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CAPÍTULO DIECISÉIS
DE LAS CAUSAS DE LA GUERRA
Además de las objeciones que se han opuesto contra el sistema democrático, referentes a su gestión de los asuntos internos de una nación, se han presentado, con especial vehemencia, otras que atañen a las relaciones de un Estado con potencias extranjeras; a las cuestiones de la guerra y de la paz, de los tratados de comercio y de alianza.
Existe ciertamente en ese sentido una gran diferencia entre el sistema democrático y los sistemas que le son opuestos. Difícilmente podrá señalarse una sola guerra en la historia que no haya sido originada de un modo o de otro por una de esas formas de privilegio político que representan la monarquía y la aristocracia. Se trata aquí de un artículo adicional en la enumeración de males que ya hemos citado y que son el resultado de dichos sistemas. Un mal cuya tremenda gravedad sería vano empeño exagerar.
¿Cuáles podrían ser los motivos de conflicto entre Estados en los que ni los individuos ni los grupos tuvieran incentivos para la acumulación de privilegios a costa de sus semejantes? Un pueblo regido por el sistema de la igualdad, hallaría la satisfacción de todas sus necesidades, desde el momento que dispondría de los medios para lograrlo. ¿Con qué objeto habría de ambicionar mayor territorio y riqueza? Éstos perderían su valor por el mismo hecho de convertirse en propiedad común. Nadie puede cultivar más que cierta parcela de tierra. El dinero es signo del valor, pero no constituye un valor en sí. Si cada miembro de la sociedad dispusiera de doble cantidad de dinero, los alimentos y demás medios necesarios a la existencia adquirirían el doble de su valor y la situación relativa de cada individuo sería exactamente la misma que había sido antes. La guerra y la conquista no pueden beneficiar a ninguna comunidad. Su tendencia natural consiste en elevar a unos pocos en detrimento de los demás y, en consecuencia, no serán emprendidas sino allí donde la gran mayoría es instrumento de una minoria. Pero eso no puede suceder en una democracia, a menos que ésta sólo sea tal de nombre. La guerra de agresión se habría eliminado, si se establecieran métodos adecuados para mantener la forma democrática de gobierno en estado de pureza o si el perfeccionamiento del espíritu y del intelecto humano pudiera hacer prevalecer siemprela verdad sobre la mentira. La aristocracia y la monarquía, en cambio, tienden a la agresión, porque ésta constituye la esencia de su propia naturaleza (1).
Sin embargo, aunque el espíritu de la democracia sea incompatiblecon el principio de guerra ofensiva, puede ocurrir que un Estado democrático limite con otro cuyo régimen interior sea mucho menos igualitario. Veamos, pues, cuáles son las supuestas desventajas que resultarían para la democracia en caso de producirse un conflicto. La única especie de guerra que aquélla puede consecuentemente aceptar, es la que tuviera por objeto rechazar una invasión brutal. Esas invasiones serán probablemente poco frecuentes. ¿Con qué objeto habría de atacar un Estado corrompido a otro país que no tiene con él ningún rasgo común susceptible de crear un conflicto y cuya propia forma de gobierno constituye la mejor garantía de neutralidad y ausencia de propósitos agresivos? Agrégueseque este Estado, que no ofrece provocación alguna, habría de ser, sin embargo, un irreductible adversario para quienes osaran atacado, a pesar de ello.
Uno de los principios esenciales de la justicia política es diametralmente opuesto al que patriotas e impostores han propiciado de consuno. Amad a la patria. Sumergid la existencia personal de los individuos dentro del ser colectivo. Procurad la riqueza, la prosperidad y la gloria de la nación, sacrificando, si fuera menester, el bienestar de los individuos que la integran. Purificad vuestro espíritu de las groseras impresiones de los sentidos, para elevado a la contemplación del individuo abstracto, del cual los hombres reales son manifestaciones aisladas que sólo valen según la función que desempeñan en la sociedad (2).
Las enseñanzas de la razón en este punto llevan a conclusiones totalmente opuestas. La sociedad es un ente abstracto y, como tal, no puede merecer especial consideración. La riqueza, la prosperidad y la gloria del ente colectivo son quimeras absurdas. Utilicemos todos los medios posibles para beneficiar al hombre real en sus diversas manifestaciones, pero no nos dejemos engañar por la especiosa teoría que pretende someternos a un organismo abstracto ante el cual el individuo carece de todo valor. La sociedad no fue creada para alcanzar la gloria ni para suministrar material brillante a los historiadores, sino simplemente para beneficiar a los individuos que la integran. El amor a la patria, estrictamente hablando, es otra de las engañosas ilusiones creadas por los impostores, con el objeto de convertir a la multitud en instrumentos ciegos de sus aviesos designios.
Sin embargo, cuidémonos de caer de un extremo en otro. Mucho de lo que generalmente se entiende por amor a la patria, es altamente estimable y meritorio, si bien ha de ser difícil precisar el valor exacto de la expresión. Un hombre sensato jamás dejará de ser partidario de la libertad y la igualdad. Por consiguiente, se esforzará por acudir en su defensa, dondequiera las encuentre. No puede permanecer indiferente cuando está en juego su propia libertad y la de aquellos que lo rodean y a quienes estima. Su adhesión tiene entonces por objeto una causa y no un país determinado. Su patria estará dondequiera que haya hombres capaces de comprender y de afirmar la justicia política. Y donde mejor pueda contribuir a la difusión de ese principio y a servir la causa de la felicidad humana. No habrá de desear para ningún país beneficio superior al de la justicia.
Apliquemos ese punto de vista al problema de la guerra. Pero tratemos de puntualizar antes la exacta significación de este término.
El gobierno fue instituído debido a que los hombres se sentían propensos al mal y temían que la justicia fuera pervertida por individuos sin escrúpulos en beneficio de los mismos. Siendo las naciones susceptibles de caer en idéntica debilidad y no encontrando un árbitro a quien acudir en casos de conflicto, surgió la guerra. Los hombres fueron inducidos a arrebatarse la vida mutuamente y a resolver las controversias que surgían entre ellos, no de acuerdo con los dictados de la razón y de la justicia, sino según el mayor éxito que cada bando pudiera obtener, en actos de devastación y asesinato. Es indudable que al comienzo se debió eso a los arrebatos de la exasperación y de la ira. Pero más tarde la guerra se convirtió en un oficio. Una parte de la nación paga a la otra con el objeto de que mate o se haga matar en su lugar. Y las causas más triviales, los impulsos más irreflexivos de la ambición han sido a menudo suficientes para inundar de sangre provincias enteras.
No podemos formarnos una idea adecuada del mal de la guerra, sin contemplar, aunque sólo sea con la imaginación, un campo de batalla. He ahí a hombres que se aniquilan mutuamente por millares, sin albergar resentimientos entre sí y hasta sin conocerse. Una vasta llanura es sembrada de muerte y destrucción en sus variadas formas. Las ciudades son pasto del incendio. Las naves son hundidas o estallan, arrojando miembros humanos en todas direcciones. Los campos quedan arrasados. Mujeres y niños son expuestos a los más brutales atropellos, al hambre y a la desnudez. Demás está recordar que, junto con ese horror, que necesariamente ha de producir una subversión total de los conceptos de moralidad y justicia en los actores y espectadores, son inmensas las riquezas que se malgastan, arrancándolas en forma de impuestos a todos los habitantes del país con el objeto de costear tanta destrucción.
Después de contemplar este cuadro, aventurémonos a inquirir cuáles son las justificaciones y las reglas de la guerra.
No constituye una razón justificable la que se expresa diciendo que suponemos que nuestro propio pueblo se hará más noble y metódico si hallamos un vecino con quien combatir, lo que servirá además de piedra de toque para probar la capacidad y las disposiciones de nuestros conciudadanos (3). No tenemos derecho a emplear a modo de experimento el más complicado y atroz de todos los males.
Tampoco es justificación suficiente la afirmación de que hemos sido objeto de numerosas afrentas; déspotas extranjeros se han complacido en humillar a ciudadanos de nuestra querida patria cuando visitaron sus dominios. Los gobiernos deben limitarse a proteger la tranquilidad de quienes residen dentro del radio de su jurisdicción. Pero si los ciudadanos desean visitar países extranjeros, deben hacerlo bajo su propia responsabilidad y confiando en el sentido general de la justicia. Es preciso contemplar, además, la proporción que media entre el mal del cual nos quejamos y los males infinitamente mayores que inevitablemente resultarán del remedio que proponemos para combatirlo.
No es razón justificable la afirmación de que nuestro vecino amenaza o se prepara para agredirnos. Si a nuestra vez nos disponemos a la guerra, el peligro se habrá duplicado. Además, ¿puede creerse que un Estado despótico sea capaz de realizar mayores esfuerzos que un país libre, cuando éste se encuentre ante la necesidad de la indispensable defensa?
En algunas ocasiones se ha considerado como razonamiento justo el siguiente: No debemos ceder en cuestiones que en sí mismas pueden ser de escaso valor, pues la disposición á ceder incita a plantear nuevas exigencias a la parte contraria (4). Muy por el contrario; un pueblo que no está dispuesto a lanzarse a la lucha por cosas insignificantes; que mantiene una línea de conducta de serena justicia y que es capaz de entrar en acción, cuando sea realmente imprescindible, es un pueblo al cual sus vecinos respetarán y no se dispondrán fácilmente a Ilevarle hasta los últimos extremos.
La vindicación del honor nacional es otro motivo insuficiente para justificar la guerra. El verdadero honor sólo se halla en el derecho y la justicia. Es cosa discutible hasta dónde la reputación personal en asuntos contingentes puede ser un factor decisivo para la regulación de la conducta del individuo. Pero sea cual fuera la opinión que se sustente al respecto, jamás puede considerarse el concepto de reputación colectiva como justificativo de conflictos entre naciones. En casos particulares puede ocurrir que una persona haya sido tan mal comprendida o calumniada que resulten vanos todos sus esfuerzos por rehabilitarse ante los demás. pero esto no puede ocurrir cuando se trata de naciones. La verdadera historia de éstas no puede ser suprimida ni fácilmente alterada. El sentido de utilidad social y de espíritu público se expresan en la forma de relaciones que rigen entre los miembros de una nación, y la influencia que ésta pueda ejercer sobre naciones vecinas depende en gran parte de su régimen interno. La cuestión relativa a las justificaciones de la guerra no ofrecería muchas dificultades si nos habituáramos a que cada término evocara en nuestra mente el objeto preciso que a dicho término corresponda.
Estrictamente hablando, sólo puede haber dos motivos justos de guerra y uno de ellos es prescrito por la lógica de los soberanos y por lo que se ha denominado la ley de las naciones. Nos referimos a la defensa de nuestra propia libertad y de la libertad de otros. Es bien conocida, en ese sentido, la objeción de que ningún pueblo debe interferir en las cuestiones internas de otro pueblo. Debemos ciertamente extrañamos que máxima tan absurda sea aún mantenida. El principio justo, tras el cual se ha introducido esa máxima errónea, es que ningún pueblo, como ningún individuo, puede merecer la posesión de un bien determinado en tanto no comprenda el valor del mismo y no desee conservarlo. Sería una empresa descabellada la de obligar por la fuerza a un pueblo a ser libre. Pero cuando este pueblo anhela la libertad, la virtud y el deber ordenan ayudarle a conquistarla. Este principio es susceptible de ser tergiversado por individuos ambiciosos e intrigantes. No por eso deja de ser estrictamente justo, pues el mismo motivo que me induce a defender la libertad en mi propio país, es igualmente válido respecto a la libertad de cualquiera otro, dentro de los límites que los hechos y la posibilidad material imponen. Pues la moral que debe gobernar la conducta de los individuos y la de las naciones es substancialmente la misma (5).
Notas
(1) En este punto, el autor ha insertado el párrafo siguiente en la tercera edición: "Con esto no quiero insinuar que la democracia no haya dado lugar repetidas veces a la guerra. Ello ocurrió especialmente en la antigua Roma, favoreciendo el juego de los aristócratas en su empeño de desviar la atención del pueblo y de imponerle un yugo. Ello ha de ocurrir igualmente donde el gobierno sea de naturaleza complicada y donde. la nación sea susceptible de convertirse en instrumento en manos de una banda de aventureros. Pero la guerra irá desapareciendo a medida que los pueblos aplican una forma simplificada de democracia, libre de impurezas.
(2) Du Contrat Social.
(3) El lector percibirá fácilmente que se tuvo en cuenta, al trazar este párrafo, los pretextos que sirvieron para arrastrar al pueblo de Francia a la guerra, en abril de 1792. No estará demás expresar, de paso, el juicio que merece a un observador imparcial, el desenfreno y la facilidad con que se ha llegado allí a incurrir en actitudes extremas. Si se invoca el factor político, sería dudoso que la confederación de soberanos hubiera sido puesta en acción contra Francia, de no haber mediado su actitud precipitada. Quedaría por ver qué impresión produjo en los demás pueblos su intempestiva provocación de hostilidades. En cuanto a las consideraciones de estricta justicia -junto a la cual las razones políticas no son dignas de ser tenidas en cuenta-, está fuera de duda que se oponen a que el fiel de la balanza sea inclinado, mediante un gesto violento, hacia el lado de la destrucción y el asesinato.
(4) Esta pretensión es sostenida en Moral and Political Philosophy, book VI, ch. XII, de Paley.
(5) Los capítulos XVII, Del objeto de la guerra; XVIII, De la conducción de la guerra, y XIX, De los tratados y pactos militares, se omiten en la presente edición, por considerados sumamente anticuados. El objeto de la guerra, dice Godwin, no debe ir más allá del rechazo del enemigo de nuestras fronteras ... Declaraciones de guerra y tratados de paz son invenciones de edades bárbaras y no se hubieran convertido jamás en normas admitidas si la guerra no hubiera sobrepasado los límites defensivos. Termina el capítulo XVII con las siguientes palabras: Un medio malo por naturaleza no puede ser escogido para lograr nuestros propósitos, en los casos en que la selección de los medios sea posible. Parece inclinado a creer que es factible conducir una guerra defensiva, con el escrupuloso honor que rigen en los duelos individuales. Las alianzas y los tratados, como otras promesas absolutas, son falsos, además de ser nocivos.
El capítulo XX, De la democracia en su relación con las cuestiones de la guerra, sostiene que la democracia, menos capacitada para emprender guerras, ofensivas, es más adecuada para las guerras de defensa; examina los cargos respecto a la incompatibilidad de la democracia con el secreto de Estado y la afirmación de que los movimientos de la democracia son o bien demasiado lentos o demasiado precipitados. Este capítulo termina con un párrafo acerca de los males de la anarquía (omitido en la tercera edición) en el cual expresa lo siguiente: No se ha comprendido suficientemente la naturaleza de la anarquía. Constituye ciertamente una gran calamidad, pero es menos horrible que el despotismo. Allí donde la anarquía ha causado centenares de víctimas, el despotismo ha causado millones, con el único resultado de perpetuar la ignorancia, el vicio y la miseria entre los hombres. La anarquía es de corta duración mientras el despotismo es casi permanente. Que el pueblo desate sus furiosas pasiones hasta que la contemplación de los nocivos efectos que de ello resulte le fuerce a recobrar la razón; es ciertamente un remedio peligroso. Pero aún siéndolo, no deja de ser un remedio ... No puede concebirse idea más absurda que la de todo un pueblo armándose para la autodestrucción. La anarquía es estimulada por el despotismo. Si el despotismo no se hallara siempre en acecho, dispuesto a aprovechar despiadadamente los errores de los hombres, el fermento de la anarquía habría de evolucionar por sí mismo hacia un estado de normalidad y calma. La razón es siempre progresiva. El error sólo puede perpetuarse cuando se le convierte en institución y se le otorgan las armas del poder.
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