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La sociedad futura
Jean Grave
La mujer y el matrimonio
La idea de la autonomía del individuo comienza a abrirse paso y no cabe ninguna duda de que triunfará, como todas las ideas verdaderas. Pero hase desligado de ella otra, aunque en el fondo sea la misma; y gran número de individuos, hasta entre los trabajadores protestan contra su servidumbre propia y siguen viendo en la mujer nada más que un ser inferior, un instrumento de placer cuando no la convierten en una bestia de carga.
¡Cuántas veces no hemos oído decir en nuestro derredor: ¡La mujer ocuparse de política! ¡Que vaya a cuidar del puchero y a repasar los calzones de su marido! Con suma frecuencia emplean este lenguaje socialistas, revolucionarios; otros muchos hay que, sin hablar ni aún pensar así, se conducen dentro de la familia como unos verdaderos señores absolutos. Aparte de que de ese modo dejan perderse una de las más grandes fuerzas de la revolución, esta conducta prueba también que todavía no han llegado a comprender por completo la solidarídad entre todos los seres humanos.
De ahi ha resultado una corriente de opinión paralela, que, sin ocuparse de las cuestiones económicas, persigue en la sociedad actual la emancipación de la mujer, su acceso a todos los empleos, su participación en los negocios políticos. ¡Otra manera ciega de considerar las cosas, otro desconocimiento de la situación! La servidumbre de la mujer es una supervivencia del estado de barbarie que se ha mantenido en las leyes porque, en efecto, el hombre la consideraba como un ser inferior; pero bien pronto ha sido puramente nominal esa esclavitud para la mujer rica y solo se ha sostenido en todo su rigor para la mujer proletaria. Esta última no puede emanciparse con eficacia sino a la vez que su compañero de miseria; su emancipación política seria una añagaza más, como lo ha sido para el trabajador. La mujer debe buscar su libertad, no fuera y aparte de la revolución social, sino juntando sus reclamaciones con las de todos los desheredados.
Sin subir hasta los padres de la Iglesia, quienes discutian en serio si la mujer tiene alma, ¡cuántas majaderias no se han dicho acerca de ella! Aún existen hoy algunos sabios que afirman que la mujer es un ser inferior. Es verdad que en su mayor parte son los mismos que hablan de clases inferiores, refiriéndose al trabajador, y sostienen la idea de la ineptitud de algunas razas para poder elevarse hasta cierto grado de educación. Esos sabios están siempre dispuestos a justificar todas las opresiones e iniquidades, con tal de que se les gratifique por su complacencia con cruces y placas. Creeríase, verdaderamente, que a fuerza de rebajar a los otros se imaginan crecer ellos otro tanto.
¡Qué no se ha dicho para probar esa pretendida inferioridad de la mujer! Se ha invocado su debilidad muscular comparada con el hombre, su mehor capacidad cerebral (para no ocuparnos sino de cosas perfectamente demostradas), sin hablar de su ineptitud para las ciencias exactas, y de una supuesta fisiología que pretende probar que los órganos sexuales de la mujer sólo son una suspensión de desarrollo de los mismos organos del hombre.
Pero así que quedó demostrado de un modo innegable que el cerebro es el órgano del pensamiento, los partidarios de la inferioridad femenina creyeron haber encontrado una base incontrovertible para su doctrina, y en ella se han hecho fuertes. En efecto, en todas las razas humanas, el cerebro de la mujer es normamente inferior en peso al del hombre.
También es cosa probada que, proporcionalmente, el cerebro más pesado tiene más probabilidades de estar mejor dotado; esto se halla fuera de dudas. ¿Qué responder a esos hechos?
Una cosa muy sencilla! Cuando se profesa la ciencia, la verdadera ciencia, con el fin de aprender, de aumentar los conocimientos, y no con la mira de emplearla como arma de guerra para justificar una idea preconcebida, se comparan uno a uno todos los elementos del proceso, se tienen en cuenta todas las relaciones accesorias que lo completan y complican, se estudian todas las modificaciones que éstas pueden introducir en el elemento principal y entre aquellas mismas relaciones, y sólo entonces puede esperarse sacar consecuencias casi ciertas.
Los sabios a quienes nos referimos, gozosos de encontrar un hecho en apoyo de su teoria, no han olvidado más que una cosa: si en el peso consistiese todo, si fuera lo único digno de tenerse en cuenta, entonces la ballena y el elefante serían los seres más inteligentes que existen, pues con seguridad su cerebro excede en peso hasta al del hombre. Pero el peso no es lo único que contribuye a la riqueza del cerebro; algunos lo han comprendido. Es preciso considerarlo en proporción a la estatura y al peso total del cuerpo. El cerebro consta de células pensadoras, pero también de células nerviosas que tienen por única función la de excitar la actividad de diferentes órganos. Cuanto más pesado es el conjunto del organismo, tanto mayor es el número y el volumen de estas últimas; y la masa de tales células nerviosas no tiene nada que ver con la inteligencia.
Después hay que considerar la riqueza de las circunvoluciones cerebrales, de tanto o más valor que el peso; la composición quimica es otro valor que debe tenerse en cuenta; una diferencia de estructura de las células puede modificar el funcionalismo del cerebro; y hay que fijarse en las condiciones de nutrición del mismo, pues según afluye la sangre a él con mayor o menor regularidad, de una manera más o menos activa, así retarda o acelera la actividád cerebral.
Y, último argumento: no basta tener un cerebro bien organizado, sino que además es preciso ejercitarlo por medio de la educación. Pues bien; a la mujer y al trabajador siempre se les ha mantenido en una inferioridad de educación, con pretexto de que la reservada para las clases directoras era muy superior a sus alcances y a la vez inútil para desempeñar las tareas a que ambos estaban destinados. ¡Y esa inferioridad adquirida se nos presenta hoy como una ley natural!
Si los hombres hubiesen estado menos engreídos por el error antropocéntrico que les hace referirlo todo a ellos y se deriva del mismo espíritu que el error geocéntrico, no se hubieran atrevido a emitir tal herejía científica. Pero al ver desmantelarse poco a poco esa supremacía de la cual se vanagloriaban, intentan una postrera transformación, la virocentria, que, a semejanza de las otras, no se funda en ningún dato real (Sin olvidar a los pedantes que quieren probar la superioridad de ciertas razas y los solapedantes que vienen después afirmando la superioridad de ciertas clases sociales. Otros tantos errores que provienen de la misma tendencia).
Si se tratase de dos razas diferentes y sin relaciones de ninguna clase, aún comprenderíamos en rigor que hubiera podido plantearse la cuestión; también en falso, sin duda, pero habría sido discutible. Mas, ¡entre los dos miembros de la misma familia, entre los dos troncos igualmente necesarios para perpetuar la especie! Es preciso ser idiota para haber propuesto esa cuestión.
¿Acaso el hombre y la mujer se reproducen aparte uno de otro, para dar origen mejor el hombre a hijos y la mujer a hijas, transmitiemo así por separado sus cualidades y defectos a la respectiva descendencia de cada cual? ¡No! Se ven obligados a cooperar juntos para engendrar intistintamente varones y hembras. Cada uno de ellos transmite sus cualidades a la progenie, sin diferencia de sexos; a veces domina en ella lo varonil, otras lo femenino; a veces uno de los progenitores puede predominar por sus caracteres en el hijo de igual sexo que él, pero a veces también en el de sexo opuesto al suyo. Nadie ha podido dar aún la razón de estas variaciones; mas no por ello deja de estar probado que, según las circunstancias (desconocidas), puede dominar uno u otro sexo indiferentemente en los productos de la generación.
Pues bien; si asi sucede, y admitiendo que en el punto de partida hubiese caracterizado al sexo femenino una inferioridad real, habríase producido esto: que o la mujer hubiera concluido por imponer su inferioridad a la especie humana, o el hombre hubiera impuesto su superioridad, o hubiera concluido por formarse entre los dos componentes de la humanidad un equilibrio de facultades que pusiese a ambos al mismo nivel.
En el primer caso, a cada generación la mujer hubiera ido añadiendo una parte más de su inferioridad, y sus propiedades negativas habrían acabado por eliminar las cualidades positivas del hombre. Pero en ese caso, desde los tiempos que la especie humana lleva de perpetuarse por la generación, hace ya muchísimo que hubiese retrocedido a la animalidad.
En el segundo, habrían tríunfado las cualídades positivas del hombre. Los partidarios de la inferioridad femenina se verán oblígados a rechazar esta hipótesis; porque desde el tiempo que los sexos llevan de mezclarse por medio de la generación, ambos se han confundido uno con otro lo suficiente para adquirir propiedades iguales, y su afirmación no tendría ya razón ninguna de ser.
Igualmente negaran el tercer caso, que supone un nivel medio, inferior, para los dos sexos. Así, pues, sólo les quedaría una cuarta hipótesis, la de que, a pesar de las mezclas, cada sexo ha conservado sus cualidades propias a través de los cruzamientos. Aparte de que esta hipótesis es la menos admisible de todas, ¿qué dirán quienes se aferran a la teoría absoluta de la lucha por la existencia y de la supervivencía de los más aptos?
Por consíguiente, el simple razonamiento lógico nos indica la solución: la igualdad con matices y propiedades diversas entre los dos sexos, pero que constituyen cualídades dependientes de la organización fisiológica a la cual van unidas y que hacen ambos sexos equivalentes, sino iguales en aptitudes.
La mujer, por su inferioridad física, siempre ha estado en las sociedades inferiores bajo la autoridad del varón, con díversos grados de violencia; este último siempre le ha impuesto más o menos su amor. Propiedad de la tribu al principio y del padre después, para pasar al dominio del marido, cambiaba así de señores sin que nadie se dignase consultar las preferencias de ella.
Objeto de propiedad, sus amos la vigilaban para impedirla prestar sin su asentimiento lo que ellos querían ser los únicos en disponer, excepto en los países donde una abundante posteridad era prenda segura de riqueza y por eso el señor cerraba los ojos acerca del origen de un bien, del cual podia disfrutar. En todos los demás casos, en un acceso de generosidad, el amo podía a veces prestarla a un amigo, a un huésped o a un cliente, como se presta una silla; pero creyéndose robado si éstos disponían de ella a escondidas de él, tomábase feroz venganza de la culpable.
Cierto es que de hecho ha caído en desuso esta autoridad del hombre en las relaciones entre ambos sexos, esta dependencia de la mujer hecha constar en las leyes y abiertamente defendida por algunos, desuso logrado ya por astucia, ya por el imperio que su sexo ejerce sobre el nuestro. En los tiempos actuales, en nuestras sociedades que dicen ser civilizadas, la mujer rica está emancipada de hecho, si no de derecho; sólo la mujer pobre sufre hoy la esclavitud y el rigor de la ley.
Hasta en los pueblos más atrasados, ¿no llega la mujer a crearse privilegios? Los historiadores antiguos mencionan a esa tribu gala, donde las mujeres estaban llamadas a juzgar las cuestiones que la tribu tuviese con sus vecinos, y el fallo de las cuales tuvo que respetar un general romano.
En la Australia, donde a la mujer se la trata como a una bestia de carga, donde no se sienta a comer en la mesa sino detrás de su amo y señor, quien le tira al vuelo las tajadas que a él no le gustan o no quiere, adviértese una costumbre análoga (Les primitifs d´Australie, E. Reclus). De hecho, si siempre ha tenido que sufrir la fuerza bruta del hombre, con su agudeza y su astucia, siempre ha sabido la mujer tomar ascendiente sobre él. Hoy la imputan como un crimen esa astucia, el arma de los débiles, según dicen. Pudiera replicaros que la razón de la fuerza es la única que tienen los brutos.
Probablemente comenzaría por la promiscuidad la unión sexual; después el hombre afirmó su derecho de propiedad capturando a aquella de quien quiso hacer su compañera; luego fue comprada; y, por último, suavizándose cada vez más las costumbres, hase concluido por tener en cuenta la elección de la mujer y emanciparla gradualmente, al paso que el espiritu de propiedad fundado en la organización familiar despótica del padre, trataba de poner de nuevo a la mujer bajo la estrecha dependencia del varón, lo cual nos ha valido esa variedad de leyes y de prejuicios acerca de las relaciones sexuales.
¡Cuántas leyes se han hecho para reglamentar las relaciones entre el hombre y la mujer; cuántos errores y preocupaciones ha contribuido la moral oficial a sostener y arraigar, pero que la naturaleza se ha complacido siempre en arrojar por los suelos, sin doblegarse nunca a sus decretos arbitrarios!
El hombre, en su calidad de señor, encuentra muy bien merodear en la hacienda del vecino; hasta en las sociedades más pudibundas, el hombre que puede jactarse de numerosas conquistas es considerado como un mozo de suerte.
Pero a la mujer-propiedad, por la ley, por la educación, por las preocupaciones y por la opinión corriente, le está vedado dar libre curso a sus sentimientos. Las relaciones sexuales son fruto prohibido para ella; sólo tiene derecho a la cópula sancionada ante el juez municipal y el cura de la parroquia. Y héte ahí cómo, en un acto realizado por dos personas, toda la vergüenza es para una y toda la gloria para la otra.
Dicen los masculinistas que esto consiste en que no es comparable el daño ocasionado por ambos copartícipes. El adulterio de la mujer trae consigo el riesgo de introducir en la familia hijos extraños, que más tarde llegarían a despojar de una parte de la herencia a los propietarios legítimos. De este axioma capitalista puede inducirse que está muy bien el causar perjuicio al vecino, y sólo es malo cuando se lo producen a uno mismo. ¡Véase la moral capitalista en todo su esplendor! La mujer-propiedad, al tener complacencias con el varón que ha sido de su agrado, perjudica al marido: ¡leña en ella! El hombre desenvuelto que, como el cuco, va a empollar en el nido del vecino, da pruebas de ser listo. No puede verse descoco más por el estilo de la regencia.
La religión ha lanzado después sus anatemas contra quienes obedecen más a las leyes de la naturaleza que a las restricciones de los moralistas y legisladores. La teoría del pecado original ha venido a gravitar con todo su peso sobre la ejecución del acto genésico.
No pudiendo decretar la Iglesia la continencia absoluta, tuvo que sancionar y bendecir la unión del hombre y de la mujer, pero para reglamentar sus relaciones, lanzando sus más fuertes anatemas contra quienes se entregaban al amor sin su consentimiento. Las ceremonias que celebraban libremente los primitivos hombres en el seno de la tribu, para manifestar su ingreso en el matrimonio, hiciéronse obligatorias con la religión, y de allí pasaron al Código civil, heredero de la mayor parte de las prerrogativas de la Iglesia.
Después de prohibirse amar sin autorización del párroco fue prohibido amarse sin permiso del representante de la ley. La opinión pública, mantenida en la ignorancia por el sacerdote y el legislador, vió con malos ojos a quienes creian que no necesitaban autorización de nadie para probarse su mutuo amor. Pero siempre a causa de la idea de propiedad, la reprobación recayó sobre la mujer; al hombre sólo se le vituperaba por tomar en serio esa unión y tratar a su amante como una verdadera esposa legítima.
Pero este falso pudor así como todos los castigos y penas que se han inventado contra quienes practicaban el amor libremente, solo han producido un efecto: hacer a los individuos hipócritas, sin hacerlos más castos ni más continentes. Cuando se ponen obstáculos a la naturaleza, se la desvia pero no se la doma. Ahí está para probarlo lo que sucede en nuestra sociedad, que se llama a sí mismo civilizada; en ella se ha llevado al extremo la gazmollería. Adulterio, prostitución, corrupción, metamorfosis del matrimonio legal en verdadera alcahuetería: tales son las consecuencias de estas ininteligentes organización y legislación. Los infanticidios nos prueban cómo la vergüenza que recae sobre la soltera que cede al amor no impide a nadie llevar a cabo estos actos sino que sus consecuencias pueden inducir al crimen para ocultar lo que Se califica de una falta.
Sin embargo, la sociedad aminora hoy su rigorismo; y en cuanto a la religión, ni siquiera se habla de ella. Excepto alguna doncella mal hallada con la soltería y ganosa de lucir el vestido blanco, o algun heredero deseoso de ponerse en buen lugar con parientes heredables y un poco tardos en irse al otro barrio, pocas personas sienten la necesidad de ir a arrodillarse ante un buen señor que se disfraza fuera de carnaval. En cuanto a la sanción, si quisiera hacerse un censo entre la población de nuestras grandes ciudades, veríase que, en efecto, en todas las casas han pasado sus moradores por la alcaldía; pero examinando las cosas con alguna escrupulosidad, podría advertise que tres cuartas partes de los matrimonios han disuelto los vinculos legales, para formar otros nuevos sin consagración oficial de ninguna clase, Y que las parejas que viven matrimonialmente ya no están formadas como aparecen inscritas en el registro civil. Siempre hay un señor y una señora de A.; un señor y una señora de B.; pero la señora A. conocida en el vecindario resulta ser una señora X en el juzgado, y la sellora B. una señora N. legal.
Esto se ha hecho tan corriente, que la burguesía, a su pesar, ha tenido que íncluir el divorcio en su código civil. Hoy, quien quiere prescindir de las ceremonias oficiales para su únión libre, llega a imponerla a quienes le rodean y a hacerse respetar. La opinión pública comienza a considerar la unión libremente consentida tan válida como la otra; y si la consagración oficial no puede desaparecer sino con las demás instituciones sociales, porque la propiedad se funda en ella (pues las leyes de la herencia exigen que la familia sea legal, bien deslindada y tenida de las riendas para que no se dispersen los bienes de fortuna) no por eso es menos cierto que recibio golpe de gracia el dia en que el legislador tuvo que registrar los casos en que podía ser disuelta.
En efecto, ¿no era insensato condenar a dos individuos a convivencia perpetua, cuando se hacían mutuamente insoportable la vida?
Porque dos individuos, varón y hembra, gustaron uno de otro en los primeros ardores de la juventud, veianse obligados por la ley a terminar su carrera juntos, sin poder romper nunca esa cadena. Si la existencia les era inaguantable y cada cual quería recobrar su libertad de conducta, sólo podía conseguirlo a espaldas del código, y sin poder lograr que se reconociese como válida su nueva familia, cualesquiera que fuesen sus preferencias. Veíase obligado a ocultar la irregularidad legal de su situación, como si fuese un vicio, porque la opinión pública era tan torpe como las leyes.
¡Pobre de aquel que se equivocase en su elección o se dejase seducir por las sonrisas engañadoras, las promesas falaces y los juramentos pérfidos o prestados con plena sinceridad en un momento de pasión, pero que las circunstancias hacen considerar más adelante muy de otro modo! Una vez dado ese paso, ya no era lícito volverse atrás; quedaba consumado para toda la vida. Ventura o desventura, había que conformarse con ello. ¡Eso era sencillamente una Ínsensatez!
La indisolubilidad del matrimonio era un idiotismo. Dos personas pueden agradarse un día, un mes, dos años, y luego llegar a odiarse a muerte. ¿Por qué forzarlas a envenenar su odio cada vez más, obligándolas a soportarse cuando es tan sencillo tirar cada una por su lado?
Y es que, aparte del prejuicio religioso, el capital exigía ese sacrificio. Los matrimonios en la sociedad actual son muy a menudo la asociación de dos fortunas (con sus esperanzas), más bien quela unión de dos sexos. Permitir a la asociación disolverse, era un desastre para muchos cálculos; además, complicaba el asunto el problema de los hijos, no en cuanto al amor que uno u otro de los disidentes pudiera profesarles, sino por la cuestión más vulgar acerca de quién debiera mantenerles.
Como eso de la autoridad de los ascendientes para oponer su veto a las inclinaciones de los jóvenes, ¿no era otro absurdo sin excusa? ¿Con qué derecho individuos que ya no pueden pensar ni sentir como la juventud, habrían de interponerse entre sus sentimientos mutuos de cariño para estorbarlos con trabas? ¡Y pensar que jóvenes contrariados en su pasión han recurrido hasta al suicidio, cuando tan lógico sería mandar a paseo a sus Gerontes!
Exenta la sociedad de todas las trabas económicas, las relaciones sexuales llegarán a ser más naturales y más francas, recobrando su carácter de unión libre de dos seres libres. El hombre ya no buscará una dote o medios de hacer carrera, ni la mujer uno que la mantenga. Cuando elija compañero, consultará más si el preferido corresponde a su ideal estético y ético, que si es capaz de asegurarle una vida de lujo y de ocio. Cuando el hombre elija compañera, buscará en ella cualidades morales y físicas más bien que esperanzas; algunos miles de francos más en la canastilla de boda no le harán cerrar los ojos acerca de los borrones de que hablan los anuncios de agencias matrimoniales en la cuarta plana de los periódicos.
Se objeta que si no hay freno para moderar el libertinaje en las relaciones sexuales, acontecerá que las uniones no tendrán ya ninguna estabilidad. TOdos somos testigos de que las leyes represivas no tienen valor ninguno para impedirlo en la sociedad actual. Hasta estamos seguros de que algunas de ellas contribuyen en gran parte a las rencillas conyugales. Entonces, ¿por qué empeñarse en reglamentar lo que es incomprensible? ¿No vale más dejar libres a los individuos, pudiendo así conservar buenos miramientos uno para otro cuando ya no se vean obligados a soportarse, en vez de convertirlos las más de las veces en feroces adversarios? ¿Resulta más digno, como se ve actualmente, que el señor tenga queridas con casa aparte y la señora tenga queridos, engañándose cada uno a sabiendas de todos, bellaquerías respecto a las cuales todo el mundo cierra los ojos, con tal de evitarse el escándalo?
El matrimonio actual es una escuela de embustes y de hipocresía. El adulterio es su corolario indispensable, como el lupanar es el acompañamiento obligado de ese falso pudor que pretende que uno se ruborice al hablar del acto sexual. Se oculta el sentir la necesidad de cometerlo, pero se hacen cosas innobles cuando se cree estar a escondidas.
Porque una mujer tuvo relaciones con un hombre, la moral corriente querria que fuese condenada a no tener relaciones sino con él. ¿Por qué? Si uno u otro se han equivocado, ¿no pueden buscar otro mejor? Eso es abrir la puerta al libertinaje, se responde. Pues, ¡ved vuestra sociedad, hato de desgraciados!
Hemos citado el caso de solteras seducidas, que, para ocultar luego su falta, no encuentran nada mejor que el aborto y el infanticidio. y para un caso de adulterio con escándalo, ¡cuántos no vemos en torno nuestro que se realizan tranquilamente bajo las curiosas miradas de los vecinos! Cuando la mujer ama (y la tomamos como ejemplo, puesto que ella es quien más tiene que temer las consecuencias), hace mangas y capirotes de las leyes, de la opinión pública, y se pone el mundo por montera. Por tanto, si no pueden ponerse trabas a un sentimiento que siglos y siglos de compresión han podido obligar a que se disimule pero no han logrado impedirlo, dejémosle espaciarse libremente; siempre ganaremos con eso franqueza y buena fe en nuestras relaciones, lo cual sería una verdadera mejora.
Pero esta no seria la única mejora; pues nosotros pretendemos que desde el día en que la coacción y la intervención oficial, así como las consideraciones económicas queden abolidas, habiendo más normalidad en las relaciones sexuales, lejos de relajarse éstas, se harán más estables y más firmes.
La mujer que posee verdadero pudor, no se entrega al primero que se presente. Darwin prueba que lo mismo acontece en los animales. Cuando no interviene la codicia, es preciso que se sienta atraida por un individuo para entregarse a él. Y aun en ese caso, ¡cuántas luchas y resistencias antes del abandono final! ¿Qué mejores garantías pueden pedirse?
Hemos visto que en la sociedad actual las uniones sexuales se fundaban más bien en móviles económicos que de cariño; esta es una de las causas por las que al cabo de muy poco tiempo se detestan los cónyuges y se hacen insoportables el Uno al otro, sobre todo si sobrevienen desengaños después de sus esperanzas.
Hasta en los matrimonios donde el amor ha tomado parte en algo, vienen la educación y las preocupaciones a introducir sentimientos de discordia. Los individuos (hombre y mujer), sabiendo que están ligados de una manera indisoluble por toda la vida, pierden poco a poco esas pequeñas atenciones y esos cuidados que pudieran llamarse la sal y pimienta del amor; de un modo paulatino, la costumbre y la saciedad de los sentidos separan uno de otro a los amantes. El hombre y la mujer olvidan ese adorno personal que al otro gustaba cuando era su cortejo; y cada uno hecha de menos el ideal que había soñado y que dista de reconocer en su compañero de cadena; ese ideal cree hallarlo en nuevas relaciones; llega el momento psicológico en que puede poseer ese nuevo ideal, que la satisface y le fija o le desilusiona, pero produciendo siempre el efecto de apartarle cada vez más del primero que había elegido.
El día en que el hombre y la mujer ya no se sientan encadenados por la ley y las conveniencias, quien ame querrá asegurarse la posesión duradera de la persona amada; comprenderá que debe proseguir las atenciones y los agasajos que empleó para conquistarla, que debe continuar venciendo a sus rivales si quiere ser amado. Al más amante le toca saber prolongar el amor que supo inspirar. Esto no puede menos de ser útil a la evolución moral y física de la especie.
Por otra parte, cuando la mujer ya no tenga que venderse para comer o para adquirir el lUJo que apetece, elegirá en el hombre a quien prefiera las cualidades más de su gusto, y la constancia es una de ellas. También es por lo común menos tornadiza en sus afectos, y, por tanto, hará todo lo posible para que se le adhiera su amante.
Por otra parte, cuando el hombre y la mujer han vivido juntos durante cierto tiempo, experimentan un sentimiento de estimación y de cariño que sobrevive a los ímpetus apasionados de la posesión primera, y les hace abandonar toda clase de devaneos. Si la monogamia es el fin de la evolución humana, sólo la libertad más completa puede conducir a ella.Ya se han visto los resultados de la compresión.
Puede ocurrir que cuando el hombre es joven, ardiente, y está lleno de actividad y de espansión, se incline al cambio y a la inconstancia; pero le vemos hacerse sensato cuando realmente ama, por temor a ofender a la persona amada. Dejemos, pues, aquí que la naturaleza se corrija por si misma.
Algunos admiten todo esto, pero pretenden que en la sociedad actual el matrimonio es una garantía para la mujer. ¡Error! El hombre es quien hace las leyes, y no olvida hacerlas en provecho suyo. Ya hemos dicho que la mujer rica está emancipada, encuentra protección en la ley, puede hacerse libre; y en cuanto al hombre rico, ¿no es libre en absoluto y se le da un comino de las leyes? El dinero es el gran libertador en la sociedad actual. Pero el matrimonio legal no ofrece a la mujer proletaria sino garantías ilusorias contra el hombre que quiera abandonarla con sus peqúeñuelos. Se necesita dinero para emprender causas y pleitos; para conseguir el auxilio judicial hace falta perder mucho tiempo y dar muchos pasos. Y además, ¿qué recurso puede emplear contra un hombre que no tiene un céntimo y puede hacer vanas las órdenes de retención de salarios cambiando de taller o de residencia a cada mandamiento judicial? Y si tiene dinero, hay muchos trampantojos en las leyes; eso, sin contar los medios de intimidación.
En cuanto a la que tropiece con un marido borracho, bruto, que la explote y la pegue, no podrá separarse ni desprenderse de él; la ley la ha hecho propiedad suya, el amo tiene derecho para usar y abusar de ella. ¡Cuántos tormentos e injurias tendrá que sufrir antes de obtener la ruptura de la cadena que a él la ata! Y aun asi, la ley se aplica en caso de sevicias fisicas graves, pero está desarmada ante las sevicias morales. ¡Cuántos casos en que la mujer tendría tiempo de sobra para morir de pena, si no encontrase alguna protección más eficaz que las leyes!
La mujer proletaria, lo mismo que el trabajador, sólo puede emaneiparse por la revolución social. Quienes hacen que espere su emancipación en la actual sociedad, la engañan descaradamente. Considerada como una ilota por el hombre y por la ley, es preciso que también conquiste su libertad por su voluntad; pero no ha de lograrlo como no se asocie y haga causa común con quienes persiguen la emancipación de todos los seres humanos, sin distinción de sexo ni de raza.
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