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CAPÍTULO SÉPTIMO
DE LAS CONSTITUCIONES
Una cuestión íntimamente ligada al punto de vista político de las opiniones es sugerida por la doctrina, actualmente en boga, acerca de las constituciones. Se ha dicho que las leyes de todo Estado regular se dividen naturalmente en dos especies distintas: leyes fundamentales y leyes accesorias. Las primeras son las que tienen por objeto establecer los órganos del poder y fijar las normas permanentes que deben regir los asuntos públicos. Las últimas son las que dictan posteriormente los poderes constituídos. Admitida esta diferencia, se infiere que éstas son de importancia secundaria y que aquellas deben ser promulgadas con mucha más solemnidad y declaradas menos susceptibles de modificaciones qúe las de segunda categoría. La Asamblea Nacional francesa de 1789, preocupada por rodear el fruto de su labor de todas las garantías imaginables, a fin de hacerlo inmortal, llevó este concepto hasta sus extremas consecuencias. La constitución no debía ser alterada bajo ningún sentido en un período de diez años posterior a su promulgación. Todo cambio que después se hiciera en ella debía ser aprobado por dos Asambleas ordinarias sucesivas. Cumplido este requisito debía elegirse una Asamblea Constituyente, la que no podría alterar ningún punto de la constitución que no hubiera sido previamente señalado a tal efecto.
Es fácil observar que el espíritu de tales precauciones se halla en abierta contradicción con los principios sostenidos en la presente obra. Por unanimidad y para siempre, fue el lema que presidió las labores de aquella Asamblea. Surgidos apenas de las sombras de una monarquía absoluta, pretendieron sus miembros dictar normas de sabiduría a las futuras edades. Parecían soñar con esa sublimación del intelecto, con esa cúspide de perfección que probablemente sea el destino de una lejana posteridad.
No es propio del espíritu humano el sentir trabadas sus expresiones por los grilletes de un perpetuo quietismo, sino el sentirse en plena libertad para ceder a los estímulos espirituales que lo conduzcan a una verdad más perfecta. La forma más conveniente de sociedad, a juicio de un espíritu ilustrado, será aquella que menos se base en principios inmutables. Si ello es cierto, debemos convenir que la idea de dar carácter intangible a la constitución del Estado, y de hacer a las llamadas leyes fundamentales menos susceptibles de modificaciones que las demás es completamente errónea.
Es probable que ese error haya surgido originariamente de las formas de monopolio político que vemos establecidas en todo el mundo civilizado. El gobierno no pudo constituirse legítímamente más que por elección del pueblo; o, para hablar más propiamente (pues este principio, aunque popular y justo, es más aparente que real), el gobierno tuvo que ajustar sus disposiciones a los conceptos sobre la verdad y la justicia que prevalecían en un momento dado. Pero vemos que actualmente el gobierno se halla en todo o en parte administrado por un rey o por un cuerpo nobiliario y afirmamos razonablemente que las leyes dictadas por estas autoridades son una cosa distinta de las leyes de las cuales las mismas derivan su existencia. No tenemos en cuenta, sin embargo, que, sea cual fuera su origen, esas autoridades son de naturaleza injusta. Si no hubiéramos estado acostumbrados a los gobiernos arbitrarios y tiránicos, no hubiéramos pensado jamás en separar un conjunto de leyes con carácter intangible, bajo el nombre de constitución.
Cuando vemos a determinados individuos o cuerpos colegiados ejercer la dirección exclusiva de los negocios públicos, nos sentimos inclinados a preguntar en virtud de qué razones disponen de tal poder. Se nos dirá que lo ejercen por mandato de la constitución. Esa pregunta no tendrá sentido allí donde no hubiera otro poder que el ejercido por el pueblo, a través de un cuerpo de representantes y de funcionarios que actúen en su nombre, cuyos mandatos estén siempre sujetos a revisión o cancelación, pues sería absurdo inquirir por qué la gente dispone de la autoridad ...
Pero volvamos a la cuestión de las disposiciones permanentes. Tanto si admitimos como si rechazamos la diferencia entre legislación constitucional y legislación ordinaria, será igualmente cierto desde un punto de vista moral que el derecho del pueblo a cambiar su constitución es inherente a la propia existencia de la misma. El principio de intangibilidad es en tal caso el mayor de los absurdos. Equivale a decir a la nación: Estás convencida de que tal o cual cosa es justa, de que quizá es necesario realizarla inmediatamente; no obstante deberás esperar diez años para hacerlo.
La insensatez de tal sistema quedará ilustrada -si se requieren nuevas ilustraciones- con el siguiente dilema: O bien el pueblo debe gobernarse de acuerdo con sus propios conceptos de la verdad y de la justicia o no debe gobernarse de acuerdo con ellos. Esta última situación sólo es concebible bajo un régimen de absoluta tiranía. Pero si el primer término del dilema es justo, entonces resulta incongruente decir a las gentes: Esta forma de gobierno que habéis establecido nueve años atrás, es la única legítima; en cambio es ilegítima la forma que vuestro sentir actual reclama ahora, así como es absurdo pretender que el pueblo sea gobernado por algún insolente usurpador o por el mandato de sus lejanos antepasados.
Es indudable que una Asamblea nacional elegida en forma ordinaria está tan autorizada para cambiar las leyes fundamentales como para modificar cualquiera de las ramas menos importantes de la legislación. Esa facultad no será peligrosa sino allí donde aún se conserven restos considerables de monarquía y aristocracia, en cuyo caso el principio de intangibilidad constitucional sería una garantía harto débil. Lo que exige la justicia es que ninguna Asamblea, aunque fuese elegida con la más extraordinaria solemnidad, tenga facultad para imponer leyes contrarias al concepto público del derecho; en tanto que cualquier autoridad, legítimamente designada, tendrá capacidad para operar cambios si éstos son reclamados por la opinión pública. La distinción entre leyes constitucionales y comunes será siempre confusa y nociva en la práctica. Las Asambleas ordinarias se sentirán cohibidas en su propósito de sancionar medidas de gran beneficio para el pueblo, por el temor de infligir un agravio a la constitución. En un país cuyo pueblo se halle animado por sentimientos de igualdad y donde ningún monopolio político sea tolerado, hay poco peligro de que una Asamblea nacional se disponga a realizar cambios perniciosos y aún hay menos probabilidades de que el pueblo se someta a las malas consecuencias eventuales de los mismos o que no posea los medios para neutralizarlos rápidamente y sin alteraciones de la tranquilidad pública. El lenguaje de la razón, en este caso, sería el siguiente: Dadnos equidad y justicia, no constituciones; permitid que sigamos sin trabas los dictados de nuestro propio juicio y que cambiemos las formas del orden social a medida que avancemos en capacidad y conocimientos.
La opinión más corriente en Francia respecto a este punto, en el momento de hallarse en funciones la Convención Nacional, era que la misión de este cuerpo debía limitarse a elabotar un proyecto de constitución, proyecto que posteriormente sería sometido a la aprobación de los distritos y sólo después de obtenerla tendría fuerza de ley. Este concepto merece un serio examen.
La primera idea que nos sugiere es que si las leyes constitucionales deben estar sujetas a la aprobación de los distritos, todas las demás leyes, debieran sufrir igual proceso, entendiendo por leyes todas las disposiciones de carácter general, aplicables a casos particulares. Y aún pudiera reclamarse el mismo procedimiento para algunos casos de aplicación concreta de la ley, que por su índole admitieran la inevitable dilación. Es un grave error considerar que la importancia de estos problemas se gradúa en escala descendente, de lo fundamental a lo ordinario y de lo ordinario a lo particular. La Asamblea más correctamente constituída puede sancionar la más odiosa injusticia. Una ley cuyo principal objeto fuera combatir la doctrina de la transubstanciación, haría más daño a la colectividad, que una ley que dispusiera cambiar de dos años a uno o a tres el período de duración de los legisladores. Como hemos visto (1), es una cuestión más bien de resorte ejecutivo que legislativo y sin embargo es evidente que un impuesto excesivo o injusto sería de efectos más perniciosos que cualquier otra medida aislada que pudiera concebirse.
Hay que observar, además, que la aprobación solicitada a los distritos, de cierto número de artículos constitucionales, puede ser real o engañosa. Si se les exige que se decidan simplemente por la afirmativa o por la negativa, la consulta será engañosa. Es difícil, para cualquier individuo o cuerpo colegiado, en debido uso de su discernimiento, resolver un asunto complicado de ese modo. Lo más probable será que se aprueben ciertos aspectos y se rechacen otros. Por otra parte, si los artículos a considerar fuesen discutidos detenidamente, comenzaría una serie de compromisos y de transacciones, cuyo fin no podría preverse. Algunos distritos objetarían determinados artículos y si éstos se modificaran de acuerdo con sus deseos, es probable que la modificación no fuera del agrado de otros distritos. ¿Cómo podríamos asegurarnos de que los disidentes no crearían su gobierno aparte? Las razones que se adujeran para persuadir a una minoría de distritos a ceder ante la opinión de la mayoría, no serán tan claras y convincentes como las que eventualmente pudieran inclinar a la minoría de una asamblea a ceder ante la mayoría de la misma.
En todos los casos de adopción práctica de determinado principio, es necesario que nos demos cuenta claramente de su significado y de sus inevitables consecuencias. Este que se refiere al consentimiento de los distritos, contiene implícitamente la tendencia hacia la disolución del gobierno. ¿No es, pues, altamente absurdo que dicho principio sea abrazado por las mismas personas que se declaran fervientes partidarias de la completa unidad administrativa de un gran imperio? Aquél se funda en la base común del principio de autogobierno individual, que es de esperar que llegue a prevalecer pronto sobre la acción coercitiva de la sociedad. Si es conveniente que las resoluciones más importantes de la representación nacional sean sometidas a la aprobación o rechazo de los distritos, lo es por la misma razón que hace deseable que los actos de los propios distritos sean puestos en vigor, cuando cuenten con la aprobación de los individuos a quienes tales actos afecten.
La primera consecuencia que habría de resultar de la aplicación efectiva y no ilusoria de ese principio, sería la reducción de la constitución a muy pocos artículos. La imposibilidad de obtener una aprobación expresa de una gran cantidad de distritos, para un código muy complicado, se manifestará de inmediato. Mas, ¿por qué ha de existir una complejidad legislativa en un país donde el pueblo se gobierne a sí mismo? La constitución de un país en tales condiciones podría limitarse a dos artículos; el primero establecería la división del territorio en distritos iguales por su población, y el segundo fijaría períodos determinados para la elección de la Asamblea nacional, sin contar que aún este artículo podría suprimirse.
Una segunda consecuencia que se desprende del principio que estamos considerando, es la siguiente: Ya vimos que, por las mismas razones por las que se someten los artículos constitucionales a la aprobación de los distritos, deberían someterse a ella las más importantes medidas legislativas. Pero al cabo de algunas experiencias en ese sentido, se comprobará que el procedimiento de enviar las leyes a los distritos para su aprobación -salvo en los casos de seguridad general- constituye un rodeo innecesario y que, por consiguiente, sería preferible permitir, en todos los casos en que fuera posible, que los distritos elaboren sus propias leyes sin la intervención de la Asamblea nacional. La justeza de esta afirmación está implícitamente contenida en el párrafo anterior, donde señalamos la muy limitada extensión que en justicia podría comprender la constitución de un gran país como, por ejemplo, Francia. En realidad, con tal de que el país fuera dividido en distritos adecuados, con el derecho a enviar representantes a una Asamblea nacional, no resultaría ningún perjuicio para la causa común, pues se permitiría a cada distrito regular sus cuestiones internas de acuerdo con sus propios conceptos de justicia. De ese modo, lo que antes fuera un gran imperio con unidad legislativa, se convertiría rápidamente en una confederación de pequeñas Repúblicas, con un Consejo General o Consejo anfictiónico, para llenar las necesidades de la cooperación en determinadas cuestiones extraordinarias. Las ideas de un gran imperio y de la unidad legislativa son resabios bárbaros de la época del heroísmo militar. A medida que el poder político sea restituído a los ciudadanos y simplificado hasta el punto de identificarse con una administración parroquial, el peligro de rivalidades y malentendidos se irá desvaneciendo. A medida que la ciencia del gobierno sea despojada de las misteriosas apariencias con que hoy se reviste, la verdad social se pondrá en evidencia y los distritos se volverán dóciles y flexibles a los dictados de la razón.
Una tercera consecuencia, sumamente importante, que se deriva del mencionado principio, es la gradual extinción de la ley. Una gran Asamblea, constituída por personas elegidas en las diversas provincias de un vasto país y erigida en legislador único para todos los habitantes del mismo, implica necesariamente la idea de una enorme cantidad de leyes para regular las actividades de aquéllos. Una gran ciudad, impelida por los impulsos de la ambición comercial, no tarda en asimilar el frondoso texto de sus estatutos y privilegios. Pero los habitantes de un pequeño distrito, como viven en el grado de sencillez que más corresponde a las necesidades y a la verdadera naturaleza del ser humano, llegarán pronto a comprender que son innecesarias las leyes generales y decidirán las cuestiones que ante ellos se presenten sin sujetarse a ciertos axiomas previamente establecidos y de acuerdo con las circunstancias y las demandas de cada caso particular. Era preciso que consignásemos tal consecuencia en este lugar. Acerca de los beneficios que resultarán de la abolición de las leyes, nos ocuparemos en detalle en el libro siguiente.
La principal objeción que suele oponerse a la idea de una confederación, como sustituto de la unidad legislativa, es la posibilidad de que los grupos integrantes de la confederación se aparten entre sí, negándose a cooperar en el apoyo de la causa común. Para conceder a esta objeción toda su fuerza, supongamos que la sede de la confederación, Francia, por ejemplo, se halle rodeada de naciones cuyos gobiernos ansían suprimir, por todos los medios de la violencia y la astucia, el insolente espíritu de libertad que surge de la nación vecina. Aun en tales condiciones, puede creerse que el peligro es más imaginario que real. Estando la Asamblea Nacional imposibilitada para usar la fuerza contra los distritos, deberá limitarse a exhortarles; es fácil comprender que nuestro poder de persuasión se decuplica desde el momento en que en él radican todas nuestras esperanzas. La Asamblea describirá con la mayor claridad y sencillez los beneficios de la independencia; tratará de convencer al pueblo de que no persigue otro propósito que el de lograr que cada distrito y, si fuera posible, cada individuo, actúen sin restricciones, de acuerdo con sus propias ideas del bien; que bajo sus auspicios no habrá tiranía, ni castigos, arbitrarios, tal como resulta del celo de tribunales y consejos; no habrá, exacciones y apenas si habrá impuestos. Algunas reflexiones respecto a esto último han de tener resultados inmediatos. Es imposible que en un país liberado de los inveterados males del despotismo, el amor a la libertad no alcance grandes proporciones. Los partidarios de la causa pública, serán, pues, muchos; los descontentos, pocos. Si un pequeño número de distritos estuvieran tan ciegos como para entregarse a la opresión y a la esclavitud, es probable que pronto se arrepentirían de ello. Su deserción, inpirará redoblada energía a los más ilustrados y valerosos. Será un glOrioso ejemplo si los campeones de la causa de la libertad declaran que no desean otro apoyo que el voluntario. Actitud tan magnánime no dejará de beneficiar su causa en lugar de perjudicarla.
Notas
(1) Libro V, cap. I.
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