en el verdadero punto en que la eficacia de la educación es deficiente y que su campo de acción es sumamente extenso. Que influye en nuestra conducta de algún modo que difícilmente será controvertido. Es suficientemente claro que un gobierno despótico está calculado para hacer dóciles a los hombres, y un gobierno libre para hacerlos decididos e independientes
Además, un argumento adicional en favor de la eficacia de las instituciones políticas surge del dilatado influjo que se descubrió que ejercen ciertos falsos principios, originados por un sistema imperfecto de sociedad. La superstición, un sentimiento inmoderado de vergüenza, un cálculo falso del interés son errores acompañados siempre por las consecuencias más grandes. ¡Cuán increíbles parecen hoy los efectos de la superstición que exhibe la Edad Media, los horrores de la excomunión y de la interdicción, y la humillación de los más grandes monarcas a los pies del Papa! ¿Qué puede haber de más contrario a la modalidad europea que ese temor a la desgracia que lleva a las viudas brahmánicas del Indostán a aniquilarse en la pira funeraria de sus esposos? ¿Qué hay de más horriblemente inmoral que la engañosa idea que lleva a las multitudes en los países comerciales a considerar el engaño, la falsía y la trampa como la política más efectiva? Pero no obstante lo poderosos que estos errores pueden ser, el imperio de la verdad, si una vez llega a ser establecido, será incomparablemente más grande. El hombre esclavizado por la vergüenza, la superstición o la superchería estará perpetuamente expuesto a una guerra interna de opiniones, que desaprueba con una censura involuntaria la conducta que ha sido más constreñido a adoptar. Ningún espíritu puede ser desviado tan lejos de la verdad que no tenga, en medio de su envilecimiento, incesantes retornos a un principio mejor. Ningún sistema de la sociedad puede habernos tan cabalmente penetrado de engaño como para no sugerirnos frecuentemente sentimientos de virtud, de libertad y de justicia. Pero en todas sus ramas la verdad es armoniosa y consistente.
El recuerdo de esta circunstancia me induce a agregar como observación conclusiva que puede dudarse razonablemente que el error sea siempre formidable o de larga vida si el gobierno no le presta apoyo. La naturaleza del espíritu está adaptada a la percepción de las ideas, a su correspondencia y a su diferencia. En el justo conocimiento de ellas está su verdadero elemento y su propósito más adecuado. El error habría sido ciertamente, durante un tiempo, el resultado de nuestras percepciones parciales; pero como nuestras percepciones cambian continuamente y se vuelven cada vez más definidas y correctas, nuestros errores serían momentáneos y nuestros juicios se van aproximando cada vez más a la verdad. La doctrina de la transubstanciación, la creencia de que los hombres comen realmente carne cuando comen pan, y beben sangre humana cuando beben vino, no habría podido mantener nunca su imperio tan largo tiempo si no hubiese sido reforzada por la autoridad civil. Los hombres no se habrían persuadido tanto tiempo de que un anciano elegido por las intrigas de un cónclave de cardenales, desde el momento de esa elección se vuelve puro e infalible, si esa persuasión no hubiese sido mantenida con rentas, dotaciones y palacios. Un sistema de gobierno que no diera sanción a las ideas de fanatismo e hipocresía, habituaría en poco tiempo a sus súbditos a pensar justamente en tópicos de valor e importancia moral. Un Estado que se abstuviera de imponer juramentos contradictorios e impracticables, estimulando perpetuamente de este modo a sus miembros al encubrimiento y al perjurio, se haría pronto famoso por su sincera conducta y su veracidad. Un país en el cual los cargos de dignidad y de confianza dejaran de estar a disposición de la facción, el favor y el interés, no sería por largo tiempo morada de la servidumbre y de la superchería.
Estos reparos nos sugieren la verdadera respuesta a una objeción manifiesta que podía presentarse, por otra parte, por sí misma, a la conclusión a que parecen conducir estos principios. Podría decirse que un gobierno falso no puede nunca dar una solución adecuada a la existencia del mal moral, ya que el gobierno sería por sí mismo producto de la inteligencia humana y, por consiguiente, si es malo, ha tenido que ser obligado por sus malas cualidades a algún extravío que tuviese previa existencia.
Es indudablemente cierta la proposición afirmada en esta objeción. Todo vicio no es nada más que el error y el engaño llevados a la práctica y adoptados como norma de nuestra conducta. Pero el error está apresurando continuamente su propia manifestación. Se descubre pronto que la conducta viciosa implica consecuencias perjudiciales. Por esta razón la injusticia, por su propia naturaleza, apenas está conformada para una existencia duradera. Pero el gobierno pone su mano sobre el resorte que hay en la sociedad y obstaculiza su impulso (1). Da substancia y permanencia a nuestros errores. Trastorna las tendencias genuinas del espíritu, y en vez de permitirnos mirar hacia adelante, nos enseña a mirar hacia atrás en busca de la perfección. Nos incita a buscar el bienestar público, no en la innovación y el mejoramiento, sino en una tímida reverencia ante las decisiones de nuestros antepasados, como si estuviese en la naturaleza del espíritu degenerar siempre y no progresar nunca.
Notas
(1) Logan. Philosophy of History, pág. 69.
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