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CAPÍTULO QUINCE

DE LA IMPOSTURA POLÍTICA

Todos los argumentos que se emplean para impugnar la democracia, parten de una misma raíz: la supuesta necesidad del prejuicio y el engaño para reprimir la natural turbulencia de las pasiones humanas. Sin la admisión previa de tal premisa, aquellos argumentos no podrían sostenerse un momento. Nuestra respuesta inmediata y directa podría ser ésta: ¿Son acaso los reyes y señores esencialmente mejores y más juiciosos que sus humildes súbditos? ¿Puede haber alguna base sólida de distinción, excepto lo que se funda en el mérito personal? ¿No son los hombres objetiva y estrictamente iguales, salvo en aquello en que los distinguen sus cualidades particulares e inalterables? A lo cual nuestros contrincantes podrán replicar a su vez: Tal sería efectivamente el orden de la razón y de la verdad absoluta, pero la felicidad colectiva requiere el establecimiento de distinciones artificiales. Sin la amenaza y el engaño no podría reprimirse la violencia de las pasiones. Veamos el valor que contiene esta teoría; y lo ilustraremos del mejor modo por un ejemplo.

Muchos teólogos y políticos han reconocido que la doctrina según la cual los hombres serán eternamente atormentados en el otro mundo, a causa de los errores y pecados cometidos en éste, es absurda e irrazonable en sí misma, pero es necesaria para infundir saludable temor a los hombres. ¿No vemos acaso -dicen- que a pesar de tan terribles amenazas, el mundo está invadido por el mal? ¿Qué sucedería, pues, si las malas pasiones de los hombres estuvieran libres de sus actuales frenos y si no tuvieran constantemente ante sus ojos la visión de la retribución futura?

Semejante doctrina se funda en un extraño desconocimiento de las enseñanzas de la historia y de la experiencia, así como de los dictados de la razón. Los antiguos griegos y romanos no conocían nada semejante a ese terrorífico aparato de torturas, de azufre y fuego, cuya humareda se eleva hasta el infinito. Su religión era menos política que personal. Consideraban a los dioses como protectores del Estado, lo cual les comunicaba invencible coraje. En épocas de calamidad pública, realizaban sacrificios expiatorios, a fin de calmar el enojo de los dioses. Se suponía que la atención de estos seres extraordinarios estaba concentrada en el ceremonial religioso y se preocupaban poco de las virtudes o defectos morales de sus creyentes, cuyos actos eran regulados por la convicción de que su mayor o menor felicidad dependía del grado de virtud contenida en la propia conducta. Si bien su religión comprendía la doctrina de una existencia futura, en cambio atribuía muy poca relación entre la conducta moral de los individuos en su vida presente y la suerte que les reservaba la vida futura. Lo mismo ocurría con las religiones de los persas, los egipcios, los celtas, los judíos y con todas las demás creencias que no proceden del cristianismo. Si tuviéramos que juzgar a esos pueblos de acuerdo con la doctrina arriba indicada, habríamos de suponer que cada uno de sus miembros procuraba degollar a su vecino y que perpetraba horrores sin medida ni remordimiento. En realidad, esos pueblos eran tan amigos del orden de la sociedad y de las leyes del gobierno como aquellos otros cuya imaginación fue aterrorizada por las amenazas de la futura retribución, y algunos de ellos fueron más generosos, más decididos y estuvieron más dispuestos al bien público.

Nada puede ser más contrario a una justa estimación de la naturaleza humana que el suponer que mediante esos dogmas especulativos podría lograrse que los hombres fuesen más virtuosos de lo que serían sin la existencia de tales dogmas. Los seres humanos se hallan en medio de un orden de cosas cuyas partes integrantes están estrechamente relacionadas, constituyendo un todo armónico en virtud del cual se hacen inteligibles y asequibles al espíritu. El respeto que yo obtengo y el goce de que disfruto por la conservación de mi existencia, son realidades que mi conciencia capta plenamente. Comprendo el valor de la abundancia, de la libertad, de la verdad, para mí y para mis semejantes. Comprendo que esos bienes y la conducta conforme con ellos se hallan vinculados al sistema del mundo visible y no a la interposición sobrenatural de un invisible demiurgo. Todo cuanto se me diga acerca de un mundo futuro, un mundo extraterreno de espíritus o de cuerpos glorificados, donde los actos son de orden espiritual, donde es preciso someterse a la percepción inmediata, donde el espíritu, condenado a eterna inactividad, será presa de eterno remordimiento y sufrirá los sarcasmos de los demonios, todo cuanto se me diga acerca de ello será tan extraño al orden de cosas del cual tengo conciencia que mi mente tratará en vano de creerlo o de comprenderlo. Si doctrinas de esa índole embargan la conciencia de alguien, no será ciertamente la de los violentos, de los desalmados y los díscolos, sino la de los seres pacíficos y modestos, a quienes inducen a someterse pasivamente al rigor del despotismo y de la injusticia, a fin de que su mansedumbre sea recompensada en el más allá.

Esta observación es igualmente aplicable a cualquier otra forma de engaño colectivo. Las fábulas pueden agradar a nuestra imaginación, pero jamás podrán ocupar el lugar que corresponde al recto juicio y a la razón, como guía de la conducta humana. Veamos ahora otro caso.

Sostiene Rousseau en su tratado del Contrato social que ningún legislador podrá jamás establecer un gran sistema político, sin recurrir a la impostura religiosa. Lograr que un pueblo que aún no ha comprendido los principios de la ciencia política, admita las consecuencias prácticas que de aquéllos se desprenden, equivale a convertir el efecto de la civilización en causa de la misma. Así, pues, el legislador no debe emplear la fuerza ni el raciocinio; deberá, por consiguiente, recurrir a una autoridad de otra especie, que le permita arrastrar a los hombres sin violencia y persuadir sin convencer (1).

He ahí los sueños de una imaginación fértil, ocupada en erigir sistemas imaginarios. Para una mente racional, menguados beneficios cabe esperar como consecuencia de sistemas basados en principios tan erróneos. Aterrorizar a los hombres a fin de hacerles aceptar un orden de cosas cuya razón intrínseca son incapaces de comprender, es ciertamente un medio muy extraño de lograr que sean sobrios, juiciosos, intrépidos y felices.

En realidad, ningún gran sistema político fue jamás establecido del modo que Rousseau pretende. Licurgo obtuvo, como aquel observa, la sanción del oráculo de Delfos para la constitución que elaboró. ¿Pero acaso fue mediante una invocación a Apolo como logró convencer a los espartanos a que renunciasen al uso de la moneda, a que consintieran en un reparto igualitario de las tierras y adoptaran muchas otras leyes contrarias a sus prejuicios? No. Fue apelando a su comprensión, a través de un largo debate en que triunfó la inflexible determinación y el coraje del legislador. Cuando el debate hubo concluído, Licurgo creyó conveniente obtener la sanción del oráculo, considerando que no debía menospreciar medio alguno que permitiera afianzar los beneficios que había otorgado a sus conciudadanos. Es imposible inducir a una colectividad a que adopte un sistema determinado, sin convencer antes a sus miembros de que ello redunda en su beneficio. Difícilmente puede concebirse una sociedad de seres tan torpes que acepten un código sin preguntarse si es justo, sabio o razonable, por el solo motivo de que les haya sido conferido por los dioses. El único modo razonable e infinitamente más eficaz de cambiar las instituciones que rigen a un pueblo, es el de crear en el seno del mismo una firme opinión acerca de las insuficiencias y errores que dichas instituciones contienen.

Pero, si fuera realmente imposible inducir a los hombres a que adopten un sistema determinado, empleando como argumento esencial la bondad intrínseca del mismo, ¿a qué otros medios habrá de acudir el que anhele promover el mejoramiento de los hombres? ¿Habrá de enseñarles a razonar de un modo justo o erróneo? ¿Atrofiará su mente con engaños o tratará de inculcarles la verdad? ¿Cuántos y cuán nocivos artificios serán necesarios para lograr engañarlos con éxito? No sólo deberemos detener su raciocinio en el presente, sino que habrá que procurar inhibido para siempre. Si los hombres son mantenidos hoy en el buen camino mediante el engaño, ¿qué habrá de suceder mañana, cuando, por intervención de algún factor accidental, el engaño se desvanezca? Los descubrimientos no son siempre el fruto de investigaciones sistemáticas, sino que suelen efectuarse por algún esfuerzo solitario y fortuito o surgir gracias al advenimiento de algún luminoso rayo de razón, en tanto la realidad ambiente permanece inalterada. Si imponemos la mentira desde un principio y luego queremos mantenerla incólume en forma permanente, tendremos que emplear métodos penales, censura de la prensa y una cantidad de mercenarios al servicio de la falsedad y de la impostura. ¡Admirables medios de propagar la virtud y la sabiduría!

Hay otro caso semejante al citado por Rousseau, sobre el cual los escritores políticos suelen hacer hincapié. La obediencia -dicen- sólo puede ser obtenida por la persuasión o por la fuerza. Debemos aprovechar sabiamente los prejuicios y la ignorancia de los hombres; debemos explotar sus temores para mantener el orden social o bien hacerlo solamente mediante el rigor del castigo. Para evitar la penosa necesidad que esto último significa, debemos investir cuidadosamente a la autoridad de una especie de prestigio mágico. Los ciudadanos deben servir a su patria, no con el frío acatamiento de quien pesa y mide sus deberes, sino con un entusiasmo desbordante que hace de la fidelidad sumisa un equivalente del honor. No debe hablarse con ligereza de los jefes y gobernantes. Ellos deben ser considerados, al margen de su condición individual, como rodeados de una aureola sagrada, la que emana de la función que desempeñan. Se les debe rodear de esplendor y veneración. Es preciso sacar provecho de las debilidades de los hombres. Hay que gobernar su juicio a través de sus sentidos, sin permitir que deriven conclusiones de los vacilantes dictados de una razón inmadura (2).

Se trata, como puede verse, del mismo argumento bajo otra forma. Tiénese por admitido que la razón es incapaz de enseñarnos el camino del deber. Por consiguiente, se aconseja el empleo de un mecanismo equívoco, que puede usarse igualmente al servicio de la justicia y de la injusticia, pero que estará más en su lugar, indudablemente, sirviendo a la segunda. Pues es la injusticia la que más necesita el apoyo de la superstición y del misterio y la que saldrá ganando con el método impositivo. Esa doctrina parte de la concepción que los jóvenes suelen atribuir a sus padres y maestros. Se basa en la afirmación de que los hombres deben ser matenidos en la ignorancia. Si conocieran el vicio, lo amarían demasiado; si experimentaran los encantos del error, no querrán volver jamás a la sencillez y a la verdad. Por extraño que ello parezca, argumentos tan descarados e inconsistentes han sido el fundamento de una doctrina que goza de general aceptación. Ella ha inculcado a muchos políticos la creencia de que el pueblo no podrá jamás resurgir con vigor y pureza, una vez que, como suele decirse, haya caído en la decrepitud.

¿Es acaso verdad que no existe alternativa entre la impostura y la coacción implacable? ¿Es que nuestro sentido del deber no contiene estímulos inherentes al mismo? ¿Quién ha de tener más interés en que seamos sobrios y virtuosos que nosotros mismos? Las instituciones políticas, como se ha demostrado ampliamente en el curso de este libro y como se demostrará aun más adelante, han constituído, con harta frecuencia, incitaciones al error y al vicio, bajo mil formas distintas. Sería conveniente que los legisladores, en lugar de inventar nuevos engaños y artificios, con el objeto de llevarnos al cumplimiento de nuestro deber, procuraran eliminar las imposturas que actualmente corrompen los corazones, engendrando al mismo tiempo necesidades ficticias y una miseria real. Habrá menos maldad en un sistema basado en la verdad sin tapujos, que en aquel donde al final de toda perspectiva se erige una horca (Reflexiones, de Burke).

¿Para qué habéis de engañarme? Lo que me pedís puede ser justo o puede no serlo. Las razones que justifican vuestra demanda pueden no ser suficientes. Si se trata de razones plausibles, ¿por qué no habrán de ser ellas las que dirijan mi espíritu? ¿Seré acaso mejor cuando sea gobernado por artificios e imposturas carentes en absoluto de valor? ¿O, por el contrario, lo seré cuando mi pensamiento se expanda y vigorice, en contacto permanente con la verdad? Si las razones de lo que me demandáis no son suficientes, ¿por qué habría yo de cumplirlo?

Hay motivos de sobra para suponer que las leyes que no se fundamentan en razones equitativas, tienen por objeto beneficiar a unos pocos, en detrimento de la gran mayoría. La impostura política fue creada, sin duda, por aquellos que ansiaban obtener ventajas para ellos mismos y no contribuir al bienestar de la humanidad. Lo que exigís de mí, sólo es justo en tanto que es razonable. ¿Por qué tratáis de persuadirme de que es más justo de lo que es en realidad o de aducir razones que la verdad rechaza? ¿ Por qué dividir a los hombres en dos clases, la una con la misión de pensar y razonar y la otra con el deber de acatar ciegamente las conclusiones de la primera? Tal diferenciación es extraña a la naturaleza de las cosas. No existen tantas diferencias naturales entre hombre y hombre, como suele creerse. Las razones que nos inducen a preferir la virtud al vicio no son abstrusas ni complicadas. Cuanto menos se las desvirtúe mediante la arbitraria interferencia de las instituciones políticas, más fácilmente asequibles se harán al entendimiento común y con más eficacia regirán el juicio de todos los hombres.

Aquella distinción no es menos nociva que infundada. Las dos clases que surgen de ella, vienen a ser, respectivamente, superior e inferior al hombre medio. Es esperar demasiado de la clase superior, a la que se confiere un monopolio antinatural, que lo emplee precisamente en bien del conjunto. Es inicuo obligar a la clase inferior a que jamás ejercite su inteligencia, a que jamás trate de penetrar en la esencia de las cosas, acatando siempre engañosas apariencias. Es inicuo que se le prive del conocimiento de la verdad elemental y que se procure perpetuar sus infantiles errores. Vendrá un tiempo en que las ficciones serán disipadas, en que las imposturas de la monarquía y de la aristocracia perderán su fundamento. Sobrevendrán entonces cambios auspiciosos, si difundimos hoy honestamente la verdad, seguros de que el espíritu de los hombres habrá madurado suficientemente para realizar los cambios en relación directa con la comprensión de la teoría que les excita a exigirlos.




Notas

(1) Habiendo citado frecuentemente a Rousseau en el curso de esta obra, séannos permitido decir algo sobre sus méritos de escritor y de moralista. Se ha cubierto de eterno ridículo al formular, en el principio de su carrera literaria, la teoría según la cual el estado de salvajismo era la natural y propia condición del hombre. Sin embargo, sólo un ligero error le impidió llegar a la doctrina opuesta, cuya fundamentación es precisamente el objeto de esta obra. Como puede observarse cuando describe la impetuosa convicción que decidió su vocación de moralista y de escritor político (en la segunda carta a Malesherbes), no insiste tanto sobre sus fundamentales errores, sino sobre los justos principios que, sin embargo, lo llevaron a ellos. Fue el primero en enseñar que los efectos del gobierno eran el principal origen de los males que padece la humanidad. Pero vió más lejos aún, sosteniendo que las reformas del gobierno beneficiarían escasamente a los hombres, si estos no reformasen al mismo tiempo su conducta. Este principio ha sido posteriormente expresado con gran energía y perspicacia, aunque sin amplio desarrollo, en la primer página del Common Sense de Tomas Paine, si bien éste, probablemente, no debió ese concepto a Rousseau.

(2) Este argumento constituye el gran lugar común de Reflexiones sobre la Revolución Francesa del señor Burke, de diversos trabajos de Necker y de muchaS otras obras semejantes que tratan de la naturaleza del gobierno.

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