Goron

La policía y los anarquistas

Primera edición cibernética, mayo del 2011

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés

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PRESENTACIÓN

El documento que ahora colocamos en los estantes de nuestra Biblioteca Virtual Antorcha, corresponde al capítulo cuarto de la cuarta parte de la obra Las memorias de Goron, publicada en castellano en 1905 por la editorial madrileña Sainz de Juvera Hermanos.

Goron, quien fuese jefe de la policía parisina durante la última década del siglo XIX, relata de manera breve y bastante amena, sus vivencias en relación a los denominados anarquistas vengadores de la capital francesa.

Como experimentado policía que es, nos cuenta sus investigaciones sobre la banda ácrata de ladrones de dedos de seda, capitaneada por el italiano Pini, describiendo los detalles de su captura, así como no pocas interesantes anécdotas relacionadas con las actividades de estos singulares ácratas. Igualmente menciona a Plácido Schouppe, de otro grupo, compuesto por anarquistas de diferentes países europeos, dedicados exclusivamente al robo sin violencia.

También Goron incluye las actividades del denominado movimiento anarquista ilegalista, cuyos miembros tendían a magnificar toda acción ilegal llegando a conformar organizaciones de ladrones robin hoodescos que en muchos casos sirvieron de referencia a escritores. Tal fue el caso, por ejemplo, del personaje de ficción creado por Maurice Leblanc, Arsenio Lupin, quien, dícese, fue inspirado en las actividades de uno de estos ilegalistas.

Goron interpreta el cambio de ilegalistas a dinamiteros, denominados anarquistas vengadores, con lo sucedido en una manifestación anarquista el 1° de mayo de 1891, por una insensatez policiaca. Resulta interesante que el mismo Goron prácticamente acusa de infantilismo a un inspector policiaco por arrebatar una bandera roja a los manifestantes, no obstante que para ello hubo de violar una jurisdicción que no era la suya. Aquel evento sería conocido como el proceso de Seveillé, Dardare y Decamps, tres anarquistas de los cuales, dos, Dardare y Decamps serían condenados a sufrir diferentes penas de prisión, siendo absuelto Seveillé. Pero una de las barbaridades cometidas en ese proceso fue que el fiscal tuvo la ocurrencia de pedir, ni más ni menos que la pena de muerte contra Decamps, petición no sólo exagerada sino verdaderamente fuera de lugar, la cual fue, juiciosamente, desoída por el jurado. Y sería precisamente a raíz de aquel proceso que surgiría el primero de los anarquistas vengadores, personificado en Ravachol, quien inició los actos de venganza haciendo volar en pedazos la casa del que fungió como presidente de la Audiencia en ese proceso. A partir de allí los atentados de los anarquistas vengadores no pararían en territorio galo sino hasta el magnicidio efectuado en la persona del presidente francés Sadi Carnot a manos del anarquista italiano Caserio.

Chantal López y Omar Cortés


La policía y los anarquistas

Es natural que hable ahora de los anarquistas, pues entre todos los partidos, es incontestable el que en estos últimos tiempos ha exigido las más difíciles pesquisas por parte de la policía política, y por consiguiente donde ha habido necesidad de reclutar el mayor número posible de confidentes.

Yo no me he ocupado de los anarquistas mas que cuando no se les daba este nombre y pasaban como vulgares criminales que estaban dentro del código ordinario; después, cuando la propaganda por el hecho se afirmó como una manifestación política, fueron las brigadas especiales las que se encargaron de las informaciones y de los arrestos.

A pesar de esto, siempre que estallaba una bomba, acudía yo al lugar del siniestro en compañía del procurador de la República, y la mayor parte de los anarquistas presos han pasado algunas horas en mi despacho.

Me ha sido, pues, posible, seguir desde cerca el terrible movimiento, que aterrorizo a la Francia durante algunos años, y que de repente se extinguió sin saber por qué, como jamás se supo la causa de su aparición.

En la vigilancia y represión de la anarquía, la policía ha desempeñado el papel principal, papel que desde luego resulta muy difícil.

He contado al final de la primera parte de Mis memorias, el singular efecto que produjeron en mi espíritu las declamaciones del incendiario Duval, que fue el primer crimial de derecho común que yo ví proclamarse anarquista.

En seguida tuve ocasión de seguir todo el movimiento llamado de las agencias de colocaciónes, a la cabeza del cual se encontraban anarquistas.

Algunos petardos que no hicieron más que romper cristales, estallaron sucesivamente.

Después, en el mes de julio de 1889, tuve que prender a un hombre del que después se ha hablado mucho, y que, según parece, ha llegado a ser casi legendario entre los anarquistas.

Confieso que el día que le prendí no sospechaba yo ni remotamente que aquel individuo tuviese un ideal político, y creí sencillamente que había echado el guante a un malhechor peligroso, pero que no ofrecía ningún particular interés.

Había recibido de mis agentes informes seguros de que un individuo que vivía en el faubourg Saint Martin bajo el nombre de Merzaki era el autor de un cierto número de robos que habían quedado impunes.

Al mismo tiempo adquirí la certidumbre de que el tal Marzaki debía ser un italiano llamado Pini, perseguido en su país por una tentativa de asesinato, y objeto de una demanda de extradicción por parte del gobierno de Italia.

El inspector Gaillarde fue encargado de vigilar, con dos agentes, la casa del faubourg Saint-Martin donde habitaba el supuesto Marzaki.

Cuando llegaban los tres, advirtieron que precisamente en aquel momento salía Marzaki de su casa.

Se lanzaron sobre él para prenderle, pero el hombre echo a correr con todas sus fuerzas y sólo después de una carrera loca y con la ayuda de los guardias de la paz, pudieron cogerle.

Lo llevaron acto seguido a mi despacho; y le interrogué.

Era un hombre de unos treinta y cinco años aproximadamente, el rostro completamente afeitado, las facciones enérgicas y pronunciadas, y parecía a la vez, como decía en otro tiempo Villemot, un emperador romano y un mozo de cafe.

- Yo no soy el hombre que usted cree -me respondió. No soy ni Pini ni Marzaki. No sé lo que quiere usted decir. Yo no he vivido nunca en el faubourg Saint-Martin. Soy hijo de la Tierra (sic) y no tengo domicilio. La verdad es que he llegado de Londres y que como no tengo dinero, he pasado la noche en un asilo.

Hize notar al hijo de la Tierra, que su relato era tanto más inverosimil cuando que se le habían encontrado unas cuantas monedas en el bolsillo y llevaba reloj y cadena.

Lo mandé al Depósito.

En seguida me dirigí al faubourg Saint-Martin para practir yo mismo un registro en el domicilio indicado perteneciente a Marzaki.

Era una casa muy confortable y abrí la puerta de la habitación que iba a registrar con la llave que me proporcionó el patrón del inmueble.

Al entrar ví a un hombre afeitándose con la mayor tranquilidad del mundo. Me oyó perfectamente, pero continuó raspándose la barba con una flema de fakir.

- ¿Qué hace usted aquí?- le pregunté, un poco extrañado, a pesar mio, de aquella calma completamente extraordinaria.

Sin voltearse ni dejar de pasear la navaja por sus mejillas, me contestó:

- Estoy en casa de un amigo.

- ¿Del amigo Marzaki?

- No, en casa de Augusto.

Mientras hablaba examinaba yo al individuo diciéndome que aquella fisonomía no me era desconocida del todo.

- ¿Cómo se llama usted?- le pregunté.

- Boutin.

Y, bruscamente, se volvió hacia el espejo y cogió nuevamente la navaja.

Pero, gracias a la buena memoria que tengo, logré poco a poco reconstruir la identidad de este hombre, del cual la delgadez y la falta de color eran suficientemente notables.

- Vamos, buen mozo -le dije-; es inútil que trate usted de burlarse de nosotros le he conocido perfectamente. Usted no es Boutín; usted se llama F ..., el que buscamos desde hace seis meses por un robo de cincuenta mil francos cometido en Cambronne.

Gaillarde, que me acompañaba y que también conocía al sujeto, dijo:

- No cabe duda, jefe, es él.

Entonces, dulcemente, el hombre dejó la navaja sobre la cómoda, y volviéndose hacia nosotros con la sonrisa en los labios, dijo:

-¡Ah!, señor Goron, tiene usted buen ojo. Pronto me ha reconocido usted; sería estúpido ocultarlo. Yo también lo he reconocido a usted en cuanto que ha entrado con sus agentes. ¡En fin, a lo hecho, pecho! Déjenme ustedes acabar mi toilette y los sigo.

No se acostumbra dejar las navajas de afeitar en manos de los acusados que se arresta.

Me fue, por lo tanto imposible permitir a F... que concluyera de afeitarse, y le rogué que esperara los buenos oficios del barbero del Depósito.

- Precaución bien inútil -dijo encogiéndose los hombros.- ¿Para que he de suicidarme, si estoy herido de muerte y no he de llegar a las sesiones de la Audiencia?

No doy el nombre de este desgraciado, que pertenecía a una honrada familia y que murió en prisión, como habia previsto, a consecuencia de la tisis, que le hacía tan pálido, tan delgado y tan facil de reconocer.

Este fue uno de los acusados más dulces y más cómodos que yo he conocido.

No vaciló en decirme que Murzaki era el mismo Pini, y me dió todos los detalles que yo podía desear, completando así los curiosos descubrimientos que hicimos en la habitación de Murzaki-Pini.

Encontramos desde luego un material completo de ladrón; más de doscientas llaves falsas, palanquetas de todas dimensiones, linternas sordas, limas, escoplos, etc., etc.

Por otra parte, en los baules había cubiertos de plata, retales de seda y fajos de títulos de la Deuda.

Por último, en un rincón advertí un montón de papeles que tuve la curiosidad de examinar. Era una colección de proclamas anarquistas en todos los idiomas.

Envié a F... al Depósito a reunirse con su amigo Pini y organicé una emboscada alrededor de la casa.

Dos horas después un individuo llamaba a la puerta y caía en poder de los agentes.

Al principio rehusó dar su nombre; pero como tenía en el bolsillo una tarjeta con su dirección, su mutismo no le sirvió de gran cosa.

Era un tal Plácido Schouppe, que vivía también en el faubourg Saint-Martin, unas cuantas casas más allá.

Allí se encontró una habitación con un piano, un comedor extremadamente coqueto y hasta un despacho, de donde recogí, como en casa de Pini, todo un material de cambrioleur, y además la correspondencia más edificante y curiosa que imaginarse pueda.

Este Schouppe estaba a la cabeza de una banda de ladrones cosmopolitas, y de ladrones que se denominaban anarquistas. Encontré al mismo tiempo las huellas de varios robos, cuyos autores habían permanecido hasta entonces desconocidos.

Pero no teniamos aún toda la banda.

Se estableció una nueva ratonera en casa de Schouppe, que dió con tan buenos resultados como la colocada a la puerta de Pini y de Fabre.

Se detuvo a una mujer en casa de Fabre, y un hombre en la de Schouppe; los dos, naturalmente, representaron el mismo papel que sus camaradas.

Cuando estuvieron en la Seguridad, declararon no conocer ni a Schouppe, ni a Pini, y no tener estado civil.

Le pregunté al hombre dónde vivía.

- En todas partes y en ninguna -contestó-; esta noche he dormido sobre un montón de paja en los alrededores de Saint-Denis.

Esta fábula era poco más o menos tan inverosimil como la de Pini, diciendo que al llegar de Londres había pedido hospitalidad en un asilo nocturno.

Este estaba mucho mejor vestido que Pini, y su reloj y su cadena eran de oro.

Había empezado a examinar los papeles cogidos en casa de Schouppe, y encontré una dirección a nombre de Jules Leclaire también en el faubourg Saint-Martin.

Se me ocurrió que estas señas podían ser de la casa del hombre detenido.

No me había engañado.

Cuando le llevé conmigo a la casa, el portero me declaró que efectivamente era su inquilino y, como vulgarmente se dice, matamos dos pájaros de un tiro, porque la mujer detenida vivía también en la misma casa. Era la querida del supuesto Leclaire.

El registro fue más fructuoso todavía en la habitación de esta pareja que en la de Pini y la de Schouppe.

Primeramente encontré la prueba de que el supuesto Leclaire era el hermano de Plácido Schouppe; luego descubrí paquetes de títulos rebados en Francia e Italia.

Había especialmente una considerable cantidad de obligaciones, de los tranvías genoveses, acciones del banco Levi Bing, del Panamá, que todavía se cotizaban en aquella época, títulos belgas, relojes, alhajas y piezas de tela. Se hubiera dicho que era aquello un almacen de saldos.

Además, en el despacho de Jules Schouppe encontré cartas tan edificantes como las cogidas en casa de su hermano, estableciéndose claramente por medio de ellas que la banda había tenido por cómplices dos italianos que a la sazón estaban en la cárcel de Niza, y a un tal Augusto L..., que también descansaba sobre la húmeda paja de los calabozos, pues acababa de ser condenado a cuatro años de prisión por robo.

Al mismo tiempo me había puesto sobre la pista de otros domicilios habitados por Pini y sus cómplices.

Encontré especialmente uno en la calle Guersant, en una casa donde religiosas italianas educaban huérfanas.

Cuando le comuniqué a la Superiora que su inquilino Pini, a quien ella consideraba tan sulce y tan bueno, era un ladrón audaz, fue tan grande la impresión que le produjo la noticia, que la pobre mujer se desvaneció.

Era un monseñor italiano quien le había recomendado al anarquista.

Pero el verdadero caracter de los individuos que había apresado no se me reveló hasta el día que descubrí una imprenta anarquista, bastante bien montada,que pertenecía a Pini.

Al registrar los papeles de los acusados, encontré la dirección de esta imprenta, calle de Bellefaud.

Solamente que los agentes llegaron demasiado tarde. Durante la noche, unos compañeros sacaron misteriosamente todos los enseres de la imprenta, trasportándolos a la calle Harrez, en el barrio de la Gare.

Era muy completa y servía para imprimir clandestinamente todos los folletos anarquistas que se repartían entre los obreros.

Pini la había comprado bastante cara y únicamente con ese objeto.

Entonces el extraño aventurero que parecía ser este italiano, se ofreció a mis ojos bajo un aspecto completamente nuevo.

No solamente era una especie de matón, que había intentado asesinar a dos periodistas en Italia, ayudado por otro compañero, preso en Londres; no solamente era también un ladrón, que poseía a la perfección la ciencia del cambrioleur, sino que aparecía al mismo tiempo como un extraño fanático de una religión nueva -una especie de iluminado que caminaba por el mundo, para redimir la humanidad-, con un puñal en la mano y una palanqueta en la otra.

Me quedé estupefacto, lo confieso, cuando supe que este hombre, que había robado sumas considerables, apenas gastaba cinco reales diarios en su manutención, y constituía con el resto del dinero que robaba, una especie de caja negra de un partido nuevo, de un partido terrorista, que no tenía otro fin que imponerse por la violencia y realizar la más profunda de las revoluciones sociales, suprimiendo a los ricos.

Cada día averiguaba una nueva particularidad de la curiosa vida de este hombre.

Por ejemplo, supe que él, que tenía siempre en el bolsillo unos cuantos billetes de mil francos, era uno de los fundadores de la Liga de antipropietarios, conocida ya en Montmarte bajo el nombre de La Campana de Madera, liga que tenía la especialidad de desalquilar gratuitamente y con presteza suma, las habitaciones que iban a ser objeto de embargo.

Por otra parte, el mismo Pini, presentándose como capitalista, con el dinero de sus robos, había entrado en comandita con el inventor de una lámpara vigía, bastante curiosa, que precisamente en aquellos momentos estaba expuesta en el Champ de Mars..

Verdad es que cuando le pedía al ladrón anarquista la explicación de estas contradicciones, me la dió con la mayor naturalidad, diciéndome que los beneficios de su comandita debía de ir, como los beneficios de sus robos, a la caja negra de la anarquía.

Se encontraron también en los diferentes domicilios de este tan particular filántropo, escopetas de aire comprimido, pólvora y fórmulas para fabricar explosivos.

El no ocultaba sus teorías, proclamando que el empleo de la dinamita era el mejor medio para aterorizar a los burgueses y conseguir el triunfo de la revolución social.

En casa de Plácido Schouppe se encontraron también mechas y cartuchos vacíos.

Pero siendo éste -al menos él lo decía- un partidario feroz de la propaganda por el hecho, no tenía la misma manera de comprender la moral anarquista que su amigo Pini.

En tanto que éste vivía más miserablemente que un mendigo, contentándose con hacerse un plato de macarrones, cuando quería darse una fiesta, Schouppe llevaba una existencia de gran señor.

No había nunca platos bastante caros para él, era el mejor cliente de los pasteleros y de las mejores fruterías del faubourd Saint-Martin, y en tanto que su compinche buscaba el mejor explosivo para hacer saltar a los burgueses, él iba ahorrando dinero para procurarse una buena vejez.

La oposición de estos dos hombres y de estos dos caracteres era sorprendente, aunque en realidad los dos, desde el punto de vista de la ley y de todas las filosofias conocidas, fuesen no más que ladrones, salteadores de caminos, que habían elevado al último grado el desprecio hacia el bien del prójimo.

Uno de los golpes más curiosos que la banda había realizado, lo conocí algunos días después.

Jamás ladrón alguno, ni aún de aquellos cuyas fechorías son en cierto modo clásicas, han podido imaginar un plan más ingenioso que el ideado por mis anarquistas para desbalijar una casa.

Un día Pini y Plácido Schouppe se presentaron en casa de M.X., propietario en Colombes, y le preguntaron si no podría alquilarles una de las muchas casas de campo que poseía. M.X. les enseñó sucesivamente todas ellas, Pini y Schouppe las examinaron detalladamente, como gentes que tienen la intención de establecerse.

Sin embargo, le dijeron que no podían decidirse sin consultar con sus mujeres y prometieron volver bien pronto con estas últimas.

Algunos días después volvieron a presentarse acompañados del hermano de Schouppe, pero no de sus mujeres.

Visitaron varios pabellones desalquilados, y tardaron en esta visita más que en la primera, diciendo que ninguna de las casas que había visto les satisfacía.

-Si quisiera usted enseñarnos la suya -dijo Pini a M.X.-, tal vez nos conveniese.

- Con mucho gusto -contestó el inocente propietario-. Después de todo, yo no le tengo mucho apego, de modo que si les conviene, se la cederé y tomaré una de las otras. Y benévolamente introdujo los dos lobos en su aprisco.

Esta nueva visita se prolongó más de dos horas.

Los dos futuros inquilinos estaban entusiasmados.

- ¡Esta es la que necesitamos! -exclamó Pini-. Desde Luego que la alquilaremos; pero es preciso, antes de firmar el contrato, que la vean nuestras mujeres.

Al día siguiente, un señor muy correcto, más correcto todavía que Pini y Schouppe, se presentó en casa de M.X., acompañado de una mujer muy elegante que llevaba al cuelo una gran cadena de oro guarnecida de perlas.

La pareja a su vez solicitó visitar las casas que estaban en alquiler, y M.X., muy galante, ofreció su brazo a la dama, enseñándole cada pabellón con la mayor minuocidad.

Inútil es decir que la visita se prolongó sin que el propietario se diese cuenta de ello.

Cuando volvió a su casa la encontró completamente desvalijada.

La brillante pareja era F..., el desgraciado tísico, y su querida, y en tanto que los dos distraían tan hábilmente la atención de M.X., Pini y Jules Schouppe, que conocían a maravilla la distribución de la finca, y que durante su visita había cuidadosamente tomado nota del lugar donde se encontraban los muebles que habían de abrir, forzaron la caja, fracturaron los cajones y los armarios roperos.

Cuando se hubieron apoderado de lo de más valor, amontonaron todo en un cabriolet que habían ocultado en una calle próxima.

Luego, un latigazo al caballo y desaparecieron.

El infortunado propietario encontró solamente ... en mi despacho, unas cuantas sábanas y algunos valores cogidos en casa de Schouppe.

Como se ve, estos propagandistas por el hecho, eran al mismo tiempo ladrones llenos de experiencia y de destreza. Conocían el oficio de cambrioleur mejor que los más viejos caballos de retorno (Refiérese a lo que en aquél entonces se conocía, en el argot, como licenciados de presidio, esto es, quienes se titulaban en el oficio de malvivientes. Nota de Chantal López y Omar Cortés).

Tal fue aquella afirmación solemne de la anarquía, como dijeron después los periódicos anarquistas, cuando el grupo de los violentos quiso imponer silencio a Eliseo Réclus, que se oponía resueltamente a reconocer a Pini como un correligionario.

A partir de este momento, no salía de mi asombro antes las ideas extrañas que Pini y sus cómplices emitían, creyendo que, después de todo, aquello no era más que una actitud tomada por los criminales de derecho común, encantados de poder pasar por criminales políticos.

Más tarde, cuando tuve ocasión de ver y hablar con otros, no tuve más remedio que rendirme a la evidencia.

¡El robo, el asesinato, eran no solamente practicados, sino predicados por hombres que manifestando tan odiosos sentimientos, proclamaban su ardiente amor a la humanidad, y querían ser los apóstoles de una sociedad nueva, basada exclusivamente en la fraternidad.

Entre todos estos apóstoles hay ciertamente algunos farsantes que no tienen reparo en poner a sus malos instintos una máscara anarquista.

Pero, ¿y los otros?

¿Son realmente hombres de buena fe?

¿Están locos?

El tratamiento ¿debe ser el mismo para los canallas que para los locos?

¿La represión debe ser ciega?

¿Y será preciso suprimir los locos en vez de procurar curarlos?

Yo no soy un sociólogo que pueda dar contestación a estas difíciles preguntas que se plantean con una solemnidad particular.

Me contento con apuntarlas señalando las observaciones que he hecho y las confesiones que he recibido.

Pini fue a presidio y Schouppe también.

Este únicamente pudo evadirse, y aunque más tarde, cuando Ravachol aterrorizaba a París, corrió el rumor de que Pini había huído de la Cayena y que él era quien había organizado los atentados por medio de la dinamita, no había tal cosa; Pini estaba en el presidio y allí continúa todavía.

Pero esta leyenda propagada en aquellos momentos, demuestra la impresión que había dejado en la mente de ciertos revolucionarios el nombre de Pini.

Schouppe no aprovechó mucho tiempo su libertad.

Fue preso en Bruselas, después de una resistencia dramática, por uno de los agentes de las brigadas de las pesquisas criminales, M. Lefoullon, quien ha hecho una brillante carrera, pues en la actualidad es nada menos que Lefoullon-Bey, inpector general de la policía otomana.

M. Lefoullon, que es un policía muy hábil, conociendo su profesión perfectamente, ha contribuido a reorganizar con mucho tacto una gran parte de la policía de Constantinopla, donde es muy apreciado y ejerce cerca del ministro una legítima influencia.

El agente que hoy protege la vida del sultán, es el mismo que en riesgo de su existencia prendió a uno de los más terribles anarquistas.

Continúa en Oriente la misma labor de protección social. El jefe de los creyentes esta bien guardado.

Después de Pini, la anarquía se manifestó sucesivamente por atentados de poca importancia por medio de la dinamita, petardos y latas de sardinas que al principio hicieron reir a París.

Esto dió ocasión a los periódicos de oposición para decir que era la policía la que había colocado una lata de sardinas en el patio del hotel de la princesa de Sagan, con el fin de distraer la atención pública para que no se fijara en las infamias del gobierno.

Era inverosimil; pero es sabido que, en materia política, los parisienses creen toda clase de fábulas con más facilidad que los campesinos bretones.

Por último, el 1° de mayo de 1890 -el primero de los primeros de mayo-, que habíase anunciado de antemano como un día revolucionario, a las ocho de la mañana una formidable detonación anunció la fiesta popular a los habitantes de los Campos Eliseos.

Un petardo de dinamita acababa de estallar en los sótanos del hotel Trevise, que formaba entonces el ángulo de la calle de Berry, y que ahora veo desde mis balcones cómo desaparece bajo la piqueta de los demoledores, pues habito cerca del lugar donde se verificó una de las primeras explosiones anarquistas.

En realidad, el petardo no había hecho más que desencajar el marco de una ventana, y en la actualidad puedo comprobar diariamente que un solo demoledor, trabajando durante una hora, hace mucho más destrozo que la famosa máquina anarquista, que marcara, no obstante, en la historia política de estos tiempos, una fecha revolucionaria.

Por supuesto, paso por alto todas las aventuras de las agencias de colocaciones, las de todos los ladrones vulgares que, inspirándose en el ejemplo de Pini, querían pasar por anarquistas.

Quiero llegar en seguida a un hecho que pasó casi inadvertido en el momento de verificarse, pues le oscureció en el espíritu público el sangriento drama de Fournies, que ocurrió el mismo día. No obstante, tuvo consecuencias sociales más graves, más terribles que la hecatombe del pueblecito del Norte.

Precisamente un año después de haber estallado el petardo en el hotel Trevise, todo el personal de la Prefectura de Policía había recibido órdenes con motivo de la fiesta del 1° de mayo, que todavía conservaba su caracter revolucionario.

Estaba yo en mi despacho, esperando como mis colegas, los acontecimientos, cuando recibí del Prefecto la orden de dirigirme a Levallois-Perret, donde se había producido una colisión entre los agentes y los anarquistas.

Partí en seguida con mi secretario, acompañando a M. Couturier, juez de instrucción, y monsieur Chereau, sustito del Procurador de la República, quienes habían sido prevenidos al mismo tiempo que yo.

Fuimos recibidos por el comisario de policía de Levallois-Perret, que nos enseño triunfalmente una bandera roja que había arrebatado -nos dijo- a un grupo de anarquistas, de los cuales algunos estaban heridos y en camillas de campaña.

Los agentes de policía heridos en la refriega habían sido transportados a sus casas para que allí se les cuidase.

Por su parte, los anarquistas habían recibido también golpes; pero se había esperado la llegada de las autoridades del palacio de justicia y de la prefectura para decidir si se les había de curar.

Quedé sorprendido, lo confieso, por esta desigualdad de tratamiento.

Se habían cambiado también tiros de revólver, y de uno a otro campo se cruzaron los sables y los cuchillos.

El primer deber del soldado después de la batalla, es cuidar a su enemigo herido.

He sido soldado mucho tiempo, y no puedo pensar de otro modo.

Esto es tan verdad, que en la Seguridad, todos mis agentes tienen los mismos hábitos de humanidad para con los malhechores, aunque sean los más desalmados, y ya he contado como antes de curarse ellos mismos, se ocupan en curar a sus prisioneros.

Asi pues, sin entretenernos en escuchar las explicaciones del comisario de policía, viendo que uno de los anarquistas heridos tenía una bala en el muslo y otro un sablazo en la cabeza, nos apresuramos los magistrados y yo a enviar en busca del médico y del farmacéutico.

He aquí lo que había sucedido.

Al comisario de policía de Lavallois-Perret, le comunicó, por la tarde, uno de sus agentes que un grupo de anarquistas acababa de enarbolar la bandera roja.

Inmediatamente envió contra los manifestantes a todos los hombres de que podía disponer.

Pero en cuanto vieron los uniformes, se dispersaron dejando la circunscripción de Lavallois.

Para evitar toda colisión se dirigieron hacia Clichy, entrando en una taberna, después de haber enrrollado la bandera roja, este emblema subversivo origen de todo el mal.

Al verles ponerse en salvo en la demarcación de su colega de Clichy, el comisario de Levallois tuvo tal vez una inspiración inoportuna.

Habia cumplido con su deber dispersando una manifestación, puesto que esa era la orden que tenía.

Había podido contentarse con esta victoria y dejar tranquilamente beber a los anarquistas, que también ellos, probablemente, se hubiesen contentado con la manifestación realizada, volviendo tranquilamente a sus casas después de haber vaciado algunas botellas.

M. Labussiere, comisionado de Clichy, un espíritu muy equilibrado, estimó que la presencia en una tienda de vinos de una bandera roja enrrollada no constituía un peligro para el orden social.

Su secretrio M. Picot, que tenía entonces, aunque era muy joven, una experienca y madurez de juicio notabilísimas, abundando en el criterio de su jefe, le hizo la observación de que una bandera roja enrrollada, no era una bandera roja.

Desgraciadamente, el comisario de Levallois pensaba todo lo contrario; tenía, sin duda, un espíritu muy militar, que se inflamaba pensando que siempre resulta glorioso conquistar una bandera.

De suerte que entró en la demarcación de su colega a la cabeza de sus agentes.

Al llegar ante la taberna, ordenó a los suyos que invadieran el local, y el tumulto fatal se produjo inmediatamente.

Los agentes quisieron apoderarse de la bandera roja; los anarquistas, que sin duda estaban también deseosos de dar una batalla, defendieron su enseña, y durante algunos minutos aquello fue un incesante tiroteo.

Por fin, como sucede generalmente, el triunfo fue para la policía, que además tenía de su parte el número, y se recogió a los heridos de los dos campos, considerando que los heridos, aunque sean anarquistas, son siempre hombres.

Cuando se les hubo hecho la primera cura que su estado reclamaba, M. Conturier interrogó a los acusados; después volvimos a París, llevando con nosotros a Seveillé, Dardare y Decamps, tres nombres completamente desconocidos entonces y que luego han sido citados tantas veces en los periódicos, que el público no puede haberlos olvidado.

Decamps iba en mi coche.

Ante el juez había dado un falso estado civil, diciendo llamarse Durand o Dubois, y yo había observado que mientras M. Conturier lo interrogaba, habíase cuidado de tener constantemente la cabeza baja.

Tenía una herida en el cráneo, pero no lo suficientemente grave para justificar esa actitud.

Mi prisionero parecia algo impresionado por los cuidados que yo había hecho se le guardaran, y lo que para mi era la cosa más natural del mundo, le parecía a él completamente extraordinario, dadas las ideas especiales que tiene el vulgo acerca de la policía.

En el camino sintió la necesidad de hacerme confidencias, me dió su nombre y me explicó por qué había mantenido inclinada, obstinadamente, la cabeza ante el juez de instrucción, no queriendo que éste le reconociese.

- Hace unos cuantos meses -me dijo- he tenido que entendérmelas con la policía y la justicia; me encontré mezclado en una algarada anarquista y precisamente M. Counturier fue quien nos tomó declaración. Si los policias lo hubieran sabido, seguramente nos hubiesen zurrado la badana.

Le expliqué lo mejor que pude que ya no existen esos procedimientos, que había recibido golpes por la sencilla razón de que él había empezado por darlos, y que la mejor prueba era el número de agentes gravemente heridos.

Confieso que no logré convencerle, pues me afirmó con gran energía que sus camaradas y él no tenían más intención que realizar una manifestación completamente pacífica.

A pesar de esto, como parecía tener cierta buena fe, reconoció que todos estos pacíficos manifestantes, antes de dirigirse a Levallois, habían cogido el revólver por si acaso. Lo que prueba que en todas las algaradas de este género, la parte exacta de las responsabilidades es bien dificil de establecer.

Al día siguiente acompañé al prefecto en la visita que hizo a los agentes heridos, y de los cuales uno lo estaba gravemente.

M. Lozé sabía adjudicar de esta manera a los soldados fieles y abnegados, heridos en el cumplimiento del deber, las recompensas a que se habían hecho acreedores.

Esta visita dió lugar a un incidente cómico que no debe pasarse en silencio.

El agente gravemente herido no vivía en Levallois, habitaba en uno de los barrios de París vecinos a las fortificaciones.

El prefecto tenía la delicadeza de asociar a sus subordinados a todas las visitas oficiales que hacía en condiciones análogas, para que conservasen toda su influencia sobre sus administrados.

Así es que quiso que lo acompañase el comisario del barrio.

Eran las nueve y media, poco más o menos, cuando llegamos a la comisaria, donde nos recibió un empleado un poco arrogante, que nos preguntó con tono protector lo que se nos ofrecía a aquella hora

- ¿Está el señor comisario? -preguntó M. Lozé con aquella perfecta urbanidad que sabía guardar siempre.

- El señor comisario no está -contestó el hombre, más y más arrogante-; pero estoy yo, que es lo mismo.

- Dispénseme usted -dijo M. Lozé-; pero es a él en persona a quien quisiera hablar.

- Pues tendrá usted que volver; el señor comisario no viene nunca antes de las once, y son las nueve y media. ¡Vaya una hora para venir a ver a un magistrado!

- Muy bien -repuso M. Lozé con la mayor flema-; puesto que el señor comisario no viene antes de las once, le dirá usted que M. Lozé ha venido a verle.

Pueden ustedes figurarse que cara pondría el desdichado en tanto que nosotros ganábamos la puerta.

El prefecto, que no toleraba las faltas de celo de sus funcionarios en el servicio, dió un buen recorrido al infortunado comisario, el cual era al fin y al cabo un muchacho encantador, cuya muerte, ocurrida poco después, ha sido muy sentida por sus colegas.

Algunos meses después de la colisión Levallois-Clichy, se vió el proceso ante la Audiencia de lo criminal del Sena, que presidía M. Benoit, y en la que el fiscal Bulot ocupaba el sitial del ministro público. Dardare, Decamps y Seveillé protestaron con indignación contra los malos tratamientos que pretendían haber sufrido.

Todos los que asistían a las sesiones, lo mismo los funcionarios y magistrados que el público, quedaron sorprendidos de la falta de elocuencia del comisario de Levallois, llamado como testigo, y que, debe decirse, no supo explicar su iniciativa de una manera bastante convincente.

Sus agentes, que comparecieron, se mostraron también en una actitud embarazosa, si bien, a pesar de la elocuente acusación de M. Bulot, que pidió la pena de muerte para Decamps, el jurado se mostró indulgente en extremo.

Verdad es que los jurados consideraron que si los anarquistas habían delinquido golpeando a los agentes, por otra parte, la invasión de éstos en la taberna no había sido precedida de la intervención pacífica y legal del comisario con su faja ceñida.

Es la única explicación del veredicto y al mismo tiempo su justificación.

Recuerdo un detalle bastante curioso.

Cuando Decamps volvía en mi carruaje desde Levallois, me tomó distraidamente por el prefecto de policía, y me citó en calidad de tal como testigo de descargo, con el fin de que dijese que cuando llegué con los magistrados, los heridos no habían sido curados todavía.

Comparecí, pues, ante la Audiencia empezando por explicar que no se había padecido error acerca de la persona y sí únicamente de la calidad de la misma, y que era un modesto jefe de la seguridad a quien Decamps había hecho sus confidencias.

Yo presté juramento de decir la verdad: la dije toda entera, como era mi deber.

Los tres acusados pretendían haber sido víctimas de las brutalidades de los agentes en el puesto de policía después de su detención.

Declaré que, puesto que yo no me hallaba allí, era imposible saber si los golpes recibidos por los anarquistas lo habían sido en la refriega o en el puesto; pero afirmé, como debía, que cuando llegue con los magistrados algunas horas después de la lucha, no se había atendido aún a los heridos.

Y dije todo esto, rindiendo homenaje a la bravura de los agentes que habían cumplido admirablemente con su deber, recibiendo heridas tan graves, por lo menos, como las de los anarquistas.

Desde el punto de vista de la policía del porvenir, esta refriega de Levallois-Clichy ha producido, afortunadamente, saludables efectos.

Se cayó en la cuenta en aquella ocasión, después de las algaradas del barrio latino y de otras diferentes manifestaciones, del peligro que había en poner en contacto directo agentes y manifestantes, sin que precediesen todas las formalidades legales.

Una de las reformas de M. Lepine ha sido la creación de comisarios de policia divisionarios, que tienen a su cargo, no solamente la inspección de los oficiales de la paz y de los agentes de la policía municipal, sino ser en cierto modo los mediadores entre la muchedumbre y la fuerza armada, haciendo todo lo posible para evitar una colisión, y si ésta resulta inevitable, proceder actos con toda escrupulosidad y hacer las intimaciones legales.

Hasta el presente, no ha habido ocasión, afortunadamente, de observar los efectos de esta nueva organización en caso de revuelta; es de esperar que no la habrá en mucho tiempo.

Lo más probable es que con funcionarios tales como mis antiguos colegas Bousier, Noriot y Orsatti, magistrados todos llenos de experiencia y de sangre fría, toda refriega que sea posible evitar, lo será.

Ya se les ha visto últimamente cuando el Zar vino a París.

Supieron entonces, bajo la dirección del prefecto de policía, organizar con tal habilidad el servicio de orden, que no se produjo ningún incidente, ni el menor tumulto en la vía pública oscureció el esplendor de estas fiestas inolvidables.

El público, que en las ceremonias populares murmura a veces contra el guardia de la paz, que le impide atravesar la calle, no se da cuenta de que todas estas medidas prohibitivas contra las cuales protesta, son tomadas en interés suyo, y que es necesario hacer frecuentemente prodigios de estrategia para evitar que los niños sean aplastados y atropelladas las mujeres.

La gente que invade las calles, ávida de curiosidad y regocijo, olvida que los agentes que impiden el paso, están a veces veinticuatro horas de pie -como sucedió en las fiestas del Zar-, para garantizar la seguridad pública.

Pero volvamos a la anarquía, que no puede olvidarse, por consolador que sea el espectáculo de las fiestas a que me refiero.

Desde el punto de vista del movimiento anarquista en Francia, el proceso de Seveillé, Dradare y Decamps, tuvo terribles consecuencias.

Verdad es que el jurado habíase mostrado en esta ocasión indulgente en extremo, lo repito; con una benevolencia, que luego no ha tenido en ningún proceso anarquista.

Absolvió a Seveillé, y se las ingenió de modo que no resultasen circunstancias agravantes para Dardare y Decamps.

A pesar de esto, los amigos de los condenados consideraron que lo habían sido muy severamente; el uno a tres años y el otro a cinco; creyeron que los jueces les habían perseguido con odio feroz y resolvieron vengarse.

Apenas trascurrido un año desde los sucesos de Lavellois-Clichy, y seis meses del proceso en que Dardare y Decamps habían sido condenados, en el mes de marzo de 1892, Paris se sintió aterrorizado por dos explosiones espantosas que se sucedieron en el intervalo de muy pocos días.

La primera ocurrió en el boulevard Saint-Germain, en la casa del señor Benoit, presidente de la Audiencia; por una especie de milagro todo se redujo al destrozo que en la escalera, las puertas y las ventanas hizo la bomba.

Durante algunos días el público y los periodistas buscaron los más extraordinarios móviles para explicar este atentado; pero los magistrados y la policía no se equivocaron, atribuyéndolo a una venganza anarquista por el proceso Levallois-Clichy.

Se conocía el importante robo de dinamita cometido en Soisy-sous-Etoiles; de ésta debían haber empleado en la explosión.

Se echó una redada entre los anarquistas; se registraron las casas de algunos de los más caracterizados y se descubrió la prueba de que el autor del atentado era un tal Ravachol, conocido en Saint-Denis bajo el nombre de León Léger.

La policía llegó demasiado tarde para prender al dinamitero; había desalquilado la casa algunas horas antes, y se contó en los periódicos que en el corredor en el que transportara su modesto mobiliario, iba una pesada caja -una caja de dinamita, según se supo más tarde-, ¡y que le habían ayudado a colocarla un cabo de gendarmería, vecino suyo!

Preciso es decir que este bravo gendarme no conocía a Ravachol mas que como un hombre muy pacífico; un buen burgués apacible que le ofrecía a veces un cigarro de diez céntimos cuando por la noche le encontraba.

El prefecto de policía publicó entonces la siguiente nota dirigida a todos los procuradores de la República y a todos los comisario especiales de estaciones de ferrocarriles:

Préndase a un tal Ravachol, que dice llamarse León Leger, edad, treinta y dos años, nacido en Saint Chaumond (Loire), obrero tintorero, que ha vivido en Saint Denis, Muelle de la Marne, N° 3.

Tiene las siguientes señas personales:

Estatura regular, delgado, rostro descarnado, nariz larga, color amarillento, aspecto enfermizo, cabellos negros o castaño oscuro; llevaba bigote y barba, que se ha afeitado desde hace unos días.

Ravachol, supuesto León Léger, está complicado en un proceso de asesinato, cometido en los alrededores de Saint Etienne; es el autor de la explosión que ha tenido lugar el 11 de marzo en París en la casa situada en boulevard Saint Germain, 136.

Aunque la policía de Francia se puso en movimiento, Ravachol no aparecía, y París todavía se divirtió a costa de la policía, cuyas pesquisas resultaban infructuosas; el terror no se había apoderado aún de los ánimos, y se hacían canciones en los periódicos, a propósito del misterioso dinamitero.

Alberto Millaud, que aún vivía, escribió en el Figaro:

Ravachol, ¿quién conoce a Ravachol?
¿Quién sabe cómo es?
¿Es un ser?
¿Es un mito?
¿Es un hombre?
¿Es rubio como las mieses, moreno como un español?
¿Es pequeño?
¿Mediano?
¿rechoncho?
¿bajo?
¿alto?
¿buen mozo?
¿gordo?
¿delgado?
¿entreverado?
¿cabelludo?
¿calvo?
¿imberbe?
¡ay! ¿Quién me dirá cómo es Ravachol?

Algunos otros escritores, entre ellos el pobre Raoul Toché, publicaron versos humorísticos con pullas para la policía.

Pero tres días después la mayor parte de los periódicos habían dejado de cultivar la cuchufleta, y aterrorizados proponían medidas draconianas contra los anarquistas.

No pudo reirse la gente mucho tiempo de la dinamita, pues en París las épocas más siniestras han empezado por canciones.

Este cambio de punto de vista obedecía desde luego a una razón poderosa.

El mismo día en que aparecieron en el Figaro los versos de Millaud, se producía en la calle de Clichy una nueva explosión, más terrible que todas las anteriores, incluso la del boulevard Saint Germain.

A las ocho de la mañana se oyó una detonación formidable; la casa número 35 pareció oscilar sobre sus cimientos, tan violento fue el estallido; después, cuando se disipó la nube de humo que lo envolvía, el edificio apareció cuarteado y destrozadas todas las puertas y ventanas.

La escalera había desaparecido, y fue necesario todo el valor y la energía de los bomberos para salvar a los inquilinos.

Esta vez había heridos, y algunos de gravedad.

M. Benoit, presidente de la Audiencia, vivía en la casa del boulevard Saint Germain objeto del anterior atentado, y M. Bolot, magistrado, habitaba en esta casa de la calle de Clichy.

Los dos crímenes estaban relacionados; el móvil era el mismo: la venganza de los amigos de Dardare y de Decamps y el autor debía de ser el mismo, es decir, el misterioso Ravachol

Lo repetiré una vez más: el azar o la Providencia, como quiera decirse, viene frecuentemente en auxilio de la policía.

Cuando ya París empezaba a enloquecer por el pánico, un mesero de un restaurante reconoció a Ravachol, que había ido dos veces a almorzar al boulevard Magenta, al establecimiento donde él servía, el restaurante Very, cuyo siniestro recuerdo se conserva todavía.

Además, puede decirse que Ravachol, en cierto modo, se entregó él mismo a la justicia.

El día que puso la bomba en la casa de la calle de Clichy, apenas dos horas después de la catástrofe, entró para almorzar en una tienda de vinos, y anunció la buena nueva:

- Se ha hecho saltar una casa en la calle de Clichy -dijo- ¡Debía hacerse otro tanto con todas las casas de los burgueses!

El mozo a quien nos referimos no conocía aún la explosión; era un antiguo soldado muy disciplinado, que estaba muy lejos de tener ideas anarquistas.

El lenguaje de este cliente desconocido le chocó y, al día siguiente, cuando leyó el relato de la catástrofe que se atribuía a Ravachol, le pasó por la imaginación que el dinamitero buscado debía ser el cliente revolucionario cuyas teorías de destrucción social le habían indignado tanto.

Cuatro días después, Ravachol volvía al mismo restaurante Very y el dueño y su criado le hacían prender.

El anarquista se proclamó el vengador de Dardare y de Decamps.

Cuando se vió el proceso en la Audiencia de lo criminal, Ravachol declaró que había ido a poner su dinamita a la comisaría de Levallois-Perret, queriendo ante todo castigar a los policias que habían maltratado a sus amigos.

Encontrando la puerta bien guardada, se dirigió a casa de M. Benoit, porque este magistrado había presidido los debates del proceso Lavallois-Clichy.

En seguida fue a dinamitar la casa de M. Bulot; que había actuado de fiscal en la causa. Después añadió esta frase, que luego los anarquistas violentos reprodujeron en sus imágenes de propaganda, en las que representaban la cabeza de Ravachol circundada de un nimbo como la de un Cristo:

He querido hacer comprender a todos los que tienen la misión de aplicar la ley, que es preciso que en lo sucesivo sean más benévolos.

El jurado del Sena fue elemento para Ravachol, reconociendo circunstancias atenuantes.

No obstante, la víspera se cometió un nuevo crímen más espantoso que los precedentes, los anarquistas habían volado en el boulevard Magenta, el restaurante Very, como castigo a los que habían entregado a Ravachol.

Esta vez fue un verdadero desastre: no solamente había heridos, sino que varios de ellos sucumbieron bien pronto.

En aquellos momentos era tal el trastorno del público, que se acusó a los jurados de pusilánimes.

Yo no he creído nunca una palabra de estas pretendidas debilidades del jurado que juzgó a Ravachol. Me pareció, bien por el contrario, que estos ciudadanos, jueces improvisados, fueron los únicos que conservaron su sangre fría.

El veredicto quiso decir que, a pesar de todo el horror de los crímenes anarquistas, estimaban que las medidas excepcionales resultaban peligrosas.

Hasta entonces, desde hacía muchos años, se mantuvo la costumbre de no aplicar la pena de muerte a nadie que no hubiese matado, por horrible que hubiera sido el crimen, por grande que fuese la perversidad con que se concibiera.

Los jurados pensaban que la justicia debe sobreponerse a las pasiones del momento. No quisieron que un hombre fuese castigado más duramente que los demás, únicamente por ser anarquista.

Ravachol, que había asesinado, algunos años antes, a un anciano conocido en el pais de saint Etienne bajo el nombre del Ermitaño de Chambles, fue enviado ante la Audiencia de lo criminal de la Loire, para ser allí juzgado por este crimen. Fue condenado a muerte, y los jurados de Mont Brison obraron con tanta lógica como los de París.

Ravachol confesó haber asesinado al Ermitaño de Chambles; le condenaron, pues, a la última pena, como hubieran hecho con otro cualquier asesino que se encontrara en el mismo caso y no fuera anarquista.

Algunos meses después, para vengar la muerte de Ravachol, un anarquista que hasta el siguiente año permaneció desconocido, depositó na bomba en la puerta de las oficinas de las minas de Carmaux, y transportada al puesto de policia de la calle de Bons Enfants estalló matando seis personas. M. Pousset, el secretario de la comisaría, un joven a quien el porvenir le ofrecía una brillante posición, y cuya muerte produjo sentimiento unánime en la prefectura de policía; cuatro agentes y el ordenanza de la administración de Carmaux, que había llevado la siniestra marmita.

Este fue, tal vez, el momento de más grande terror.

Después de estas catástrofes y durante algunas semanas, los magistrados fueron considerados como parias por los caseros; muchos fueron despedidos y cuando se presentaban en otras casas para alquilarlas, se las negaban hasta con descortesía algunas veces.

Hubo un portero que dijo con mucha dignidad: Señor, nosotros no recibimos magistrados en la casa.

M. Dresch, el comisario de policía que prendió a Ravachol, estuvo durante varias semanas viviendo en casa de un amigo.

En cambio, un anarquista que confesase desembarazadamente sus opiniones era recibido con los brazos abiertos. Se le consideraba como una salvaguardia.

Es necesario recordar estos detalles, que, mejor que los hechos más graves, hacen comprender el espíritu de una época tan turbulenta como la nuestra.

Desde la detención de Dardare y de Decamps, los acontecimientos se habían encadenado con una lógica siniestra.

Para vengar a sus compañeros, Ravachol había dinamitado.

Ravachol fue preso.

Para vengarle, los anarquistas habían volado el restaurante Véry.

Ravachol fue guillotinado.

Para vengar su muerte, una bomba había matado seis personas en la calle de Bons-Enfants.

¡Y esto aún no era nada!

Los sucesivos acontecimientos debían encadenarse más siniestramente todavía, si posible es, para llegar a la suprema catástrofe.

Un año después de la explosión de la calle de Bons-Enfants, un tal Vaillant arrojaba en la Cámara de Diputados una marmita pequeña, llena de clavos de herrador.

Algunos diputados fueron ligeramente heridos, uno solo de ellos, el abate Lemire, tuvo que guardar algunos días de cama.

También Vaillant había querido vengar a Ravachol, que empezaba a aparecer a los ojos de los anarquistas como una especie de divinidad.

Pero éste declaró en la audiencia que, más humanitario, no había querido matar; su propósito no era más que dar un golpe de efecto que impresionara la imaginación de las gentes, y sobre todo la de los diputados, los verdaderos reyes de la República.

En esta ocasión los jurados no imitaron la moderación de los que habían juzgado a Ravachol. Aunque no había matado a nadie declarando que a nadie quiso matar, Vaillant fue condenado a la pena capital.

El señor abate Lemire, el único diputado que estuvo gravemente herido, solicitó el indulto del dinamitero como hombre, como víctima y como cristiano. No se le escuchó.

Vaillant fue ejecutado.

Al día siguiente de caer su cabeza en la plaza de la Roquette, Emilio Henry arrojaba una bomba en el café Therminus y mataba a varias personas.

Esta anarquía, que tantas víctimas había hecho ya en la policía, necesitaba hacer una nueva; el agente Poisson no logró detener al criminal sino después de una lucha heróica, en la que recibió heridas que pusieron su vida en peligro.

¡Uno más, un humilde soldado del deber, sobre cuyo pecho la Legión de Honor está bien colocada!

Yo me complazco en saludar, cuando lo encuentro, a este bravo, hoy sub-brigadier de la brigada de carrajes, a quien se ve con su bastón blanco en los principales cruces del boulevard mandando arrogantemente a sus hombres.

Henry era un jovenzuelo, casi un galopín; se vanagloriaba de ser el autor del crimen de la calle de Bons-Enfants, y explicó sus dos fechorías diciendo que la primera vez había querido vengar a Ravachol y la segunda a Vaillant.

- Vine a París cuando el proceso Vaillant -dijo en la audiencia-; asistí a la represión draconiana que siguió al atentado del Palacio Borbón (Refiérese al edificio donde estaba instalado el Congreso de los Diputados. Nota de Chantal López y Omar Cortés).

Se condenó a muerte a Vaillant, que no había matado a nadie, era preciso tener valor hasta el fin, se le guillotinó una mañana ... Pero señores burgueses no habéis contado con la huéspeda ... Se nos ha arrojado el guante ... ¡La bomba del café Therminus es la respuesta!

Emilio Henry fue ejecutado, y como todos los anarquistas condenados a muerte, murió con valor.

Es evidente que todos estos fanáticos, antes de cometer sus horribles atentados, hicieron el sacrificio de su vida.

Algunos meses después se producía a suprema y tal vez la más dolorosa catástrofe.

M. Carnot fue asesinado en Lyon por el anarquista Caserio, que se proclamó el vengador de Vaillant y de Emilio Henry.

Sin duda porque era ya imposible herir una cabeza más alta, la venganza de los anarquistas se detuvo después de la muerte de M. Carnot y la de su asesino.

Pero, ¿no es sorprendente esta repercusión de criminales locuras y de venganzas salvajes, que partiendo de un hecho sin importancia -el arrebatar una bandera roja en una taberna-, llega a producir el asesinato del presidente de la República francesa?

Y como las pequeñas causas engendran a veces los grandes efectos, es permitido creer que la historia de este tiempo hubiese sido tal vez algo modificada si el 1° de mayo de 1891, el comisario de policía de Levallois no hubiese creido que su deber le obligaba a salir de su demarcación para ir a coger una bandera en una taberna que pertenecía al distrito de su vecino colega.

Debo añadir, no obstante, que al día siguiente de su hazaña, mi bravo compañero recibía la medalla de salvamento.

¡Nadie podía imaginarse entonces cuáles serían las consecuencias de este brillante hecho de armas!

¡Verdad es también que después, M. Félix Faure, sucesor de M. Carnot, le ha otorgado las Palmas Académicas.