Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William Godwin | Capítulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO SEXTO
DE LA OBJECIÓN BASADA EN LA INFLEXIBILIDAD DE LAS RESTRICCIONES
A menudo se combate el sistema igualitario de la propiedad, alegando "que es incompatible con la independencia individual. De acuerdo con ese sistema, cada individuo será instrumento pasivo de la comunidad. Deberá comer, beber, reposar o divertirse, obedeciendo ciertas órdenes. No dispondrá de habitación privada, no dispondrá de un momento para aislarse y recogerse en sí mismo. No tend¡á nada propio, ni siquiera su tiempo o su persona. Bajo las apariencias de una completa libertad, será víctima de la más ilimitada esclavitud.
Para comprender el sentido de esta objeción, es necesario que distingamos entre dos clases de independencia; una, que podría llamarse material y la otra, moral. La independencia material, es decir la libertad de toda especie de coerción, excepto la que surge de la fuerza del raciocinio, es de primordial importancia para el alcance del bienestar y la expansión del espíritu. La independencia moral es, en cambio, siempre perniciosa. En este último sentido hay un aspecto que es esencial para una sociedad sanamente constituída y que, por cierto, repugna hoy a muchas personas, debiéndose ello únicamente a ciertos prejuicios y debilidades. Se trata de la censura y vigilancia que cada habitante ha de ejercer sobre la conducta de su vecino. ¿Por qué hemos de rehuir esa saludable observación? ¿No será beneficioso que cada cual cuente con las luces de su vecino a fin de aquilatar y corregir eventualmente su propia conducta? La aversión general que existe contra este procedimiento, se debe a que se realiza hoy clandestinamente y con espíritu malicioso. La independencia moral es siempre nociva para la comunidad; pues como lo hemos demostrado repetidas veces, no hay situación donde un individuo no pueda adoptar determinada conducta, con preferencia a cualquiera otra, y que, por consiguiente, no resulte un miembro perjudicial de la sociedad, a menos que proceda de un modo determinado. El apego que los hombres sienten actualmente a esta segunda forma de independencia, el deseo de hacer cada cual lo que le place, sin tener en cuenta las normas de la razón, es en alto grado nocivo para el bienestar general.
Pero si no debemos proceder jamás con independencia de los principios de la razón, ni rehuir el franco examen de nuestros semejantes, es esencial, por otra parte, que seamos libres de cultivar nuestra individualidad y de seguir los dictados de nuestro propio juicio. Si el régimen igualitario contuviera una inhibición de esa libertad, no hay duda que aquella objeción sería concluyente. Si fuera, como se ha dicho, un sistema de tiranía, de coerción y de restricciones, estaría en evidente contradicción con la tesis fundamental de esta obra.
Pero la verdad es que nuestro sistema de propiedad igualitaria no requiere ninguna especie de superintendencia ni de coerción. No hay necesidad del trabajo en común, ni de comidas en común, ni de almacenes comunes. Estos son métodos erróneos, destinados a constreñir la conducta humana, sin atraer los espíritus. Si no podemos ganar el corazón de las gentes en favor de nuestra causa, no esperemos nada de las leyes compulsivas. Si podemos ganarlo, las leyes están demás. Ese método compulsivo armonizaba con la constitución militar de Esparta, pero es absolutamente indigno de personas que sólo se guían por los principios de la razón y de la justicia. Guardaos de reducir a los hombres a la condición de máquinas. Haced que sólo se gobiernen por su voluntad y sus convicciones.
¿Para qué han de instituirse comidas en común? ¿Acaso he de sentir hambre al mismo tiempo que mi vecino? ¿He de abandonar el museo donde trabajo, el retiro donde medito, el observatorio donde estudio, para presentarme en un edificio destinado a refectorio en lugar de comer donde y cuando lo exige mi deseo? ¿Para qué almacenes comunes? ¿Para transportar nuestros productos a un lugar determinado, a fin de volverlos a buscar a ese lugar? ¿O es que semejante precaución se considera necesaria, después de cuanto hemos dicho sobre el imperio de la razón en una sociedad igualitaria, para prevenimos de la maldad y la codicia de sus miembros? Si así fuera, en nombre de Dios, descartemos toda posibilidad de justicia política y aceptemos la opinión de quienes afirman que la práctica de la equidad es incompatible con la naturaleza humana.
Una vez más, cuidémonos de reducir a los hombres a la condición de mecanismos inanimados. Los objetores a quienes nos referimos en el capítulo anterior, tienen en parte razón, cuando hablan de la infinita variedad del espíritu humano. Pero sería absurdo sostener por eso que somos incapaces de captar la verdad, de reconocer la evidencia, de aceptar un acuerdo. En tanto que nuestro espíritu se desarrolla en un proceso de incesante perfeccionamiento, nos acercamos cada vez más unos a los otros. Habrá siempre cuestiones sobre las cuales habremos de diferir. Las ideas, las modalidades y preferencias de cada uno, le pertenecen exclusivamente; sería un sistema funesto el que pretendiera imponer a los hombres, sean cuales fueren sus condiciones personales, que procedieran en las circunstancias corrientes de la vida de acuerdo con una rígida regla común. La doctrina de la indefinida perfección nos dice que siempre estaremos sujetos al error, pero que cada vez lo estaremos en menor grado. El mejor modo de reducir el margen de error no es el de imponer a todos los hombres, mediante la ley o la fuerza, una especie de uniformidad mental, sino, por el contrario, el de enseñarles a pensar por cuenta propia. De los principios expuestos se deduce que todo cuanto generalmente se entiende por el término de cooperación, constituye en cierto modo un mal. Un hombre solitario se ve obligado a menudo a postergar o a sacrificar la realización de sus más elevados pensamientos, en aras desu propia utilidad. ¿Cuántos designios magníficos han perecido en germen, a causa de tal circunstancia? El mejor remedio al respecto consiste en la reducción de las necesidades personales hasta el mínimo posible y en la simplificación de los medios de satisfacerlas. Es peor aún cuando nos vemos obligados a consultar la conveniencia de los demás. Si he de trabajar junto con mi vecino, será a un horario conveniente para él o bien para mí, o bien para ninguno de los dos. No podemos reducimos a una regularidad cronométrica.
Ha de evitarse, pues, toda cooperación innecesaria, el trabajo en común y las comidas en común. ¿Cómo proceder en los casos en que la cooperación es impuesta por la naturaleza del trabajo a realizar? Tales tareas deberán ser en lo posible reducidas. Es indudable que actualmente prima sobre cualquier otra consideración la necesidad de ejecutar ciertas labores. No podemos afirmar que la cooperación en el trabajo será siempre impuesta por la fuerza de las cosas. Para derribar un árbol frondoso, para abrir un canal, para conducir un barco, se requiere el trabajo conjunto de muchas pesonas. ¿Será siempre así? Si observamos los complicados mecanismos de invención humana, las diversas máquinas de vapor, los telares y las usinas, ¿no quedamos asombrados ante el cúmulo de trabajo que aquéllas ejecutan? ¿Quién podrá decir dónde habrá de detenerse ese impresionante progreso? Actualmente tales invenciones alarman a la población laboriosa, pues es evidente que su introducción determina temporariamente un aumento de la miseria; si bien no es menos cierto que terminarán por servir los intereses más vitales del pueblo. En un régimen igualitario su utilidad general será indiscutible. No es probable que en el futuro las tareas más importantes puedan ser realizadas por una sola persona; o, para emplear una expresión familiar, no es improbable que el arado abra surcos en la tierra sin que la mano del hombre lo dirija. En ese sentido, sin duda, afirmó el célebre Franklin que llegará un día en que el espíritu dominará a la materia.
La culminación del progreso que hemos esbozado ligeramente, consistirá probablemente en la supresión de la necesidad del trabajo manual. Es sumamente intructivo recordar cómo los genios más sublimes de las edades pasadas anticiparon en cierto modo el estado de cosas que alcanzará el futuro progreso de la humanidad. Una de las leyes de Licurgo disponía que ningún ciudadano de Esparta debía realizar trabajo manual. Por consiguiente, era preciso que los espartanos utilizaran la labor de numerosos esclavos. La materia, o mejor dicho, la aplicación de ciertas leyes del Universo, suplirá a los ilotas en el grandioso porvenir que auspiciamos. ¡Llegaremos, oh inmortal legislador, al punto que fue para ti punto de partida!
Ante esa hermosa perspectiva, es probable que se reedite una vez más la conocida objeción de que si los hombres se vieran libres de la necesidad del trabajo manual, caerían en un lamentable abandono. ¡Qué pobre concepto sobre la naturaleza y las facultades del espíritu humano! Para poner en acción nuestro intelecto, sólo se requiere un estímulo. ¿Es que no existen otros estímulos de actividad que los del hambre? ¿Cuáles son los pensamientos más profundos, más vivaces y brillantes, los que surgen del cerebro de Newton o lo que produce el hombre que corre tras un arado? Cuando el espíritu tiene ante sí magníficas perspectivas de grandeza intelectual, ¿cabe pensar que habrá de hundirse en la inepcia?
Pero volvamos a la cuestión de la cooperación. Será una curiosa especulación la que nos lleve a imaginar las sucesivas etapas del progreso que harán declinar paulatinamente esa forma de asociación humana. Por ejemplo: ¿habrá siempre conciertos de música? La miserable condición de los ejecutantes constituye hoy un fuerte motivo de mortificación y de ridículo. ¿No será común en el futuro que una sola persona interprete una pieza? ¿ Habrá siempre exhibiciones teatrales? Éstas constituyen una forma deleznable y absurda de colaboración. Es dudoso que en el futuro las personas quieran presentarse ante un público para recitar composiciones que no les pertenecen. Es dudoso que un músico quiera ejecutar obras ajenas. Aceptamos hoy corrientemente el mérito de nuestros antepasados, porque nos hemos habituado a descuidar el ejercicio de nuestras; propias facultades. La repetición formal y constante de las ideas ajenas constituye un mecanismo que llega a detener la actividad inquisitiva de nuestro espíritu. Quizá responda ello al impulso sincero que nos obliga a dar expresión a toda idea útil y válida que impresione nuestra mente.
Habiéndonos aventurado a exponer tales sugestiones y conjeturas, procuremos trazar los límites probables de la individualidad. Cuando recibimos la impresión de un objeto externo, sufrimos cierta modificación en el curso de nuestras ideas; nada seríamos, sin embargo, sin esas impresiones. No debemos pretender librarnos de su influencia, salvo en casos limitados. Cuando leemos una composición ajena, nuestra mentese halla temporariamente bajo la influencia de las ideas del autor. Esto no implica en modo alguna una objeción al hábito de la lectura. Un hombre puede reunir experiencias y reflexiones que faltan a otro. El estudio atento y la lenta maduración de conceptos, es, sin duda, superior a la improvisación. La conversación constituye una forma de cooperación en la cual uno de los interlocutores suele seguir el curso de las ideas del otro; lo cual no quita que la conversación y, de un modo general, el comercio entre los espíritus sea una de las fuentes más fecundas del conocimiento. El que, de un modo gentil, pretende persuadir a su vecino a que abandone sus viciosas inclinaciones, causará a éste cierta mortificación; se trata, no obstante, de un género de castigo que de ningún modo deberá ser desechado.
Otra cuestión relativa a la cooperación, es la convivencia. Una reflexión muy sencilla nos orientará al respecto. La ciencia es cultivada con más éxito cuanto mayor es el número de las inteligencias dedicadas a la investigación. Si cien hombres emplean espontáneamente todas las energías de su intelecto en la solución de determinado problema, las probabilidades de obtenerla serán mayores que si sólo diez personas estudiaran el mismo problema. Por la misma razón, el éxito será tanto más probable si esos hombres trabajan individualmente, si sus conclusiones se inspiran exclusivamente en el fin perseguido y si tienen sólo en cuenta las razones que emanan de la investigación, sin sufrir la influencia de la compulsión o de la simpatía. Toda adhesión a una persona que no se inspire en los méritos de la misma, es evidentemente absurda. Debemos ser amigos del hombre, antes que amigos de ciertos hombres, obedeciendo el curso de nuestro propio pensamiento, sin otras interferencias que las que imponga la filatropía y la investigación.
El problema de la convivencia es particularmente importante, porque incluye la cuestión del matrimonio. Debemos, pues, ampliar nuestras reflexiones al respecto. La convivencia permanente no solo es repudiable porque traba el libre desarrollo del intelecto, sino además porque es incompatible con las tendencias y las imperfecciones del ser humano. Es absurdO esperar que las propensiones y los deseos de dos personas han de coincidir por tiempo indefinido. Obligarles a vivir siempre juntos, equivale a condenarlos a una vida de eternas disputas, rozamientos y desdichas. No puede ocurrir de otro modo, desde que estamos muy lejos de la perfección. La creencia de que una persona necesita compañero vitalicio, se funda en un conjunto de errores. Es fruto de las sugestiones de la cobardía. Surge del deseo de ser amados y estimados por méritos que no poseemos.
Pero el mal del matrimonio, tal como se practica en los países europeos, tiene raíces más hondas. Lo corriente es que una pareja de jóvenes, románticos y despreocupados, apenas se han conocido, en momento de mutua ilusión, juren guardarse amor eterno. ¿Cuál es la lógica consecuencia? Casi siempre el desengaño no tarda en hacer presa de ambos. Tratan de soportar como pueden el resultado de su irremediable error y con frecuencia se ven obligados a engañarse mutuamente. Finalmente, llegan a considerar que lo más prudente es cerrar los ojos ante la realidad y se sienten felices si mediante cierta perversión del intelecto logran convencerse de que la primera impresión que se formaron uno de otro, era justa. La institución del matrimonio constituye, pues, una forma de fraude permanente. Y el hombre que tuerce su juicio en las contingencias de la vida cotidiana, llegará a padecer una deformación substancial del mismo. En vez de corregir el error apenas lo descubrimos, nos esforzamos por pepetuarlo. En vez de perseguir incansablemente el bien y la virtud, nos habituamos a restringirlos, cerrando los ojos ante las más bellas y admirables perspectivas. El matrimonio es fruto de la ley, de la peor de todas las leyes. A pesar de cuanto nos digan nuestros sentidos; a pesar de la felicidad que nos ha de deparar la unión con determinada persona; a pesar de los defectos de esa mujer o de los méritos de la otra, debemos por encima de todo acatar la ley y no lo que dispone la justicia.
Agréguese a esto que el matrimonio (1) constituye la peor de todas las formas de propiedad. Cuando la legislación prohibe a dos seres humanos seguir sus propios impulsos, se impone el reinado omnímodo del prejuicio. En tanto que procuro imponer mi derecho exclusivo sobre una mujer, prohibiendo al vecino que muestre ante ella sus superiores méritos y obtenga el premio correspondiente, soy culpable del más odioso de los monopolios. Los hombres se disputan ese codiciado premio, desplegando todo género de astucias y de malas artes con el objeto de lograr la satisfacción de sus deseos o de frustrar las esperanzas de sus rivales. Mientras subsista tal estado de cosas, la filantropía será burlada y escarnecida de mil modos distintos y la corriente de corrupción seguirá fluyendo sin cesar.
La abolición del matrimonio no traerá grandes males (2). Estamos acostumbrados a considerar tal eventualidad como el comienzo de una era de depravación y concupiscencia. Pero ocurre en eso lo que en muchos otros casos, donde las leyes que se establecen con el objeto de reprimir nuestros vicios, son las que en realidad los excitan y multiplican. Por otra parte, debemos tener en cuenta que los mismos sentimientos de justicia y felicidad que en una sociedad igualitaria eliminarán los incentivos del lujo, harán moderar nuestros apetitos de diversa índole, llevándonos a dar siempre preferencia a los placeres del intelecto, por encima de los placeres de los sentidos.
La relación entre los sexos será regida entonces por las mismas normas de la amistad. Prescindiendo de toda adhesión irreflexiva, es indudable que he de encontrarme alguna vez con un hombre de mérito que atraiga particularmente mi afecto. La amistad que hacia él sienta, se hallará en relación directa con su mérito. Lo mismo habrá de ocurrir cuando se trate de sexos opuestos. Cultivaré relaciones asiduas con la mujer cuyas cualidades me hayan impresionado más favorablemente. Pero podrá suceder que otros hombres sientan por ella igual preferencia. Esto no significará dificultad alguna. Todos podremos disfrutar igualmente de su conversación y compañía; y seremos todos suficientemente juiciosos para considerar el aspecto sexual de estas relaciones como enteramente secundario. Como en cualquier otro caso que afecte simultáneamente a dos personas, ello deberá resolverse mediante mutuo consentimiento. La estimación del tráfico sexual como algo de primordial importancia en las relaciones de la más pura afección, es fruto de la actual depravación mental. Las personas razonables comen y beben, no por el placer de hacerlo, sino porque el alimento y la bebida son indispensables para su existencia. De igual modo, las personas razonables contribuyen a propagar la especie, no por el placer de los sentidos que de ello derivan, sino porque es necesario propagar la especie. El modo como han de realizar esta función está regulado por los dictados de la razón y el deber.
Tales son algunos de los conceptos que probablemente regirán las relaciones entre los sexos. No es posible afirmar definidamente si bajo esa forma de sociedad se sabrá con precisión quién es el padre de determinado niño, pero es indudable que tal determinación carecerá de importancia. Son las costumbres de la aristocracia, el amor propio y el orgullo familiar, lo que hace asignar hoy especial valor a ese hecho. No debo dar preferencias a una persona determinada porque sea mi padre, mi mujer o mi hijo, sino porque tal persona es digna de ello en virtud de poseer cualidades susceptibles de ser apreciadas por cualquiera. Una de las medidas que probablemente inspirará el espíritu de democracia, será la abolición de los apellidos.
Veamos ahora en qué forma se modificará en esa sociedad la educación. Cabe suponer que la abolición del matrimonio hará de esta cuestión en cierto modo un problema público. Si bien, de acuerdo con la tesis esencial de la presente obra, es incompatible con los principios de un sistema racional cuidar de la educación mediante instituciones positivas de la comunidad (3
Antes de abandonar este aspecto de la cuestión, queremos anticipamos a responder a un reparo que podría surgir en la mente de muchos lectores. Podrán argüir, por ejemplo, que el hombre ha sido formado para la sociedad y para la recíproca benevolencia; por consiguiente su naturaleza es poco adaptable a las condiciones de individualidad que aquí han sido delineadas. La verdadera perfección del hombre consiste en unir su vida a la de otra persona y un sistema que le prohibe toda parcialidad o preferencia, tiende a empujado a la degeneración y no al perfeccionamiento indefinido.
Es indudable que el hombre ha sido formado para la sociedad. Pero el hecho de diluir su existencia y su personalidad entre los demás, es en sumo grado pernicioso. Cada cual debe reposar sobre su propio centro y consultar su propia conciencia. Cada uno debe sentir su independencia y afirmar los principios de la verdad y la justicia, sin adaptarlos villanamente a las condiciones de su situación particular ni a los erroresde los demás.
El hombre ha sido formado para la sociedad. Esto significa que sus facultades le habilitan para servir al conjunto y no a una parte solamente. La justicia nos induce a simpatizar con un hombre de méritos superiores, más que con un ser indigno y corrompido. Pero toda parcialidad en el sentido estricto del término tiende a perjudicar a quien la siente, a la comunidad en general e incluso a quien es objeto de ella. El espíritu de la parcialidad ha sido bien expresado en la memorable frase de Tucídides: ¡Dios no permita que me siente en un banco del tribunal donde los amigos no encuentran más favor que los extranjeros! De hecho, en todos los actos de nuestra vida, nos sentamos en algún banco de tribunal y representamos, en modesta escala, el papel de juez injusto, cada vez que nos permitimos la más leve partícula de parcialidad ...
Siendo incompatibles las leyes y restricciones de cualquier índole con una sociedad auténticamente justa, es evidente que tampoco deberán existir trabas materiales para la acumulación de la propiedad. La garantía contra tal acumulación reside, como lo hemos expuesto ya anteriormente, en la comprensión general del absurdo y la inutilidad de la acumulación. En el supuesto harto improbable que el hecho se produjera, en una sociedad donde los principios de justicia han sido debidamente comprendidos, no entrañaría peligro alguno. Los hombres se sentirían movidos a piedad o a risa ante la evidencia de tan extraña perversión mental como sería la de acumular bienes en una sociedad de tal modo constituída.
¿Cuál es la condición para que un objeto sea calificado como de mi propiedad? El hecho que sea necesario para mi bienestar. Mi derecho es inherente a la existencia de esa necesidad. La palabra propiedad subsistirá probablemente. Sólo será cambiado su significado. El error no reside tanto en la idea misma de propiedad como en la fuente de la cual surge. Es realmente mío aquello que yo necesito para mi uso. Lo demás, aunque sea producto de mi trabajo, no me pertenece y sería una usurpación retenerlo.
El poder será desconocido en esa sociedad. Nada será menos lamentado que su ausencia. Nadie codiciará lo que yo tengo para mi uso, a menos que tenga la seguridad de que es más útil en su posesión. La habitación privada será tan sagrada como lo es actualmente. Nadie ha de interrumpir el curso de mis estudios y meditaciones. Nadie querrá quitarme mi alojamiento, pues podrá fácilmente proveerse de otro igual o mejor. Probablemente ocupe indefinidamente las mismas habitaciones. No hay tarea ni investigación que no requiera el empleo de cierto mecanismo o que no dé lugar a ciertos hábitos; de ahí la conveniencia general de que ese mecanismo o esos hábitos sean respetados. Pero si la idea de propiedad ha de subsistir, aunque mOcfificada, el egoísmo y la envidia que hoy la acompañan, desaparecerán por completo. Los candados y cerrojos no tendrán razón de ser. No habrá inconveniente alguno para que nuestros vecinos usen objetos de nuestra pertenencia, sin impedir nuestro propio uso de tales objetos. Siendo neófitos en cuanto a la comprensión de semejante orden de cosas, tendemos a suponer que una concepción tan amplia de la propiedad personal dará lugar a mil disputas diarias. Pero en realidad será imposible que se produzcan disputas. Éstas son generalmente el fruto de un desmedido egoísmo. ¿Queréis mi mesa? Construid otra igual para vos. Pero puesto que os aventajo en habilidad para estas tareas, os haré una. ¿La queréis inmediatamente? Comparemos la urgencia de vuestra necesidad con el tiempo que yo dispongo y que la justicia decida.
Estas consideraciones nos llevan a examinar otra dificultad adicional: la relativa a la división del trabajo. ¿Deberá cada uno fabricar sus herramientas, sus muebles y demás objetos de uso personal? Esto sería sumamente aburrido. Es evidente que realizamos con más destreza y en menos tiempo las tareas que estamos más acostumbrados a desempeñar. Es cosa razonable que hagáis para mí un objeto cuya confección me demandaría tres veces más tiempo, resultando finalmente mal hecho. ¿Introduciremos, pues, el cambio o trueque? De ningún modo. Quizá subsista el espíritu general del intercambio; cada uno dedicará una porción igual de tiempo al trabajo manual. Pero la práctica individual del comercio es altamente perniciosa. Desde el momento en que, para serviros, reclamo algo más que la justificación de vuestra necesidad; desde que, aparte de los dictados de la buena voluntad, yo exijo a cambio alguna ventaja personal, deja de regir el régimen de justicia política y es violada la pureza de sus principios. Ningún hombre estará ligado a un oficio. No podemos suponer que nadie fabrique objeto alguno, si no es en relación con la necesidad de dicho objeto. La única profesión, superior a cualquiera otra, de la cual participarán todos los individuos, es la de ser humano; quizá también la de agricultor.
La división del trabajo, tal como ha sido tratada por los escritores mercantiles, es casi siempre el fruto de la avaricia. Se ha descubierto que diez personas pueden fabricar por día doscientas cuarenta veces más alfileres que una sola persona en el mismo tiempo (5). Este hallazgo servirá para favorecer el lujo y el derroche. Se trata de establecer hasta qué punto es necesario exprimir el trabajo de las clases inferiores, a fin de cubrir de oro a los soberbios y a los holgazanes. Los inventos de esa especie aguzan el ingenio del comerciante, en su empeño de llenar cada vez más su caja fuerte. Cuando los hombres aprendan a prescindir de las cosas superfluas, no tendrá objeto perseguir ese extraordinario rendimiento del trabajo. La utilidad que resulte del probable ahorro de esfuerzo no compensará los males que necesariamente han de surgir de una operación demasiado vasta.
De todo lo dicho se deduce que en la sociedad a que nos referimos habrá división del trabajo, en relación con el estado salvaje o solitario del hombre. Pero habrá una mayor integración (6) de tareas, con respecto al sistema que actualmente prevalece en los países civilizados de Europa (7).
Notas
(1) En la segunda y en la tercera edición: ... el matrimonio, tal cual es hoy comprendido, es un monopolio y el peor de los monopolios.
(3) Libro VI, cap. VIII.
(4)Capítulo V, parte II.
(5) La riqueza de las Naciones, de Adam Smith, libro I, cap. I.
(6) En la segunda y la tercera edición: simplificación.
(7 El capítulo VII, De la objeción basada en el principio de población, es omitido, pues, aparte de ser excesivamente conjetural, ha sido muy superado por las consideraciones más cuidadosas de Malthus y por las de sus discípulos e impugnadores, incluso el mismo Godwin. Acerca de la especulación sobre la inmortalidad corporal que contiene este capítulo, que los adversarios de Godwin han citado a menudo para probar que éste no era más que un absurdo utopista, dice nuestro autor: Cuanto va a continuación debe considerarse en cierto modo como una desviación hacia el campo de la conjetura. Si fuera falso, quedaría igualmente inexpugnable el gran sistema, del cual esta especulación es accesoria, sistema basado en el sólido fundamento de la razón. Si lo que aquí proponemos no constituye un remedio (para el problema de la población) no se deduce que tal remedio no exista. Este gran objeto de la investigación queda abierto, por deficientes que sean las sugestiones que aquí ofrecemos.
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