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La sociedad futura

Jean Grave

La medida del valor y las comisiones de estadística


Según hemos visto, los economistas declaran necesaria la constitución del valor para organizar una sociedad estable. Todos los socialistas que han querido imaginar planes de reorganización social se han estrellado en ese escollo. Los socialistas que piden la abolición de la propiedad individual, los colectivistas que pretenden ser unos revolucionarios, no han encontrado nada mejor, para sustituir la organización capitalista, que establecer en su sociedad comisiones de estadística, encargadas de velar por la producción y de repartir los productos a prorrata del trabajo de cada uno; y habiendo reconocido que el patrón moneda corriente era perjudicial, han decretado suprimirlo ... ¡para reemplazado por otro de su invención!

¡Lo que puede la fuerza de las preocupaciones!

Se ha comprendido todo lo falso del mercantilismo actual; se ha comprendido que era preciso abolir la competencia individual, destruyendo la moneda, valor de cambio, instrumento de dolo y de fraude; y quienes han comprendido eso, ¡no encuentran nada mejor sino reemplazar un poder por otro, sustituir el dinero como valor de cambio por otro valor de cambio! ¡Su revolucionarismo consiste en mudar el nombre de las cosas! ¿Y para obtener tan mezquino resultado deben arriesgar su existencia los trabajadores?

¿Qué importa que quienes nos gobiernen, por la fuerza de su capital tengan el derecho de imponernos su voluntad en la producción y en el cambio, o que hagan consagrar esta voluntad por medio de una farsa electoral?

¿Qué importa a los trabajadores que el valor de cambio sea de un metal más o menos precioso (oro, plata) o de palastro, hojalata, papel, cuero hervido, cartón o cualquiera otra substancia? ¿Qué importa que se le llame franco, peseta, lira, dollar, libra, hora de trabajo o cualquier otro nombre que se le quiera dar, según el patrón que se emplee para valuarlo? ¿Qué habrá mudado así?

Las mismas causas, ¿no producirán los mismos efectos? ¿Está el peligro en el nombre o en el empleo de la cosa? Si en la futura sociedad colectivista o socialista sigue aún el cambio de productos, entonces cada uno tendrá interés en hacer estimar los suyos en más que los de los otros, y tendrá el derecho de creerse lesionado en sus intereses cuando esa estimación no sea la soñada por él. En ese caso, veremos reproducirse los inconvenientes de la sociedad actual.

Para evitar las tiranteces y las recriminaciones sería preciso hallar una base que permitiese atribuir a cada uno la parte real que le corresponde de su trabajo; seria menester encontrar un medio que permitiese medir de una manera matemática la parte de esfuerzos de cada uno. ¿Se ha encontrado esa base? Véase lo que dice uno de los suyos:

El gran medio de acción, el eje del mutualismo, es la constitución del valor. En efecto; para establecer la igualdad de cambio, el cambio a precio de coste, es preciso que el valor esté constituido.

Pero ¿dónde encontrar el criterio del valor?

Según Proudhón, es la hora de trabajo. Conviene advertir que los socialistas de la Internacional fueron todos más o menos prudhonianos, y todos han conservado algo. Si ahora ya no lo somos, consiste en que no hay ni puede haber medida del valor.

Si hubiese absoluto empeño en constituir el valor, llegaríase a tasar los productos sin tener en cuenta los talentos, ni los estudios, ni las fuerzas morales y materiales gastadas en fabricarlos.

(De un informe al Congreso de Basilea citado por B. Malon en La Internacional, su historia y sus principios).

Todos confiesan esto mismo; y aún los pobres economistas que tienen la pretensión de no guiarse en su camino sino por las leyes naturales, no han podido explicar todavía esa, ¡y se ven obligados a convenir en que el eje de su sistema es una ley ... de la más pura arbitrariedad!

Desesperados de su causa, los socialistas auioritarios, á falta de otra cosa mejor, se han agarrado a esta medida del valor: ¡la hora de trabajo! Pero hay trabajos que requieren un gasto de fuerzas mueho mayor; hay trabajos más repugnantes, más peligrosos. ¿Cómo resolver esta dificultad?

Unos quieren clasificar esos trabajos en prestaciones obligatorias sociales, que cada cual sería llamado a realizar, creándose un turno de servicio que probablemente tendría exenciones; y es claro que así sucedería desde el momento en que su reglamentación estaría organizada por la autoridad. Otros consideran más práctico el aumentar el precio de las horas de trabajo consumidas por el personal dedicado á esas tareas. En último término, no dejaría de haber con ello sobradas causas de división y de rencillas entre las sociedades.

Pero aún hay más. En todo trabajo existen varios factores: fuerza muscular y mafia, trabajo cerebral en diversos grados de complejidad, raciocinio, memoria, comparación, simplificación o perfeccionamiento del trabajo y otros muchos más. ¿No basta eso para complicar el asunto y hacer en extremo arduo, si no imposible, el trabajo de los repartidores?

¿Sobre qué base ha de asentarse un valor de cambio que dé a cada uno el producto íntegro de su trabajo e impida toda reclamación? ¿Cuál es el dinamómetro que pueda estar constantemente adaptado a los nervios del individuo para regisrar las fuerzas gastadas y su empleo, que pueda marcar con exactitud sus operaciones cerebrales?

No pudiendo constituirse ese valor de cambio sino de una manera aproximada, con arreglo a un trabajo y un tiempo dados, habría que adoptar amistosamente un valor medio entre todas las clases de trabajo. ¿Quién establecerá ese promedio? Las comisiones de estadística. Pero, ¿cómo se satisfará a los que se crean lesionados? ¿Se les impondrá por fuerza ese promedio? Ciertos colectivistas se subleban cuando se les dice que sus comisiones serían gobiernos. - Administración sí, gobierno, no -responden.

Sin embargo, una de dos: o esa adopción de un valor será impuesta, o los trabajadores habrán adquirido bastante sentido práctico y suficiente abnegación acerca de las mezquinas cuestiones de interés, para aceptar una cosa que les parecería preferible al estado actual.

Entonces, ¿por qué les negáis ese espíritu de solidaridad, cuando se trata de la sociedad anarquista?

Por otra parte, creando los bonos de trabajo (este nombre de la nueva moneda), ¿cómo se impediría su acumulación? Esta es otra importantísima dificultad que es necesario resolver, pues de no hacerlo, se abre la puerta a la posibilidad de capitalizar.

A esto se ha respondido que no pudiendo acumularse sino los objetos de consumo, y siendo enajenables la propiedad inmueble, el suelo, los instrumentos del trabajo, etc., no podrían ser muy grandes los peligros de esa acumulación.

Desde el punto de vista de la reconstitución de la propiedad individual, es claro que no podría ser muy peligrosa esa acumulación. Pero hay un peligro moral: permitiendo a los individuos amontonar Y atesorar, se les daría el medio de reconstituir el comercio y la competencia individual que se pretende destruir con la constitución de la nueva sociedad. En vez de amortiguar el espíritu de lucro y de mercantilismo, tan funesto hoy, sostendríanse en el ánimo de los individuos: eso sería incitarles a buscar los medios de extender aún más esas facilidades de cambio. Así comenzó la sociedad capitalista. ¿Y merece la pena de hacer una revolución para volver al punto de partida?

Pero además de ese peligro habría otro más inmediato, y el cual daria como resultado la dislocación del sistema colectivista. Vamos a explicar cómo.

Supongamos la existencia de esos individuos mal intencionados que los colectivistas afirman que deben abundar én una sociedad anarquista. supongamos esos individuos que pueden producir mucho más de lo que necesitan para su propio consumo (esto se ve todos los días) y llegan de esa manera a acumular productos o bonos de trabajo. Para no ennegrecer más las tintas del cuadro, daremos de lado la posibilidad de la especulación o de tener a sueldo individuos empleados en satisfacer los caprichos personales de aquellos: supongamos descartados esos peligros. Nada más que el hecho de acumular es ya un peligro. Porque, por Una parte, mientras harían rebosar los almacenes sociales con el producto de su actividad, por otra parte, no estando esa superabundancia equilibrada por un consumo igual, así quedarían trastornados por completo los cálculos de las comisiones de estadística; pues equivaliendo cada hora de trabajo a un producto representado por ella en almacén, ese producto no podría entregarse sino a cambio del bono correspondiente. Si hubiera individuos que por falta de necesidad dejasen perder sus bonos, también habría otros individuos que, necesitando de ese mismo producto existente en almacenes, no podrian proveerse de él por falta del bono equivalente al mismo.

Los colectivistas han previsto la objeción, puesto que han tenido el mayor empeño en presentar toda clase de paliativos. Pero como acontece siempre, complican inutilmente el sistema y dejan subsistir además el peligro. Entre otros, háseles ocurrido el de ¡la anulación periódica de los bonos de trabajo no empleados!

Pero muy bien pueden los individuos no conservar sus respectivos bonos, sino cambiarlos por productos que se conserven indefinidamente. Aparte de eso, ¿habría razón para impedir cambiar los bonos caducados por otros nuevos, en la época de su renovación? Puede acontecer que una persona quiera trabajar y ahorrar durante diez o veinte anos de su existencia, para holgar y descansar después; ¿con qué derecho se le impediría? ¿Instituiriase el consumo inmediato y obligatorio?

Otra dificultad. Hay gentes que pueden tener la facultad de producir indefinidamente por gusto, sin sentir la necesidad de consumir lo que produzcan. Pues bien; cada bono de trabajo estará representado en almacén por su equivalente en productos; entonces podrá acontecer en una sociedad titulada igualitaria la anomalía de que mientras unos individuos habrán dejado caducar sus bonos por falta de necesidades, y habrá asi en almacen productos inutilizados, otros individuos no podrán satisfacer sus necesidades por falta de producir lo indispensable para ello.

Después, como las comisiones de estadística deben reglamentar la producción según las necesidades del consumo, hallándose en presencia de productos inutilizados, por fuerza se verán conducidas a restringir la producción de tales articulos. Y, de igual manera que en la sociedad actual el abarrotamiento de los almacenes produce la pobreza y el paro de los trabajadores, es cosa de preguntarse qué complicaciones podrian surgir de todas esas causas de perturbación.

Y entonces llegamos a esta triple alternativa: obligar a los individuos a que gasten sus bonos de trabajo; o destruir los productos no reclamados; o distribuirlos gratuitamente a los necesitados. ¡Y he aquí restablecida la beneficencia pública oficial!

Pero los colectivistas, ¿afirman que sus comisiones de estadística no tendrían poder coactivo ninguno para imponer sus disposiciones? Entonces tienen que dejar que se produzca el paro resultante del estancamiento de los productos en almacén, o pasar por encima de las reglas estatuidas por ellas mismas, o acudir a la buena voluntad de los individuos.

En ese caso, ¿por qué negar a éstos el derecho y la facultad de orientarse ellos mismos con arreglo a las circunstancias?

Aquí es donde, a despecho de todas las negativas, vemos apuntar el papel de esas famosas comisiones de estadística: reglamentarían las horas de trabajo, señalando a cada uno el tíempo que debe consumir en pro de la colectívidad; reglamentarían la producción, indicando a cada uno lo que debe producir; sólo el consumo vemos bien cómo se limitaría, pero no de qué manera se equilibraría con la producción. En una sociedad semejante, el individuo veríase limitado en todos sus actos, a cada movimiento se estrellaría contra una ley prohibitiva. Esto podrá ser colectivismo; pero de seguro no es igualdad ¡ni mucho menos libertad!

Además de estos inconvenientes, hay otro mucho más peligroso, y es que, instituyendo esas comisiones (las cuales sólo serían un gobierno, con diferente nombre), habríamos hecho una revolución,nada más que para actívar la concentración de las ríquezas, efectuada hoy en las altas esferas capitalistas, y llegar en último término a poner en manos de unos cuantos la propiedad de los instrumentos del trabajo y la de todas las riquezas sociales, aumentando también ese funcionarísmo que nos agota y nos mata en la actualidad.

Los capitalistas quisieran hoy destruir el Estado en fragmentos, haciendo de cada una de sus funciones una empresa industrial, para meter mano con mayores seguridades aún de lo que ya lo hacen. Los colectivistas quieren apoderarse de 'la riqueza y concentrarla en manos del Estado: idéntico propósito en el fondo, tomado en sentido inverso, para conseguir los mismos fines.

Hoy que el Estado no posee ya sino una minima parte de la fortuna pública, ha sabido crear en torno suyo una multitud de intereses particulares ávidos de que aquél se conserve y que constituyen otros tantos obstáculos para nuestra emancipación. ¿Qué aconteceria con un Estado que fuese en una pieza patrono capitalista y propietario universal; un Estado omnipotente, que dispusiera a su antojo de toda la fortuna social y la distribuyera como mejor cuadrase a los intereses de sus funcionarios; un Estado, en fin, dueño, no sólo de la generación actual, sino también de las generaciones futuras, encargado de la educación de la infancia y pudiendo así lanzar a capricho la humanidad por las vias del progreso mediante una educación amplia y sin límites, o detener su desarrollo con una educación estrecha y retrógrada? Retrocédese con espanto ante tal autoridad, que dispusiera de tan poderosos medios de acción.

Eso es igual que el capitalismo. Ha llegado a crear un orden de cosas que le ayuda a sostener sus intereses de clase; pero, cada miembro de esa clase tiene intereses particulares que le colocan en antagonismo con los miembros de su casta, y hacen que el trabajador se aproveche de ello para arrancarles alguna ventaja. Una revolución colectivista produciría el efecto de acelerar la fuSlón de nuestros dos enemigos: el capital y la autoridad.

¡Nos quejamos de que la sociedad actual nos detiene en nuestra marcha progresiva y nos sublevamos porque comprime nuestras aspiraciones bajo el yugo de su autoridad! ¿Qué acontecería en una sociedad donde nada pudiera producirse sin llevar puesto el sello del Estado representado por las comisiones de estadística?

En una sociedad así quedarían aniquilados todos los hombres de buena voluntad, y quebrantadas todas las iniciativas. No podría darse a luz ninguna idea nueva, si no lograba hacerse reconocer de utilidad pÚblica; y como toda idea nueva se ve obligada a luchar contra las ideas corrientes, eso sería la asfixia sistemática, el completo aniquilamiento de toda idea nueva, la cual quedaría muerta antes de nacer, Así (para no poner sino un ejemplo), la imprenta, que hasta hoy ha sido uno de los más poderosos medios de progreso, pues permite vulgarizar los conocimientos humanos, y a la cual no consiguen las leyes más restrictivas hacer callar, quedaría cerrada a las ideas nuevas. Porque sea cual fuere el desinterés de los llamados a formar el gobierno colectivista (y la amplitud de miras que despliegan sus actuales apóstoles no puede quitarnos de ningún modo esta duda), permítasenos dudar de que llevaran la abnegación hasta el punto de dejar imprimir nada que atacase sus actos, su autoridad, sus decisiones; sobre todo cuando pudieran creerse investidos del cuidado de conducir a los individuos a una felicidad que éstos se declaran incapaces de alcanzar sin aquéllos, y para legitimar esa negativa les bastaría alegar consideraciones de orden público; por ejemplo, cuando hallándose todas las fuerzas productoras absorbidas por las necesidades inmediatas, no les fuese fácil apartarlas de sus funciones para crear cosas cuya necesidad no estuviese probada lo suficiente.

Y cuanto más sinceros fuesen esos hombres, tanta mayor fe tendrían en el orden de cosas por ellos dirigo y tanto más crueles serían para con las ideas que llegasen a combatir sus conceptos. Estando firmemente convencidos de que la felicidad humana depende en absoluto de sus especulaciones, por lo mismo ahogarían sin compasión las ideas contrarias. Harto nos ha hecho sufrir la autoridad actual para no tomar nuestras precauciones contra la venidera; no queremos volver a poner nuestros destinos a disposición de los errores individuales o colectivos.

Dícesenos que las comisiones de estadística no serían una autoridad. Determinarán la producción, repartirán los productos, establecerán esto, organizarán aquello ... pero no serán un gobierno. Todo lo contrario. ¡Serán servidores del pueblo!

Entonces preguntamos: si los grupos o los individuos quedan libres de prescindir de ellas cuando se cansen, ¿dónde está su utilidad? ¿No es más sencillo dejar a los individuos organizarse libremente, concertar su producción y su consumo como les parezca, sin venir a complicar las cosas con ruedas inútiles?

Sean cuales fueren las negativas de esos partidarios vergonzantes de la autoridad, mucho trabajo les ha de costar el salir de este dilema: o los grupos o individuos serán libres de aceptar o rechazar los acuerdos de esas comisiones, o los acuerdos de éstas tendrán fuerza de ley.

En el primer caso, es inútil establecer comisiones; en el segundo será preciso organizar una fuerza pública en el apoyo de esos acuerdos oficiales. Y en tal caso, ¿cuál será la libertad de quienes a ellos se opongan?

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