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CAPÍTULO CUARTO
DE LA APLICACIÓN DE PENAS
Otro hecho que demuestra, no sólo lo absurdo de la pena a modo de ejemplo, sino la iniquidad de la coerción en general, es que delincuencia y castigo son términos sin relación recíproca. No se ha descubierto ni podrá descubrirse un modo típico de delincuencia. No hay dos crímenes exactamente iguales. Por consiguiente, es absurdo pretender someterlos implícita o explícitamente a una clasificación general, tal como lo presupone la idea del escarmiento. No es menos descabellado tratar de establecer una relación entre determinado grado de delincuencia y un grado correspondiente de sufrimiento punitivo. Tratemos de aclarar del modo más amplio posible la verdad de estas definiciones.
El hombre, como cualquier otro organismo cuya actividad puede ser captada por nuestros sentidos, consiste, hablando en términos generales y relativos, en dos partes funcionales, la interna y la externa. La forma que asumen sus acciones ofrece un aspecto determinado; los principios que animan dichas acciones son algo distinto. Es posible que podamos conocer y definir las primeras; en cuanto a los últimos, no poseemos nociones suficientes que permitan informarnos debidamente. ¿Guiaremos nuestra acción punitiva en consideración a lo primero o a lo último? ¿Tendremos en cuenta el daño sufrido por la comunidad o la intención perversa del delincuente? Algunos filósofos, conscientes de la inescrutabilidad de la intención humana, se han pronunciado en favor de la simple consideración del daño sufrido. El humano y bondadoso Beccaria ha concedido gran importancia a este principio, desgraciadamente subestimado por la mayoría de los estadistas y sustentado sólo en las especulaciones desapasionadas de los filósofos (1).
Es verdad que en muchos casos podemos obtener una información precisa respecto a actos externos y que pudiendo aparecer a primera vista no habrá gran dificultad en clasificarIos según reglas generales. De acuerdo con ese criterio, se llamará asesinato a toda especie de acción susceptible de determinar la muerte de una persona. Las dificultades de un magistrado se reducirían así considerablemente, si bien no habrían de desaparecer del todo. Es bien sabido cuántas sutiles disquisiciones, trágicas o ridículas, según el ánimo con que se las escuche, se han aducido para establecer si determinada acción fue o no causa determinante de una muerte. Jamás pudo demostrarse eso de un modo absolutamente afirmativo.
Pero dejando a un lado esta dificultad, ¿no es algo esencialmente inicuo y complicado el tratar de igual modo todos los casos en que un hombre ha quitado la vida a otro? ¿Prescindiremos acaso de las imperfectas distinciones que incluso los tiranos más odiosos se han visto obligados a admitir, entre homicidio en defensa propia, homicidio simple y homicidio con premeditación? ¿Aplicaremos igual pena al hombre que, al tratar de salvar la vida de un semejante que se ahoga, ocasiona la muerte de otro al hacer zozobrar un bote que al individuo cuyos hábitos viciosos y depravados lo han llevado a asesinar a su benefactor? Es indudable qué el daño sufrido por la comunidad no es en modo alguno igual en ambos casos. El daño que sufre la comunidad no consiste generalmente en el hecho en sí, sino en la disposición antisocial del delincuente, en su tendencia a reincidir si es estimulado por la impunidad. Pero esto nos lleva de inmediato del hecho externo a las infinitas especulaciones acerca de la intención del agente. La iniquidad de las leyes escritas es precisamente de tal naturaleza porque introduce una enorme confusión en el juicio acerca de las intenciones. He ahí una diversidad de delitos: Un hombre ha cometido un asesinato para eliminar a un testigo molesto de sus depravadas inclinaciones, el cual podría denunciarlo eventualmente; otro, porque no ha podido soportar la desnuda sinceridad con que se le ha reprochado su vicio; un tercero, por su morbosa envidia frente a un mérito superior; un cuarto, porque creía que su adversario intentaba causarle un inmenso daño y no halló otro medio de evitarlo; un quinto, en defensa de la vida de su padre o del honor de su hija; todos esos casos, ya sean producidos por un impulso ocasional o se deban a una larga premeditación, son delitos enteramente distintos entre sí y merecen una calificación diferente ante el tribunal de la razón. ¿Puede ser beneficioso un sistema que borre todas esas diferencias y coloque todos esos casos bajo un denominador común? Con el objeto de hacer practicar el bien a los hombres, ¿habremos de subvertir la esencia de lo justo y lo injusto? Un sistema semejante, ¿no está destinado a causar a la colectividad más daño que beneficio, sean cualesquiera que sean los móviles que lo justifiquen? ¿No es precisamente un daño inmenso inscribir de hecho esta leyenda infamante sobre el frontispicio de nuestro tribunales: Esta es la Casa de la Justicia, donde los principios de lo justo y de lo injusto son diaria y sistemáticamente despreciados; donde delitos de mil diversas gradaciones son confundidos en un bloque común, gracias a la torpe negligencia del legislador y al duro egoísmo de los magistrados, a cuyos emolumentos contribuye el pueblo mediante una penosa labor?
Pero supóngase que debamos tener en cuenta la intención del delincuente y la probabilidad de su futuro delito, como base para la fijación de la pena. Ello será un progreso evidente. Implicará una tentativa de conciliar la coerción con la injusticia, si bien ellas son, de acuerdo con las razones expuestas, de naturaleza recíprocamente incompatible. Es de desear, sin embargo, que se procure aplicar seriamente tal criterio en la administración de justicia, siendo de esperar asimismo que los hombres hallen y apliquen algún día el criterio más racional al cumplimiento de esa función, dejando de despreciar la razón y la equidad como lo han hecho hasta ahora. Si ello ocurriera, se llegará, a través de un proceso obvio, a la abolición completa de toda coerción.
De hecho eso implicará la abolición consiguiente de toda la legislación criminal. Una magistratura ilustrada y razonable acudirá, para resolver los casos que se le presenten, al solo código de la razón. Comprenderán el absurdo de las instrucciones extrañas respecto a hechos de cuyas circunstancias se han compenetrado profundamente y no se dejarán guiar por quienes, en base a elocubraciones teóricas, pretenden conocerlo todo de antemano y procuran adaptar todo hecho concreto a las prescripciones fijadas por viejas y caducas leyes.
La mayor ventaja que podrá resultar del propósito de establecer un régimen punitivo según el concepto de los móviles del delincuente y el futuro daño que puede ocurrir, consistirá en que ello habrá de enseñar a los hombres lo vano e inicuo que es pretender dirigir la máquina del castigo. ¿Quién será el que se atreva a juzgar con sereno juicio sobre los motivos que me indujeron en tal o cual aspecto de mi conducta y pronuncie contra mí con tan incierta base una grave pena, quizá la pena capital? Sería una tentativa presuntuosa y absurda, aun cuando las personas que me juzgasen hubieran hecho una detenida observación de mi carácter y conociesen íntimamente mis actos. ¡Cuántas veces un hombre se engaña a sí mismo en cuanto a los móviles de la propia conducta y cree obrar de acuerdo con ciertos principios, mientras en realidad obedece a otros muy distintos! ¿Cabe suponer que un observador ocasional podrá formarse un juicio correcto, cuando aun aquellos que disponen de todas las fuentes de información se equivocan tan a menudo? ¿No es acaso tema de discusión entre filósofos la consideración acerca de si soy o no capaz de hacer el bien a mi vecino por el bien mismo? Para juzgar acerca de las intenciones de una persona, es necesario conocer exactamente la impresión que las cosas producen en sus sentidos y la previa disposición de su espíritu, lo cual no sólo es de índole variable en diversos individuos, sino que lo es en un mismo individuo, según la sucesión de las ideas, las pasiones y las circunstancias (2). Ocurre, sin embargo, que los individuos a quienes el oficio obliga a juzgar en medio de ese inescrutable misterio, carecen de todo conocimiento previo acerca de la persona sometida a su decisión y obtienen sus luces al respecto de la información que pueden suministrarles algunos testigos ignorantes y llenos de prejuicios.
¿Qué conjunto de móviles posibles o efectivos han determinado la conducta de un hombre que se ha visto impelido a destruir la vida de un semejante? ¿Quién podrá decir cuánto habrá en ello de sentido justiciero y cuánto de desenfrenado egoísmo? ¿Cuánto de arrebato pasional y cuánto de arraigada maldad? ¿Cuánto de insoportable provocación y cuánto de perversidad intencionada? ¿Cuánto de esa repentina locura que induce al hombre a actos insensatos, sin motivo aparente, por inhibición de sus resortes volitivos y cuánto de hábito inveterado en el ejercicio del mal? Pensad en lo incierta que es la historia. ¿No discutimos aun si Cicerón fue más vano que virtuoso, si los héroes de la antigua Roma fueron impelidos por la ambición o por el desinterés, si Voltaire fue un benefactor de la humanidad o una mancha para ella? Las personas moderadas suelen referirse a la consabida impenetrabilidad del corazón. ¿Pretenderán acaso esas personas que en los casos históricos citados no tenemos cien veces más pruebas para fundar nuestro juicio que en caso del obscuro ciudadano que la semana anterior compareció ante el tribunal de Old Bailey? Este aspecto de la cuestión es ilustrado de un modo impresionante por los relatos que dejaron algunos criminales condenados. Los móviles que los condujeron a cometer el hecho delictuoso aparecen allí bajo una luz muy distinta de la que reflejan las consideraciones del juez que los condenó. Tales memorias fueron escritas generalmente en las condiciones más espantosas y casi siempre sin la menor esperanza de lograr mediante el escrito una mitigación de la pena. ¿Quién dirá que el juez, con la escasa información de que dispuso, estaba mejor habilitado para opinar sobre los móviles del prisionero que él mismo, después de haber escrutado sinceramente su conciencia? ¡Cuán pocos son los juicios cuya descripción puede leer una persona justa y sensible, sin experimentar una incontenible impresión de repugnancia contra el veredicto pronunciado! Si existe un espectáculo altamente deprimente, es el de la miserable víctima, que acepta la justicia de una sentencia que hará estremecer de horror a cualquier observador ilustrado.
Pero esto no es todo. Aun cuando podamos resolver el problema de los móviles, ello constituye sólo un aspecto secundario de la cuestión esencial. El punto sobre el cual la sociedad ha de dictar su veredicto, en el supuesto de reconocerle tal jurisdicción, es aún más inescrutable, si cabe, que el que acabamos de considerar. La inquisición legal sobre el espíritu del hombre, considerado en sí, es condenada por todos los investigadores racionales. Lo que tratamos de descubrir no es la intención del delincuente, sino la posibilidad real de que vuelva a delinquir. Por esta sola razón procuramos conocer previamente sus intenciones. Pero aun cuando lo logremos, nuestra tarea apenas ha comenzado. Disponemos sólo de una parte del material necesario para calcular razonablemente la probabilidad de que reincida en el delito o de que sea imitado en tal sentido por otros. ¿Se trata de un estado habitual de su espíritu o simplemente de un instante de crisis que difícilmente habrá de repetirse? ¿Qué efecto le ha producido la experiencia y qué probabilidad hay de que el sufrimiento y el desasosiego que acompañan a la comisión de un acto injusto hayan tenido una influencia saludable en su conciencia? ¿Se hallará en adelante ante las mismas circunstancias que le han impulsado a cometer el mal? La prevención es por su propia naturaleza una medida de valor esencialmente precario. La especie de prevención consistente en causar daño a una persona, será siempre odiosa para un espíritu justiciero. Debemos observar que, cuanto se ha dicho acerca de la incertidumbre en la calificaCión del delito, tiende a demostrar la injusticia del castigo a modo de ejemplo. Desde el momento en que el crimen que condenamos en un hombre no puede nunca ser igual al crimen de otro, resulta en la práctica igual que si castigáramos a un hombre que ha perdido un ojo por imprudencia, a fin de evitar que lo pierdan otros por igual causa.
La imperfección de la prueba de evidencia es otro hecho que demuestra cuán insensata es la pretensión de proporcionar la pena al delito. La veracidad de un testimonio será siempre motivo de profunda duda para el espectador imparcial. Su validez, en lo que se refiere a una observación exacta de los hechos, es aún más dudosa. Los hechos y las palabras suelen ser alterados por el vehículo que los trasmite. La culpabilidad de un acusado, para emplear una expresión legal, se prueba, ya sea por evidencia directa, ya sea por evidencia circunstancial. Suponed que me encuentro junto al cuerpo de un hombre que acaba de ser asesinado. Salgo de su habitación con un cuchillo ensangrentado en la mano o con las ropas manchadas de sangre. Si en tales circunstancias se me acusa repentinamente de asesinato y yo incurro en vacilación o mi rostro demuestra turbación, ello constituirá una prueba de mi culpabilidad. ¿Quién podrá dudar de que ningún hombre en Inglaterra, por intachable que sea su vida, está absolutamente seguro de no terminar en la horca? Es ese uno de los dones más comunes y universales que debemos al orden civil establecido. En lo que se llama evidencia directa, es necesario identificar la persona del criminal. ¡Cuántos ejemplos existen de personas condenadas sobre esa base y cuya inocencia se demostró después de muertos! Cuando sir Walter Raleigh se hallaba prisionero en la Torre de Londres, oyó bajo su ventana ruido de voces y de golpes. Preguntó luego a varios testigos oculares acerca de lo que había ocurrido: pero cada uno de ellos le proporcionó una versión tan diferente del suceso acaecido, que no pudo formarse al respecto opinión alguna. Él se valió posteriormente de ese ejemplo para probar la vanidad de la historia. La conclusión hubiera sido aún más contundente si la hubiera aplicado a la justicia criminal.
Pero suponiendo que hemos aclarado lo referente a la acción externa, quedaría todavía por determinar, por iguales medios inseguros y confusos, lo que concierne a la intención delictuosa. Son muy pocas las personas a quienes confiaría la descripción de algún acontecimiento importante de mi vida. Soy muy pocas las que, a pesar de haber sido materialmente testigos del mismo, podrían interpretar debidamente mis palabras y mis intenciones. Y sin embargo, en una cuestión que afecta a mi existencia, mi reputación y mi porvenir, debo estar a merced de un observador casual.
Un hombre confiado en el poder de la verdad, considerará una difamación pública contra él como un mal de importancia secundaria. Pero un juicio criminal ante una Corte de justicia es algo profundamente diferente. Pocas son las personas capaces de mantener su serenidad de espíritu en tales circunstancias. Pero aun en el caso de que lograran mantenerla, sus palabras serán escuchadas por oídos incrédulos y prevenidos. Cuanto más atroz sea el crimen de que se les acuse, mayores probabilidades habrá de que la pasión los condene antes de examinar las pruebas. Todo lo que es vital para el acusado, será resuelto en el primer impulso de la indignación y podrá considerarse un hecho feliz si llega el caso a ser examinado con imparcialidad, diez años después que su cuerpo descanse en la tumba. ¿Por qué ocurre que cuando media un largo período entre la condena y la ejecución del reo, la severidad del público hacia éste se trueca en piedad? Por la misma razón que un amo, si no azota a su siervo en un momento de arrebato, siente repugnancia a hacerlo más tarde. Ello no se debe tanto al olvido del delito como al sentido de justicia que prevalece lentamente en nuestro interior y que nos hace percibir obscuramente la iniquidad del castigo. Ese mismo sentido nos hace comprender de igual modo que un hombre acusado de un crimen es un pobre ser aislado contra el cual se lanza todo el poder de la comunidad, dispuesta a causar su ruina. El acusado que es absuelto, aun seguro de la propia inocencia, alza sus manos con asombro, creyendo apenas estar a salvo, después de haber afrontado tantas fuerzas adversas. Es fácil que un hombre desprevenido reclame ser sometido a juicio si alguien levanta contra él una acusación. Pero nadie que conozca el horror que un juicio significa, querrá jamás pasar por una prueba semejante.
Notas
(1) Del Delitti e delle Pene.
(2) Ibid.
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