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La sociedad futura
Jean Grave
Del individuo dentro de la sociedad
De que los anarquistas son adversarios de toda autoridad, de que quieren la transformación completa de la sociedad actual, hase inferido que eran enemigos de toda sociedad y se les acusa de que pretenden la vuelta al estado de barbarie.
Los anarquistas saben que el hombre no puede vivir aislado, que debe asociar sus fuerzas con el fin de sacar de ellas el mejor partido posible; por eso quieren una sociedad fundada en la solidaridad y no en el antagonismo. También por eso, cambiando el modo de ver de los sociólogos pasados y de la economía política actual, estudian la constitución de una sociedad basada en las necesidades de los individuos, en vez de adaptar los individuos a una sociedad arbitrariamente constituida.
Con arreglo a las doctrinas de la economía política burguesa, sólo se considera al individuo como una ínfima partícula de la sociedad, la cual vendría a ser un ente complejo, vivo y que comprende dentro de su organismo la humanidad entera. La sociedad es un ser cuyas células son los individuos; y siendo la célula una dependencia del ser completo (según las ideas de los sacerdotes de la economía), dedúcese de ahí que el individuo humano debe ser esclavo de la sociedad humana.
Y partiendo de esta teoría, pretenden los turiferarios de los burgueses justificar el mantenimiento de una casta asalariada: la servidumbre de los proletarios. Para aquéllos, la sociedad es un organismo natural que evoluciona y que, para desarrollarse, tiene derecho a explotar según le convenga a los individuos cuyo conjunto la constituyen. Su criterio para probar que la sociedad se desenvuelve y progresa está en ese enorme lujo en medio del cual se revuelcan los privilegiados; está en los capitales que se acumulan en manos de una minoria, bailando una loca zarabanda de miles de millones para deslumbrar a la muchedumbre famélica.
Pero se les da un bledo de que ese lujo estrepitoso de una minoría tenga su contrapartida en la horrible miseria del mayor número de personas, que esa acumulación de capitales entre unas pocas manos sólo sea en detrimento de quienes los hacen producir con su trabajo. ¡Cuántos millones de individuos perecen de hambre, con tal de que puedan citarse fortunas como las de Rothschild, Vanderbilt, Jay Gould o Mackay! ¡La sociedad es rica! ¡Tan rica, que, atestada de productos, vése constreñida a hacer la guerra a los salvajes para obligarles a ponerse calzones, cuando el ideal de esos pobres diablos sería el ir desnudos! ¡Tan excesivamente rica, que ciertos individuos juegan con millones y no saben cómo gastar las rentas!
En virtud de este razonamiento se predica a los individuos el respeto a las vigentes instituciones sociales, la abnegación de las masas en provecho de intereses particulares; en virtud de este razonamiento se las lleva (creyendo proteger su propia parte de bienestar y su seguridad) a defender los privilegios de sus explotadores contra las reclamaciones de aquellos compañeros suyos de cadena que, más perspicaces, quieren mudar el actual orden de cosas.
En efecto, el estado social es para el hombre un instrumento para romper las trabas naturales, un medio de ensanchar el campo de su actividad, de desenvolver su autonomía, de aumentar sus fuerzas para salvar los obstáculos, reduciendo también a la menor cantidad posible el tiempo necesario para producir objetos de la mayor utilidad, y transformar el trabajo en un goce, en vez de ser una fatiga, como lo es actualmente.
Por muy atrás que se retroceda en la historia humana, siempre se encuentra asociados a los individuos. Allí donde no hay historia, en las tribus menos civilizadas, existen ya grupos de algunos individuos, de algunas familias. Los estudíos prehistóricos, que hacen remontarse nuestro origen a varios miles de siglos, nos muestran también vestigios de esas asociaciones.
¿En qué período de su evolución ha apetecido el hombre la sociedad con sus semejantes? ¿En qué época sintió la necesidad de unir sus fuerzas a la de otros para triunfar de sus enemigos o de los obstáculos que la naturaleza le oponía? ¿Fue en la edad de piedra? ¿Acaso antes, cuando la humanidad comenzaba a desligarse de la animalidad ancestral? ¿Tal vez más atrás aún, cuando nada hacía presentir en su fondo puramente animal el futuro domínador de la tierra, y cuyo orgullo le conduciría más adelante a renegar de su modesto origen? Poco importa para nuestra tesis la época en que el espíritu de asociación se manifestase en la humanidad embrionaria. Para nosotros el individuo es anterior a la sociedad: no es él quien debe doblegarse a conveniencias arbitrariamente estatuídas, sino las conveniencias extrañas son quienes deben amoldarse al desarrollo propio de aquél.
No cabe duda de que las primeras sociedades humanas, o de antropopitecos fueron asociaciones temporales bajo el pie de la más perfecta igualdad. Impulsados quizá por una indefinida necesidad de asociarse, pero de seguro también porque en esa asociación encontraban mayor seguridad o una recompensa más grande para sus esfuerzos, los individuos contribuian todos con su parte de trabajo, repartiéndose el producto de éste según sus necesidades, o, mejor dicho, según el resultado obtenido. Y este ensayo para pasar del estado natural de aislamiento al de asociación, indica que el futuro hombre había comprendido o presentido que sólo uniendo sus fuerzas con las de sus semejantes conseguiría llegar a resístír a sus enemigos, mejor armados que él para la lucha por la existencia.
Pero el que poco a poco se haya dejado poner el yugo, y gradualmente haya sufrido la autoridad y la explotación de quienes se le imponían o a los cuales reconocía como jefes, no supone de ningún modo un progreso, sino, por el contrario, un completo retroceso, o por lo menos trabas y retrasos opuestos al progreso; puesto que, desde el dia en que hubo jefes, una parte de las fuerzas tuvieron que emplearse en sostener su autoridad mientras el resto la combatía o era aniquilado por el hecho mismo de su existencia. ¡Otros tantos esfuerzos perdidos, que hubiera valido más dirigir contra las influencias nefastas del medio!
Porque los más fuertes y los más hábiles supieron aprovechar en beneficio exclusivo suyo esos primeros rudimentos de asociación, con perjuicio para la inmensa mayoría de los asociados, no quiere decir que sea por eso más legítima.
Sí esos ensayos tomaron desde el principio mal camino, ¿se deduce de ahí que deban continuar por él. Si nuestros antepasados fueron lo suficiente cándidos para aceptar el yugo que supieron imponerles sus explotadores de aquella época, o débiles en demasía para resistírse a ellos, ¿es preciso que sigan dejándose aplastar sus descendientes, que hoy comprenden sus derechos y tienen conciencia de su fuerza?
La teoría sería muy cómoda. Hasta en las sociedades animales que nos han querido poner como ejemplo para justificar el empleo de la autoridad, ¿se ha visto nunca a los individuos estar conformes en trabajar para un jefe, en obedecer a todos sus caprichos, en privarse de lo necesario y no comer lo preciso, mientras él consumía y derrochaba el producto del trabajo de los obreros?
De seguro que no. Ya hemos visto en uno de los anteriores capítulos, que entre las abejas y entre las hormigas, cuyas sociedades son las más comparables a las asociaciones humanas, pueden advertirse especialidades de trabajo, y la personalidad de los individuos ha evolucionado hacia un tipo particular; como su inteligencia no les ha permitido crear para su uso instrumentos de materias inertes independientes de su organismo, hacen las veces de ellos sus propios miembros, los cuales se desarrollan en el sentido de su especialización y dan a toda su economía una forma particular. Acumulándose de generación en generación estas variaciones graduales, han llegado a formar en medio de cada género razas de individuos diferentes, que parecen constituir otros tantos géneros diversos.
Pero esa diferencia de aptitudes, esas especialidades en el trabajo, no traen consigo ninguna sujeción, ninguna autoridad. Cada individuo trabaja según su naturaleza para el bien del procomún, porque éste engendra el suyo propio; cada cual comparte las faenas colectivas, pero participa también de los víveres con arreglo a sus necesidades. Cuando una hormiga tiene hambre, toca con sus antenas las de una hermana mejor mantenida, la cual devuelve una parte del alimento que hay dentro de su estómago; y si cualquier insecto quisiera despilfarrar los viveres de la comunidad no tardarían sus colegas en traerle al terreno de lo razonable.
No pedimos a los burgueses que lleven la complacencia al mismo grado que las hormigas; cuando hablamos de hacerles vomitar, no es en este sentido. Pero ellos, que hasta en esos insectos van a buscar argumentos para que les sirvan de sostén de su orden social, debieran recordar que esas bestiezuelas no permiten el parasitismo de sus congéneres y saben defenderse de él.
En las abejas existe una clase que pudiéramos comparar a nuestra juventud dorada, una banda de alegres vividores cuya única ocupación consiste en enamorar a las hembras y perpetuar la especie. Lo mismo que nuestros jóvenes burgueses, aquellos aristócratas viven del fruto del trabajo ajeno; pero tienen la excusa de que, dada la especialización de las funciones, son indispensables para repoblar la colmena, puesto que la clase trabajadora sólo tiene hembras de sexo atrofiado, y sin ellos no podría efectuarse la generación normal, tarea que los obreros humanos estoy seguro que no piensan delegar en pro de nadie. A pesar de esta excusa, una vez desempeñado su papel de fecundar a las hembras, las obreras se apresuran a darles la muerte, pues no quieren mantener bocas ya inútiles.
¿Y la reina, esa famosa reina, de la cual habíase querído hacer el emblema del poder monárquico? También ha tenido que descender del trono y contentarse con un papel más modesto, pero más necesario y conveniente.
Cuando sabios más atentos a observar la realidad de los hechos que a buscar en ellos la justificación de las pretensiones de los amos, de quienes podían esperarse sueldos y mercedes, estudiaron en serio las costumbres de los enjambres, reconocieron que la falsa reina sólo era ... una madre de familia de una fecundidad muy rara entre los humanos, puesto que realmente, y no en sentido figurado, era la madre de su pueblo. Si estaba mejor atendida y alimentada que todos sus hijos, sin tomar parte, al parecer, en ninguno de los trabajos de la comunidad, es porque tenía una ocupación mucho más importante: la de poner huevos de continuo para asegurar la supervivencia de la colonia.
Pongamos una asociación menos complicada, más rudimentaria: por ejemplo, ciertas manadas de mamíferos, de rumiantes. Un rebaño de hembras y de hijos, bajo la guía de un macho viejo: esa es toda la sociedad. Pero tampoco en este caso trabaja nadie para alimentar al jefe. Aparte de las caricias de las hembras, cuyo monopolio se reserva y que los hijos no están en condiciones de dlsputarle, no tiene ningún otro privilegio ese llamado jefe.
En cambio, incúmbele el cuidado de velar por la seguridad de la tribu mientras apacientan todos ellos o triscan los jóvenes. Consisten sus deberes en ser el primero que dé la señal cuando se presente el enemigo a la vista y el último en la huida, cubrir la retirada de su tropa y tomar parte en lo más recio y peligroso de la pelea.
Cuando hayan crecido los jóvenes, le disputarán la posesión de las hembras. Si aún es bastante fuerte, los expulsará de la grey, satisfecho si aun le queda fiel una parte del harem. Pero tampoco vemos aqui autoridad ni explotación.
Sólo en las hormigas hemos visto asomos de explotación por medio de la esclavitud; pero esa esclavitud no es más que relativa, puesto que la soportan exclusivamente las obreras de una especie extraña, apresadas en estado de ninfas, y que, habiendo visto por vez primera la luz del día en medio de sus señores, pueden creer que forman parte de la misma especie, sin tener en el fondo que desempeñar otras funciones sino las mismas que hubieran tenido que realizar en sus propios hormigueros. Y aun asi, en esa semi-esclavitud, el dueño y señor no es de los más absolutistas, aunque tal servidumbre se funda por completo en la fuerza y en el saqueo.
En todas partes encontramos solidaridad, acaso obediencia; pero obediencia reflexiva, discutida a veces, templada siempre por la deliberación del individuo, y no sumisión absoluta. Todos los disturbios que han señalado las etapas del proletariado, todas las revoluciones hechas contra los poderes constituidos, nos demuestran que si han podido reprimirse las tentativas de emancipación, nunca se ha podido destruir ese sentimiento de independencia que yace en el fondo del cerebro de cada individuo; sentimiento que puede adormecerse en ocasiones, pero que se despierta con los latigazos de la necesidad.
Si después de cada revolución se volvía a caer en la opresión, eso era efecto de los prejuicios adquiridos por la educación. Desde que conoce su existencia, siempre se ha llevado de la rienda a la humanidad; pero eso no tiene nada de extraño que no pueda creer en una libertad no reglamentada. Pero hoy caen deshechas tales preocupaciones, fustigadas por la critica; esos sentimientos de independencia dan con su fórmula; la humanidad aprende a no querer ya más señores y reclama su libre autonomía.
Así, pues, la asociación es una necesidad para el hombre, una de las condiciones sine qua non de su desarrollo intelectual. Pero si el individuo se ve obligado a vivir en sociedad, según hemos visto, no hay que apresurarse a sacar la consecuencia de que debe sacrificarse en aras de la asociación. Esta sociedad no tiene más motivo de existir sino las ventajas que de ella pueda sacar el individuo; si le fuere nociva, tendría derecho a salirse de ella. Y entonces llegamos a esta verdad: que la sociedad, abstracto ente de razón, creado por los sociologos y los politicos, no tiene virtualmente ningún derecho ni poder ninguno sobre el individuo; que el bienestar y la autonomía de éste no deben sacrificarse nunca (contra su voluntad) en pro de las necesidades de aquélla; y que todas las entidades ulteriores (autoridad, propiedad, patria, familia) no son más que instrumentos fabricados por quienes los benefician para absorber la individualidad humana y explotarla a su sabor en su provecho exclusivo.
Es evidente que la sociedad no puede tener ninguna necesidad propia, privativa de ella misma. No forma un organismo independiente; y todas las analogías que se han querido alegar, porque sí, están demasiado traídas por los cabellos para tener algún valor. En muchos casos compárase la sociedad a un organismo; la analogía puede ser más o menos sorprendente, pero sería erróneo deducir de ella una identidad absoluta.
La asocíación de los individuos tiene por objeto sacar mejor partido cada uno de sus propias fuerzas; esta asociación puede ser perpetua o temporal, puede variar la forma de sus relaciones interiores, pero todo eso no crea un ser viviente. Y cuando en nombre de ese pretendido organismo se quieren hacer valer nuevos derechos, contradicciones con los de los individuos que constituyen la totalidad de su conjunto, eso sólo significa que quienes se han arrogado el derecho de dirigir el cotarro o el carro social, sienten la necesidad de hacer pasar sus interereses propios antes que los de sus consocios.
Si la sociedad estuviese construída con arreglo a bases naturales, nunca debieran chocar entre sí el interés social y el interés individual. En una agregación de células, el animal que de ahí resulta no siente ninguna necesidad nociva para aquéllas, excepto en los casos patológicos, los cuales traen consigo la pérdida de una parte de las células, y, por consiguiente, la del animal entero.
Este último caso es el de la sociedad actual; tal mal equilibrada, que el interés individual está en desacuerdo con el interés general, y cada interés particular está en pugna también con cada uno de los intereses vecinos. ¡Caso patológico que trae consigo la pérdida de una multitud de individuos e introduce el desorden en la sociedad, arrastrándola a su ruina, a la descomposición!
Esta tendencia a considerar hasta ahora al individuo como un simple accesorio de la sociedad no ha contribuído poco a extravíar a todos los inventores de sistemas sociales, haciéndoles sacrificar la autonomía humana en aras de la buena marcha de los sistemas arbitrariamente inventados por ellos.
Pretendiendo los anarquistas basarse en la verdadera naturaleza del hombre en los verdaderos datos de la asociación, no ven en la humanidad sino un vasto campo de evolución, que ofrece libre espacio para evolucionar, según sus aptitudes a todos los temperamentos, a todas las ideas, a todas las concepciones. Para los anarquistas, la sociedad sólo tiene razón de existir y desarrollarse si mejora la situación del hombre, lo mismo individual que colectivamente; si contribuye a su progreso permitiéndole una extensión más grande en sus facultades, sin exigir ninguna limitación nociva para su personalidad, fuera de las que ya existen por las naturales condiciones de la vida en medio de las cuales se mueve.
Ciertos socialistas, apoyándose en una opinión emitida por Haeckel, han pretendido apoyar así sus ideas centralizadoras:
Si se considera ya la teoria cosmogónica, imaginando los mundos siderales formados por medio de una condensación progresiva de la materia difusa y surcada por corrientes de movimientos en torbellino, globos sidéreos cuyas masas sufren la acción de unas sobre otras en un enlace mutuo; -ya el perfeccionamiento del sistema nervioso, y, por consiguiente, de la inteligencia, acrecentándose con la concentración de las células, que se subdividen en diversas circunscripciones de un órgano central-; ya el desarrollo lingüístico, yendo desde la sucesión de palabras invariables e independientes, a la unión de las palabras radicales con los elementos constitutivos de sus relaciones activas o pasivas, y la modificación de las palabras mismas según las relaciones que entre sí tienen; desde todos los puntos de vista es un hecho que la evolución se realiza siempre por el tránsitó de unas formas a otras cada vez más consolidadas, desde el estado de difusión al de concentración; y conforme llega a ser más grande la condensación de las partes aumenta su dependencia recíproca, es decir, que cada vez pueden extender menos su actividad propia sin auxilio de las demás.
(G. Deville. El Anarquismo).
¡Cuántas necedades puede hacer decir a un hombre el espíritu de autoritarismo! Al agruparse las células, se hacen dependientes unas de otras; de eso deduce el Sr. Deville que ninguna de ellas puede moverse sin permiso de las demás. ¡Profundo error, señores autoritarios, error profundísimo! Al asociar sus esfuerzos los individuos (como las células) hácense, en efecto, dependientes unos de otros, en el sentido de que el bien o el mal que sienta el todo lo sufre cada parte, y el efecto sentido por la parte produce más o menos conmoción en el todo.
Pero si en el conjunto de células que darán origen a organismos más complicados se hubiese producido más mal que bien para cierto grupo de células (como con los trabajadores acontece en nuestras sociedades), la asociación no se hubiera realizado. ¡Y querríais vosotros que el hombre, a pesar de su inteligencia, siguiese sufriendo un estado de cosas que los infinitamente pequeños, con un sensorio de los más rudimentarios, no habrían sufrido sin perjuicio y sin protesta!
De tales comparaciones resulta que la solidaridad más íntima debe enlazar entre sí a los individuos asociados; pero de ninguna manera resulta que deban abdicar de su autonomía; porque si se reconociesen como verdaderos vuestros razonamientos, resultaría de ellos que el estado de asocíación es perjudicial para el hombre, por amenguar su individualidad. ¿No es general tendencia del ser humano el espíritu de libertad? Pues entonces, para conservar este último su integridad, debería permanecer aislado: conclusión tan absurda como el razonamiento que la provoca.
Creando un instrumental mecánico, que con poquísimo aprendizaje llega a manejar bien, el hombre se exime de la necesidad de transformar su organismo, como lo hacen las células y los insectos; la mano, maravilloso instrumento ya en sí, que puede manejar y ejercitar todos los que su inventivo cerebro le pone en condiciones de combinar, le permite adaptarse a todas las circunstancias de la lucha por la existencia, sin llegar de ese modo a una especialización tan profunda de los individuos. Son infinitas las diferencias de aptitudes y de concepciones, pero no traen consigo en el hombre ninguna modificación del organismo, que haga imposible a un individuo adquirir luego aptitudes a las cuales no tuviese inclinación primitivamente; por tanto; su situación en la sociedad no tiene nada que ver con la especialización de trabajo de las células en el organismo, de los neutros entre los insectos.
Pero la misma ciencia burguesa va a contestar a estas afirmaciones que indébidamente pretenden ser científicas, y lo hará por conducto de un hombre que, si negaba la autoridad en la ciencia, no tenía escrúpulos de practicarla en la política, y entre los funcionarios no fue uno de los de menos categoría.
¿Existe realmente en los seres pluricelulares la centralización de que habla el Sr. Haeckel? ¿Están divididas sus celulas en dominantes y sirvientes, en señores y súbditos? Todos los hechos que conocemos responden negativamente con la mayor claridad.
No insistiré respecto a la autonomía real de que palpablemente goza cada una de las células de todo organismo pluricelular; ni el Sr. Haeckel ni nadie ha negado esta autonomia. Pero importa mucho poner de relieve la naturaleza de los límites dentro de los cuales se ejerce. Así veremos que es mucho más extensa de lo que suele admitirse; y si bien es cierto que todas las células dependen unas de otras, también es verdad que ninguna manda en las demás. Los organismos pluricelulares, ni aun los más elevados en la serie, no son de ninguna manera comparables a una monarquía ni a ningún otro gobierno autoritario y centralista.
(J.-J, Lanessan: El Transformismo, pág. 183).
Y más adelante añade:
Autonomía y solidaridad: estas dos palabras resumen las condiciones de existencia de las células de todo organismo pluricelular. Autonomía y solidaridad, tal seria la base de una sociedad construida tomando por modelo a los seres vivos.
(El mismo, pág. 196).
Se nos dice que desde todos los puntos de vista la evolución se efectúa siempre por el tránsito de una forma incoherente a una forma mejor coordinada. Pero nosotros los anarquistas jamás hemos dicho otra cosa; siempre hemos creido que, dejando a la autonomía individual la facultad de manifestarse libremente, pudieran presentarse en el comienzo de sus primeras manifestaciones irregularidades que careciesen en absoluto de lógica aparente; pero dados los males que el actual autoritarismo nos hace sufrir, es preferible pasar por ese estado difuso, aguantar algunos inconvenientes perjudiciales en primer término y más que para nadie para sus mismos autores, o recurrir una vez más a la autoridad, que ya tiene dadas hartas pruebas de lo que es en materia de cenagosos lodazales.
Dejemos a los individuos libres para buscarse; dejemos a las ideas abrirse libremente camino, y veremos en poquísimo tiempo todos los ensayos, todas las vacilaciones, todos los errores corregirse por la acción de sus propios inconvenientes y ceder el lugar al acuerdo y al armónico funcionamiento de todas nuestras facultades.
No; la sociedad no es un organismo pero su existencia, no; su existencia no es independiente de la de los individuos que la componen; no es nada por si misma. Destruid los individuos todos y ya no habrá sociedad. Pero si la sociedad se disuelve y los individuos se aislan, éstos vivirán mal, volverán al estado salvaje, sus facultades irán haciéndose regresivas en vez de progresar ...; más, en último término, los individuos seguirán existiendo siempre.
Acabamos de ver que en los seres organizados, hasta en los más elevados de la serie, las células siguen siendo autónomas, a pesar de ser fuertemente solidarias; luego la comparación de los autoritarios es mala. Vamos a ver cómo es más que mala: es absurda.
Para formar la inmensa cohesión de células que constituyen un mamífero, por ejemplo, para llegar a esa división de trabajo en que cada célula ocupa su puesto en la colonia y suministra su parte de labor, siempre la misma, ha sido menester que al principio de la agregación cada célula fuese inconsciente de su individualidad y no tuviese marcada preferencia por una tarea más que por otra. Para que unas células se agrupasen para formar los músculos, la piel, los pelos o los huesos, para que otras se empleasen en segregar la sangre, la linfa, la bilis y algunas el pensamiento, sin salirse nunca de ese especialismo, hasta el punto de hacerse incapaces de cualquiera otra adaptación, de atrofiarse y morir cuando se destruyen las condiciones en que habitualmente funcionan, necesitase una plasticidad primitiva que ya no tiene el hombre, el cual es por sí mismo un ser complejo y completo, a quien le impediría además doblegarse a ello el estado de conciencia a que ha llegado.
Puede verse el progreso de la adaptación de las células estudiando las primeras formas animales. Si se considera una amiba, una mónera (que, entre los protistas, son los seres más rudimentarios), se ve cómo esa especie de gelatina viviente cambia de lugar, come y prolifera, sin tener ningún órgano especial. El individuo desempeña todas esas funciones con cualquiera parte de su cuerpo: si quiere caminar, desde la periferia del cuerpo proyecta prolongaciones que le sírven de pies; si quiere comer, se adhiere por cualquiera parte de su superficie a la materia alimenticia, la envuelve y la digiere dentro de su masa. Para multiplicarse, estrangula su cuerpo por la mitad y esa estrangulación se adelgaza cada vez más hasta formar dos individuos distintos; cuando llega a la madurez la segmentación, escindense ambos individuos y forman dos seres separados, en todo semejantes a quien les dió origen.
Esta es la fase de la amiba. En la mónera (mónera anaranjada, de Haeckel), la proliferación es más complicada y pasa por varias fases. Subamos a escala unos cuantos peldaños nada más, y nos encontramos con la ascidia. Aqui ya no se compone de una sola célula el individuo, sino que es una colonia en la cual comienzan a especializarse las funciones. Hay epidermis, un principio de mucosa, una abertura para engullir el alimento y ... otra opuesta para dar salida al residuo. Pero es tan poco fijo el especialismo y de una adquisición tan reciente, que se puede coger al animal, volverlo de dentro afuera como un guante, y continuará viviendo (trocada la superficie epidérmica en mucosa digestiva), como si nada de anormal se hubiese producido en su existencia.
Si se cogen ciertas hidras de agua dulce, se vuelve una y se introduce dentro de otra algo mayor, se soldarán ambas mucosas y los dos animales formarán uno solo, que sigue viviendo sin sentirse molesto por ese aumento de su individuo y sin sospechar que, con más derecho que los antiguos autócratas, podria hablar en plural.
¿Quiere hacerse la experiencia contraria, coger un animal de esta especie y cortarlo en varios trozos? Cuantos pedazos se hayan hecho, otros tantos individuos se habrán creado, que siguen vivos y no tardan en completarse, reproduciendo las partes que faltan a su individualidad.
Por tanto, sólo a consecuencia de la evolución y del progreso del organismo que constituian es como las células primqrdiales han llegado poco a poco a especializar sus tareas y a perder la facllidad de transformarse. Pero ya hemos visto que, al hacerse solidaria de la colonia, la célula no se ha convertido en un súbdito. Su solidaridad con las coasociadas es tan intima, que, si se negase a realizar su trabajo, perecería o por lo menos padecería la colonia (A no ser que la colonia la elimine y luego la reemplace por otra célula normal y semejante); pero esa célula sería también la primera víctima del malestar, sufriendo las consecuencias nada más de las leyes naturales que rigen su modo de existir; y no una pena impuesta por cierta clase de células consocias de aquélla.
Pues bien; en nuestras sociedades vemos muchas leyes para castigar las contravenciones al orden establecido; pero esa sanción es tan poco natural y tan inestable, que no se entienden entre sí los encargados de aplicarla. Cuando nos hayáis establecido una sociedad donde cada infracción de sus leyes acarree por sí misma su castigo, sin la intervención arbitraria de quienes se han hecho dispensadores del premio y del castigo, entonces tendréis derecho para proclamarla natural y compararla a un organismo. En la actualidad, sólo es un desorden y una confusión.
Ya lo hemos visto: el ideal de la economía politica sería meter a los individuos en una casilla de su casillero social, sin que de allí pudieran salirse.
Diariamente se ve cómo se hace al obrero menos capaz de trabajar él sólo un producto completo, reduciendo al trabajador a no salir nunca de una especialidad. Uno hará durante toda la vida cabezas de alfiler, sin saber cómo se le saca punta. Otro estampará durante su existencia entera, con ayuda de una máquina, la misma pieza de metal, ignorando qué sitio ha de ocupar en el conjunto del mecanismo. Véase a dónde nos conduce la burguesía, con la esperanza de hacernos aún más esclavos de la faena que a cada uno nos señale.
Los economistas burgueses gritan que los miserables tienen demasiados hijos, y quisieran conseguir privarles de este goce postrero. Con su sistema de llevar a empujones a la mujer y al niño a los talleres, querrían suprimir poco a poco el obrero varón y adulto. Conservaríanse para muestra algunos, en los empleos donde no pudieran reemplazarles la mujer y el niño; se les especializaría en esos empleos enteramente lo mismo que los individuos neutros de las abejas y de las hormigas, o los guerreros de los termites.
Los burgueses, además de su respectiva familia legítima, heredera de sus bienes de fortuna y continuadora de su civilización, tendrían un harem de mujeres obreras con quienes procrearían un montón de bastardos, carne de taller, de oficina y de milicia, asi como sus madres serían el ganado de recreo y de producción.
Este ideal no tiene nada de seductor. Comprendemos que los burgueses nos prediquen el sacrificio de la individualidad en aras de la evolución de su sistema social; pero la individualidad no quiere ya sacrificarse ni atrofiar sus facultades. con el ejercicio de una sola, sino dar libre expansión a todas y adquirir otras nuevas si es preciso. Lejos de dejarse achicar, quiere desenvolverse, amplificarse, adquirir la mayor suma de conocimientos de que sea capaz el ser humano. Sí; la sociedad debe evolucionar no como un organismo independiente que se desarrolla dirigiendo la evolución de las células que le componen, sino como simple consecuencia de la evolución del ser humano.
Así, pues, la sociedad no tiene razón de ser sino a condición de que quienes forman parte de ella encuentren en la misma un desarrollo más grande de su bienestar y de su autonomía. No tiene más que un objetivo: producir una mayor suma de utilidades y goces, con un gasto de fuerza, menor. Además, como las necesidades son variadas y los temperamentos se diferencian de mil maneras, de ahí se deduce que ese estado de asociación puede revestir múltiples formas: pueden ser innumerables los grupos que de seguro se formarán el dia en que pueda desenvolverse la libre espontaneidad de los individuos. De donde resulta que es un error el pretender que los esfuerzos de todos conspiren a una mejora social que no tenga Por objeto la felicidad de los individuos asociados; eso es querer ir contra el sentido común.
Ensánchese el campo de evolución de la individualidad, y se obtendrá una buena evolución social. Si se quiere que no haya obstáculos pará el funcionamiento de esa asociación de fuerzas (reconocida como indispensable por nosotros), es preciso que en esa unión de esfuerzos el indivíduo no resulte lesionado en ninguna de sus aspiraciones, perjudicado en ninguno de sus movimientos. No teniendo el estado social razón de ser sino en cuanto con él tenga ventajas el individuo asociado, sólo podrá existir la armonía social cuando cada uno de ellos pueda evolucionar libremente. Si los derechos de un solo individuo resultasen lesionados por la sociedad, sería para él un mal la asociación, la cual no tendría entonces razón de ser; y, por consiguiente, ese individuo estaría en su derecho al retirarse de ella y sublevarse contra las leyes que quisiera imponerle.
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