Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO CUARTO

OBJECIÓN RELATIVA A LAS TENTACIONES DE LA PEREZA

Otra de las objeciones que se alegan contra un sistema opuesto a la acumulación de propiedad, es que pondría fin al espíritu industrioso. Observemos los milagros que ha producido el incentivo de la ganancia en todas las naciones comerciales. Sus habitantes cubren con sus flotas las superficies de los mares; asombran a la humanidad por las creaciones de su ingenio; mantienen bajo su dominio, por medio de las armas, a vastos y lejanos continentes y son capaces de desafiar las más poderosas confederaciones. Aunque abrumados de deudas y de impuestos adquieren cada vez renovada prosperidad. ¿Habremos de incurrir en la ligereza de abandonar un sistema que ofrece tan poderosos estímulos a la actividad humana? ¿Creemos acaso que los hombres cultivarán tesoneramente algo que no tienen la seguridad de disponer para su particular beneficio? Es probable que ocurra con la agricultura lo mismo que sucede con el comercio, que sólo prospera cuando se siente libre de restricciones, pero que languidece y se extingue cuando se le oponen trabas o se pretende someterlo a un rígido contralor. Estableced el principio de que nadie puede disponer de más bienes que los necesarios para la satisfacción de sus necesidades, personales y veréis que de inmediato desaparecerán los estímulos que inducen a los hombres a desplegar toda la energía de sus facultades. El hombre es un producto de sus sensaciones. Si tratamos de poner en tensión las fuerzas de su intelecto y gobernarlo sólo por la razón, no hacemos más que demostrar nuestra profunda ignorancia acerca de la naturaleza humana. El amor de sí mismo es la verdadera fuente de nuestras acciones y aun cuando ese hecho traiga consigo conflictos y errores, no es menos cierto que el sistema mediante el cual se intenta reemplazar el actualmente vigente, resultaría, en el mejor de los casos, sólo un hermoso sueño. Si cada cual hallara que sin necesidad de cumplir ningún esfuerzo por su parte tiene derecho a reclamar lo que sobra a su vecino, sobrevendría una indolencia general; la sociedad se vería condenada a perecer o bien a retornar al régimen anterior de injusticias y de sórdidos intereses, que los razonadores teóricos combatirán siempre en vano.

Es esta la principal objeción que impide a muchas personas aceptar sin reserva las múltiples evidencias que hemos acumulado en el curso de esta investigación. En respuesta a ella hemos de observar, en primer término, que la igualdad que postulamos corresponde a una etapa de avanzado progreso intelectual. Una revolución tan profunda en los negocios humanos, no podrá realizarse hasta tanto la conciencia general no haya sido debidamente cultivada. Vivimos una época altamente ilustrada, pero es de temer que aún no lo sea suficiente. La idea de una distribución igualitaria de la propiedad, podría dar lugar hoy a tumultos y a sublevaciones prematuras. Sólo una clara y serena concepción de la justicia, un sentido de reciprocidad noblemente practicado y el abandono de arraigados y viciosos hábitos, podrán dar una base sólida al nuevo sistema de sociedad que proponemos. Las tentativas que se hicieran sin aquella preparación previa, sólo habrían de producir lamentable confusión. Su efecto sería efímero y una nueva y más brutal forma de desigualdad no tardaría en sobrevenir. Todo aquel que se sintiera dominado por incontenibles apetitos, aprovecharía sus ansias de poder o de riqueza, a costa de sus desprevenidos conciudadanos.

¿Puede creerse acaso que ese estado tan avanzado de progreso intelectual a que aludimos, sea precursor de la barbarie? Es verdad que los salvajes tienen inclinación a la pereza y la indolencia. Pero los pueblos cultos y civilizados sienten predilección por la actividad. Se ha demostrado que la agudeza de percepción y el afán creador estimulan la acción de nuestras facultades físicas. El pensamiento engendra el pensamiento. Nada (1) puede detener los progresivos avances del espíritu, salvo la opresión. Pero en el régimen que vislumbramos, cada ser humano, lejos de ser oprimido, se sentirá libre, independiente e igual a cualquiera de sus semejantes. Se ha observado que la fundación de una República da lugar a gran entusiasmo popular y a un irresistible espíritu de iniciativa. Siendo la igualdad la esencia del republicanismo, ¿puede creerse que su influencia será menos eficaz? Es verdad que tarde o temprano ese espíritu decae y languidece. El republicanismo no es un remedio que ataque las raíces del mal. La injusticia, la opresión y la miseria pueden hallar refugio bajo la República, pese a su feliz apariencia. ¿Pero qué detendrá el afán de superación y progreso, allí donde el monopolio de la propiedad sea desconocido?

Este argumento adquirirá mayor fuerza si reflexionamos acerca de la cantidad de trabajo que será necesario realizar bajo un régimen de propiedad igualitaria. ¿Cuál será la magnitud de los esfuerzos que se supone querrán rehuir muchos integrantes de la sociedad? Se tratará, en conjunto, de una carga tan leve que tendrá la apariencia de un agradable esparcimiento o de un saludable ejercicio más que de verdadero trabajo. En tal comunidad, nadie pretenderá excluirse del deber de realizar un trabajo manual, alegando razones de privilegio o de vocación. No habrá ricos que se tiendan en la indolencia, para engordar a costa del esfuerzo de sus semejantes. El matemático, el poeta, el filósofo, derivarán nuevos estímulos y satisfacción de su trabajo material, que les hará sentir más profundamente su condición de hombres. No habrá quien se dedique a fabricar fruslerías ni excentricidades. Tampoco habrá personas ocupadas en manejar los diversos rodajes de la complicada máquina del gobierno; no habrá recaudadores de impuestos, ni alguaciles, ni aduaneros, ni funcionarios o empleados. de otra categoría. No habrá ejércitos ni armadas, no habrá cortesanos ni lacayos. Los oficios innecesarios son los qúe actualmente absorben la actividad de la mayor parte de los habitantes de toda nación civilizada, mientras que el campesino trabaja incesantemente para mantenerlos en una situación más perniciosa que la de la holganza.

Se ha calculado que sólo una vigésima parte de la población de Inglaterra se ocupa substancialmente en las tareas agrícolas. Agréguese que la agricultura requiere trabajo permanente sólo durante ciertas épocas del año, permitiendo un relativo descanso en las demás. Podemos considerar estos períodos de reposo como equivalentes al tiempo que, en una sociedad simplificada, bastaría para la fabricación de herramientas, la confección de tejidos y el cumplimiento de las tareas correspondientes a los sastres, panaderos y otros artesanos. En la sociedad actual, se procura siempre multiplicar el trabajo; en la nuestra se tratará siempre de simplificarlo. Una enorme porción de riquezas pertenecientes a la comunidad, ha sido entregada a unos pocos individuos y éstos han tenido que aguzar el ingenio para hallar modos de gastarlas. En los tiempos feudales, el gran señor invitaba a los pobres del contorno a comer en su castillo, con la condición de que vistieran su librea y formaran filas para rendir homenaje a sus huéspedes nobles. Hoy, cuando el intercambio es más fácil, hemos abandonado ese grosero procedimiento y obligamos a otros hombres a ejercer en nuestro favor su industria o su ingenio, a cambio de un salario. Así, por ejemplo, pagamos al sastre para que corte la tela y nos confeccione vestidos, agregándoles diversos adornos que no son en manera alguna necesarios para el uso a que aquellos son destinados.

Del esbozo que acabamos de trazar, se desprende que el trabajo útil de un hombre sobre cada veinte, bastaría para suministrar a la comunidad los medios indispensables de subsistencia. Pero si en lugar de recaer esa labor sobre un número tan reducido de personas, se repartiera entre todos los miembros de la sociedad, ocuparía la vigésima parte del tiempo de cada uno de ellos. Calculemos en diez horas la jornada de cada trabajador, lo cual, deduciendo el tiempo necesario para el reposo, la alimentación y el recreo, constituye una contribución harto elevada. Resultaría, entonces, que media hora de trabajo manual suministrado diariamente por cada miembro de la comunidad, sería suficiente para proveer a las necesidades de todos. ¿Quién será capaz de rehusar tan insignificante aporte? Cuando observamos el afanoso trajinar de los hombres de esta ciudad y de esta isla, ¿no habremos de aceptar que, con sólo media hora de trabajo diario nos sentiríamos, todos mejores y más felices? ¿Es posible contemplar ese bello y generoso cuadro de independencia y de virtud, donde cada ser humano dispondrá de suficiente ocio para cultivar las más nobles facultades del espíritu, sin sentir el alma renovada de admiración y esperanza?

Cuando decimos que los hombres caerían en la holgazanería, si no los aguijoneara el estímulo de la ganancia, tenemos muy poco en cuenta los verdaderos móviles que gobiernan el espíritu humano. Nos engañamos por un aparente mercenarismo y suponemos que la acumulación de riquezas es el único objeto que los hombres persiguen. Pero la realidad es muy distinta. La pasión dominante en la conducta humana es el amor a la distinción. Hay ciertamente en la sociedad actual una clase de personas perpetuamente hostigadas por la miseria y el hambre, e incapaces por consiguiente de responder a estímulos menos groseros. Pero, ¿acaso es menos industriosa la clase que se halla en la escala inmediatamente superior? Yo cumplo cierta cantidad de trabajo destinado a satisfacer mis necesidades inmediatas; pero estas necesidades son satisfechas pronto. El excedente de mis esfuerzos tiene por objeto permitir lucir un traje de mejor calidad, vestir a mi mujer con cierta elegancia, disponer de hermosas habitaciones y de una presentación decorosa. ¿Cuántos de esos objetos llamarían mi atención, si yo habitara una isla desierta, sin tener espectadores que observaran mi género de vida? Si yo cuido con tanto esmero los adornos de mi persona, ¿no es acaso para provocar el respeto de mis convecinos o para evitar su desprecio? Con ese objeto desafía el comerciante los riesgos del vasto océano y se esfuerza el inventor en concretar la portentosa creación que su ingenio le sugiere. El soldado avanza hasta la boca del cañón enemigo, el estadista se expone al furor de un pueblo indignado porque no pueden resignarse a pasar por la vida sin distinción ni estima. Exceptuando algunos móviles más elevados que serán mencionados más adelante, vemos allí la razón fundamental de todos los esfuerzos humanos. El hombre que sólo busca la satisfacción de sus necesidades elementales, logra apenas sacudir la modorra que envuelve su espíritu. Pero el amor al elogio nos hace cumplir las más extraordinarias hazañas. Es muy frecuente encontrar personas que exceden considerablemente en actividad a la mayoría de sus conciudadanos y que, sin embargo, descuidan en extremo lo relativo a sus intereses pecuniarios.

Los que oponen la objeción que ha dado motivo a estas consideraciones, se equivocan sobre el verdadero sentido de la misma. Ellos no creen realmente que la ganancia sea el único incentivo de la actividad humana; pero suponen que en una sociedad igualitaria no habrá motivos que la estimulen. Veamos qué grado de verdad hay en tal suposición.

Es obvio, ante todo, que los móviles relacionados con el amor a la distinción, no serán en modo alguno proscritos en un régimen liberada del monopolio de la propiedad. Los hombres que no podrán atraer la estima o evitar el desprecio de sus semejantes, por medio de la ostentación de suntuosos adornos, tratarán de satisfacer esa pasión acudiendo a recursos más elevados. Evitarán, sobre todo, el reproche de insolencia, así como hoy se trata de eludir la tacha de pobreza. Las únicas personas que actualmente descuidan sus modales y apareciencia, son aquellas en cuyo rostro se observan las huellas de la miseria y del hambre. Pero en una sociedad igualitaria, nadie será optimista y, por consiguiente, habrá lugar para la expansión de las más delicadas afecciones del alma. El espíritu público alcanzará el más alto grado de expresión y los móviles de la actividad general serán mucho más vigorosos y más nobles que los actuales. Un gran fervor lo dominará todo. Los momentos de ocio se habrán multiplicado, permitiendo a los espíritus más esclarecidos concebir los grandes designios destinados a atraerles el aplauso y la estimación de sus semejantes. Es imposible, salvo para las más perfectas individualidades, disfrutar de ese ocio placentero, sin alentar el afán de distinción. Pero en lugar de buscar su satisfacción por vías tortuosas, ese afán será canalizado hacia las empresas más nobles y hará fecundar la simiente del bien público. El intelecto humano, que jamás se detiene en sus creaciones y descubrimientos, progresará entonces con un ritmo y una firmeza que hoy difícilmente podemos concebir.

El amor a la fama es, no obstante, una ilusión. Como toda ilusión, no tardará en ser descubierta y abandonada. Fantasma vaporoso, nos proporcionará cierto placer imperfecto, en tanto lo adoremos; pero no dejará de decepcionamos pronto, pues es incapaz de sufrir la prueba de un examen sereno. Debemos amar sólo el bien, el bien de la mayoría, el bien de todos, la pura e inmutable felicidad. Si hay algo que está por encima de todos los valores humanos, ese algo es la justicia, cuya esencia se expresa en el simple postulado de que un hombre equivale a otro hombre y que todos tienen, por consiguiente, iguales derechos al disfrute. Constituye una preocupación secundaria, si el fruto procede de unos o de otros. La justicia nos permite contrastar la validez de esa admirable aritmética que fía la felicidad de cada uno en el aporte a la felicidad de todos. La persecución de la fama sólo puede ser fecunda si sirve a propósitos de bien común. El hombre que obedece exclusivamente a esa pasión, podrá servir al bien público, pero lo hará de un modo indirecto y por motivos circunstanciales. La fama es, en sí misma, un fin engañoso. Si trato de sugerir acerca de mi persona una opinión superior a la que merezco, cometo un fraude. Si la fama ha de ser fiel reflejo de mi carácter, será deseable sólo en la medida que ello pueda favorecer a las personas que conozcan el alcance de mis aptitudes y la rectitud de mis intenciones.

Cuando arraiga en un espíritu modelado por el actual orden de cosas, el amor a la fama produce a menudo las más tristes desviaciones. El monopolio de la propiedad crea el hábito del egoísmo. Cuando el egoísmo deja de buscar su satisfacción en motivos de bien público, se concentra generalmente en una estrecha concepción del placer individual, ya sea de índole intelectual o sensualista. Pero no podrá producirse igual proceso donde el monopolio haya sido suprimido. No habrá ya estímulos para el mezquino egoísmo. La verdad, la soberana verdad del bien general, se impondrá irresistiblemente. Será imposible que nos falten estímulos para la acción, si somos capaces de comprender que las multitudes de hoy y las generaciones venideras recibirán el beneficio de nuestro esfuerzo presente. Una cadena infinita de causas y efectos se extiende a través de los siglos, de tal modo que ningún esfuerzo honesto se pierde, sino que proyecta sus benéficos frutos hasta muchas centurias después que su autor ha bajado a la tumba. Esa pasión del bien será la pasión dominante y cada uno se sentirá animado por el ejemplo de todos.




Notas

(1) En la segunda y tercera edición: Nada, quizás, puede, etc.

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