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CAPÍTULO SEGUNDO
DE LAS INSTITUCIONES RELIGIOSAS
Una prueba elocuente de los funestos resultados del tutelaje político sobre las opiniones, nos la ofrece el sistema del conformismo religioso. Tomemos como ejemplo la Iglesia anglicana, cuyo clero ha debido suscribir treinta y nueve reglas de afirmación dogmática, que comprenden casi todas las cuestiones de metafísica y moral susceptibles de ser estudiadas. Tengamos en cuenta todos los honores y prebendas que reciben los hombres de esa Iglesia, desde el arzobispo, que sigue en rango a los príncipes de sangre real, hasta el último clérigo de aldea, como puntales de un orden basado en la ciega sumisión y la abyecta hipocresía. ¿Habrá acaso un solo individuo dentro de esa escala jerárquica, libre de pensar por cuenta propia? ¿Habrá siquiera uno que, puesta la mano sobre el corazón, pueda afirmar por su honor y su conciencia que sus emolumentos no influyen en sus juicios? Tal declaración sería absolutamente imposible. Lo más que una persona honesta, en tales condiciones, podría afirmar, sería: Procuro que no influyan; trato de ser imparcial.
El conformismo religioso constituye de por sí una forma de ciega sumisión. En todos los países donde existen instituciones religiosas oficiales, el Estado, por respetuoso que sea de las opiniones y costumbres de los ciudadanos, sostiene a una numerosa clase de individuos, a quienes estimula en el estudio de la virtud y la moral. ¿Qué puede haber más conducente a la felicidad pública? La virtud y la moral son los temas más importantes de la especulación humana y habría que esperar los más fecundos resultados del hecho que un considerable grupo de hombres, dotados de la más esmerada educación, se consagren exclusivamente a desentrañar esos tópicos. Desgraciadamente, esos hombres se encuentran atados por un estricto código, que les fija de antemano las conclusiones a que deberán arrivar en su estudio. La tendencia natural de la ciencia es la de acrecentar incesantemente sus descubrimientos, partiendo del más humilde origen hasta llegar a las más admirables conclusiones. Pero en el caso a que nos referimos, se ha tenido el cuidado de fijarlas de antemano, obligando a los hombres, mediante promesas y castigos, a no ir nunca más allá de las creencias de sus antepasados. Es un sistema planeado para impedir el retroceso, pero impide, sobre todo, avanzar. Se funda en el más absoluto desconocimiento de la naturaleza del espíritu, que nos impone precisamente este dilema: avanzar o retroceder.
Un código de conformismo religioso tiende a convertir a los hombres en hipócritas. Para comprenderlo mejor, es preciso recordar los diversos subterfugios que se han inventado, con el fin de justificar las reglas del clero anglicano. Observemos, de paso, que algunas de esas reglas se basan en el credo de Calvino, si bien durante ciento cincuenta años fue considerado deshonroso en el clero pertenecer a otro dogma que el armenio. Volúmenes enteros han sido escritos para demostrar que si bien esas reglas aceptaban la doctrina de la predestinación, eran susceptibles de ser redactadas en forma distinta, de tal modo que el creyente podía acomodar la redacción a su fe. Clérigos de otra clase basaron sus argumentos en la liberalidad y la amplitud de propósitos de los primeros reformadores, arguyendo que éstos jamás pretendieron tiranizar la conciencia de los hombres, ni cerrar el camino a futuras investigaciones. Finalmente, hubo quienes consideraban dichas reglas tan elásticas que aconsejaban suscribirlas sin creer en ellas, siempre que se cometiera el pecado adicional de eludir posteriormente el cumplimiento de esas fórmulas, que se juzgaban una adulteración de la verdad divina.
Parecería increíble que toda una clase de hombres, consagrados enteramente a la profesión de guías de sus semejantes, libres aparentemente de ambiciones materiales, actuando con la creencia de que el triunfo de la verdad divina y de la virtud humana dependía de sus esfuerzos, se empeñaran en la empresa casuística de demostrar que un hombre podía naturalmente suscribir una fe sin creer en ella. O bien esos hombres creen en sus propios artificios verbales, o no creen en ellos. En este último caso, ¿qué puede esperarse de individuos tan disolutos y sin conciencia? ¿Con qué derecho exhortarán a los demás a practicar la virtud. cuando llevan la marca del vicio en la propia frente? Si, por el contrario, creen en lo que dicen, ¿cuál será su capacidad de discernimiento y su sensibilidad moral? Si una profesión de esa índole se cumple con semejante estado de perversión de la verdad y de la razón, ¿podrá admitirse que no afectará profundamente el espíritu de los hombres? Compárese esa desgraciada condición espiritual con los auspiciosos resultados, en virtud y sabiduría, que el esfuerzo de esos hombres podría aportar en provecho de sus semejantes si actuaran libres de la deformación dogmática. Como las víctimas de Circe, conservan su humana inteligencia para sentir más profundamente su degradación. La sed del saber los incita al estudio, pero los frutos del conocimiento son puestos constantemente fuera del alcance de sus desesperados esfuerzos. Sus conciudadanos los consideran maestros de la verdad, pero las instituciones políticas les obligan a un patrón intelectual rígido, a través de las edades y de las distintas manifestaciones del conocimiento.
Tales son los efectos que un código religioso produce en el mismo clero. Veamos ahora sus efectos sobre el resto de los hombres. Estos se ven constreñidos a buscar instrucción y moralidad en seres trabados por la hipocresía, los resortes de cuya inteligencia están falseados y son incapaces de toda acción fecunda. Si el pueblo no estuviera cegado por el celo religioso, descubriría y condenaría de inmediato los graves defectos de sus guías espirituales. Puesto que el pueblo sufre esa ceguera, no dejará de ser contagiado por ese espíritu ruin e indigno, cuya evidencia es incapaz de descubrir. ¿Es que la virtud está tan huérfana de atractivos que es incapaz de ganar adeptos para su propia causa? Lejos de ello. La acción más pura y más justa se vuelve sospechosa si nos la recomiendan personas de dudosa moralidad. El enemigo más maligno de la humanidad no pudo haber inventado nada tan opuesto a nuestra felicidad como el sistema de asalariar a una clase de hombres cuya misión consiste en llevar a sus semejantes, mediante engaños, a la práctica de la virtud.
La elocuente lección de los hechos pone constantemente en evidencia la duplicidad, la prevaricación y el engaño en una clase de hombres cuya razón de ser consiste en la fe sincera. ¿Creéis acaso que todo eso no es objeto de notoriedad pública? La primera idea que la vista de un clérigo sugiere a un hombre del pueblo, es la de un individuo que predica ciertos principios, no porque crea en ellos, sino porque se le paga por hacerlo. El mecanismo de imposición religiosa podrá fracasar en la trasmisión de cualquier otro sentimiento, pero hay uno que no deja jamás de inculcar a sus fieles: el desprecio por la sinceridad sin reservas. Tales son los efectos producidos por la institución política en una época en que pretende más celosamente defender con cuidado paternal a sus súbditos de la seducción y de la depravación.
Estas consideraciones no se refieren a determinado credo o a una orden religiosa en particular, sino a las instituciones eclesiásticas como tales. Siempre que el Estado destine cierta parte de la renta pública al sostenimiento de una religión, significará con ello la concesión de un privilegio en favor de una corriente determinada de opinión, implicando por tanto el ofrecimiento de un estímulo oficial para la adhesión a dicha corriente. Si yo creo necesario recurrir a un director espiritual, con el fin de que me oriente en la vida, recordándome de vez en cuando cuál es mi deber, he de estar en plena libertad de buscarlo por mis propios medios. Un sacerdote que haya sido encargado de cumplir su misión, por la libre voluntad de los creyentes de su parroquia, estará en condiciones superiores de llenar las necesidades espirituales de aquellos creyentes. Pero, ¿por qué se me ha de obligar a contribuir al sostenimiento de una institución, aunque no crea en ella? Si un culto religioso es algo conforme con la razón, hallará de por sí los medios para proveer a su sostén. Constituye un sacrilegio creer que Dios necesita la alianza del Estado. Debe ser una fe en sumo grado falsa y artificiosa, aquella que necesita, para subsistir, la desgraciada intervención del poder político.
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