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CAPÍTULO QUINTO

Enfermedades periódicas que estorban el progreso de la población.- Viruelas naturales e inoculadas. Vacuna.- Matlazahuatl. Hambre.- Salud de los mineros.


Nos falta examinar las causas físicas que estorban el aumento de la población mexicana. Estas causas son las viruelas, el matlazahuatl, y sobre todo el hambre, cuyos efectos se dejan sentir por mucho tiempo.

Las viruelas, introducidas desde 1520, parece que sólo producen estragos cada diecisiete o dieciocho años. Los destrozos que causaron en 1763, y más aún en 1779, fueron terribles: en este último año arrebataron a la capital de México más de 9,000 personas. Menos mortal fue la epidemia de 1797, en lo cual influyó mucho el celo con que se propagó la inoculación en las inmediaciones de México y en el obispado de Michoacán. En Valladolid (hoy Morelia), de 6,800 individuos inoculados no murieron sino 170, o sea el dos y medio por ciento. De los no inoculados perecieron el 14 por 100, de todas las edades. En esa ocasión se inocularon en el reino de 50,000 a 60,000 individuos.

Desde enero de 1804 se introdujo en México la vacuna por el activo celo de don Tomás Murphy, que hizo venir en repetidas ocasiones el virus de la América septentrional. Ultimamente, poco después de mi salida, llegaron a Veracruz los buques de la marina real, destinados a llevar la vacuna a las colonias de América y de Asia. Don Antonio Balmis, médico en jefe de esta expedición, visitó Puerto Rico, Cuba, México y las islas Filipinas.

Consignaré un hecho importante para los que se ocupan de la historia de la vacuna. Hasta noviembre de 1802 era desconocida en Lima, y en esa fecha abundaban las viruelas en las costas del Pacífico. En su travesía de España a Manila, arribó a Lima el navío mercante Santo Domingo de la Calzada, que conducía vacuna para las Filipinas. El señor Unanue vacunó con ella a muchos individuos. No se vió brotar ninguna pústula, y se creyó que el virus se había estropeado; pero habiendo observado Unanue que a todas las personas así vacunadas les brotaron unas viruelas sumamente benignas, se sirvió del pus de estas viruelas para hacer por medio de la inoculación ordinaria menos funesta la epidemia. Durante esta misma epidemia, una casualidad hizo descubrir que mucho tiempo antes se conocía el efecto benéfico de la vacuna entre las gentes del campo de los Andes peruanos. En una hacienda se había inoculado a un negro esclavo, sin que experimentase ningún síntoma de la enfermedad. Iba a repetirse la inoculación, y el negro declaró que estaba seguro de no padecer jamás las viruelas, porque, ordeñando vacas en la cordillera de los Andes, había tenido una especie de erupción cutánea, causada, según los pastores indios ancianos, por el contacto de ciertos tubérculos que se hallan algunas veces en las vacas. Los que han tenido esta erupción, decía el negro, no padecen jamás las viruelas.

El matlazahuatl, enfermedad especial de la raza india, no aparece sino de siglo en siglo. Hizo muchos estragos en 1545, en 1576 y en 1736. Los autores españoles le dan el nombre de peste. Sin duda, tiene alguna analogía con la fiebre amarilla o vómito prieto; pero no ataca a los blancos. El asiento principal del vómito prieto es la región marítima. El matlazahuatl, por el contrario, causa sus estragos en el interior del país, en la mesa central. El padre franciscano Toribio de Benavente, llamado Motolinia, asegura que las viruelas introducidas en 1520 por un esclavo negro de Narváez, causaron la muerte a la mitad de los habitantes de México. Torquemada dice que en las dos epidemias de matlazahuatl, en 1545 y 1576, murieron en la primera 800,000 y en la segunda 2.000,000 de indios. No acuso de que falten a la verdad los dos frailes historiadores; pero es muy poco probable que su cálculo esté fundado en datos exactos.

Acaso el más cruel de los obstáculos contra los progresos de la población, es el hambre. Los indios americanos están acostumbrados a contentarse con la menor cantidad de alimentos necesaria para vivir. Indolentes por carácter, y sobre todo porque habitan un suelo por lo común fértil, no cultivan el maíz, las patatas y el trigo sino en la cantidad precisa para su propio alimento, o cuando más, lo que se consume en las ciudades y minas inmediatas. Los progresos de la agricultura son muy visibles de veinte años a esta parte; pero, sin embargo, la desproporción entre los progresos de la población y el aumento de alimentos por efecto del cultivo, renueva el triste espectáculo del hambre siempre que, por cualquier causa, se pierden las cosechas de maíz.

En 1784, el hambre y las enfermedades asténicas consiguientes causaron la muerte de más de 300,000 habitantes. Los efectos del hambre son comunes en casi todas las regiones equinocciales. En la América meridional, en la provincia de la Nueva Andalucía, he visto pueblos cuyos habitantes, huyendo del hambre, se dispersan de cuando en cuando por las regiones aún eriazas, en busca de alimento entre las plantas silvestres. Los otomacas, en Uruana, a orillas del Orinoco, pasan meses engullendo arcilla, para absorber, por medio de este lastre, el jugo gástrico y pancreático, y calmar en algún modo el hambre que los atormenta. En las islas del Pacífico, en un suelo fértil y en medio de cuanto hay de grande y hermoso en la naturaleza, el hambre conduce a los hombres a la más cruel antropofagia.

Se ha considerado por mucho tiempo el trabajo de las minas como una de las principales causas de la despoblación de América. Pero no es tanto el trabajo como la mudanza repentina de clima lo que hace que la mita, ley que aún subsiste en el Perú y que impone a los indios el trabajo en las minas, sea tan perniciosa para la conservación de la raza indígena. En la Nueva España, cuando menos de treinta a cuarenta años a esta parte, no hay mita, y el trabajo de las minas es un trabajo libre, aunque Robertson haya afirmado lo contrario. En ninguna parte goza el pueblo más perfectamente del fruto de sus fatigas que en las minas de México. Por otra parte, el número de personas empleadas en los trabajos subterráneos no pasa en todo el reino de 30,000, o sea el 1 por 200 de la población total.

En general, la mortalidad entre los mineros de México no es mucho mayor que la que se observa entre las demás clases del pueblo. El trabajo se perfecciona cada día más. Los alumnos de la Escuela de Minas van comunicando poco a poco conocimientos precisos sobre la circulación del aire en los pozos y galerías; se comienzan a introducir máquinas que hacen inútil el antiguo método de hacer llevar a hombros y por escaleras muy pendientes el mineral y el agua.

Al hablar de los progresos de la población de México y de las causas que los retardan, no he hecho mención de los nuevos colonos europeos que llegan, ni de la mortalidad que causa el vómito prieto. Por ahora basta observar que el vómito prieto se presenta sólo en las costas y que no produce al año más de 2,000 a 3,000 muertes. De Europa apenas van a México 800 personas por año. Los progresos que la población registra en México son efecto tan sólo del aumento de la prosperidad interior.

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