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La sociedad futura

Jean Grave

La tradición y la costumbre


Acabamos de examinar parte de las formas de actividad del poder humano y hemos visto en su conjunto que desde todos los puntos de vista, la libertad más completa era la prenda más segura de un perfecto acuerdo común, de una armonia absoluta.

Los que por haber sido siempre llevados por el ronzal, no pueden abstraerse de las condiciones actuales y se imaginan que la humanidad no podría vivir sin andadores, exclamarán de seguro: ¡Nada de leyes! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡La sociedad está perdida! ¡Como si la ley fuese necesaria para la vida de las sociedades y no existiesen aún aglomeraciones humanas sin leyes, tan bien como lo permite su grado de desarrollo!

Las leyes son por sí mismas impotentes para obligar a los individuos a ejecutar lo que disponen ellas o para sancionar lo que prohiben. Para ser eficaces, tienen que ser apoyadas por una fuerza coercitiva. Y esta misma fuerza ya hemos visto que es muy flaco apoyo, cuando las costumbres pugnan con el régimen que se quiere imponer.

Cuando las leyes son discutidas, no están lejos de haber perdido su autoridad. Sólo tienen verdadera fuerza efectiva cuando están en perfecto acuerdo con la opinión, lo cual rara vez acontece.

Pero la ley jamas ha impedido nada. En la Edad Media se castigaba el robo ahorcando a los ladrones, acompañado el aparato judicial con espantosos tormentos. Quemábase a los blasfemos la lengua o los labios. Sentenciábase a morir abrasados a los hechiceros o considerados como tales. Eso no ha impedido blasfemar, ni al espírítu de irreligión recorrer su camino. Y aquella era la época en que hormigueaban los hechiceros, en que predominaban los ladrones.

Hoy se ha renunciado a perseguir a los blasfemos, a quemar a los hechiceros. A estos últimos limítase a condenarlos por estafas o por ejercicio ilegal de la medicina. Por su número ha disminuido desde el día en que les dejaron tranquilos; hoy ni siquiera pretenden cabalgar en mangos de escoba o tener relaciones con Satanás, cosas por las cuales tampoco se pensaria ya en perseguirles.

En cuanto a los ladrones, si la penalidad es menos dura, siempre se sigue dándoles caza cuaodo no roban sobre seguro, al abrígo de ciertas posiciones o empleos; pero no creemos que haya disminuido su número. Y eso consiste en que, a pesar del código y de la opinión, interviene aquí otro factor: la organización social y el régimen de apropiación individual en que se funda son quienes engendran el robo. Este Último es producto del régimen capitalista; no desaparecerá sino con su progenitor.

Por el contrario, para quien tuviera la paciencia de curiosear entre el inmenso fárrago de las leyes y de los ordenamientos, habría en esa investigación verdaderos hallazgos de disposiciones legales caídas en desuso, porque las costumbres se han transformado a despecho de la ley e imponiendo a ésta perpétuo silencio.

Las primeras leyes escritas ¿qué eran sino el reconocimiento y la codificación de usos y costumbres? Aun antes de la revolución había en Francia derecho feudal y derecho consuetudinario. Este Último derivábase de las costumbres; y cada provincia, en muchos casos, estaba regida por sus costumbres propias.

La primera afirmación de la burguesía consistió en apoderarse del Parlamento, arrogándose el poder legislativo y dictando leyes y decretos a su gusto, inspirándose nada más que en sus intereses de clase sin que se les importase un ardite de los usos y costumbres de las poblaciones justiciadas. Después vino el carnicero Bonaparte, que prosiguió la obra de la Convención, haciendo amalgamar con algunos aforismos del derecho romano lo que en las leyes promulgadas antes de él podía lisonjear a su autocracia; y hete ahí por qué estamos gobernados por muertos, aunque cada generación de vivos no haya dejado de aportar sus restricciones, en vez de suprimir lisa y llanamente, lo cual no ha hecho sino complicar las cosas y apretarnos cada vez más y más dentro de una red espesísima de decretos, leyes y reglamentos que estrujan a quien cae en ella.

Cuando la tradición y las costumbres regían las relaciones sociales, podía decirse que los vivos estaban gobernados por los muertos; pero las costumbres se transforman insensiblemente y cada época viene a añadir su caracter particular a las costumbres antiguas.

La ley escrita es inmutable: puede atormentársela para hacerla decir (y se consigue) lo que jamás habían pensado quienes la formularon; pero cuanto más elástica, más terrible es, porque eso mismo da mayores facilidades a los encargados de aplicarla para acomodarla a sus intereses como mejor cuadre. Eso hace que, en medio de nuestras revoluciones, los mismos que la víspera eran castigados con arreglo a la ley exístente, puedan castigar con idéntica ley e idéntica magistratura al día siguiente del triunfo a sus perseguidores del día antes. Eso hace también que tantas leyes hieran la conciencia pública al seguir imperando sobre nuestras relaciones, sólo porque quienes están en el poder tienen interés en eternizar los prejuicios que aquéllas representan.

Se ha querido objetar que en los paises donde reina la costumbre como en Córcega y en la Kabilia, los actos de venganza individual hacen la vida cien veces más difícil que allí donde reina el castigo juridico, pues de ninguna manera libran del resentimiento de la parte lesionada y el homicidio puede extenderse a pueblos enteros y perpetuarse a través de una serie de generaciones.

Por el contrario, preciso es convenir en que en esos países desarrollábase un sentimiento caballeresco de respeto a la palabra dada, del cual están desprovistos la mayoría de los que pretenden pasar por civilizados. Y, por otra parte, la mejor de las leyes no vale nada en manos de un mal juez! Y como la mayoría de los partidarios de la autoridad confiesan que para ser dignamente ejercitada seria preciso confiarla a puros ángeles, la conclusión es fácil de sacar.

Además, no se olvide que no pedimos un retroceso, pues todo debe modificarse por nuestra evolución. Volver a las instituciones del pasado, tales como existieron, sería un retroceso. Lo que queremos es una adaptación de lo que sea bueno y pueda facilitar nuestra evolución.

Entre las instituciones que la autoridad tiene interés en eternizar, hemos citado el matrimonio; pero si se tomase, uno el trabajo de buscarlas, ¡cuántas otras podrían encontrarse! El orden burgués, para ser estable, necesitaba apoyarse en la familia, pues por ella puede perpetuarse la dominación capitalista, y por eso la ha enlazado con mil vinculos legales. El código no se cura del amor, del afecto, de la familia de elección y de afinidad: esas son fantasías propias de soñadores. Para la burguesía no hay más que una familia, la familia juridica comprendida entre los ascendientes y los descendientes, jerarquizada, comprimida dentro de las formas legales, limitada por fuera del código; en una palabra, no hay más parientes que los reconocidos por la ley, sean cuales fueren sus sentimientos unos respecto a otros.

Asi es que, desde el punto de vista de la ley, dos esposos que se hayan aborrecido toda la vida y se hayan separado para no vivir juntos, si se unieron ante el alcalde, y se han olvidado celebrar la ceremonia contraria ante otro señor vestido con traje diferente, serán siempre considerados como una familia legal y la única valedera; al paso que quienes hayan vivido siempre juntos amándose hasta la adoración, sólo estarán amancebados (palabra legal) y su familia no tendrá ninguna validez, si han descuidado ciertas formalidades legales.

Los hijos de la mujer de la primera pareja conyugal, si el hombre no ha conseguido con ayuda de numerosos pasos que se declaren adulterinos, serán, según la ley, sus únicos hijos legales; al paso que los engendrados por él mismo no serán nada. En cuanto a los hijos habidos fuera de matrimonio, aunque su situación se regularice después, su posición será siempre inferior, según la ley. ¡Parece ser que esto constituye el encanto de nuestra legislación!

Sin embargo, han progresado las costumbres. El bastardo ya no es (excepto para algunos retrógrados) el ser extraño a la casta que era en los tiempos de antaño. Ya hemos dicho que Las uniones irregulares están en mayoría en nuestras grandes ciudades; y aun cuando por mala lengua murmure de ello algún buen vecino, son perfectamente acogidas por la generalidad. En ciertos casos, algunas llegan hasta a hacerse respetar por la administración: sólo la ley permanece impertérrita.

La ley, que, fuera de las dictadas por el espíritu de partido, pudo tener en otra época su momentánea razón de ser, no es más que una cristalización de la costumbre; al mismo tiempo es regresiva, pues al llegar a serlo, la ley permanece inmutable, quedándose detrás de las costumbres, las cuales se transforman.

Además, la opinión publica sólo era implacable con quien causaba un perjuicio real a la colectividad, lesionando la persona o los intereses de uno de sus miembros, pero también sabía tener en cuenta la intención y las circunstancias. La ley se mueve entre el máximum y el mínimum, y esta variación depende más de la complexión fisiológica de los llamados a aplicarla que de la naturaleza misma del delito.

Aparte de eso, el mejor medio de moralizar a los individuos, ¿no consiste en enseñarles que la transgresión de una regla útil lleva en sí misma su castigo, siéndole más tarde nociva por sus efectos ulteriores? ¿No sería esto más moral, y, sobre todo, más eficaz que decirles que si se les sorprende infringiendo la ley serán castigados, pero que no lo serán si pueden ocultar la transgresión a los ojos de la autoridad?

Se nos dirá que el miedo al castigo es lo único capaz de impeler a los individuos a que cumplan con su deber: esta es la cantinela de los partidarios de la represión. Pues bien; el argumento es falso. En primer lugar, nuestras instituciones prueban que el miedo a la represión no impide nada malo; y en segundo lugar, tenemos pruebas de que la tradición y la costumbre son omnipotentes en los pueblos a quienes llamamos inferiores. ¿Se quiere confesar que nuestra moralidad es inferior a la suya?

Véase lo que dice Bellot de los indios de las regiones polares, acerca de los escondrijos de víveres acostumbrados entre ellos en los días de abundancía y de los cuales debieran mostrarse avaros, pues a menudo tienen que sufrir escaseces espantosas:

19 de Junio ... El Sr Hehburn dice que unos indios le trajeron carne a la cual no habian tocado, a pesar de no haber comido en tres días. Hacen escondites donde guardan sus provisiones, de manera que los lobos no se las coman. Si alguien se ve apremiado por la necesidad no les parece mal que tome cuanto le haga falta, pero sin elegir los trozos; porque, como dicen ellos con razón, el hombre que tiene hambre toma lo que encuentra, sin escoger. También se considera como una prueba de mala voluntad el no volver a cubrir el escondite (J. R. Bellot, Journal d´un voyage aux mers polaires, pág. 19).

Véase ahora otro ejemplo citado por Vambery; ciertamente, no se nos acusará de que vamos a tomar nuestros ejemplos entre pueblos idílicos. Se trata de esos feroces turcomanos, los cuales no tienen más ocupación que el saqueo:

Los turcomanos, según mis informes (muy poco semejantes a los publicados por Muravieff), están divididos en nueve pueblos o khalks, que se subdividen en ramas o taifas, como éstas en otras secundarias o tiras.

El doble vinculo de solidaridad que une a los individuos pertenecientes a cada rama secundaria y luego a todas las de esta clase pertenecientes a una misma rama principal, forman el lazo de mayor importancia que mantiene adheridos entre si los elementos de esa extraña sociedad. No hay un turcomano que no conozca desde su edad más tierna las ramas principal y secundaria, de las cuales forman parte, y que no pondere con orgullo la fuerza y el número de esa sección de su pueblo. Por otra parte, en ella encuentra siempre protección contra las arbitrarias violencias de los miembros de las otras secciones; porque la tribu entera, si se ha cometido algún desmán contra uno de sus hijos, debe buscar sin descanso su reparación (A. Vamberry, Voyages d´un faux Derviche, edición abreviada, págs. 38-39).

Y más adelante dice asi:

Los nómadas que habitan en esta comarca han venido en masa a visitar a la caravana. Se ha establecido una especie de feria: he visto cerrarse tratos al fiado para compras y ventas de cierta importancia. Naturalmente, se me ha encomendado la redacción y, sobre todo, la transcripción de las letras de cambio. Me ha parecido muy sorprendente que el deudor, en vez de entregar su firma al acreedor, sea él mismo quien guarde en el bolsillo el título de su deuda; sin embargo, asi se efectúan los negocios en todo el país. Un acreedor a quien pregunté acerca de esta manera de proceder tan contraria a nuestros hábitos, me respondió con perfecta sencillez: ¿Por qué he de conservar yo este escrito y de qué me serviría? Por el contrario, el deudor lo necesita para recordar el vencimiento de la deuda y la cuantía de la suma que está ob!igado a restituirme (A. Vamberry, Voyages d´un faux Derviche, edición abreviada, pág. 91).

He ahí unos mercaderes que nos dan ejemplo de la buena fe y del respeto a la palabra jurada. Pero las negociaciones de nuestra sociedad actual, por podrida que esté, ¿no se efectúan, en parte, sobre la base de la confianza y la buena fe de unos para con otros? ¿Podría funcionar el comercio un solo minuto, si no pudiera contar, para defenderse, más que con el miedo a la ley?

La ley no castiga ni puede castigar sino las transgresiones de las cuales se conoce el autor. Pero como cada vez que el individuo comete un acto reprobado (ya porque así lo juzgue él mismo, ya porque así lo califique la ley), no lo comete sino con la certeza de no ser descubierto, o porque la satisfacción que le produzca compense ampliamente las privaciones ocasionadas por la pena en que pueda incurrir; por tanto, la ley es impotente para prevenir la transgresión, cuando los móviles que a ella incitan al individuo son más fuertes que los motivos de temor. Algunos pretenden que es preciso aumentar la severidad de las leyes. Acabamos de ver que en la Edad Media eran ferocísimas e ineficaces en absoluto. Además, llega un momento en que la pena es desproporcionada para el delito y en que los más feroces partidarios de las penas terribles vense obligados a consentir que se suavicen. Por consiguiente, todo esto demuestra que la represión no es el remedio.

Por otra parte, como por la ley no pueden los individuos tomarse la justicia por su mano, el delincuente está al abrigo de ella si tiene inteligencia para combinar sus actos de modo que pueda cometer el delito sin testigos.

Además la ley es arbitraria, pues para juzgar se ve obligada a fundarse en un nivel medio y descuidar las circunstancias de detalle, a pesar de que a veces son éstas quienes caracterizan el hecho. Además, las leyes sólo se hacen con la mira de preservar los privilegios de una casta, las conveniencias de gobierno: por eso se infringen constantemente, pues el violarlas no siempre trae consigo el desprecio de la opinión pública. Como lesionan la iniciativa del individuo, por lo mismo incitan a su transgresión.

Basándose la sociedad en el antagonismo de los intereses, según hemos visto, acarrea fatálmente conflictos entre los individuos. Pero organícese una sociedad donde estos tengan interés en respetarse mutuamente, donde la observancia de la palabra sea tenida por un bien, por ser provechosa para todo el mundo y no porque puede traer como consecuencia una pena físíca. No admiréis la pillería en materia de negocios, sino haced que quien engañe con perjurio quede separado de toda clase de relaciones, y la moral se ensanchará, se comprenderá que si se hace algo nocívo para los otros habrá que atenerse a las consecuencias a cada instante en sus relacíones, y de ese modo habrá interés en impedir que se ejecute un mal cuando se vea cometer.

¡Digan lo que quieran los moralistas, en los tiempos actuales ese espiritu de solidaridad de la multitud, el temor a la opinión pública, es lo que impide a los individuos faltar a lo que se ha convenido en llamar la moral, mucho más que todo el aparato de la ley y de su represión.

Cuando los individuos se sientan solidarios unos de otros, se establecerá entre ellos una moral nueva, que tendrá su sanción en sí misma, y será mucho más poderosa y eficaz que todas vuestras leyes represivas. Apretando la solidaridad todos los lazos sociales y no formándose estos sino en vírtud de las afinidades, todo individuo que tratase de causar perjuicio a un miembro de la sociedad se vería inmediatamente reprobado por el medio en el cual viviese, pues cada persona comprenderia que si dejaba cometerse un acto de injusticia sin descubrirlo, sería dejar la puerta abierta para otros que más tarde pudieran cometerse contra él.

El agresor expulsado de todas partes, al rehuir todas sus relaciones el trato con él, comprendiendo que la vida le sería imposible, corregiríase mejor que aprisionándole en un medio que por el contrario es más corruptor, y ese miedo le impediría realizar la injusticia que meditase.

La desaparición de los delitos no estriba, pues, en organizar un tremendo aparato de represión, sino en una mejor organización social, por la educación de los individuos y la evolución de la moral.

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