Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William Godwin | Capítulo anterior | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO OCTAVO
DE LOS MEDIOS DE IMPLANTAR UN SISTEMA EQUITATIVO DE PROPIEDAD
Después de haber trazado claramente y sin reservas las líneas generales de este magnífico cuadro, sólo queda una cuestión a resolver. ¿De qué modo será puesto en práctica ese grandioso plan de perfeccionamiento social? ¿Cuáles son los primeros pasos deseables en ese sentido? ¿Cuáles otros son inevitables? ¿No se verá el período inicial de esa nueva sociedad parcialmente influído por los males que hoy sufrimos?
Nada despierta tanto horror en el espíritu de muchas personas como la idea de las violencias que según ellas habrán de resultar de la divulgación de los llamados principios niveladores. Suponen que esos principios fermentarán en la mente del vulgo y, al pretender llevarlas a la práctica, darán lugar a toda clase de calamidades. Creen que las clases más ignorantes e incivilizadas de la sociedad darán rienda suelta a sus pasiones y cometerán toda especie de excesos. La ciencia y el buen gusto, las conquistas de la inteligencia, los descubrimientos de los siglos, las bellezas del arte y de la poesía; todo eso será pisoteado y destruído por esos bárbaros. Será una nueva invasión de godos y vándalos. Y lo más lamentable es que las víboras que nos morderán han sido abrigadas en nuestro propio seno.
Imaginan la escena como masacre inicial. Todo cuanto exista de grande, noble e ilustre, será lo primero en caer bajo la furia destructora. Las personas que se distingan por la peculiar elegancia de sus modales, por la belleza de su dicción o de su estilo, serán víctimas predilectas del odio y de la envidia. Las que intercedan valerosamente en favor de los perseguidos o se atrevan a expresar verdades que la masa no quiera escuchar, serán indefectiblemente señaladas para el sacrificio.
Nuestra parcialidad en favor del sistema igualitario que hemos delineado anteriormente, no nos impedirá reconocer que este cuadro sombrío puede corresponder a la realidad. Es probable que la consecuencia inmediata de una revolución sea una espantosa masacre, es decir el espectáculo más odioso y repugnante que nuestra imaginación puede concebir. La temblorosa y desesperada espectación de los vencidos y el furor sanguinario de los vencedores, se funde en sucesivas escenas de horror que superan la descripción de las regiones infernales. Las ejecuciones a sangre fría que hoy se cumplen en nombre de la justicia, quedarán muy atrás. Los ministros y los ejecutores de la ley han conciliado ya su espíritu con la espantosa tarea que cumplen, sintiéndose libres de las pasiones que la cruel acción involucra. Pero los instrumentos de las masacres actúan bajo los impulsos de un odio diabólico y desenfrenado. Sus miradas echan chispas de furor y de crueldad. Persiguen a sus víctimas de calle en calle y de casa en casa. Las arrancan de los brazos de sus padres o de sus esposas. Se hartan de barbarie y de injurias y profieren horribles gritos de júbilo ante la visión de sus propias iniquidades.
Acabamos de contemplar el horrible cuadro. ¿Cuál es la conclusión que de él derivamos? ¿Debemos acaso rehuir la razón, la justicia, la virtud y la felicidad? Suponed que la difusión de la verdad traerá como consecuencia temporal escenas semejantes a las que acabamos de describir, ¿debemos por ello dejar de propagarla? La responsabilidad de los crímenes no recaerá sobre la verdad, sino sobre el error anteriormente impuesto. Un investigador imparcial los juzgará como los últimos horrores debidos al despotismo, que causaría a través del tiempo, en caso de perdurar, daños infinitamente más graves. Para emitir un juicio ecuánime, debemos contrastar los momentos relativamente breves de crueldad y violencia con siglos de felicidad humana. Ninguna imaginación es capaz de concebir la perfección moral y la serena virtud que sucederán al establecimiento de la propiedad sobre genuinas bases igualitarias.
¿Cómo suprimir la verdad y mantener la saludable intoxicación, la tranquila locura del espíritu que muchos desean? Ese ha sido el fin que han perseguido todos los gobiernos que se sucedieron a través de las edades. ¿Tenemos esclavos? Mantengámolos sistemáticamente en la ignorancia. ¿Poseemos colonias y factorías? Nuestra mayor preocupación será evitar que lleguen a ser populosas y prósperas. ¿Tenemos súbditos? Tratemos de hacerlos dóciles, bajo el peso de su miseria y su impotencia; la abundancia sólo servirá para volverlos ingobernables, desobedientes y levantiscos (1). Si ésta fuera la verdadera filosofía de las instituciones sociales, deberíamos apartarnos de ella con horror. ¡Cuán miserable aborto sería la especie humana, si todo lo que tendiera a hacerla sabia, la volviera libertina y malvada! Nadie que medite un instante podrá admitir tal absurdo. ¿Es posible que la percepción de la verdad y la justicia, junto con el deseo de realizar sus postulados, sean motivo de irremediable ruina? Puede acontecer que los primeros rayos de luz que iluminen las mentes, provoquen al mismo tiempo cierto desorden. Pero todo pensador ecuánime ha de reconocer que el orden y la felicidad sucederán a la confusión. Negarse a aplicar el remedio por temor a esta confusión momentánea, equivale a impedir que nos coloquen en su lugar el hueso dislocado para evitarnos el dolor de la operación. Si los hombres han extraviado el camino que conduce a la virtud y a la felicidad, eso no es motivo suficiente para que el extravío dure eternamente. No debemos silenciar el error cometido ni temer desandar los pasos que nos han conducido hacia la senda equivocada.
Por otra parte, ¿podemos acaso suprimir la verdad? ¿Podemos detener el espíritu investigador? Si ello fuera posible, tal misión corréspondería al más desenfrenado despotismo. El espíritu tiende a una constante superación. Su genuina acción liberadora sólo puede ser contrarrestada mediante una permanente presión del poder y los medios que éste emplee para ese efecto han de ser necesariamente tiránicos y sanguinarios, así como miserables y repugnantes los resultados que produzcan: cobardía, hipocresía, servilismo, ignorancia. He ahí la alternativa que se presenta a los príncipes y gobernantes, si es que disponen realmente de una alternativa: o bien suprimen en absoluto la investigación de la verdad, por medio de la más arbitraria violencia, o bien permiten un campo libre para la formación y la exposición de las opiniones.
Es indudable que los gobiernos tienen el deber de observar una estricta e inalterable neutralidad a ese aspecto. Es igualmente cierto que el deber de los ciudadanos consiste en exponer la verdad, de modo claro y sincero, sin deformaciones ni reservas, sin buscar la ayuda de medios artificiosos para su publicación. Cuanto más plenamente se manifieste la verdad; cuando más claramente sean conocidos sus verdaderos alcances, menos lugar habrá para la confusión y sus deplorables efectos. El verdadero filántropo, lejos de rehuir la discusión, se sentirá ansioso de participar en ella, de ejercer sus facultades de investigación en toda su fuerza y de contribuir con todas sus energías a que la influencia del pensamiento sea al mismo tiempo clara y profunda.
Siendo, pues, evidente que la verdad debe ser proclamada a toda costa, veamos cuál es el precio real que exige; es decir, consideremos la magnitud de la confusión y la violencia que son inevitables a causa del paso hacia adelante que la humanidad ha de realizar. Afirmemos, ante todo, que el progreso no es forzosamente inseparable de la violencia. El simple hecho de adquirir y acumular conocimientos y verdades, no implica una tendencia hacia el desorden. La violencia sólo puede surgir der choque de espíritus opuestos, del antagonismo de diversos grupos de la colectividad que participan de ideas contrarias, sintiéndose exasperados por esa recíproca oposición.
En ese interesante período de transición, cuando el espíritu humano. se encuentra ante una fase crítica de su historia, corresponden deberes indeclinables a los diversos grupos de la colectividad. Esos deberes gravitan con mayor fuerza sobre las mentes más esclarecidas y, por lo tanto las más capaces de guiar a los demás hombres en el descubrimiento de la verdad. Tienen la obligación de ser activos, infatigables y desinteresados. Deben abstenerse del empleo de un lenguaje incendiario, de toda expresión de acritud y resentimiento. Es inadmisible que el gobierno se erija en árbitro acerca de las formas de expresión más decorosas. Pero esta misma razón hace doblemente obligatorio que quienes comunican su pensamiento a los demás, ejerzan una rígida autocensura sobre sus expresiones. La buena nueva de la libertad y la igualdad constituye un mensaje cordial para todos los hombres. Tiende tanto a libertar al campesino de la iniquidad que deprime su espíritu, como a redimir al potentado de los excesos que lo corrompen. Los portadores de ese mensaje deben cuidarse de alterar la cordial bondad del ismo y demostrar que esa bondad halló alojamiento en sus propios corazones.
Pero esto no significa que deban disfrazar de algún modo la verdad. Nada más pernicioso que la máxima que aconseja atemperar la verdad, expresando sólo aquella parte que, a nuestro juicio, son capaces de comprender nuestros contemporáneos. Máxima que se practica hoy casi universalmente y que constituye la prueba de un lamentable estado de depravación. Mutilamos y regateamos la verdad. La comunicamos en mezquinas dosis, en lugar de trasmitirla en la forma plena y liberal que se ha manifestado en nuestro propio espíritu. Pretendemos que los principios que son adecuados en un país -los mismos principios que declaramos eternamente justos- no lo son en otro. Para engañar a los demás con tranquila conciencia, comenzamos por engañarnos a nosotros mismos. Imponemos grilletes a nuestro espíritu y no nos atrevemos a confiar en él para la búsqueda de la verdad. Esa práctica tiene su origen en las maquinaciones de partido y en la ambición de los dirigentes, de erigirse muy por encima del rebaño temeroso, vacilante y mezquino de sus secuaces. No hay motivo alguno para que yo no declare en una asamblea y ante la faz del mundo que soy republicano. No hay mayor razón para que, siendo republicano bajo un gobierno monárquico, entre en una facción destinada a alterar el orden, que, para hacer lo mismo, siendo monárquico, bajo un gobierno republicano. Toda colectividad, como todo individuo, se gobierna según las ideas que tiene acerca de la justicia. Debemos buscar, no el cambio de las instituciones mediante la violencia, sino el cambio de las ideas mediante la persuasión. En lugar de acudir a facciones e intrigas, debemos simplemente proclamar la plena verdad y confiar en la pacífica influencia de la convicción. Si hay una asociación que no acepta esa actitud, debemos rehusamos a pertenecer a ella. Ocurre muy a menudo que nos hallamos propensos a imaginar que el puesto de honor ,-o, lo que es mejor, el puesto de utilidad es una cosa privada (2).
El disimulo que hemos censurado, aparte de sus perniciosos efectos sobre la persona que lo practica y de un modo indirecto sobre la sociedad en general, tiene una consecuencia particularmente funesta en cuanto al problema que estamos considerando. Equivale a cavar una mina y a preparar una explosión. Toda restricción artificiosa tiende a ese efecto. En cambio, los progresos de la verdad sin trabas son siempre saludables. Tales avances se producen gradualmente y cada paso hacia adelante prepara los espíritus para el paso subsiguiente. Los progresos repentinos, sin preparación previa, tienden a despojar a los hombres del auto dominio y de la sobriedad. El disimulo tiene el doble efecto de dar a las multitudes un tono áspero y agresivo cuando descubren lo que se les ocultaba, y de engañar a los depositarios del poder político, a quienes sumerge en un ambiente de falsa seguridad e inducen a mantener una obstinación funesta.
Después de haber considerado la actitud que corresponde a los hombres ilustrados y prudentes, fijemos nuestra atención en una clase distinta: en los ricos y poderosos. Declaremos, ante todo, que es erróneo desesperar de estas personas como probables defensores de la igualdad. La humanidad no es tan miserablemente egoísta como suponen los cortesanos y los satíricos. Tratamos siempre de convencernos de que nuestros actos "e inclinaciones se hallan conformes con los principios del bien o, al menos, que son inofensivos (3). Por consiguiente, si la justicia ocupa un lugar tan importante en nuestras determinaciones, no puede ponerse en duda que una clara e imperiosa idea de la justicia será un factor decisivo en la elección de nuestra conducta. Cualquiera que sea el motivo circunstancial que nos haya hecho adoptar una virtud determinada, hallamos pronto mil razones que refuerzan nuestra decisión. Encontramos motivos de reputación, de preeminencia, de autosatisfacción, de paz espiritual.
Los ricos y los poderosos están lejos de sentirse insensibles a las ideas de felicidad general, cuando éstas son presentadas en forma suficientemente atractiva y evidente. Tienen la considerable ventaja de no sentir su espíritu amargado por la tiranía ni embrutecido por la miseria. Se hallan calificados para juzgar acerca de la vanidad de ciertas pompas que parecen imponentes a distancia. A menudo se sentirán indiferentes ante ellas, salvo que el hábito y la edad las hayan arraigado. Si les demostráis la magnanimidad y el valor que significa el abandono de sus privilegios, quizá los abandonen sin resistencia. Cuando, en virtud de un accidente, un hombre de esa condición se ha visto obligado a abrirse camino en determinada empresa, no ha dejado de desplegar ingente energía. Son pocos los seres tan inactivos que prefieran permanecer en un supino goce de las ventajas que han obtenido por su nacimiento. El mismo espíritu que ha llevado a las jóvenes generaciones de la nobleza a afrontar los rigores de la vida de campamento, podría fácilmente ser empleado para convertirlos en campeones de la causa de la igualdad. No hay que creer que la superior virtud que reside en este empeño, deje de producir su saludable influjo.
Pero supongamos que una gran parte de los ricos y los poderosos no esté dispuesta a ceder a otro estímulo que el de su particular interés y comodidad. No será difícil demostrarles que su verdadero interés será muy poco afectado. De la actitud de esa clase depende sin duda que el futuro de la humanidad sea de tranquilidad o de violencia. Nos dirigiremos a ellos en los siguientes términos: Es vana vuestra pretensión de luchar contra la verdad. Vale tanto como la de detener los desbordes del océano con vuestras solas manos. Ceded a tiempo. Buscad vuestra seguridad en la contemporización. Si no queréis aceptar los dictados de la justicia política, ceded, al menos, ante un enemigo al que jamás podréis vencer. Muchísimo depende de vosotros. Si sois juiciosos y prudentes, si queréis salvar vuestra vida y vuestro bienestar personal del naufragio del privilegio y la injusticia, tratad de no irritar ni desafiar al pueblo. Si abandonáis vuestra tozudez, no habrá confusión ni violencia, no se derramará una gota de sangre y podréis ser felices. Si no desafiáis la tormenta, si no provocáis el odio contra vosotros, aún es posible, aún es de esperar que la tranquilidad general sea salvada. Pero si sucediera de otro modo, vosotros seréis los responsables de todas las consecuencias. Sobre todo, no os dejéis arrullar con una aparente impresión de seguridad. Hemos visto ya cómo la hipocresía de los sabios de nuestros días -esos que profesan tantos principios y tienen una noción confusa sobre muchos otros, pero que no se atreven a examinar el conjunto con visión clara y espíritu firme- ha tratado de incrementar esa impresión de seguridad. Pero hay aún un peligro más evidente. No os dejéis extraviar por el coro insensato y aparentemente general de los que carecen en absoluto de principios. Los postulantes son guías harto dudosos en la orientación acerca de la futura conducta del pueblo. No contéis con la numerosa corte de paniaguados, sirvientes y adulones. Su apego a vosotros es muy incierto. Son hombres, después de todo, y no pueden ser del todo insensibles a los intereses y reclamos de la humanidad. Muchos de ellos os seguirán mientras el sórdido interés les aconseje hacerlo. Pero, desde que se percaten que vuestra causa es una causa perdida, ese mismo interés los hará pasarse al bando enemigo. Los veréis desaparecer repentinamente, como el rocío matinal.
¿No podemos esperar que seáis capaces de comprender otras razones? ¿No sentiréis escrúpulos al resistir el más grande beneficio de la humanidad? ¿Estáis dispuestos a ser juzgados por los más ilustres de vuestros contemporáneos, como empecinados enemigos de la justicia y de la filantropía, conservando esta tacha hasta la más remota posteridad? ¿Podéis conciliar con vuestra conciencia el hecho de disponeros a sofocar la verdad, estrangulando la naciente felicidad humana en aras de un sórdido interés personal, que perpetúe el régimen de la corrupción y el engaño? ¡Quiera Dios que logremos hacer comprender estos argumentos a los ilustrados defensores de la aristocracia! ¡Quiera Dios que, al decidir cuestión tan importante, no se dejen influir por la pasión, ni por el prejuicio, ni por los vuelos de la fantasía! Sabemos que la verdad no necesita de vuestra alianza para triunfar. No tememos vuestra amistad. Pero nuestros corazones sangran al ver tanto valor, tanto talento y tanta virtud esclavizados por el prejuicio y alistados en las filas del error. Os exhortamos por vosotros mismos y por el honor de la naturaleza humana (4).
Será conveniente dirigir también algunas palabra a la masa general de adherentes de la causa de la justicia. Si los argumentos expuestos en esta obra son válidos, lo menos que cabe deducir de ellos, es que la verdad es irresistible ...
Este axioma de la omnipotencia de la verdad, debe ser el timón que guíe nuestros actos. No nos precipitemos a realizar hoy lo que la difusión de la verdad hará inevitable mañana. No nos empeñemos en acechar ansiosamente ocasiones y circunstancias. El triunfo de la verdad es independiente de determinados acontecimientos. Evitemos cuidadosamente la violencia; la fuerza no es un argumento y es, además, absolutamente indigna de la justicia. No alentemos en nuestros corazones el odio, el resentimiento, el desprecio ni la venganza. La causa de la justicia es la causa de la humanidad y sus defensores deben desbordar de sentimientos de benevolencia. Debemos amar esa causa porque, a medida que su triunfo se aproxime, aumentará la felicidad de los seres humanos. Ese triunfo ha sido retardado por los errores de sus propios partidarios; por el tono de rudeza, de rigidez y fiereza con que han propagado lo que en sí mismo es todo bondad. Sólo esto ha podido determinar que la mayoría de los pensadores no hayan concedido a esta causa la atención que merece. Que sea tarea de los nuevos defensores de la justicia, el remover los obstáculos que han impedido su comprensión.
Tenemos sólo dos deberes indiscutibles, cuyo cumplimiento nos pondrá al abrigo del error. El primero, es un permanente cuidado de ese gran instrumento de la justicia, que es la razón. Debemos divulgar nuestras convicciones con la más absoluta franqueza, procurando imprimirlas en la conciencia de nuestros semejantes. En esta misión, no ha de haber lugar para el desaliento. Debemos aguzar nuestras armas intelectuales, aumentar incesantemente nuestros conocimientos, sentirnos poseídos por la magnitud de la causa. E incrementar constantemente esa tranquila presencia de espíritu y de autodominio que habilitará para proceder de acuerdo con nuestros principios. Nuestro segundo deber es la calma.
No sería justo eludir una cuestión que surgirá inevitablemente en la mente del lector. Si la implantación de un sistema igualitario de la propiedad no ha de producirse por obra de leyes, decretos o instituciones públicas, sino en virtud de la convicción personal de los individuos, ¿de qué modo se iniciará ese régimen? Al responder a esta pregunta, no es necesario probar una proposición tan sencilla como que todo republicanismo, toda nivelación de grados o privilegios, tienden fuertemente hacia la distribución equitativa de la propiedad. Es así como fue completamente aceptado este principio en Esparta. En Atenas, la generosidad pública fue tal que casi eximía a los ciudadanos de la necesidad del trabajo manual; los ciudadanos ricos y eminentes lograban cierta tolerancia para sus privilegios, gracias al modo liberal con que abrían sus almacenes para el uso público. En Roma se agitaron mucho las leyes agrarias, un miserable e inadecuado sustituto de la equidad, si bien surgido de la aspiración común de justicia. Si los hombres han de continuar progresando en discernimiento, lo que sin duda harán con ritmo creciente, llegará un momento en que, al remover los injustos gobiernos que hoy retardan el progreso colectivo, comprenderán que, así como son inicuos los privilegios nobiliarios, es igualmente inicuo que un hombre padezca necesidades en tanto que otro dispone con exceso de bienes que ninguna falta hacen a su propio bienestar.
Es un error creer que esa injusticia es sentida solamente por las capas inferiores de la sociedad, que la sufren directamente, por lo cual, el mal sólo sería corregible por la violencia. Sin embargo, es necesario observar que todos sufren sus consecuencias, tanto el rico que acapara bienes como el pobre que carece de ellos. En segundo lugar, como se ha demostrado abundantemente en el curso de esta obra, los hombres no son gobernados exclusivamente por sus intereses particulares, tal como comúnmente se cree. También se ha demostrado, más claramente si cabe, que ni siquiera los egoístas son impulsados solamente por el afán de bienes materiales, sino, sobre todo, por el deseo de distinción y preeminencia, lo que constituye en cierto modo una pasión universal. En tercer lugar, no hay que olvidar que el progreso de la verdad constituye la más poderosa de las causas humanas. Es absurdo suponer que la teoría, en el mejor sentido de la palabra, no se halla esencialmente ligada a la práctica. Que lo que nuestra inteligencia aprueba clara y distintamente, no haya de influir inevitablemente en nuestra conducta. La conciencia no es un agregado de facultades que disputan entre sí el gobierno de nuestra conducta, sino un todo armónico, donde la voluntad responde a los mandatos de la inteligencia. Cuando los hombres comprendan plena y distintamente que la acumulación y el lujo constituyen una locura, cuando ese sentimiento sea suficientemente generalizado, será imposible que continúen persiguiendo los medios de alcanzar riquezas con igual avidez que antes.
No será difícil destacar en la línea progresiva seguida por los pueblos de Europa, desde la barbarie hasta la actual civilización, los rasgos que acusan una clara tendencia hacia la igualdad de bienes. En la época feudal, como hoy en la India y en otras partes de la tierra, los hombres nacían dentro de una determinada casta, siendo imposible para un campesino alcanzar el rango de nobleza. Exceptuando a los nobles, no había ricos, puesto que el comercio interior y exterior apenas existía. El comercio fue un instrumento eficiente para destruir esas barreras, aparentemente inaccesibles, y para anular los prejuicios de la nobleza, que consideraba a los plebeyos como a seres de especie inferior. La ciencia fue otro y más poderoso instrumento en el mismo sentido. En todas las épocas hubo hombres del más humilde origen que alcanzaron la mayor eminencia intelectual. El comercio demostró que se podían reunir riquezas sin contar con privilegios de nacimiento. Pero la ciencia demostró que los hombres de humilde cuna podían superar en conocimientos a los señores. Un observador atento podrá anotar el desarrollo progresivo y paulatino de ese proceso. Mucho después que la ciencia había comenzado a desplegar sus fuerzas, sus adeptos rendían servil homenaje a los poderosos, de modo tal que ningún hombre de nuestros días podría contemplar sin asombro. Sólo mucho más tarde comprendieron los hombres que el saber podía alcanzar sus fines sin necesidad de protectores. Actualmente un hombre de escasa fortuna, pero de gran mérito intelectual, será recibido entre las personas civilizadas con suma estimación y respeto. En cambio, el ricacho que se atreviera a tratar a ese hombre con menos aprecio, recibiría sin duda su merecido por su grosería. Los habitantes de lejanas aldeas, donde los viejos prejuicios tardan en desvanecerse, quedarían sin duda atónitos al comprobar qué parte relativamente pequeña ocupa la riqueza en la estimación que se dispensa a los hombres en nuestros círculos ilustrados.
Es indudable que todo esto sólo proporciona débiles indicios. Con la moral ocurre en ese sentido lo mismo que con la política. El progreso es al principio tan lento que la mayor parte de los hombres no se percatan de su desarrollo. Sus resultados sólo pueden apreciarse al cabo de cierto tiempo, estableciendo una comparación entre las diversas situaciones y circunstancias de uno y otro período. Después del transcurso de ciertas etapas, los cambios se distinguen más claramente y los avances son más rápidos y decisivos. Mientras la riqueza lo fue todo, era explicable que los hombres pugnaran por adquirirla, aun al precio de la integridad de su conciencia. La verdad absoluta y universal no se ha presentado todavía a los hombres con suficiente vigor para desterrar cuanto deslumbra los ojos y halaga los sentidos. Así como han declinado los privilegios de nacimiento, no dejarán de sucumbir los privilegios de la riqueza. A medida que el republicanismo gane terrenno, los hombpes irán siendo estimados por lo que son y no por lo que el poder les concede y por lo que el poder les puede quitar.
Reflexionemos un instante en las consecuencias graduales de esta revolución en las opiniones. La libertad de comercio será uno de sus primeros resultados y, por consiguiente, la acumulación de riqueza será menos considerable y menos frecuente. Los hombres no estarán dispuestos, como sucede hoy, a lucrar con la miseria del prójimo y a reclamar por sus servicios un precio desproporcionado al valor de los mismos. Calcularán lo que sea razonable, no lo que puedan imponer a modo de extorsión. El maestro de un taller, que emplee asalariados, concederá a su esfuerzo una recompensa más amplia que la que suelen fijar actualmente quienes se aprovechan de la circunstancia accidental de disponer de cierto capital. La liberalidad del amo completará en el espíritu del obrero el proceso que las ideas de justicia social han iniciado. El trabajador no malgastará en disipaciones el pequeño excedente de su ganancia, ésa disipación que es hoy una de las causas primeras que lo someten a la voluntad de su patrono. Se libertará de la desesperación y del temor ancestral que engendró la esclavitud, comprendiendo que la comodidad y la independencia están a su alcance, no menos que al alcance de cualquier otro miembro de la sociedad. Eso significará un nuevo paso hacia la etapa más avanzada, en que el trabajador percibirá por su trabajo la cantidad íntegra que el consumidor pague por el mismo, sin necesidad de sostener un intermediario ocioso e inútil.
Los mismos sentimientos que llevarán a la liberalidad en la industria, conducirán a la liberalidad en la distribución. El industrial que no quiera enriquecerse extorsionando a sus obreros, se negará igualmente a hacerlo aprovechando las apremiantes necesidades de sus vecinos pobres. El hábito de conformarse con una pequeña ganancia en el primer caso, operará el mismo efecto en el segundo. El que no se sienta ávido de engrosar su bolsa, no tendrá inconveniente en acceder a una distribución más liberal. La riqueza ha sido hasta hoy casi el único objeto que solicitaba la atención de los espíritus incultos. En adelante, serán varios los fines que atraerán el esfuerzo de los hombres: el amor a la libertad, el amor a la equidad, el deseo de saber, las realizaciones del arte. Esos objetos no serán reservados a unos pocos, como hoy sucede, sino que gradualmente serán puestos a disposición de todos los seres humanos. El amor a la libertad implica, evidentemente, el amor a los hombres. Los sentimientos de benevolencia se multiplicarán y desaparecerá la estrechez de las afecciones egoístas. La difusión general de la verdad dará impulso al progreso general y los hombres se identificarán cada vez más con las ideas que asignan a cada objeto su justo valor. Será un progreso de orden general, que beneficiará a todos, no a unos pocos. Cada uno encontrará que sus sentimientos de justicia y rectitud son alentados y fortalecidos por sus vecinos. La apostasía será altamente improbable, pues el apóstata incurrirá en la censura de todos, además de sufrir la de su propia conciencia.
Las consideraciones precedentes podrán sugerir la siguiente observación. Si el inevitable progreso de las ideas y de los sentimientos nos lleva insensiblemente a un sistema igualitario, ¿para qué hemos de fijarlo como objetivo específico de nuestros esfuerzos? La respuesta a esta objeción es fácil. El perfeccionamiento en cuestión consiste en el conocimiento de la verdad. Pero el conocimiento será imperfecto en tanto que esa rama tan importante da la justicia universal no constituya parte integrante del mismo. Toda verdad es útil. ¿Es posible que la más fundamental de todas no ofrezca profundos beneficios? Sea cual fuera la finalidad hacia la cual tiende espontáneamente el espíritu, no es de escasa importancia para nosotros el tener una idea clara de la misma. Nuestros avances serán más acelerados. Es un principio bien conocido de moral que el que se fije un ideal de perfección, aunque jamás lo alcance íntegramente, se acercará mucho más a su arquetipo que el que sólo persiga fines deleznables. En tanto que procuramos su paulatina realización, el ideal de igualdad, como objeto supremo de nuestros esfuerzos, nos concederá incalculables bienes morales. Seremos desde ya más interesados. Aprenderemos a despreciar la especulación material, la prosperidad mercantil y el afán de ganancias. Adquiriremos una concepción justa acerca del valor del hombre y conoceremos los caminos que llevan hacia la perfección y orientaremos nuestra actividad hacia los objetos más dignos de estima. El espíritu no puede alcanzar sus grandes objetivos, por vigoroso y noble que sea el impulso interior que lo anime, sin contar con la concurrencia de los hechos que anuncian la aproximación del ideal. Es razonable creer que, cuanto antes se afirmen esos hechos y cuanto más claramente se expongan, más auspicioso será el resultado.
Notas
(1) Libro v, cap. III.
(2) Addison: Cato, acto IX.
(3) Libro II, cap. III.
(4) Una nota en la tercera edición agrega a este párrafo (un tanto alterado en dicha edición): En prensa este pliego, recibo la noticia del fallecimiento de Burke, cuya figura evocaba principalmente el autor mientras trazaba las precedentes frases. En todo aquello que más califica al talento, no lo creo inferior a ninguno de los hombres más excelsos que han honrado la faz de la tierra y le encuentro pocos iguales en la larga lista de genios que ha producido la humanidad. Su principal defecto consistió en lo siguiente: la falsa valoración de los objetos dignos de nuestra estima, que es propia de la aristocracia entre la cual vivió, y que, por cierto, subestimó su talento, llegando a afectar en cierto grado su propio espíritu. Por eso carrió tras la riqueza y la ostentación, en lugar de cultivar la sencillez y la independencia. Se enredó en una mezquina combinación con hombres políticos, en lugar de reservar su magnífico talento para el servicio de la humanidad y la perfección del pensamiento. Nos ha dejado, desgraciadamente, un destacado ejemplo del poder que tiene un corrompido sistema de gobierno, en el sentido de minar y desviar de su genuino objetivo las facultades más nobles que se hayan ofrecido a la consideración de los hombres.
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