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La sociedad futura
Jean Grave
Del periodo transitorio
Ahora se presenta un argumento que nos dirigen algunos socialistas, en realidad el mismo hecho por algunos burgueses; quienes, no pudiendo negar los vicios de la actual organización y lo necesario de una transformación social, se atrincheran tras la necesidad de una supuesta mejora progresiva, y nos dicen:
Tenéis razón; le que pedís está muy bien. Es preciso, en efecto, que los trabajadores lleguen a conseguir el producto íntegro de su trabajo. Pero ya sabéis que hay posiciones legitimamente adquiridas, las cuales no se pueden destruir de la noche a la mañana sin cometer una injusticia. También es preciso tener en cuenta la ignorancia de las masas, quienes no podrán pasar en un abrir y cerrar de ojos desde la sumisión más completa a la libertad más absoluta ... Comprendedlo, se necesita andar con cautelosos miramientos ... Una sociedad no se reforma así, en un dos por tres.
Si se realizasen bruscamente las reformas que pretendéis efectuar, correriase el peligro de que tuvierais en contra vuestra a la mayoría de la población. No es de ese modo como hay que conducirse.
Cuando existan productos en cantidad suficiente para que cada uno pueda tomar del acervo común lo que necesite, sin miedo de que falten los viveres; cuando el hombre haya llegado a tener la inteligencia bastante para saber que debe respetar la libertad de los demás, acaso entonces se pueda proclamar la completa libertad del individuo, suprimir todo gobierno y todo valor de cambio. Pero eso no puede acontecer sino de una manera progresiva. Difundamos primero la instrucción entre el pueplo; y cuando esté instruido, cuando poco a poco se haya familiarizado con el nuevo régimen, entonces ya no habrá ningún inconveniente en dejarle a rienda suelta.
Pero, ante todo, no olvidemos que en la naturaleza nada se hace a saltos, sino gradualmente, lo mismo el estado social como lo demás; y que es necesario un largo, larguísimo periodo de transición.
Y después de estos doctorales fallos, los sensatos creen haber dominado a las ideas revolucionarias con la ciencia. Pero lo más gracioso es que algunos pretensos socialistas y no menos supuestos revolucionarios toman por su cuenta el argumento, para esgrimirlo contra el ideal anarquista.
Este lenguaje, que no tiene ninguna novedad, es el mismo con el cual se acoge a toda idea nueva. Sin negar lo legítimo de nuestras reclamaciones y de nuestro ideal, con razonamientos de esa índole se quisiera aplazar su realización hasta las calendas griegas.
¡Eh, hato de pícaros, muy bien sabemos que nuestras ideas no son comprendidas por las masas! Si lo fuesen no tendríamos que gritar tanto para metérselas en la cabeza. Si el pueblo comprendiera su alcance, no necesitaría de nosotros para hacérselo vislumbrar.
Si cada uno, según nuestras facultades y nuestros medios, trata de desenvolver este ideal de felicidad, es para que los individuos se lo asimilen y se empapen en él lo suficiente para darles tentaciones de realizarlo. Y cuando esa penetración de ideas nuevas es bastante poderosa en las turbas, entonces estallan las revoluciones.
Pero volvamos a los argumentos de nuestros contrincantes.
Para ciertos socialistas la revolución es inevitable ... aunque sólo en pro de sus ideas. Asi como los burgueses creen haber cerrado la era de las revoluciones en 1793, estos nuevos Robespierre piensan haber cerrado también el cerebro de los individuos a lo que no sea sus conceptos solos. Vuestras ideas no son realizables con el temperamento francés (en Francia, o inglés en Inglaterra) -nos dicen-. Ciertamente, vuestro ideal de sociedad es magnífico en teoría, pero absurdo en la práctica. ¡Ah, pobres amigos, no conocéis al hombre, cuando habláis de esa manera! ¡Si lo conociéseis como nosotros! (Es un animal muy poco inteligente para saber lo que quiere. ¡Gracias a que nosotros lo sabemos por él!) Cuando un periodo transitorio haya perfeccionado a la humanidad y suavizado los malos instintos del hombre, quizá entonces (y ni aun eso es seguro) puedan aplicaarse vuestras ideas sin inconveniente para la humanidad; pero es preciso que los hombres pasen por ese periodo educador, que progresivamente les conducirá a la libertad. (Y esa educación sólo nosotros somos capaces de llevarla a feliz término).
Sobre todo en los comienzos de la revolución será necesario un poder fuerte. ¿No habrá que reglamentar el consumo según la producción de cada uno, con el fin de evitar el déficit? ¿No será preciso fijar límites a la libertad de cada individuo, para que los más fuertes no abusen de los más débiles? (¡No podéis formaros cabal idea de lo que es dirigir un pueblo!)
Y cátate probada la utilidad de un periodo transitorio y de un gobierno. La cosa no tiene más malicia.
En cuanto a las reformas preconizadas por los burgueses, hasta por los que son sinceros, sabemos que son ineficaces y que aguardar a su realización equivaldría al famoso ¡espérate sentado! Por eso hay que prescindir de su argumentación.
Pero en cuanto a los argumentos de esos soidisant revolucionarios que se hacen conservadores antes de estar en el poder y pretenden limitar la evolución para asegurar su revolucioncita, debemos advertir que preciso es que se formen una idea muy extraña de esa revolución económica que predican ... en teoria. Su razonamiento nos prueba que sus concepciones no van más allá del término medio de una revolución política. Son politicastros; pero no socialistas. Y esto nos explica al mismo tiempo su manera de obrar en la propaganda de sus ideales.
Agrúpanse en comisiones, en ligas locales, regionales, federales y nacionales, para tomar parte en todas las contiendas políticas donde pueda conquistarse algún puesto, predicando el socialismo si el caletre del público lo consiente, o limitándose a discutir intereses de campanario si no van más allá de las entendederas de su auditorio. Asi esperan ganar terreno en el mundo político, hacer sustituir durante la lucha (si se llega a ella) la organización antigua por la suya propia, y colocarse de este modo en condiciones de poner la ley a todo bicho viviente. ¡Y á eso llaman revolución social!
Sabemos que nunca se realizará por decretos la toma de posesión del suelo, de los instrumentos para el trabajo y de toda la riqueza social; ya hemos dado las razones, por lo cual es inútil repetirlas. Y nos parece que contentarse con cambiar de amos es una satisfacción harto menguada, y que para eso maldita la falta que hace una revolución.
Por tanto, quienes hagan la revolución no deben esperar nada de ningún poder, sea el que fuere, y de ellos mismos saldrá su emancipación; deben saber obrar, y cuando hayan triunfado, no necesitarán hacerla sancionar por ningún poder. Por eso no aguardamos nosotros a ningún período transitorio y tratamos de realizarla por medio de la propaganda, con el propósito de que exista ya cuando se haga la revolución.
La revolucIón que se prepara debe considerarse desde un punto de vista más amplio. Ya hemos explicado que, en nuestro sentir, pudiera ser muy lenta; la intensidad de la propaganda que se haga de las ideas, el tiempo que tarde antes de estallar como lucha brutal, la facilidad con que la comprendan las masas, son los factores que regularán su duración.
Pero suponer que la burguesía. se dejase expropiar sin más que con apoderarnos del poder por sorpresa, es cometer un grave error. La autoridad social de la burguesía no está sólo en la representación del poder, sino en el comercio, en la banca, en todo el mecanismo administrativo, en las oficinas, en todo el ejército de funcionarios que esa organización trae consigo; y eso no se cambia de golpe y porrazo. Todo poder, por revolucionario que fuese, después de haber hecho una mezquina purificación, se veria obligado a conservar en sus puestos a la mayor parte de ellos, quienes no tardarían en aniquilarlo.
Ya se ha visto la ferocidad desplegada por la burguesía para reprimir todos los movimientos de tendencia social; eso es un presagio del vigor que empleará cuando se sienta seriamente combatida, y del carácter que adquirirá la lucha. Atacada en sus privilegios, amenazada de perder todo lo que la eleva sobre la muchedumbre, condenada a morir como clase, pondrá en juego todos los recursos que le permitan las fuerzas de que pueda disponer, y se reirá de los decretos que no vayan seguidos de actos más serios.
Pues bien, hagamos lo que hagamos, sea cual fuere la aceleración del progreso de nuestras ideas, éstas no podrán penetrar por todas partes en igual grado, ni todos los cerebros estarán empapados en ellas con la misma intensidad. En ciertas localidades podrán estar dispuestos los individuos a intentar su realización; pero en otras no aceptarán sino una parte de ellas, y aun podrá acontecer en algunas que nadie quiera aceptar ninguna de las nuevas ideas.
Esto les vendrá muy bien a los privilegiados, quienes se refugiarán en esas localidades refractarias, concentrando allí sus recursos y hasta dispuestos a hacer ciertas concesiones, para llevar luego la guerra a los grupos autónomos que se hayan formado bajo la influencia de los ideales nuevos y que ensayen su realización. A ellos mismos podemos referirnos acerca de las dificultades que podrán suscitar: son ingeniosos para todo lo malo.
Implacable, sin tregua ni descanso, será la lucha entre las ideas nuevas y la vieja sociedad; ya hemos visto una parte de sus peripecias, y lo antedicho explica también la larga duración que prevemos.
En vista de todo esto, es evidente que a través de ese periodo de lucha será indispensable organizar la producción y las relaciones para los cambios, de una manera formal para que los sublevados no tengan que echar de menos el antiguo régimen. Eso se impone, y en ello tienen razón los colectivistas; porque si llegasen a faltar los viveres y el nuevo orden de cosas diese menos satisfacción a las necesidades de los individuos que la sociedad burguesa, por de pronto no valdria la pena de cambiar, y el desafecto que sobreviniera después daría por largo tiempo el triunfo al régimen burgués. Pero, cuando se equivocan los colectivistas es al pretender que ellos solos tienen la verdadera fórmula para organizar la sociedad futura y sólo ellos son capaces de hacerlo. Y donde pasa de raya su jactancia es al afirmar que les bastará coger la sartén por el mango, para decretar esa organización como el Fiat lux del Padre Eterno creó la luz. La ciencia. ha dado su merecido a los absurdos de la Biblia; un poco de razonamiento enviará el de los colectivistas a reunirse con sus mayores en el almacén de trastos viejos de los cuentos de hadas.
Cuando los individuos tengan conciencia de sus necesidades, conocerán la meta hacia donde caminan y sabrán amoldar sus esfuerzos a las circunstancias; entonces, explayándose en toda su integridad la iniciativa individual, sabrá enseñarles las medidas necesarias para salvar a la revolución comenzada, o de lo contrario sólo habrán obrado como autómatas, por instigación de Juan o de Pedro, y no conocerán nada de lo que su nueva situación traiga consigo. Esos elementos habrán hecho una revolución política, pero no la revolución social. Buenos para ser llevados siempre de reata por el ronzal, tendrán lo que se merecen con los colectivistas; pero eso no tiene nada que ver con una revolución de emancipación económica.
Desde los comienzos de la lucha podrá, pues, acontecer esto: impulsados por la necesidad, podrian los individuos consumir los productos existentes, sin ocuparse de su procedencia; o llevarán su fuerza de actividad allí donde haga falta, habituándose de ese modo a practicar la solidaridad, a recibir de sus vecinos y a darles, sin preocuparse de si en ello hay equivalencia.
Cuando las circunstancias se regularicen, las necesidades se refinarán y serán más numerosas. Los individuos tendrán que ocuparse en producir ellos mismos ciertas cosas que les hagan falta. Se buscarán, consultarán y agruparán según sus aptitudes para producir lo que deseen. Esto podrá dar margen a un cambio de servicios diversos, a una gran combinación de agrupaciones, tanto más variadas cuanto mayores sean las necesidades; pero, obrando así, los individuos se habrán acostumbrado a la práctica del comunismo y de la solidaridad, muchisimo tiempo antes de que todas las Comisiones de estadística juntas hayan conseguido entenderse solamente acerca del valor de cambio y su patrón de marco. Y eso de una manera espontánea, por su propio impulso, sin más que la fuerza de las circunstancias.
Nosotros afirmamos que el ser sólo es producto del medio; y que debe cambiarse este medio, si se quiere cambiar el ser. La organización antagónica de la sociedad burguesa es lo que hace a los individuos rudamente egoístas en el reparto de la presa y que se destrocen unos a otros para vivir. Pero también sabemos que el individuo reacciona a su vez sobre el medio y puede transformarlo. Las causas más poderosas son las que determinan el influjo de tal fenómeno sobre cuál otro y deciden respecto a la evolución.
En la actualidad, la organización social burguesa es la que determina la evolución. Trátase de hallar móviles que obren con más fuerza sobre los individuos; por eso trabajan los anarquistas en difundir sus ideas, esperando dar con su ayuda nueva dirección a los individuos, conduciéndoles a que reaccionen contra el medio para transformarlo, y conseguir así a la vez la transformación del ser y del medio, del segundo por el primero y de aquél por éste.
Si los anarquistas formados por la propaganda y por el estudio tienen plena conciencia de su tarea y están bien convencidos de su ideal, su papel puede ser decisivo en la revolución y su ejemplo puede arrastrar en pos de ellos a la masa entera.
La práctica inmediata de su idea será la mejor demostración de su excelencia. El mejor medio de convencer a sus más próximos vecinos sería hacerles utilizar los beneficios del auxilio mutuo y de la solidaridad.
La multitud comprende las cosas sencillas; y, en tiempos revolucionarios, está muy desarrollada su facilidad de comprensión, es más accesible a las ideas nuevas. Si el terreno está preparado por un período de propaganda suficientemente largo, será más fácil la labor.
Por supuesto, ya hemos visto que las revoluciones, aun las políticas, sólo son provocadas por una evolución en las costumbres y aspiraciones de la masa general; por eso esperamos que la revolución próxima se hará por el empuje de las ideas que defendemos, y para eso las ensalzamos. Por lo tanto, es de presumir que los libertaríos, con su actividad, habrán introducido para entonces en las costumbres gran número de hechos concernientes a su modo de ver las cosas.
Por ejemplo: con muchos casos y de una manera sensible demostrarán la posibilidad de un acuerdo y de una organización entre individuos sin autoridad ni fuerza coercitiva, cuando en sus relaciones entre sí y con quienes tengan trato, hayan sabido hacer que se vislumbre el germen de su manera de proceder. Del modo claro y preciso como ellos pueden entreverlo, esto es imposible en la sociedad actual; pero si es posible en cuanto lo permiten los lugares y las circunstancias, a lo menos de una manera suficiente para hacer que se comprenda su alcance.
Hay una multitud de relaciones sociales exentas de las leyes coercitivas, y ahora se sublevaria la muchedumbre si se quisiesen reglamentar esas relaciones. Adaptando a ellas su propaganda, los anarquistas conseguirán habituar a los individuos a que comprendan progresivamente su modo de concebir las restantes relaciones sociales, llevándoles después a practicar la autonomía en relaciones más extensas cada vez, hasta ponerse en completo antagonismo con el orden actual.
Todos sabemos que sólo hay mala voluntad allí donde existe autoridad, Todo individuo no contagiado por la molicie que da la educación burguesa, tiene como carácter el de no querer ser dominado ni mandado, el de gustarle hacer libremente las cosas.
Si los que son sinceros al pedir una autoridad para mantener el equilibrio en la sociedad futura quisieran registrar el pliegue más recóndito de su cerebro y escrutar sus más ocultos pensamientos, reconocerían que quieren un poder, pero con la restricción mental de ser libres cuando pretenda una cosa cuya utilidad no confiesen ellos mismos. El poder de sus ensueños sería un poder que no pudiese estorbar en nada a su libre evolución.
Pero, como no todos piensan lo mismo, y como cada individuo tiene su particular manera de considerar las cosas, ¿no se deduce de ahí que un poder tiene que ser por fuerza opresor para alguien?
Si los convencidos partidarios de la autoridad quisieran analizar bien sus sentimientos, verían que en esas condiciones sólo quieren una autoridad contra quienes no sean de su parecer, considerándose ellos bastante inteligentes para no necesitarla, y negando esa facultad a los demás. ¿No es esto un modo muy extraño de considerar la libertad?
Cierto es que algunos partidarios de la autoridad han pretendido que cuanto más progresa el hombre, más esclavo se hace de la asociación; y en nombre de la ciencia tratan de probar que la autonomía no puede existir en una sociedad desarrollada. Esto es una tontería que refutaremos luego.
Otros, asedíados por la idea de la dependencia del individuo respecto a la sociedad, pero no atreviéndose, sin embargo, a asentar principio tan monstruoso, son menos afirmativos y absolutos; pero reclaman una autoridad mitigada, pues objetan que, siendo muy dificil contentar a todo el mundo, será preciso tomar un término medio y establecer unas reglas para que nadie pueda usurpar los derechos de su vecino.
En efecto; es absolutamente imposible dar gusto a todos; pero añadiremos que esto es verdadero más que nada cuando se quiere plegar a todo el mundo a la misma manera de vivir, subyugar a todos los individuos bajo la misma férula. Lo cual, en nuestra opinión, es el camino más breve para disgustar a todos, excepto a quienes se apoderan del poder.
Por eso, teniendo miedo a la libertad completa y no sabiendo en qué cimentar su autoridad, estos autócratas incurren en la torpeza de ensalzar el principio de las mayorías; de esa rancia mayoría, justificadora de todas las maldades, de todos los excesos, de todas las matanzas, de todos los saqueos, con tal de que el buen éxito vaya en su abono.
Pero como no hay ni un solo individuo que en un momento cualquiera de su existencia no se haya rebelado más o menos contra alguna mayoría, preguntaremos a quienes la acepten por ley: ¿En qué señal conocen la validez de una mayoría? ¿Qué criterio tienen para reconocer que deben otorgarle su confianza?
Todos los poderes que se han sucedido han comenzado por combatir, cuando eran minoría, contra el poder de la mayoría; y ni siquiera han retrocedido ante la violencia para hacer la mayoría segÚn su capricho. Dígasenos, pues: ¿dónde empiezan las mayorías respetables y dónde acaban las que no lo son?
Según eso, los socialistas que antes de estar en el poder nos predican ya el respeto a la sacrosanta mayoría, no tienen más que prosternarse humildísimamente ante la mayoría burguesa, en vez de alzarse en armas contra ella. Y la mayoría burguesa, que pretende hacerse respetar por las minorías que la acosan, también hubiera debido predicarnos con el ejemplo, arrodillándose a los pies de los reyes y de la nobleza: estas dos instituciones estaban en el poder; las respetó tan poco y las hizo bajar de él con tanta violencia, que muchos de los derribados perdieron entonces la cabeza.
Puede ser que los burgueses se tengan a sí mismos en concepto de más respetables que aquellos a quienen reemplazaron, y que los socialistas se crean aún más respetables que aquellos a quienes aspiran a derrocar; pueden tener cada uno razón en su manera de pensar, pero eso no prueba de ningún modo que el proletariado deba respetarlos más de lo que respetaron o respetan ellos a sus predecesores.
Asombra el que, una vez dueños del poder, exijan respeto a los que les siguen, después de haber sido tan poco respetuosos con quienes les antecedieron.
A eso replican que lo dicho por nosotros es verdad respecto a los regímenes opresores que hasta ahora se han sucedido; pero que en una sociedad mejorada, donde el trabajador tenga para sí el producto íntegro de su trabajo, donde estén en vigor todas las libertades posibles y la instrucción se halle al alcance de todos, será fácil a los trabajadores elegir, con tacto y con pleno conocimiento de causa, los mandatarios más devotos de la felicidad común, encargados de ... ¿gobernarlos? ... ¡Oh! ¡no! ... de dirigirlos, de guiarlos hacia la perfección absoluta que más tarde (mucho más tarde) habrá de ponerles en condiciones de prescindir de guías.
Bueno. Pero si estudiamos la humanidad y los comienzos de su historia, veremos que siempre que una idea pudo conquistar a lo que se llama la mayoría y tomar por fuerza o con persuasión su puesto a la luz del día, sólo fue destronando a la idea precedente y cuando la empujaba una verad más nueva, ávida ya de darse a luz. Al llegar al poder esta idea, incrustábase en él, hacíase a su vez opresora y trataba de cerrar el paso a otras ideas más nuevas; hasta que, siguiendo su curso la evolución de los conocimientos humanos, llega una revolución a expulsarla también y a ceder el puesto a una verdad mejor.
Creemos que ya es hora de romper ese círculo vicioso. La tierra es bastante grande para cobijarnos a todos y dar a cada uno el espacio necesario para su desarrollo. Lugar hay para todo el mundo debajo del sol, para calentarse con sus rayos; si queremos que la evolución se realice pacíficamente por la senda del progreso, es preciso romper las trabas que le impiden caminar y las cuales ocasionan violentos transtornos. No hay mayoría respetable cuando es opresora. ¿No ha sido enunciada, antes y siempre, por una minoría cada verdad? Despejemos, pues, el camino a las verdades futuras para que puedan abrirse paso, sin necesidad de tener que recurrir a la fuerza para que se desenvuelvan libremente.
Según vemos, el período transitorio que reclaman los partidarios de la evolución debe quedar constituido por el periodo de propaganda y ser continuado por la revolución misma; la cual no podrá cambiar el estado social en un momento, como quien vuelve una tortilla.
Sólo se aprende a andar, moviendo las piernas; y a ser libre, usando de la libertad. Con ligaduras que traben los miembros del niño no se le enseña a valerse de ellos, sino dejándole que dé volteretas a sus anchas, y éstas le enseñarán a ser prudente. ¡Singular teoría la que quisiera mantenernos en tutela, so pretexto de que no habiendo sido nunca libres no sabríamos hacer uso de la libertad!
En cuanto a los preconizadores de reformas que nos hablan de progreso lento, de reformas parciales, de contemporizaciones y de habilidades, pueden ser de buena fe (sabemos que los hay); desempeñen en páz su tarea; en cuanto a nosotros, no podemos asociarnos a esas finuras.
Tenemos una idea que creemos buena, tratando de própagarla, de ponerla en claro, de hacer que la comprendan quienes son víctimas de la explotación actual y quieren librarse de ella; dejaremos el cuidado de contemporizar, de pedir a nuestros explotadores que pongan sordina a su avaricia, que tengan miramientos en sus robos, a aquellos a quienes asustan los prejuicios o lo enorme de la tarea. Pero teniendo nosotros un ideal completo y cuya realización buscamos, no queremos empequeñecerlo con excusa de que pudiera espantar a aquellos cuya autoridad deseamos abolir.
Si al dia siguiente de la revolución tenemos que sufrir un período transitorio, harto sensible será que no hayamos podido evitarlo, cuanto más hacernos propagandistas de él.
La verdad ante todo.
Cuando se realice la revolución, quizá nuestras ldeas no estén lo suficiente comprendidas para reunir en torno suyo la masa de aquellos que hayan tenido participación en la lucha; acaso la mayoría no acepte sino una parte de nuestro ideal, dejando a las generaciones futuras el cuidado de realizar el resto; tal vez sean los anarquistas las primeras víctimas del poder que se establezca. ¿No es destino de los innovadores sufrir por afirmar sus ideas?
¿Qué importa eso al hombre convencido? Nadie se emancipa profetizando acerca de lo posible y lo imposible, sino combatiendo contra la tiranía. El hombre convencido de su ideal lucha y padece por difundir sus ideas. Su recompensa no está en la satisfacción de mezquinas ambiciones ó de triunfos de amor propio. Viendo germinar en derredor suyo las ideas que propaga, es como encuentra su más hermosa recompensa.
Por el momento, no debe preoeuparnos lo realizable o irrealizable, sino lo verdadero, lo justo, lo bueno. A los individuos tocará elegir después.
Pero lo que nos tranquiliza es que en tiempo de revolución van deprisa las ideas. La exaltación que en los períodos de revuelta se apodera de los individuos, activa el funcionalismo de las células cerebrales, despierta su inteligencia, facilitando la comprensión de razonamientos que en tiempos normales ninguna impresión les hubieran hecho.
En épocas de combate, los hombres pueden verse inclinados a las peores locuras, pero también a la más generosa abnegación. Haciendo resonar las más altisonantes palabras de virtud, fraternidad, deberes sociales, etc., es como los ambiciosos consiguieron siempre durante las revoluciones pasadas ahogar en los individuos el verdadero concepto de la libertad, que la palabra República representaba para ellos, y los llevaron hasta a sufrir su despotismo.
Nosotros queremos que las masas puedan dar rienda suelta a todos sus buenos sentimientos, a sus necesidades de solidaridad; y que sean conscientes de su autonomía, lo bastante para no dejarse ya poner más trabas con el pretexto de velar por la libertad.
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