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CAPÍTULO SEXTO
Diferencia de las castas.- Indios o indígenas americanos.- Su número y sus migraciones.- Diversidad de sus lenguas.- Grado de civilización de los indios.
La población mexicana se compone de los mismos elementos que la de las demás colonias españolas. Hay siete castas:
1°, los individuos nacidos en Europa, llamados gachupines;
2°, los hijos de españoles, nacidos en América, o criollos;
3°, los mestizos, descendientes de blancos y de indios;
4°, los mulatos, descendientes de blancos y de negros;
5°, los zambos, descendientes de negros y de indios;
6°, los indios, o individuos de la raza indígena;
7°, los negros africanos.
Dejando a un lado las subdivisiones, resultan cuatro castas principales:
los blancos, comprendidos bajo la denominación general de españoles;
los negros;
los indios;
y los hombres de raza mixta, mezclados de europeos, de africanos, de indios americanos y de malayos.
Suele creerse en Europa que es muy pequeño el número de indios que se ha conservado. En las Antillas han desaparecido por completo; mas no así en el continente. En Nueva España, el número de indios llega a dos millones y medio o tres, contando sólo los de raza pura, y lo más satisfactorio es que, lejos de extinguirse, la población indígena ha aumentado considerablemente de cincuenta años a esta parte.
En la intendencia de Oaxaca se cuentan ochenta y ocho indios por cada 100 habitantes. En cambio, son muy raros en el norte de la Nueva España, y apenas si los hay en las Provincias Internas, que ya estaban muy poco pobladas cuando la conquista.
En general, puede decirse que desde el siglo VII hasta el XIII, la población parece haber refluído continuamente hacia el territorio de Guatemala.
De las regiones situadas al norte del río Gila salieron las naciones guerreras que inundaron, una tras otra, el país de Anáhuac. Los toltecas aparecieron por primera vez en el año 648; los chichimecas, en 1170; los nahualtecas, en 1178; los acolhuas y los aztecas, en 1196. Los toltecas introdujeron el cultivo del maíz y del algodón; construyeron ciudades, caminos, y las grandes pirámides que todavía admiramos hoy; conocían el uso de las pinturas jeroglíficas; sabían fundir los metales y cortar las piedras más duras; tenían un año solar más perfecto que el de los griegos y los romanos, y la forma de su gobierno indicaba que descendían de un pueblo que había experimentado ya grandes vicisitudes en su estado social. Pero, ¿de dónde les venía esta cultura? ¿Cuál es el país de donde salieron los toltecas y los mexicanos?
La tradición y los jeroglíficos mencionan los nombres de Huehuetlapallan, Tollan y Aztlan como las primeras patrias de estos pueblos. En el día, nada anuncia una antigua civilización de la especie humana en el norte del río Gila. No nos es lícito ventilar aquí el gran problema del origen asiático de los toltecas y de los aztecas. Sin duda había ya otros pueblos en México cuando se presentaron allí los toltecas. Muchos historiadores han hecho muy verosímil la existencia de algunas relaciones antiguas entre Asia y América. Habiéndose efectuado las migraciones de los pueblos americanos de norte a sur, cuando menos desde el siglo VI hasta el XII, es claro que la población india de la Nueva España debe componerse de elementos muy heterogéneos. La gran variedad de lenguas que aun hoy se hablan, prueba una gran variedad de razas y de orígenes. Pasan de veinte, catorce de las cuales tienen ya gramáticas y diccionarios bastante completos. Son las siguientes:
mexicana o azteca,
otomite,
tarasca,
zapoteca,
mixteca,
maya o de Yucatán,
totonaca,
popoluca,
matlazinga,
huaxteca,
mixe,
caquiquella,
tarahumara,
tepehuana y
cora.
Parece que la mayor parte de estas lenguas, lejos de ser dialectos de una sola, difieren entre sí por lo menos tanto como el persa del alemán, o el francés de las lenguas eslavas.
La mexicana o azteca es la más extendida, pues se habla hoy desde los 370 hasta el lago de Nicaragua. Es menos sonora, pero tan rica como la de los incas. Síguela en extensión la de los otomites.
Los indios de Nueva España se parecen a los del Canadá y la Florida, el Perú y el Brasil: el mismo color cobrizo, pelo lacio y duro, poca barba, cuerpo rechoncho, ojos prolongados con el ángulo exterior hacia las sienes, pómulos salientes y labios gruesos.
Desde las islas de la Tierra de Fuego hasta el estrecho de Behring se advierte a primera vista la semejanza de facciones en los habitantes. Parece que todos descienden de un mismo tronco, a pesar de la enorme diferencia de idiomas que los separa. La cultura intelectual es la que más contribuye a diversificar los lineamientos del rostro.
Entre los pueblos bárbaros más bien se encuentra una fisonomía común de tribu o de horda, que una propia de tal o cual individuo. Es cierto que existe un mismo tipo en las dos Américas; pero los europeos que han navegado en los grandes ríos de la del Sur habrán observado que hay pueblos de la raza americana tan esencialmente distintos en sus facciones, como se diferencian entre sí las numerosas variedades de la raza caucásica.
Los indígenas de la Nueva España tienen el color más cetrino que los habitantes de los países cálidos de la América meridional, y tienen, en especial los aztecas y los otomites, más barba que éstos. Casi todos los indios de las inmediaciones de la capital llevan sus pequeños bigotes, y aun se tiene esto como una marca característica de la casta tributaria. La carencia visible de barba no es un rasgo particular de la raza americana; muchas tribus del Asia oriental, y especialmente algunas hordas de negros africanos, tienen tan poca, que se podría decir que carecen de ella.
Los indígenas de la Nueva España, al menos los que están bajo la dominación europea, llegan por lo común a una edad bastante avanzada. La uniformidad de su alimentación, compuesta casi exclusivamente de vegetales, los llevaría a una gran longevidad, si no se debilitase su constitución con la embriaguez. Este vicio es más común en los que habitan el valle de México y las inmediaciones de Puebla y de Tlaxcala. En la capital, la policía hace circular carros para recoger, como si fuesen cadáveres, a los borrachos que se encuentran tendidos en las calles.
En la zona templada, situada a media falda de la cordillera, no es cosa extraordinaria que los indígenas, especialmente las mujeres, lleguen a los cien años. También gozan de otro beneficio físico, y es que casi no están sujetos a ninguna deformidad corporal. Yo no he visto nunca un indio corcovado, y es muy raro ver bizcos, cojos o mancos. Por los caracteres que hemos consignado, parece preciso reconocer que la especie humana no presenta razas más aproximadas entre sí que las de los indios americanos, los mongoles, los manchúes y los malayos; pero la semejanza de algunos rasgos no constituye identidad de raza, y no puede inferirse de ella que todos los indígenas de América sean de origen asiático. ¿Podríamos acaso decir que esta raza de hombres de color bronceado, que comprendemos bajo el nombre genérico de indios americanos, es una mezcla de hordas asiáticas y de indígenas primitivos originarios de este vasto continente?
En cuanto a las facultades morales de los indígenas mexicanos, es difícil asignarles su justo valor, si se considera esta casta en el estado actual de envilecimiento en que la tiene una larga tiranía. Los nobles y los sacerdotes fueron casi totalmente eliminados durante la conquista. Así, no quedó de los naturales del país sino la clase más miserable: labradores pobres, artesanos, cargadores y aquella multitud de pordioseros que, en testimonio de la imperfección de las instituciones sociales y del yugo del feudalismo, llenaban ya en tiempos de Cortés las calles de todas las grandes ciudades del imperio mexicano. Observamos que, aun en Europa, la gente común no hace en siglos enteros sino progresos infinitamente lentos en la civilización. Estudiando lo que refieren Cortés, Bernal Díaz y otros historiadores de aquel tiempo acerca del estado en que se encontraban en tiempos de Moctezuma II los habitantes de México, de Tezcuco, de Cholollan y de Tlaxcala, parece que estamos viendo el cuadro de los indios de nuestro tiempo: la misma desnudez en las tierras cálidas, los mismos vestidos en la meseta central, los mismos hábitos en la vida doméstica. ¿Ni cómo puede haber en aquellos indígenas grandes mudanzas, cuando se les tiene aislados en pueblecillos, donde los blancos no se atreven a establecerse; cuando la diferencia de las lenguas pone una barrera insuperable entre ellos y los europeos; cuando están sufriendo continuas vejaciones de parte de unos magistrados elegidos en su seno sólo por consideraciones políticas; y, en fin, cuando no pueden esperar su perfección moral sino de un hombre que les habla de misterios, dogmas y ceremonias, cuyo objeto les es desconocido? Si se observa que su calendario era más perfecto que el de los griegos, los romanos y los egipcios, se inclina el ánimo a creer que estos progresos no son efecto del desarrollo de las facultades intelectuales de los mismos americanos, sino que los debían a su comunicación con algún pueblo muy adelantado del Asia Central.
Los toltecas aparecieron en la Nueva España en el siglo VII, los aztecas en el XII, y ya desde entonces levantaron el mapa del territorio que habían recorrido; construyeron ciudades, caminos, diques, canales, pirámides inmensas exactamente orientadas. Su sistema de feudalismo, su jerarquía civil y militar se encuentran ya desde entonces tan complicadas, que es preciso suponer una larga serie de acontecimientos políticos para que se hubiese podido establecer el enlace particular de las autoridades de la nobleza y del clero, y para que una pequeña porción del pueblo, esclava del sultán mexicano, hubiese llegado a sojuzgar la gran masa de la nación.
La América meridional presenta formas de gobierno teocráticas: tales eran los gobiernos del Zaque, de Bogotá, y el del Inca del Perú. Por el contrario, en México, algunos pueblos pequeños se habían dado constituciones republicanas; pero es sabido que sólo después de fuertes tempestades populares pueden formarse estas constituciones libres; y el hecho de existir Repúblicas no arguye civilización muy moderna.
Los americanos, como los habitantes del Indostán y como todos los pueblos que han gemido por largo tiempo bajo el despotismo civil y religioso, están apegados con una obstinación extraordinaria a sus hábitos, costumbres y opiniones; y digo a sus opiniones, porque la introducción del cristianismo apenas ha producido otro efecto, en los indígenas de México, que el de sustituir unas ceremonias nuevas, símbolos de una religión dulce y humana, a las ceremonias de un culto sanguinario. Este paso de un rito antiguo a otro nuevo ha sido efecto de la fuerza, no de la persuasión. No es un dogma el que ha cedido a otro dogma, es sólo un ceremonial el que ha cedido el puesto a otro. Los naturales no conocen de la religión más que la forma exterior del culto. Avezados a una larga esclavitud, tanto bajo la dominación de sus soberanos como de la de los primeros conquistadores, sufren con paciencia las vejaciones a que todavía se hallan frecuentemente expuestos de parte de los blancos, sin oponer contra ellas sino la astucia bajo el velo de la apatía y la estupidez. No pudiendo vengarse de los españoles, el indio hace causa común con ellos para oprimir a sus hermanos de raza: los pueblos indios están gobernados por magistrados de la raza cobriza, y el alcalde indio ejerce su poder con una rudeza tanto mayor, cuanto que está seguro de ser sostenido por el cura o por el subdelegado español. La opresión en todas partes corrompe la moral.
Perteneciendo casi todos los indígenas a la clase campesina y del populacho, es difícil juzgar de su aptitud para las artes que embellecen la vida. No conozco ninguna raza de hombres que, al parecer, tenga menos imaginación. Cuando un indio llega a un cierto grado de cultura, raciocina fríamente, con orden y sutileza, pero no manifiesta la vivacidad de imaginación, el colorido de pasión, el arte de crear y producir, que caracteriza a los pueblos del Sur de Europa y a varias tribus de negros africanos. No apunto esta opinión sino con timidez: es preciso ser extremadamente circunspecto cuando se trata de decidir acerca de lo que se llama disposiciones morales o intelectuales de los pueblos que están separados de nosotros por los innumerables obstáculos que nacen de la diferencia de idiomas, hábitos y costumbres.
La música y el baile de los indígenas participan de la falta de alegría natural que los distingue. El canto es lúgubre y melancólico. Las mujeres manifiestan más vivacidad que los hombres; pero no toman parte en los bailes sino para ofrecer a los bailarines las bebidas fermentadas que ellas mismas han preparado.
Los mexicanos han conservado un gusto particular por la pintura y por la escultura en piedra y en madera. Es admirable ver lo que hacen con un mal cuchillo y en las maderas más duras. Principalmente se ejercitan en pintar imágenes y en hacer estatuas de santos, imitando servilmente, después de 300 años, los modelos que los europeos les llevaron al principio de la conquista. Muchos niños indios, educados en los colegios de la capital, o instruídos en la academia de pintura fundada por el rey, se han distinguido ciertamente, pero siempre menos por su ingenio que por su aplicación.
También han conservado por las flores el mismo gusto que ya había observado Cortés. Un ramillete era el regalo más precioso que se hacía a los embajadores que visitaban la corte de Moctezuma. Estos rasgos, que caracterizan a los naturales de México, son propios del indio labrador, cuya civilización se acerca mucho a la de los chinos y los japoneses. Aún más imperfectamente puedo describir las costumbres de los indios nómadas, que los españoles llaman indios bravos, porque de ellos sólo he visto algunos individuos, de los llevados a la capital como prisioneros de guerra.
Los mecos (tribu de los chichimecas), los apaches, los lipanes, son hordas de pueblos cazadores que infestan con sus correrías, a menudo nocturnas, las fronteras de la Nueva Vizcaya, de Sonora y del Nuevo México. Estos salvajes manifiestan más vivacidad y carácter más fuerte que los indios agricultores.
Después de haber examinado la constitución física y las facultades intelectuales de los indios, vamos a tender rápidamente la vista a su estado social.
Los indígenas que vemos hoy esparcidos en las ciudades y sobre todo en la campiña de México, y cuyo número (excluyendo los mestizos) llega a dos millones y medio, son o descendientes de antiguos cultivadores o restos de algunas familias principales, que desdeñando enlazarse con los conquistadores, prefieren labrar las tierras que en otro tiempo hacían cultivar por sus vasallos. Esta diferencia influye en el estado político de los naturales, dividiéndolos en indios tributarios e indios nobles o caciques.
Las familias que gozan de los derechos del cacicazgo, lejos de proteger a los tributarios, abusan las más de las veces de su influjo sobre ellos, recargando la capitación o tributo personal y arrancando algunas sumas en su provecho particular. Por otra parte, estos restos de la nobleza azteca presentan la misma grosería de modales y la misma falta de civilización que la gente común: viven en el mismo aislamiento, y es muy raro que alguno de ellos siga la carrera de la toga o la de las armas. Se hallan más en la carrera eclesiástica.
Cuando los españoles hicieron la conquista de México, encontraron ya al pueblo en el estado de abyección y de pobreza que en todas partes acompaña a la tiranía y al feudalismo. El emperador, los príncipes, la nobleza y el clero poseían las tierras más fértiles; los gobernadores de provincia ejecutaban impunemente las exacciones más fuertes; los caminos hormigueaban de pordioseros; la falta de animales de carga forzaba a millares de indios a hacer el oficio de aquéllos. La conquista hizo aún más deplorable el estado de la gente común: los indios fueron obligados a trabajar en las minas, a servir en el ejército y a transportar cargas superiores a sus fuerzas.
Toda propiedad india, fuese mueble o raíz, se consideraba como perteneciente al vencedor. La corte de España quiso proteger a los indígenas, pero sus medidas fueron desvirtuadas por la avaricia y la astucia de los conquistadores. Se introdujo el sistema de las encomiendas. Un sin número de éstas, de las mejores, se distribuyeron entre los frailes. La religión, que por sus principios debía favorecer la libertad, se vió envilecida desde que se la hizo interesada en la esclavitud del pueblo.
En el siglo XVIII empezó a mejorar la suerte de los peones mexicanos: el rey Carlos III anuló las encomiendas y prohibió los repartimientos. El establecimiento de las intendencias, debido al ministerio de Gálvez, señaló una época memorable para el bienestar de los indios. La primera elección de las personas a quienes la corte confió los importantes puestos de intendentes o gobernadores de provincia, fue felicísima.
Entre los doce sujetos que gobernaban el país en 1804, no había uno solo a quien el público acusase de corrupción o falta de integridad.
México es el país de la desigualdad. Quizá en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de caudales, civilización, cultivo de la tierra y población. En el interior del reino existen cuatro ciudades a sólo una o dos jornadas de distancia unas de otras, que cuentan 35,000, 67,000, 70,000 y 135,000 habitantes.
La mesa central, desde Puebla hasta México, y de allí a Salamanca y Celaya, está llena de pueblos y lugarejos, como las partes más cultivadas de Lombardía; y por el E. y el O. de esta banda angosta se dilatan terrenos eriazos donde apenas se encuentran de diez a doce personas por legua cuadrada.
La capital y otras muchas ciudades tienen establecimientos científicos que se pueden comparar con los europeos. La arquitectura de los edificios públicos y privados, la elegancia de los muebles, los trenes, el lujo en los vestidos de las mujeres, el tono de la sociedad, todo anuncia un extremo de esmero, que contrasta extraordinariamente con la desnudez, la ignorancia y la grosería del populacho. Esta inmensa desigualdad de fortunas no sólo se observa en los blancos (europeos o criollos), sino entre los indígenas. La mayor parte de éstos, considerados en masa, presentan el aspecto de una gran miseria; pero entre ellos se encuentran algunas familias cuya fortuna parece tanto más colosal cuanto menos se espera hallada en la última clase del pueblo.
Los indios están exentos de todo impuesto indirecto, no pagan alcabala, y la ley les concede plena libertad en la venta de sus frutos; pero están sujetos a un impuesto personal, verdadera capitación, que pagan los varones desde la edad de diez años a la de cincuenta y que ha venido disminuyendo de 200 años a esta parte.
En 1601, el indio pagaba treinta y dos reales de plata de tributo y cuatro reales de servicio real. En algunas intendencias lo redujeron poco a poco a menos de la mitad y aun a la sexta parte. Además, pagaban, como derechos parroquiales, dos pesos por el bautismo, cuatro por el certificado de casamiento y seis y medio por el entierro. A eso hay que añadir otros cinco o seis pesos por ofrendas llamadas voluntarias, esto es, por cargas de cofradías, responsos y misas para sacar ánimas.
Si por un lado la legislación de la reina Isabel y de Carlos V parece favorable a los indígenas en punto de contribuciones, por otro lado los ha privado de los derechos más importantes de que disfrutan los demás ciudadanos. En un siglo en que se discutió si los indios eran seres racionales, se creyó hacerles un gran beneficio tratándolos como a menores de edad y poniéndolos bajo la tutela de los blancos. Estas leyes, que aún están vigentes, constituyen una barrera infranqueable entre los indios y las demás castas, cuya mezcla está también prohibida. No puedo terminar mejor la descripción política de los indios de la Nueva España que extractando una memoria presentada al rey Carlos IV en 1799 por el obispo y cabildo de Michoacán.
Este respetable obispo, fray Antonio de San Miguel, natural de Santander, España, hace presente al monarca que en el estado actual de cosas es imposible el perfeccionamiento moral de los indios, si no se quitan las trabas que se oponen a los progresos de la industria nacional.
La población de la Nueva España -dice- se compone de tres clases de hombres, a saber: de blancos o españoles, de indios y de castas. Yo considero que los españoles componen la décima parte de la masa total.
Casi todas las propiedades y riquezas del reino están en sus manos. Los indios y las castas cultivan la tierra, sirven a la gente acomodada, y sólo viven del trabajo de sus brazos. De ello resulta entre los indios y los blancos esta oposición de intereses, este odio recíproco, que tan fácilmente nace entre los que poseen todo y los que nada tienen, entre los amos y los esclavos. La citada memoria propone los siguientes remedios:
Quítese el odioso impuesto del tributo personal; cese la infamia de derecho con que han marcado unas leyes injustas a las gentes de color; decláreseles capaces de ocupar todos los empleos civiles que no exijan un título especial de nobleza; distribúyanse los bienes comunales e indivisos entre los naturales; concédase una porción de las tierras realengas, que por lo común están sin cultivo, a los indios y a las castas; hágase para México una ley agraria semejante a la de Asturias y Galicia, según las cuales puede un labrador pobre, bajo ciertas condiciones, roturar las tierras que los grandes propietarios tienen incultas; concédase a los indios, a las castas y a los blancos plena libertad para domiciliarse en los pueblos que ahora pertenecen exclusivamente a una de estas clases; señálense sueldos fijos a todos los jueces y a todos los magistrados de distrito: he aquí, señor, seis puntos capitales de que depende la felicidad del pueblo mexicano.
Muchos ejemplos modernos nos enseñan cuán expuesto es dejar a los indios formar un status in statu perpetuando su separación, la barbarie de sus costumbres, su miseria y, por consiguiente, los motivos de su odio contra las otras castas. Esos mismos indios, que se dejan apalear a las puertas de las iglesias, se muestran activos y crueles siempre que en un motín popular obran agrupados.
Como prueba de esta aserción recordaré la gran revuelta que en 1781 acaudilló José Gabriel Condorcanqui, conocido con el nombre inca de Tupac-Amaru, la cual estuvo a punto de arrebatar al rey de España toda la porción montañosa del Perú, en la misma época en que la Gran Bretaña perdía casi todas sus colonias en América. Los horrores que entonces se cometieron contra los blancos, se repitieron veinte años después en los pequeños levantamientos que se registraron en el llano de Ríobamba. Es del mayor interés mirar por los indios y sacarlos de su presente estado de barbarie, abatimiento y miseria.
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