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CAPÍTULO VEINTIUNO

DE LA COMPOSICIÓN DEL GOBIERNO

Uno de los extremos sobre el que insisten con mayor vehemencia los partidarios de la complejidad en las instituciones políticas, es el relativo a la presunta necesidad de un freno que impida el empleo de métodos precipitados, a fin de impedir que el régimen bajo el cual los hombres han vivido hasta ahora con tranquilidad, sea transformado sin madura reflexión. Queremos suponer que los males de la monarquía y de la aristocracia son ya demasiado notorios para que un investigador honesto busque soluciones dentro de esos sistemas. Es posible, no obstante, alcanzar ese fin, sin necesidad de instituir órdenes privilegiados. Los representantes del pueblo pueden ser distribuídos, por ejemplo, en dos cuerpos, debiendo ser elegidos con la previa finalidad de constituir una cámara alta y una cámara baja, para lo cual han de distinguirse por medio de determinadas calificaciones relativas a su edad o fortuna; o bien ser elegidos por un mayor o menor número de electores o por un mayor o menor término en la duración de su respectivo mandato.

Existe, sin duda, un remedio para toda dificultad que revele la experiencia o que sugiera la imaginación. Dicho remedio puede buscarse en los dictados de la razón o bien, al margen de ella, en combinaciones artificiosas. ¿Qué método hemos de preferir? No cabe duda que el sistema de las dos cámaras es contrario a los elementales principios de la razón y de la justicia. ¿Cómo debe ser gobernada una nación? ¿De acuerdo con las opiniones de sus habitantes o en contra de ellas? Desde luego, de acuerdo con tales opiniones. No porque ellas sean, según se ha dicho, la expresión definitiva de la verdad, sino porque, por erróneas que sean, no se debe proceder de otro modo. No hay modo eficaz de promover el mejoramiento de las instituciones de un pueblo si no es a través de su ilustración. El que trate de afianzar la autoridad sobre la fuerza y no sobre la razón, podrá estar animado por la intención de hacer un bien, pero en realidad cometerá el mayor daño. Creer que la verdad puede ser inculcada por cualquier medio ajeno a su evidencia intrínseca, es incurrir en el más flagrante de los errores. El que profesa la fe en un principio a través de la influencia de la autoridad, no profesa la verdad, sino la mentira. Probablemente no comprende ese principio, pues comprender significa percibir el grado de evidencia inherente a la idea en cuestión; significa captar el pleno sentido de los términos y, en consecuencia, comprender hasta qué punto concuerdan o no concuerdan entre sí. Lo que en realidad profesa el creyente de la autoridad, es la conveniencia de someterse al régimen de la opresión y la injusticia.

Cuando el fenecido gobierno de Francia convocó la asamblea de notables en 1787, dividiéndolas en siete cuerpos, a través de los cuales debían efectuarse las votaciones, se le acusó de que procuraba conseguir que el voto de cincuenta personas representara la mayoría en una asamblea constituída por ciento cuarenta y cuatro miembros. Peor aún hubiera sido si hubiese exigido la unanimidad de votos de todos los cuerpos para que una resolución fuera válida. En cuyo caso once personas, votando por la negativa, primarían sobre el conjunto de ciento cuarenta y cuatro. Esto puede servirnos de ejemplo sobre lo que puede significar la división de una asamblea representativa en dos o más cámaras. No debemos dejarnos engañar por la pretendida inocuidad de un pronunciamiento negativo, en relación con uno afirmativo. En un país regido por el principio de la verdad universal, habría poca necesidad de asambleas representativas. Pero donde el error se ha infiltrado en las instituciones, la negativa a eliminar determinados errores equivale a un verdadero pronunciamiento afirmativo. El sistema de dos cámaras es el más adecuado para dividir a una nación contra sí misma. Una de las cámaras llegará a ser necesariamente, en cierto grado, el refugio de la usurpación y el privilegio. Los partidos habrían de extinguirse a poco de nacer, allí donde la diferencia de opiniones y la lucha de intereses no pudieran asumir las formalidades de una institución distinta.

Un procedimiento perfectamente simple, adecuado para cumplir los fines de equilibrio, podría consistir en el establecimiento de un sistema de deliberaciones lentas y cuidadosas, cuyas normas fijaría a la propia asamblea representativa. Ninguna proposición llegaría a tener sanción legal, antes de pasar por cinco o seis deliberaciones sucesivas, que insumirían por lo menos un mes desde que aquella fuese presentada. Algo semejante ocurre en la Cámara inglesa de los Comunes y no es este, ciertamente, el mayor defecto de nuestra constitución. Se trata de un procedimiento análogo al que emplearía cualquier persona sensata, en trance de adoptar una decisión en un asunto de vital importancia para su porvenir. Sin duda, reflexionaría detenidamente antes de adoptada. Y con mayor razón lo haría si su decisión fuese destinada a servir de norma de conducta a lós demás hombres.

Ese procedimiento gradual y reflexivo, como dijimos, no debe ser abandonado de ningún modo por la asamblea representativa. Sobre esa base se fijará la línea de demarcación entre las funciones de la asamblea y las de sus ministros. Sus decisiones tendrán un tono de gravedad y de buen sentido que contribuirán a atraer la confianza de los ciudadanos en la justicia y la sabiduría que aquellas contengan.

Los simples votos de la asamblea, distintos de las leyes y los decretos, servirán para estimular a los funcionarios públicos y promoverán la esperanza de una rápida solución de los problemas que interesan al pueblo. Pero no deberán jamás aducirse como justificación legal de un acto ejecuÍivo. Tal precaución tiende no sólo a prevenir las fatales consecuencias de un juicio precipitado, en el propio seno de la asamblea, sino también el tumulto y el desorden fuera de ella. Un astuto demagogo podría más fácilmente arrastrar al pueblo, durante un acceso de locura colectiva, que retenerlo en tal situación, durante un mes entero, frente a los esfuerzos que los auténticos amigos del pueblo realizaran para desengañarlo. Al mismo tiempo, el consentimiento de la asamblea para tomar en consideración las demandas populares habrá de moderar sin duda la violencia de las mismas.

Difícilmente puedan aducirse argumentos plausibles en favor de lo que los tratadistas políticos llaman división de poderes. Nada puede ser más absurdo que limitar los temas que pueda tratar una asamblea auténticamente representativa del pueblo o prohibirle perentoriamente el ejercicio de funciones cuyos depositarios se hallan bajo su directo contralor y censura. Desde luego, frente a una emergencia importante, totalmente imprevisible en el momento de efectuarse la elección, la cámara deberá dirigirse al pueblo y convocar a la elección de una nueva asamblea, con mandato expreso sobre la emergencia en cuestión. Pero ello no puede autorizar a ningún poder anterior o distinto al legislativo, por las razones que explicaremos a continuación, a regular la conducta de la cámara legislativa. La distinción entre poder legislativo y poder ejecutivo, por lógica que sea en teoría, no puede de ningún modo autorizar su separación en la práctica.

La legislación -es decir, la sanción autorizada de principios generales- es una función de naturaleza equívoca, que no será ejercida en una sociedad en estado de pureza o próxima a ese estado, sin extrema cautela y cierta repugnancia. Es la más absoluta de las funciones de gobierno y el gobierno es un remedio que inevitablemente produce ciertos males, inherentes a su propia naturaleza. La administración, en cambio, es un principio destinado a una aplicación constante y universal. En tanto los hombres tengan necesidad de actuar en forma colectiva, deberán forzosamente resolver determinados problemas de orden temporario. A medida que avancemos en el progreso social, el poder ejecutivo llegará a ser relativamente todo y el legislativo, nada. Aun ahora, es evidente que cuestiones de máxima importancia, tales como la guerra, la paz, la fijación de impuestos y de los períodos de reunión de la asamblea legislativa, son decididas como cuestiones temporarias (1). ¿Es entonces justo y honesto que tales cuestiones sean resueltas por una autoridad distinta de la que representa legítimamente la opinión del pueblo? Este principio debe, fuera de toda duda, ser aplicado universalmente. No existe razón alguna para excluir a la representación nacional del ejercicio de ninguna función vital para la spciedad.

Por consiguiente, los ministros y magistrados no pueden, en el ejercicio de sus funciones, disfrutar de ninguna prerrogativa que los coloque por encima de la asamblea representativa. No deben ampararse en una supuesta necesidad de secreto. El sistema del secreto es siempre pernicioso, especialmente cuando están en juego intereses de la colectividad que se trata de ocultar a los miembros de la misma. Es deber de la asamblea legislativa reclamar la más amplia información sobre todas las cuestiones de interés general y es deber de los ministros y de otros funcionarios suministrar tal información, aun cuando no hubiera sido expresamente requerida. La importancia de las funciones ministeriales quedarán reducidas a la ejecución de tareas especiales, tales como la superintendencia administrativa, que no pueden ser cumplidas sino por un reducido número de personas (2), aparte de la adopción de medidas de urgencia, en los casos que no admitan demora, sujetos a ulterior revisión o juicio de la asamblea deliberante. Estos casos irán disminuyendo a medida que los hombres progresen en capacidad. Entretanto, es de extrema importancia reducir el poder discrecional de un solo individuo, que necesariamente ha de perjudicar los intereses y trabar las resoluciones de la gran mayoría de la colectividad.




Notas

(1) Cap. I (Libro II).

(2) Cap. I (Libro I).

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