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CAPÍTULO QUINTO
INFLUENCIA EJEMPLIFICADA DE LAS INSTITUCIONES POLÍTICAS
La eficacia de las instituciones políticas será aún más notoria si indagamos en la historia de los vicios más considerables que existen al presente en la sociedad, y si se puede mostrar que derivan su persistencia de la institución política.
Dos de los más grandes abusos relativos a la política interior de las naciones que prevalecen en esta época en el mundo se admitirá que consisten en el traspaso irregular de la propiedad, primero con la violencia y, en segundo lugar, con el engaño. Si entre los habitantes de algún país no hubiera algún deseo en un individuo de apoderarse de la hacienda de otro, o ningún deseo tan vehemente e inquieto como para impulsarle a adquirirlo por medios incompatibles con el orden y la justicia, indudablemente en ese país difícilmente podría ser conocido el delito más que por referencias. Si todo hombre pudiera con perfecta facilidad obtener lo necesario para vivir, y una vez obtenido, no sintiese ninguna fácil apetencia en la persecución de sus superficialidades, la tentación habría perdido su poder. El interés privado concordaría visiblemente con el bien público y la sociedad civil llegaría a ser lo que la poesía ha imaginado de la edad de oro. Séanos permitido investigar en los principios a los cuales estos males deben su existencia y el tratamiento por el cual pueden ser mitigados o remediados.
En tal caso ha de observarse primero que en los Estados más cultos de Europa se ha elevado a una altura alarmante la desigualdad de la propiedad. Gran número de sus habitantes están privados de casi toda comodidad que pueda hacer la vida tolerable o segura. Su mayor industria apenas basta para su sostén. Las mujeres y los niños se apoyan con peso insoportable en los esfuerzos del hombre, de suerte que una vasta familia llega a ser en el orden de vida más bajo, expresión proverbial de un grado extraordinario de pobreza e infelicidad. Si se añaden a esas cargas la enfermedad o alguna de esas contingencias que son por lo común probables en una vida activa y laboriosa, la calamidad es mayor aún.
Parece haberse convenido que en Inglaterra hay menos infelicidad y miseria que en la mayor parte de los reinos del continente. Las contribuciones para los pobres en Inglaterra importan la suma de dos millones de esterlinas anuales. Se ha calculado que una persona de cada siete de los habitantes de este país recibe, en algún período de su vida, ayuda de este fondo. Si a esto añadimos las personas que, por orgullo, por espíritu de independencia, o por la falta de disposición legal, aunque con igual miseria, no reciben tal ayuda, la proporción se acrecentará considerablemente.
No hago hincapié en la exactitud de este cálculo; el hecho general es suficiente para damos una idea de la extensión del abuso. Las consecuencias que resultan de ello están fuera del alcance de la contradicción. Una lucha incesante con los males de la pobreza, aunque sea frecuentemente ineficaz, debe necesariamente hacer desesperados a muchos de los que ya sufren. Un sentimiento penoso de su oprimida situación les privará a ellos mismos del poder para superarla. La superioridad del rico, empleada de este modo despiadado, debe exponerles inevitablemente a las represalias; y el hombre pobre será incitado a considerar el estado de la sociedad como un estado de guerra, una combinación injusta, no para proteger a cada hombre en sus derechos y asegurarle los medios de existencia, sino para monopolizar todas sus ventajas en unos pocos individuos favorecidos y reservar para la porción restante la necesidad, la dependencia y la miseria.
Una segunda fuente de esas pasiones destructivas, por las cuales es interrumpida la paz de la sociedad, ha de ser hallada en el lujo, el fausto y la magnificencia con que va por lo general acompañada la enorme riqueza. Los seres humanos son capaces de sufrir alegremente considerables penalidades, cuando esas penalidades son compartidas imparcialmente por el resto de la sociedad y no son ofendidos con el espectáculo de la indolencia y comodidad de los demás, en ningún modo merecedores de mayores ventajas que ellos mismos. Pero es una amarga vejación para su propia penuria el tener por fuerza ante sus ojos los privilegios de los otros; y, en tanto que ellos procuran perpetua y vanamente asegurar para sí mismos y sus familias las más pobres comodidades, el hallar a los otros gozando de los frutos de sus trabajos. Esta vejación les es administrada asiduamente en la mayor parte de las instituciones políticas existentes. Hay una numerosa clase de individuos que, aunque ricos, no poseen brillantes talentos ni sublimes virtudes, y sin embargo pueden tasar altamente su educación, su afabilidad, su cortesía superior y la elegancia de sus maneras; tienen una secreta conciencia de que no poseen nada con qué sostener de este modo eeguramente su preminencia y mantener distantes a sus inferiores, a no ser la pompa de su equipo, la grandeza de su tren y la suntuosidad de sus entretenimientos. El hombre pobre es lesionado por esta exhibición; siente sus propias miserias; sabe cuán fatigosos son sus esfuerzos para obtener de ese pródigo despilfarro una escasa pitanza; y confunde opulencia con felicidad. No puede persuadirse de que un vestido bordado puede ocultar frecuentemente un corazón doliente.
Una tercera desventaja propia para unir la pobreza con el descontento consiste en la insolencia y la usurpación del rico. Si el pobre se hubiese sosegado con filosófica indiferencia, y, consciente de que posee todo lo que es verdaderamente honroso para el hombre tan plenamente como su rico vecino, mirase lo demás como indigno de su envidia, su vecino no le permitiría obrar así. Parece como si no pudiera estar satisfecho nunca de sus posesiones a menos que haga ostentación de ellas para molestar a los otros; y esa honrada estimación de sí mismo, por la cual su inferior podría llegar de otro modo a la apatía, se convierte en el instrumento para hostigarle con la opresión y la injusticia. En muchos países la justicia es convertida abiertamente en materia de solicitación, y el hombre de rango más alto y de más espléndidos parentescos hace valer casi infaliblemente su causa contra desvalidos y desamparados. En los países donde esta práctica desvergonzada no está establecida, la justicia es frecuentemente materia de compra dispendiosa, y el hombre con la bolsa más repleta es proverbialmente el que triunfa. Una conciencia de estos hechos hace que el rico sea poco circunspecto en las ofensas en sus tratos con el pobre, y que le inspire un carácter insufrible, dictatorial y tiránico. Pero tampoco esta opresión indirecta satisface su despotismo. Los ricos son, en todos esos países, directa o indirectamente, los legisladores del Estado, y en consecuencia reducen perpetuamente la opresión a la categoría de sistema y privan al pobre de esas pequeñas parcelas que habrían podido quedarle aún.
Las opiniones de los individuos y, en consecuencia, sus deseos -pues el deseo no es sino la opinión que madura para la acción- serán siempre regulados en grado considerable por las opiniones de la comunidad. Pero las costumbres que prevalecen en muchos países están calcadas exactamente para imprimir la convicción de que la integridad moral, la virtud, la inteligencia y la diligencia no son nada, y que la opulencia lo es todo. ¿Puede un hombre cuyo exterior denote indigencia esperar que se le reciba bien en sociedad, y especialmente por aquellos que se han propuesto dirigir a los demás? ¿Se encuentra o se imagina estar necesitado de su ayuda y favor? Al punto se le enseña que ningún merecimiento puede estar a tono con una apariencia humilde. La lección que le es dada se reduce a esto: Idos a casa, enriqueceos por cualquier medio, conseguid esas superfluidades que son consideradas estimables, y entonces podéis estar seguro de una acogida amistosa. En efecto, la pobreza en tales países es mirada como el mayor de los desmerecimientos. Es evitada con tal celeridad que no deja ocio alguno para los escrúpulos de la honradez. Es ocultada como la desgracia más indeseable. Mientras un hombre elige la senda de la acumulación, sin discernimiento, otro se precipita en gastos para dar al mundo la impresión de que es más opulento de lo que es. Corre a la realidad de esa penuria cuya apariencia teme, y junto con su propiedad sacrifica la integridad, la veracidad y el carácter que podrían haberle consolado en su adversidad.
Tales son las causas que en diversos grados, bajo los distintos gobiernos del mundo, impulsan a los hombres abierta o secretamente a abusar de la propiedad ajena. Consideremos cuánto admiten el remedio o agravación de la institución política. Todo lo que tienda a disminuir las lesiones concomitantes con la pobreza, disminuye al mismo tiempo el deseo desordenado y la enorme acumulación de riqueza. La riqueza no es perseguida por sí misma, y rara vez por el placer sensual que se puede obtener con ella, sino por las mismas razones que impulsan ordinariamente a los hombres a la adquisición del saber, a la elocuencia y a la habilidad -por amor a la distinción y por temor al menosprecio. ¡Cuán pocos apreciarían la posesión de la riqueza si estuviesen condenados a gozar de su tren, de sus palacios y de sus banquetes en sociedad, sin ninguna mirada que se maravillase de su magnificencia y ningún observador sórdido pronto a convertir la admiración en adulación al dueño! Si la admiración no fuese generalmente juzgada como propiedad exclusiva del rico y el desprecio como el constante lacayo de la pobreza, el amor a la ganancia dejaría de ser una pasión universal. Consideremos en qué aspectos está subordinada la institución política a esta pasión.
En primer lugar, la legislación es casi en cada país, en general, favorecedora del rico contra el pobre. Tal es el carácter del juego de leyes por el cual al rústico laborioso se le prohibe destruir el animal que devora las esperanzas de su futura subsistencia o proveerse del alimento que encuentra sin buscarlo en su camino. Tal era el espíritu de las últimas leyes de rentas en Francia, que caían exclusivamente con varios de sus requisitos sobre el humilde y laborioso y exceptuaban de su alcance a los que eran más capaces de soportarlas. Así en Inglaterra el tributo sobre la tierra produce ahora medio millón menos que hace un siglo, en tanto que los tributos sobre el consumo han experimentado un acrecentamiento de trece millones por año durante el mismo período. Este es un íntento, eficaz o no, para abandonar la carga del rico sobre el pobre y es una muestra del espíritu de la legislación. De acuerdo con el mismo principio, el robo y otras ofensas, que la parte más rica de la sociedad no siente, ninguna tentación a cometer, son tratados como crímenes capitales y acompañados de los castígos más rigurosos, a menudo los más inhumanos. Los ricos son alentados a asociarse para la ejecución de las leyes más parciales y opresivas. Los monopolios y las patentes son dispensados pródigamente a los que pueden comprarlos; mientras tanto la política más vigilante es empleada para impedir las combinaciones de los pobres a fin de fijar el valor del trabajo, privándoles del beneficio de la prudencia y del juicio que elegiría la escena de su industria.
En segundo lugar, la administración de la ley no es menos injusta que el espíritu con el cual es forjada. Bajo el último gobierno de Francia, el cargo de juez era materia de compra, en parte por un precio manifiesto adelantado a la Corona y en parte por cohecho secreto pagado al ministro. El que supiese administrar mejor su mercado de venta al por menor de la justicia, podía tener los medios para comprar la buena voluntad de sus funciones al más alto precio. Para el cliente la justicia era convertida abiertamente en un objeto de regateo personal, y un amigo poderoso, una mujer hermosa o un regalo conveniente eran artículos de mucho mayor valor que una buena causa. En Inglaterra la ley criminal es administrada con tolerable imparcialidad en tanto que concierne al juicio mismo; pero el número de las ofensas capitales y en consecuencia la frecuencia de los perdones, abren aun aquí una ancha puerta al favor y al abuso. En causas tocantes a la propiedad, la práctica de la leyes llevada a tal punto que hace ineficaz toda justicia. La lentitud de nuestra cancillería conviene a eso, las multiplicadas apelaciones de tribunal a tribunal, los enormes estipendios del consejo, de los procuradores, de los secretarios, de los amanuenses, el sorteo de los alegatos, escritos, réplicas y respuestas, y lo que ha sido llamado a veces la gloriosa ambigüedad de la ley hace a menudo más conveniente renunciar a una propiedad que disputarla, y excluye particularmente al demandante pobre de la más ligera esperanza de desagravio. Nada hay, ciertamente, más factible que asegurar a todas las cuestiones en controversia una decisión barata y rápida que, combinada con la independencia de los jueces y algunas mejoras manifiestas en la constitución de los jurados, asegure la aplicación equitativa de reglas generales a todos los caracteres y condiciones.
En tercer lugar, la desigualdad de condiciones mantenida ordinariamente por la institución política, está bien calculada para encarecer la supuesta excelencia de la riqueza. En las antiguas monarquías del Oriente y en Turquía, en nuestros días, una situación personal eminente no podía menos de excitar sumisión implícita. El tímido habitante temblaba ante su superior, y pensaba que era poco menos que una blasfemia alzar el velo corrido por el orgulloso sátrapa sobre su origen poco glorioso. Los mismos principios predominaron ampliamente bajo el sistema feudal. El vasallo, que era mirado como una especie de ganado en el Estado, y no sabía de ninguna apelación contra la orden arbitraria de su amo, apenas osaba aventurarse a sospechar que era de la misma especie. Sin embargo, esto constituía una condición artificial y violenta. Hay una propensión en el hombre a mirar más allá de la superficie y a salir con un escrito de investigación sobre el título del encumbrado y el afortunado. En Inglaterra hay en nuestros días algunos hombres pobres que no se consuelan con la libertad de animadversión contra sus superiores. El caballero recién fabricado no está de ningún modo seguro y se ve perturbado en su tranquilidad por los sarcasmos insolentes y agudos. Esta propensión podía fácilmente ser alentada y orientada hacia propósitos más saludables. Todo hombre podía, como fue el caso en ciertos países, ser inspirado por la conciencia de la ciudadanía y sentirse miembro activo y eficiente del gran todo. El hombre pobre percibiría entonces que, aunque eclipsado, no podía ser pisoteado; y no se habría atormentado más tiempo con las iras de la envidia, del resentimiento y la desesperación.
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