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CAPÍTULO SEGUNDO
BENEFICIOS DE UN SISTEMA EQUITATIVO DE PROPIEDAD
Habiendo demostrado la justicia de una distribución equitativa de la propiedad, consideremos ahora los beneficios que de tal distribución habrán de resultar. Pero antes de seguir adelante, hemos de reconocer con dolor que, por graves y extensos que sean los males causados por las monarquías y las Cortes, por las imposturas de los sacerdotes y por la iniquidad de la legislación criminal, resultan, en conjunto insignificantes en relación con las calamidades de todo género que produce el actual sistema de propiedad. Su efecto inmediato. consiste, como ya hemos dicho, en acentuar el espíritu de dependencia. Es verdad que las Cortes estimulan el servilismo, la bajeza y la intriga y que esas tristes disposiciones se trasmiten por contagio a las personas pertenecientes a diversas clases sociales. Pero el actual sistema de propiedad introduce los hábitos de servilismo y ruindad, sin rodeos, en cada hogar. Observad a ese miserable que adula con abyecta bajeza a su rico protector; vedle enmudecido de gratitud por haber recibido una pequeña parte de lo que tenía derecho a reclamar con firme conciencia y digna actitud. Contemplad a esos lacayos que constituyen el tren de un gran señor, siempre atentos a su mirada, anticipándose a sus órdenes, sin atreverse a replicar a sus insolencias y sometidos constantemente a sus más despreciables caprichos. Ved al comerciante estudiar las debilidades de sus parroquianos, no para corregirlas, sino para explotarlas; contemplad la vileza de la adulación y la sistemática constancia con que exagera los méritos de su mercancía. Estudiad las prácticas de una elección popular, donde la gran masa de electores es comprada con obsequiosidades, licencias y soborno, cuando no arrastrada por amenazas y persecuciones. En verdad, la edad caballeresca no ha muerto (1). Sobrevive aún el espíritu feudal que reduce a la gran mayoría de la humanidad a la condición de bestias o de esclavos, al servicio de unos pocos.
Se habla mucho de planes de mejoramiento visionarios y teóricos. Sería realmente quimérico y visionario esperar que los hombres se vuelvan virtuosos, en tanto sigan siendo objeto de una corrupción permanente, mientras se les enseñe, de padres a hijos, a enajenar su independencia, a cambio de la mísera recompensa que la opresión les otorga. Ningún hombre puede ser feliz ni útil a los demás, si le falta la virtud de la firmeza, si no es capaz de obrar de acuerdo con su propio sentido del deber, en vez de ceder ante los mandatos de la tiranía o de las tentaciones de la corrupción. Nuevamente acudiremos a la religión para ilustrar nuestra tesis. La religión es el fruto de la ebullición de la imaginación humana , que se expandió en el espacio infinito de lo desconocido en busca de verdades eternas. No es de extrañar, pues, que al volver a la tierra haya sido portadora de ideas erróneas acerca de los más sublimes valores del intelecto. Así, por ejemplo, la religión nos enseña que la perfección del hombre requiere su emancipación de las pasiones; nos dice que debemos renunciar a las necesidades ficticias, a la sensualidad y al temor. Sin embargo, pretender librar al hombre de las pasiones sin alterar el actual estado de cosas, constituye una insensata quimera. El buscador de la verdad, el genuino benefactor de la especie, procurarán ante todo eliminar los factores externos que fomentan las más viciosas inclinaciones. La verdadera finalidad que ha de procurarse es la de extirpar toda idea de sumisión y de dominio, haciendo que todo hombre comprenda que si presta un servicio a sus semejantes, realiza el cumplimiento de un deber, y si reclama de ellos una ayuda, lo hace en el ejercicio de un derecho.
Uno de los males característicos del sistema actual de propiedad es la perpetua exhibición de la injusticia. Ello se debe en parte al capricho, en parte al alarde de lujo. Nada más pernicioso para el espíritu humano. Siendo la actividad una condición propia de nuestro ser, necesariamente hemos de fijarle un objetivo, sea de carácter personal o público; ya consista en el alcance de un bien material o de algo que nos atraiga la estima y el aplauso de nuestrqs semejantes. Ningún estímulo (2) puede ser más plausible que este último. Pero el sistema actual canaliza esa actividad exclusivamente hacia la adquisición de riquezas. La ostentación de la opulencia aguijonea incesantemente la ambición del espectador. El hombre rico y ostentoso es el único digno de estimación y reverencia para los seres corrompidos por el servilismo que produce el predominio de la riqueza. Vanas serán la rectitud, la laboriosidad, la sobriedad; vanas serán las más sublimes cualidades del espíritu y las más nobles inclinaciones del corazón, si el poseedor de esas cualidades fuera pobre en recursos materiales. Adquirir y ostentar riqueza constituye, pues, una pasión universal. La estructura total de la sociedad se convierte en un sistema de estrecho egoísmo. Si la benevolencia y el amor de sí mismo se conciliaran en cuanto a sus objetivos, un hombre podría abrigar afanes de preeminencia y ser al mismo tiempo cada día más generoso y filantrópico. Pero la pasión a que aquí nos referimos consiste en medrar mediante una infame especulación con los intereses ajenos. La riqueza es adquirida generalmente engañando a los semejantes y es gastada infiriéndoles injurias.
La injusticia que el sistema actual de la propiedad exhibe, se identifica parcialmente con el capricho. Si inculcáis al hombre el amor a la rectitud, debéis procurar que los principios de la misma penetren en su espíritu no sólo por las palabras, sino también por los hechos. Ocurre que durante el período escolar se nos inculcan incesantemente máximas relativas a la sinceridad y la honradez y el maestro hace todo lo posible por alejar las sugestiones de la malicia y el egoísmo. ¿Pero cuál es la lección que el confundido alumno recibe cuando abandona la escuela y entra en el mundo real? Si pregunta: ¿por qué se honra a este hombre? se le contestará: porque es rico. Si continúa preguntando: ¿por qué es rico? la respuesta veraz será la siguiente: por accidente de nacimiento o por una minuciosa y sórdida atención de sus intereses. El monopolio de la propiedad es fruto del régimen civil y el régimen civil, según se nos ha enseñado, es fruto de la sabiduría de los siglos. Es así como el saber de los legisladores ha sido utilizado para establecer el sistema más sórdido e inicuo de propiedad, en flagrante contradición con los principios de justicia y con la propia naturaleza humana. Se aflige la humanidad por la suerte que sufren los campesinos de todos los países civilizados y cuando aparta de ellos la mirada para contemplar el espectáculo que ofrece el lujo de los grandes señores, insolentes, groseros y derrochadores, la sensación que experimenta no es menos dolorosa. Ese doble espectáculo constituye la escuela en que nos hemos educado. Los hombres se han habituado a tal punto a la contemplación de la injusticia, de la iniquidad y la opresión, que sus sentimientos han llegado a atrofiarse y su inteligencia se ha vuelto incapaz de comprender el sentido de la verdadera virtud.
Al señalar los males producidos por el monoplio de la propiedad, hemos comparado su magnitud con la de aquellos que son fruto directo de las monarquías. Ningún hecho ha provocado un repudio más enérgico que el abuso de las pensiones y prebendas que sirven, bajo la monarquía, para recompensar a centenares de individuos, no por servir al pueblo, sino por traicionarlo, derrochándose así el fruto duramente ganado por el trabajo en mantener a los serviles secuaces del despotismo. Pero la lista de la renta territorial de Inglaterra constituye una pensión mucho más formidable que la empleada en la adquisición de mayorías ministeriales. Todas las rentas y especialmente las de carácter hereditario deben ser consideradas como equivalentes al valor producido por la ruda labor del campesino y del artesano, valor que es derrochado en el lujo y el ocio por sus beneficiarios (3). La renta hereditaria es en realidad una prima pagada a la holganza, un inmenso presupuesto invertido con el propósito de perpetuar la brutalidad y la ignorancia entre los hombres. Los pobres no pueden ilustrarse, pues no disfrutan del ocio necesario para ello. Los ricos disponen de tiempo y de medios para cultivar su espíritu, pero se sienten más bien inclinados a la disipación y la indolencia. Los medios más poderosos que haya inventado el espíritu maligno, se emplean para impedir que desarrollen su talento y sean útiles al pueblo.
Esto nos lleva a observar que el actual sistema de propiedad tiende ciertamente a la nivelación, pero sólo en lo que se refiere al cultivo del espíritu y de la inteligencia, actividad mucho más valiosa y más digna del hombre que el halago de la vanidad y la ambición de bienes materiales. El monopolio de la propiedad pisotea las facultades de la inteligencia, extingue las chipas del genio y obliga a la inmensa mayoría de la humanidad a hundirse en sórdidas preocupaciones; despoja, especialmente al rico, de los más sanos y fecundos estímulos de acción. Si se suprimiera el derroche, se economizaría gran parte del trabajo que actualmente es requerido y el resto, fraternalmente repartido entre todos los hombres, no sería penoso para nadie. Una dieta frugal pero saludable mantendría en perfectas condiciones físicas a todos los habitantes; cada cual realizaría el esfuerzo corporal necesario para favorecer sus funciones orgánicas y mantener la alegría del espíritu; nadie se vería embrutecido por la fatiga, pues todos dispondrían del ocio suficiente para cultivar las nobles y filantrópicas afecciones del alma y para dar rienda suelta a su imaginación en la búsqueda de nuevas conquistas intelectuales. ¡Qué contraste media entre esa hermosa perspectiva y la terrible situación actual, cuando el obrero y el campesino trabajan hasta que la fatiga embota su entendimiento, hasta que sus tendones quedan endurecidos por el excesivo esfuerzo, hasta que la enfermedad hace presa de sus cuerpos, haciendo que una prematura muerte los liberte de tanto dolor! ¿Cuál es el objeto de esa incesante y desproporcionada fatiga? Por la noche vuelven a sus hogares, donde encuentran a los suyos, hambrientos, semidesnudos, soportando las inclemencia del tiempo, hacinados en un miserable tugurio, carentes de toda instrucción. Si alguna vez esa miseria es atemperada por obra de una ostentosa caridad, es sólo para obligarles a caer en un abyecto servilismo. En tanto que su rico convencino ... pero ya vimos cuál es la vida que éste lleva.
¡Cuán rápidos y sublimes serían los avances del intelecto, si el campo del saber fuera accesible a todos los hombres! Actualmente, noventa y nueve personas de cada cien no ejercitan regularmente sus facultades intelectuales más de lo que pudieran hacerlo las bestias. ¡Hasta qué extremos no llegaría el espíritu público en un país donde todos los habitantes participaran del conocimiento, donde todos estuvieran libres de prejuicios y de fe ciega, donde todos aceptaran sin temor las sugestiones de la verdad, dando fin para siempre al aletargamiento de las almas! Es de suponer que subsistirían las desigualdades de inteligencia, pero es de creer también que el genio de esa edad superará con mucho las mayores conquistas del intelecto hasta hoy conocidas. El espíritu humano no se sentirá deprimido por falsas necesidades y por mezquinas preocupaciones. No se verá obligado a vencer el sentimiento de inferioridad y de opresión que hoy malogran sus esfuerzos. Libre de las deleznables obligaciones que hoy constriñe a pensar constantemente en la satisfacción del interés personal, el espíritu humano podrá expandirse en toda su plenitud, hacia ideales de generosidad y de bien público.
De la perspectiva de progreso intelectual, volvamos a la de progreso moral. Aquí ha de ser conclusión obvia que los móviles del crimen habrán desaparecido para siempre ...
La fuente más proficua del crimen reside en el hecho de que unos hombres posean en exceso aquello de que otros carecen en absoluto. Sería menester cambiar el alma del hombre para evitar que ese hecho ejerza una poderosa influencia en sus actos. Habría que despojado de sus sentidos, librado de deseos y apetitos, para lograr que contemple sin rebeldía el monopolio de todos los placeres. Debería carecer del sentido de justicia para aprobar la simultánea realidad de derroche y de miseria a que nos hemos referido. Es verdad que el medio más adecuado para eliminar esos males es el de la razón y no el de la violencia. Pero no olvidemos que la tendencia general del presente orden de cosas es la de persuadir a los hombres de la impotencia de la razón. La injusticia que ellos sufren es sostenida por la fuerza y eso les induce a acudir igualmente a la fuerza con el objeto de limitar esa injusticia. Todo lo que pretenden es una corrección parcial de la iniquidad que la educación les ha enseñado como necesaria, pero que la razón condena como tiránica.
La fuerza es fruto del monopolio. Ella pudo manifestarse espontáneamente entre los salvajes, cuyos apetitos excedían las provisiones disponibles o cuyas pasiones se sentían excitadas ante la visión de un objeto codiciado. Pero se hubiera extinguido gradualmente, a medida que progresaba la civilización. La acumulación de la propiedad dió bases permanentes a su imperio y de ahí en adelante la civilización no fue otra cosa que una perpetua lucha entre el poder y la astucia de un lado y la astucia y el poder del otro. Es indudable que las acciones violentas y prematuras de los desposeídos constituyen asimismo un mal. Tienden precisamente a perjudicar a la propia causa cuyo triunfo anhelan, haciendo postergar indefinidamente ese triunfo. El mayor mal reside en la egoísta y viciosa propensión a pensar sólo en los intereses de cada uno, despreciando las necesidades de todos los demás. Y es evidente que son los ricos los que más incurren en ella.
El espíritu de opresión, el espíritu de servilismo y el espíritu de dolo son los resultados inmediatos del sistema de propiedad actualmente establecido. Ellos son tan hostiles al progreso intelectual como al progreso moral. Los vicios de la envidia, la malicia y la venganza son sus inseparables acompañantes. En una sociedad donde todos vivieran en la abundancia y participaran por igual de los bienes de la naturaleza, esos bajos sentimientos se extinguirían por completo. Todo mezquino egoísmo sería desterrado. No estando nadie obligado a acumular riquezas, ni a proveer penosamente a sus necesidades de subsistencia, dedicaría cada cual sus energías al servicio del bien común. Nadie sería enemigo de su vecino, pues no habría motivos de rivalidad. La filantropía ocuparía, pues, en la sociedad, el lugar que la razón le asigna. El hombre se vería liberado de la constante ansiedad por el sustento material y su espíritu se expandiría gozoso en las esferas del pensamiento que le son propias. Cada cual ayudaría en las investigaciones de todos.
Fijemos por un instante nuestra atención sobre la revolución en las costumbres y las ideas que significó en la historia de los hombres el establecimiento de la distribución injusta de la propiedad. Antes que ello ocurriera, los hombres sólo buscaban lo necesario para satisfacer sus necesidades inmediatas, siéndoles indiferente cuanto excediera de las mismas. Pero tan pronto se introdujo la acumulación de bienes, comenzaron a inventar los medios más adecuados para despojar a sus vecinos, con el objeto de acrecentar el propio patrimonio. Después de haberse apoderado de mercancías, extendieron el principio de apropiación sobre otros seres humanos. No tardaron en descubrir que la posesión de muchas riquezas otorgaba gran estimación e influencia entre sus semejantes. De ahí la presuntuosa soberbia de quienes detentan una posición privilegiada y la inquieta ambición de quienes aspiran a ocuparla en el futuro.
De todas las pasiones humanas, es la ambición la más culpable demúltiples estragos. Es ella la que lleva a la conquista de nuevas regiones y nuevas provincias. En su afán insaciable, cubre la tierra de ruinas, de sangre y destrucción. Pero esa pasión, así como los medios de satisfacerla, en un orden colectivo, sólo son el fruto del sistema de propiedad vigente (4). El monopolio de bienes confiere preponderancia incontestable a un hombre sobre los demás. Siendo así, nada más fácil que lanzar a los pueblos a la guerra. Pero si todos los habitantes de Europa dispusieran, de lo necesario para su subsistencia, sin que nadie monopolizara lo excedente, ¿qué cosa podría inducirlos a la lucha fratricida? Si queréis arrastrar a los hombres a la guerra, debéis poner ante ellos determinados señuelos. Si no disponéis del poder que los obligue a acatar vuestros deseos, tendréis que atraer a cada individuo por medio de la persuasión. ¡Cuán vano sería el empeño de lograr por medios persuasivos que los hombres se asesinen entre sí! Es evidente, pues, que la guerra, en sus formas más horribles, es consecuencia de la desigual distribución de la propiedad. En tanto subsista esa temible fuente de corrupción y de celos, será ilusorio hablar de paz universal. Tan pronto sea cegada esa fuente, será imposible evitar los resultados de ese feliz acontecimiento. Es el monopolio de la propiedad lo que permite mover a los hombres como si fuesen una masa informe y dirigirlos cual si constituyeran una sola máquina (5). Pero si fuera disuelto el pernicioso bloque del privilegio, cada ser humano se sentiría mil veces más unido a su semejante, en amor y benevolencia, sin dejar por eso de pensar y de juzgar cada cual con su propio criterio. Vean pues los abogados del sistema vigente qué valores defienden y si disponen de argumentos bastante poderosos para contrarrestar la evidencia de los males de que ese sistema es culpable.
Hay otro hecho que, aunque de menor importancia que los anteriormente señalados, merece, sin embargo, tenerse en cuenta. Nos referimos a la cuestión de la población. Se ha calculado que el promedio de rendimiento de los cultivos de toda Europa puede ser aumentado hasta alimentar a una población cinco o seis veces mayor de la que hoy vive en el continente (6). Es un principio demográfico bien establecido, que la población se mantiene al nivel determinado por los medios de subsistencia. Es así que las tribus nómadas de Asia y de América nunca aumentan el número de sus miembros hasta el punto de verse obligados a cultivar la tierra. Así también ocurre entre las naciones civilizadas de Europa en que el monopolio de la propiedad territorial limita las fuentes de subsistencia . de tal modo que, si aumentara la población, las capas inferiores de la sociedad se verían totalmente desprovistas de los medios necesarios para la vida vegetativa. Puede producirse algunas veces un concurso de circunstancias extraordinarias que modifiquen momentáneamente la relación establecida, pero en general ella se ha mantenido invariable durante siglos. De ese modo el sistema de propiedad vigente puede ser acusado de ahogar a una enorme cantidad de niños en su propia cuna. Sea cual sea el valor de la vida humana o, mejor dicho, su capacidad de goce, dentro de una sociedad libre e igualitaria, es indudable que el régimen que estamos enjuiciando aniquila en el umbral de la vida a las cuatro quintas partes de ese valor y de esa felicidad.
Notas
(1) Reflexiones, de Burke.
(2) En la segunda y tercera edición: Pocos estímulos, etc.
(3) Esta idea se encuentra en el Ensayo sobre el derecho de propiedad territorial, de Ogilvie, primera parte, sección III, párrafos 38 y 39. Los razonamientos de ese autor son harto plausibles, si bien se hallan lejos de ir hasta las raíces del mal.
Podrá interesar a muchos lectores una cita de las autoridades que atacan abiertamente el sistema de propiedad privada, si es que tal cita constituye un método correcto de discusión. La más conocida de esas autoridades es Platón, en su tratado sobre la República. Sus pasos fueron seguidos por Tomás Moro, en su Utopía. Ejemplos de argumentos muy poderosos en el mismo sentido se encuentran en Los viajes de Gulliver, especialmente en la parte IV, capítulo VI. Mably, en su libro De la Législation ha desarrollado ampliamente las ventajas de la igualdad, pero luego abandonó esa idea, desesperado por su creencia en la incorregible depravación del hombre. Wallace, el contemporáneo y antagonista de Hume, en su tratado titulado Diversas perspectivas de la Naturaleza, la Humanidad y la Providencia, abunda en elogios acerca del sistema igualitario, pero también lo abandona luego, por temor a que la tierra llegue a poblarse con exceso ... Los grandes ejemplos de autoridad práctica los constituyen Creta, Esparta, Perú y Paraguay. Fácil sería ampliar indefinidamente esta lista, si agregamos los nombres de los autores que solo incidentalmente se han acercado a una doctrina tan clara y profunda que jamás fue del todo extirpada de las mentes humanas.
Sería trivial afirmar que el sistema de Platón y los de otros precursores se hallan llenos de imperfecciones. Ello más bien refuerza el valor de lo esencial de sus doctrinas, puesto que la evidencia de la verdad que ellas encierran se sobrepuso a los errores y las dificultades que aquellos pensadores no pudieron superar.
(4) Libro V, cap. XVI.
(5) En la segunda y tercera edición: Es la acumulación, etc.
(6) Ogilvie, parte I, secc. III, pag. 35.
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