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CAPÍTULO VEINTITRÉS
DE LAS ASAMBLEAS NACIONALES
En primer lugar, la asamblea nacional ofrece el inconveniente de crear una unanimidad ficticia. El pueblo, guiado por la asamblea, actúa en consecuencia o bien aquella ha de ser superflua y perjudicial. Pero es imposible que la unanimidad exista realmente. Los hombres que integran una nación no pueden considerar las diversas cuestiones que les afectan sin formarse distintas opiniones. En realidad, todos los problemas que son llevados ante la asamblea se deciden por mayoría de votos; la minoría, después de haber puesto en juego toda su elocuencia y capacidad persuasiva para impugnar las resoluciones adoptadas, se verá obligada, en cierto modo, a contribuir a ponerlas en práctica. Nada puede ser más a propósito para depravar el carácter y la conciencia. Ello hace a los hombres hipócritas, vacilantes y corrompidos. El que no se habitúe a actuar exclusivamente de acuerdo con los dictados de la propia conciencia, perderá el vigor espiritual y la sencillez de que es capaz una naturaleza sincera. El que contribuya con su esfuerzo y con sus bienes a sostener una causa que considera injusta, se verá despojado del discernimiento justo y de la sensibilidad moral, que son los más destacados atributos de la razón.
En segundo término, la acción de consejos nacionales produce cierta especie de real unanimidad, antinatural en su esencia y perniciosa en sus efectos. La plena y saludable expansión del espíritu requiere su liberación de todas las trabas y la captación directa de la verdad a través de las impresiones individuales. ¿Cuál no sería nuestro progreso intelectual, si los hombres estuvieran libres de los prejuicios que les inculca una falsa educación, inmunes a la influencia de una sociedad corrompida y dispuestos a seguir sin temor el camino de la verdad, por inexploradas que sean las regiones adonde los conduzca? No avanzaremos en la búsqueda de nuestra felicidad a menos que nos lancemos de lleno, sin vacilaciones, en la corriente que habrá de llevamos hacia ella. El ancla, que al principio creíamos garantía de nuestra seguridad, será un instrumento que trabará nuestro progreso. Cierta forma de unanimidad, resultado de una total libertad de investigación y examen, será altamente estimable, dentro de un estado social cada vez más perfecto. Pero cuando es fruto de la adaptación de los sentimientos de todos a un patrón uniforme, resulta engañosa y funesta.
En las asambleas numerosas hay mil motivos que condicionan nuestro juicio, independientemente de la razón y la evidencia. Cada cual se halla pendiente del efecto que sus opiniones pueden producir en su éxito. Cada cual se conecta con algún partido o fracción. El temor a que sus coasociados puedan desautorizarlo, traba la expresión del pensamiento de cada miembro. Esto se aprecia notablemente en el actual parlamento británico, donde hombres de capacidad superior se ven obligados a aceptar los más despreciables y manifiestos errores.
Los debates de una asamblea nacional son desviados de su tenor razonable por la necesidad de terminarlos indefectiblemente mediante una votación. El debate y la discusión son altamente provechosos para el progreso intelectual, pero en virtud de esa desgraciada condición, pierden su benéfico efecto. ¿Hay nada más absurdo que pretender que determinado concepto, cuya penetración en el espíritu ha de ser imperceptible y gradual, sea objeto de una conclusión definitiva, después de una simple conversación? Y apenas se adopta una resolución, el escenario y las circunstancias cambian por completo. El orador no persigue la convicción perdurable, si no el efecto momentáneo. Trata más de sacar provecho de nuestros prejuicios que de ilustrar nuestro entendimiento. Lo que de otro modo sería propicio a la investigación moral y filosófica, se convierte en escenario de riñas, de precipitación y de tumulto.
Otra consecuencia de la misma condición, es la necesidad de hallar frases y expresiones que traduzcan los sentimientos y las ideas preconcebidas de una multitud de hombres. ¿Habráse visto algo más grotesco y ridículo que el espectáculo de un conjunto de seres racionales, ocupados durante horas enteras en discriminar adverbios o en intercalar comas en un escrito? Tales escenas son frecuentes en las sociedades particulares. En los parlamentos esa operación se verifica antes que las resoluciones lleguen al dominio público. Pero suele ser bastante laboriosa; a veces ocurre que se presentaron tantas enmiendas, con el objeto de satisfacer diversos intereses, que presentar todo ese caos bajo forma gramatical e inteligible resulta un verdadero trabajo de Hércules.
Todo termina finalmente en ese intolerable agravio a la razón y a la justicia que significa decidir sobre la verdad por la fuerza del número. Así ocurre que las más delicadas cuestiones son resueltas por la determinación de las cabezas más huecas que hay en una asamblea, cuando no por la presión de las más siniestras intenciones.
Por último, debemos afirmar que las asambleas nacionales no podrán ser objeto de nuestra plena aprobación, si tenemos en cuenta que el concepto que considera a la sociedad un ente moral es enteramente falso. En vano será que pretendamos desconocer las inmutables leyes de la necesidad. Un conjunto de hombres no será jamás otra cosa que un conjuntO de hombres, pese a toda nuestra ingenuidad. Nada podrá identificarlos intelectualmente en una sola facultad y una misma percepción. En. tanto subsistan las diferencias entre los espíritus, el poder de la sociedad sólO podrá concentrarse, durante cierto período, en manos de un individuo que se coloque por encima de los demás y que emplee ese poder en forma mecánica, tal como si usara una máquina o una herramienta. Todos los gobiernos corresponden en cierto grado a lo que los griegos denominaban tiranía. La diferencia consiste en que bajo los sistemas despóticos todos los espíritus se hallan deprimidos por una opresión permanente, mientras. que en las Repúblicas los hombres disponen de cierta posibilidad de desarrollo espiritual y la opresión suele adaptarse a las fluctuaciones de la opinión pública.
El concepto de sabiduría colectiva encierra la más evidente de las imposturas. Los actos de la sociedad no pueden producirse independientemente de la sugestión de determinados individuos que la integran. ¿Qué sociedad, considerada como un agente, será igual a los individuos de que se compone? Sin tener en cuenta ya si el que se halla al frente de la sociedad es el miembro más digno de la misma, encontramos razones eVIdentes para afirmar que aún en ese caso, aun cuando se tratara efectivamente de la persona más virtuosa y sensata, los actos que realice en nombre de la sociedad no serán nunca tan hábiles e intachables como pudieran ser en otras circunstancias. En primer lugar, son pocos los hombres que, pudiendo cubrir la propia responsabilidad tras la invocación del conjunto, no se aventuren a realizar acciones de turbia significación moral, que jamás habrían cometido si actuaran en el propio nombre y a las propias expensas. Además, los hombres que proceden en nombre de la sociedad no pueden desarrollar el vigor y la energía de que serían capaces si lo hicieran en carácter individual. Disponen de una cantidad de secuaces a quienes deben arrastrar tras sí y de cuyo humor variable y lenta comprensión suelen depender. Así vemos a menudo a hombres de verdadero genio que descienden al nivel de vulgares dirigentes cuando llegan a ser involucrados en el tumulto de la vida pública.
De las precedentes consideraciones estamos autorizados a deducir que, por necesarias que sean las asambleas nacionales, es decir los cuerpos instituídos con la doble misión de resolver las diferencias que puedan surgir entre los distritos autónomos y de prover lo necesario para rechazar una invasión extranjera, será preciso acudir a sus funciones con la mayor parquedad y cautela que las circunstancias permitan. Ellas deberán ser elegidas sólo ante emergencias extraordinarias, como sucedía con los dictadores de la antigua Roma o bien sesionar periódicamente -por ejemplo, un día al año, con derecho a prolongar sus sesiones dentro de ciertos límites- para escuchar las exposiciones y reclamos de sus comitentes. Probablemente sería preferible el primer sistema. Las razones expuestas son válidas asimismo para enseñar que las elecciones deben emplearse con cautela y sólo en determinadas ocasiones. No será difícil hallar medios adecuados que aseguren la regular constitución de las asambleas. Sería deseable que una elección general tuviera lugar cuando cierto número de distritos lo demanden. Será conveniente, de acuerdo con la más estricta equidad y sencillez, que las asambleas de dos o doscientos distritos se constituyan con la proporción numérica exacta de los distritos que las hayan deseado.
No podrá razonablemente negarse que todas las objeciones que se han aducido contra la democracia, caen por tierra con la aplicación del sistema de gobierno que acabamos de esbozar. Aquí no hay lugar para el tumulto, ni para la tiranía de una multitud ebria de poder incontrolado, ni para las ambiciones políticas de una minoría o para la inquieta envidia y el temor de la mayoría. Ningún demagogo encontrará ahí oportunidad propicia para convertir a la multitud en ciego instrumento de sus propósitos. Los hombres sabrán comprender y apreciar la propia felicidad. La verdadera razón por la cual la mayoría de los hombres ha sido tan a menudo engañada por algunos bribones, está en la naturaleza misteriosa y complicada del sistema político. Disípese el charlatanismo gubernamental y se verá entonces que hasta los espíritus más sencillos habrán de burlarse de los burdos artificios con que los impostores políticos pretenden engañarlos.
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