Índice de Ensayo político sobre el reino de la Nueva España de Alejandro de Humboldt | Capítulo sexto | Capítulo octavo (Primera parte) | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO SÉPTIMO
Blancos, criollos y europeos. Su civilización.- Desigualdad de sus fortunas.- Negros.- Mezcla de castas.- Relación de los sexos entre sí.- Longevidad según la diferencia de las razas. Sociabilidad.
Entre los habitantes de raza pura ocuparían el segundo lugar los blancos, si se atiende sólo al número. Divídense en blancos nacidos en Europa y en descendientes de europeos nacidos en América o en las islas asiáticas. A los primeros se les llama chapetones o gachupines; a los segundos, criollos.
Los naturales de las islas Canarias, a quienes generalmente se llama isleños, y que son los capataces de las haciendas, se consideran como europeos.
El Gobierno, desconfiando de los criollos, concede los empleos importantes exclusivamente a los nacidos en España. El más miserable de éstos, sin educación y sin cultivo intelectual, se cree superior a los criollos. Estos prefieren que se les llame americanos; y desde la paz de Versalles, y en especial después de 1789, se les oye decir muchas veces con orgullo: Yo no soy español: soy americano, palabras que descubren los síntomas de un antiguo resentimiento.
El número de españoles asciende probablemente en toda la Nueva España a 1.200,000.
En la intendencia de Durango no hay casi ningún individuo sujeto a tributo. Casi todos los habitantes de las regiones más septentrionales pretenden ser de pura raza europea.
En 1793 se encontró que había sobre la población total:
En la intendencia de Guanajuato: 398,000, almas de las cuales 103 000 son españoles.
En la intendencia de Valladolid: 290,000, con 80 000 españoles.
En la intendencia de Puebla: 638,000, y de estas, 63 000 son españoles.
En la intendencia de Oaxaca: 411,000, con 26 000 españoles.
En consecuencia, por cada 100 habitantes había: 27 blancos, en la intendencia de Valladolid; 25, en la de Guanajuato; 9, en la de Puebla; y 6 en la de Oaxaca.
Esta proporción es en los Estados Unidos de 83; en Cuba, de 45; en Nueva España, excluyendo las Provincias Internas, 16; en el Perú, 12; Y en Jamaica, 10.
En la ciudad de México, según el censo del conde de Revillagigedo, hay por cada 100 habitantes 49 españoles criollos, 2 españoles europeos, 24 indios aztecas y otomíes, y 25 mestizos.
Como en la capital no hay, entre sus 135,000 habitantes, 2,500 nacidos en Europa, es muy probable que apenas haya en todo el reino más de 70,000 u 80,000. Por consiguiente, no forman sino la setentava parte de la población total; y la proporción de los europeos a los criollos es de 1 a 14.
Las leyes españolas prohiben la entrada en sus posesiones americanas de todo europeo no nacido en la península. En México y el Perú se han hecho sinónimos los nombres europeo y español; y de ahí que los habitantes de las provincias lejanas no conciban que haya europeos que no hablen su lengua, y se imaginan que la península sigue siendo el centro de la civilización europea.
No sucede lo mismo con los habitantes de las capitales, y los que han leído obras francesas e inglesas fácilmente incurren en el defecto contrario. Prefieren a los extranjeros de otros países sobre los españoles, y alimentan la creencia de que la cultura intelectual progresa más rápidamente en las colonias que en la metrópoli.
Ciertamente, esos progresos son muy notables en México, La Habana, Lima, Quito, Popayán y Caracas. De todas estas grandes ciudades, La Habana se semeja más a las de Europa en cuanto a sus costumbres, lujo y tono del trato social. El estudio de las matemáticas, química, mineralogía y botánica está más generalizado en México, Santa Fe y Lima. En todas partes se observa hoy un gran movimiento intelectual y una juventud dotada de singular facilidad para penetrarse en los principios de las ciencias. Ninguna ciudad del nuevo continente, sin exceptuar las de los Estados Unidos, presenta establecimientos científicos tan grandes y sólidos como la capital de México. Citaré sólo la Escuela de Minas, dirigida por el sabio Elhuyar, el Jardín Botánico y la Academia de las Nobles Artes. El Gobierno le ha cedido a esta última una casa espaciosa, en la cual se halla una colección de yesos más bella y completa que ninguna de las de Alemania. En el edificio de la Academia deberían reunirse los restos de la escultura mexicana y algunas estatuas colosales de basalto y de pórfido que existen, cargadas de jeroglíficos aztecas y que presentan ciertas analogías con el estilo egipcio e hindú. No se puede negar el influjo que ha tenido este establecimiento en formar el gusto de la nación, y se hace esto visible más principalmente en la disposición de los edificios, en la perfección con que se cortan y labran las piedras, en los ornamentos de los capiteles y en los relieves de estuco. ¡Qué bellos edificios existen en México y aun en las ciudades de provincia, como Guanajuato y Querétaro! El señor Tolsá, profesor de escultura en México, ha logrado fundir allí mismo una estatua ecuestre de Carlos IV, obra que, exceptuando la de Marco Aurelio, de Roma, excede en belleza y pureza de estilo a cuanto nos ha quedado de este género en Europa. La enseñanza que se da en la Academia es gratuita, y no se limita al dibujo de paisaje y de figura, sino que se extiende al diseño de muebles, candelabros y otros objetos. Todas las noches se reúnen en grandes salas centenares de jóvenes de todas las clases, colores y razas; allí se ve al indio o mestizo al lado del blanco, al hijo del humilde artesano en concurrencia con los de los principales señores del país.
Desde fines del reinado de Carlos III y durante el de Carlos IV, el estudio de las ciencias naturales ha hecho grandes progresos no sólo en México, sino también en todas las colonias españolas. Ningún gobierno europeo ha sacrificado sumas más considerables que el español para fomentar el conocimiento de los vegetales.
Tres expediciones botánicas, a saber, las del Perú, Nueva Granada y Nueva España, dirigidas por los señores Ruiz y Pavón, don José Celestino Mutis (uno de los más grandes botánicos del siglo) y Sesé y Mociño, han costado al Estado cerca de 400,000 pesos. Además se han establecido jardines botánicos en Manila y en las islas Canarias. Todas estas investigaciones no sólo han enriquecido el dominio de la ciencia con más de cuatro mil especies nuevas de plantas, sino que han contribuído mucho a propagar el gusto de la historia natural entre los habitantes del país. La ciudad de México tiene un jardín botánico muy apreciable, donde el profesor Cervantes dicta todos los años sus cursos, que son muy concurridos. Este sabio posee, además de sus herbarios, una rica colección de minerales mexicanos. El señor Mociño, que llevó sus exploraciones desde Guatemala hasta la isla de Vancouver, y el señor Echeverría, gran pintor de plantas y animales, son ambos nacidos en la Nueva España.
Los principios de la nueva química están más extendidos en México que en muchas partes de la península. La Escuela de Minas tiene un laboratorio químico, una colección geológica clasificada según el sistema de Werner, y un gabinete de Física en el cual se hallan no sólo preciosos instrumentos de Ramsden, de Adams, de Lenoir y de Luis Berthoud, sino también modelos ejecutados en la misma capital con la mayor exactitud. En México se ha impreso la mejor obra mineralógica que posee la literatura española, el Manual de Orictognosia, escrito por don Andrés Manuel del Río según los principios de la Escuela de Freiberg, donde estudió el autor. En México se ha publicado la primera traducción española de los Elementos de Química de Lavoisier.
La enseñanza de las matemáticas es menos esmerada en la Universidad de México que en la Escuela de Minas; los discípulos de este último establecimiento llevan más adelante el análisis, y los instruyen en el cálculo integral y diferencial. Cuando, restablecida la paz y libres las comunicaciones con Europa, lleguen a ser más comunes los instrumentos astronómicos se hallarán, aun en las partes más remotas del reino, jóvenes capaces de hacer observaciones y de calcularlas por los métodos más modernos. Tres hombres distinguidos, don Joaquín Velázquez Cárdenas y León, don Antonio León y Gama y don José Antonio Alzate y Ramírez, ilustraron a su patria a fines del siglo XVIII. Los tres ejecutaron un sinnúmero de observaciones astronómicas, especialmente de los eclipses de los satélites de Júpiter. Alzate, el menos sabio de ellos, era corresponsal de la Academia de Ciencias de París, y con la Gaceta de Literatura, que publicó por mucho tiempo, contribuyó muy particularmente a dar fomento e impulso a la juventud mexicana.
El geómetra más notable que ha tenido la Nueva España, después de la época de Sigüenza y Góngora, ha sido el ya mencionado don Joaquín Velázquez. Todos los trabajos astronómicos y geodésicos de este sabio infatigable llevan el sello de la mayor exactitud. El mayor servicio que hizo a su patria fué el establecimiento del Tribunal y Escuela de Minas, cuyos proyectos presentó a la corte. Amigo y colaborador suyo fue Gama, quien publicó muchas memorias sobre eclipses de luna y de los satélites de Júpiter, sobre el almanaque y la cronología de los antiguos mexicanos y sobre el clima de la Nueva España.
Si actualmente la casta de los blancos es en la que se observa casi exclusivamente el desarrollo intelectual, es también ella casi sólo la que posee grandes riquezas, las cuales, por desgracia, están repartidas aun con mayor desigualdad en México que en la capitanía general de Caracas, La Habana y el Perú. En Caracas, los jefes de familia más ricos tienen unos 10,000 pesos de renta; en Cuba hay quien tiene más de 30 a 35,000; en el Perú nadie llega a una renta fija y segura de 6,500. Por el contrario, en Nueva España hay sujetos que, sin poseer minas, juntan una renta anual de 200,000 pesos fuertes. La desigualdad de fortuna es aún más notable en el clero, parte del cual gime en la última miseria, al paso que algunos individuos de él tienen rentas superiores a las de muchos soberanos de Alemania. El clero mexicano se compone de 10,000 personas, de las cuales casi la mitad son frailes. Contando legos, donados y criados de los conventos, el número asciende a 13 o 14,000 individuos, cantidad insignificante si se compara con los más de 177,000 individuos que comprende el clero en España. La renta anual de ocho obispos mexicanos asciende a la suma total de 539,000 pesos, de los cuales 130,000 corresponden al arzobispo de la capital. Lo que verdaderamente desconsuela es que en su misma diócesis haya curas de pueblos indios que apenas tienen de 100 a 120 pesos al año. Los bienes raíces del clero mexicano no llegan a dos y medio o tres millones de pesos; pero este mismo clero posee cuarenta y cuatro millones y medio de pesos fuertes en capitales en hipoteca sobre propiedades de particulares.
Me inclino a creer que ha habido un bienestar más verdadero en Lima que en México, porque allí es mucho menor la desigualdad de fortunas. Al paso que en Lima es raro encontrar personas que tengan más de 10 a 12,000 pesos de renta, se encuentra en cambio un gran número de artesanos mulatos y de negros libres a quienes su industria proporciona mucho más de lo necesario. Son bastante comunes en esta clase los capitales de 10 a 15,000 pesos, mientras que en México hormiguean de 20 a 30,000 desdichados cuya mayoría pasa las noches a la intemperie y en el día se tienden al sol, desnudos y envueltos en una manta de franela.
Entre todas las colonias de los europeos situadas en la zona tórrida, el reino de Nueva España es donde hay menos negros, y casi puede decirse que no hay esclavos. Parece que apenas hay 6,000 negros en todo el país y cuando más unos 9 ó 10,000 esclavos, cuya mayoría se halla en los puertos de Acapulco y Veracruz o en las tierras calientes cercanas a las costas. En las Antillas, el Perú y Caracas, los progresos de la agricultura y de la industria dependen por lo común del aumento de los negros; pero no así en México. Hace veinte años apenas se conocía en Europa el azúcar mexicano, y hoy sólo Veracruz exporta más de 120,000 quintales; y a pesar de los progresos que desde la revolución de Santo Domingo ha hecho en Nueva España el cultivo de la caña de azúcar, no por eso se ha aumentado sensiblemente el número de esclavos. De los 74,000 negros con que Africa abastece anualmente a las regiones equinocciales de América y Asia, apenas desembarcan 100 en las costas de México. Según las leyes, no hay indios esclavos en las colonias españolas. Sin embargo, por un abuso muy extraño, dos especies de guerra, muy diferentes al parecer entre sí, dan ocasión a la suerte de unos hombres que se asemeja a la del esclavo africano. Los frailes misioneros de la América meridional hacen de cuando en cuando incursiones nocturnas en los territorios de indios aún no convertidos y se apoderan principalmente de niños, mujeres y ancianos. Los prisioneros jóvenes reciben el nombre de poitos, y son, tratados como esclavos hasta la edad en que pueden casarse. En México, los prisioneros hechos en las guerras incesantes que tienen lugar en las fronteras de las Provincias Internas, tienen una suerte aún más desgraciada que los poitos, pues son conducidos a México y encerrados en los calabozos de la Acordada; y deportados luego a Veracruz y a Cuba, no tardan en perecer. En verdad sería ya tiempo de que el Gobierno llevase su atención hacia estos desgraciados, cuyo número es corto y cuya suerte sería, por lo mismo, muy fácil mejorar. Por lo demás, los esclavos están, en México como en todas las posesiones españolas, algo más protegidos por las leyes que los negros de las otras colonias europeas. Estas leyes se interpretan siempre en favor de la libertad, y el Gobierno desea que se aumente el número de los libertos.
Para acabar la descripción de los elementos que componen la población mexicana, diremos algo de las castas que resultan de la mezcla de las razas puras. Estas castas forman una masa casi tan grande como los indios, y puede valuarse el total de los individuos de sangre mezclada en cerca de 2.400,000.
Las mezclas son muy variadas, y el producto de cada una tiene un nombre especial. Al hijo de un blanco, sea criollo o europeo, y de una india, se le llama mestizo. Los hijos de blancos y negras son mulatos. Los descendientes de negros y de indias se llaman chinos, y en algunas partes, zambos, aunque esta última denominación se aplica hoy principalmente a los descendientes de un negro y una mulata, o de un negro y una china. Los zambos prietos son los que nacen de un negro y una zamba. El hijo de blanco y mulata se llama cuarterón, y el de blanco y cuarterona, quinterón. El hijo de un blanco y una quinterona, se considera blanco. Los hijos de color más oscuro que el de la madre, se llaman salta atrás.
En un país gobernado por los blancos, las familias que se cree tienen menos porción de sangre negra o mulata son las más honradas. La piel, más o menos blanca, decide de la clase que ocupa el hombre en la sociedad. Hay, pues, un gran interés en valuar exactamente las fracciones de sangre europea que han tocado a cada una de las castas. Según los principios sancionados por el uso, están adoptadas las siguientes proporciones:
Cuarterón: 1/4 de sangre negra, 8/4 de blanca.Sería muy interesante poder precisar el influjo de la diversidad de las castas sobre la relación numérica que los sexos guardan entre sí. Por el censo de 1793 he visto que en la ciudad de Puebla y en Valladolid (Morelia) hay entre los indios más hombres que mujeres, al paso que entre los blancos se ven más mujeres que hombres. En Francia, las mujeres están con los hombres en la proporción de 9 a 8; en Nueva España, por el contrario, hay más hombres que mujeres, en la proporción de 100 a 95. En las ciudades aumenta considerablemente el número de mujeres, pues las campesinas acuden a ellas para servir en las casas, mientras muchos hombres se ausentan para trabajar como arrieros o en las minas.
Según el citado censo, habían pasado de los 50 años de edad, de cada 100 blancos, 8; de cada 100 indios, 64/5; de cada 100 mulatos, 7; y de cada 100 individuos de otras castas mezcladas, 6.
Veamos ahora cuál es la influencia de la mezcla de razas sobre el bienestar de la sociedad en general, y hasta qué punto puede encontrar cómoda y agradable la vida en aquel país el hombre culto, en medio del conflicto de intereses, preocupaciones y resentimientos.
Cuando un europeo, que ha gozado de todos los atractivos que ofrece la vida social en los países de civilización más avanzada, se traslada al nuevo continente, se lamenta a cada paso del influjo que siglos hace está ejerciendo el Gobierno colonial sobre la moral de aquellos habitantes. Quizá padece allí menos el hombre instruído que sólo se interesa en el desarrollo intelectual de la especie, que el que se halla dotado de una gran sensibilidad. El primero se comunica con la metrópoli, de donde recibe libros e instrumentos; ve con admiración los progresos que el estudio de las ciencias exactas ha hecho en las grandes ciudades de la América española; y la contemplación de una naturaleza maravillosa le resarce de las privaciones a que lo condena su posición. Pero el segundo no halla en las colonias españolas vida agradable sino concentrándose en sí mismo. El aislamiento y la soledad le parecen preferibles a todo, si quiere disfrutar pacíficamente de los bienes que ofrecen la hermosura de aquellos climas, la vista de un verdor siempre fresco y el sosiego político del nuevo mundo. La falta de sociabilidad que es general en las posesiones españolas, los odios que dividen a las castas más cercanas entre sí y por efecto de los cuales se ve llena de amargura la vida de los colonos, vienen únicamente de los principios políticos con que desde el siglo XVI han sido gobernadas aquellas regiones.
Un gobierno ilustrado en los verdaderos intereses de la humanidad podrá propagar las luces y la instrucción y logrará aumentar el bienestar físico de los colonos, haciendo desaparecer poco a poco aquella monstruosa desigualdad de derechos y fortunas; pero tendrá que vencer inmensas dificultades cuando quiera hacer sociables a los habitantes y enseñarlos a tratarse mutuamente como conciudadanos. En los Estados Unidos, la sociedad se ha formado de un modo muy diferente. A la llegada de los colonos europeos, los indígenas se retiraron poco a poco a las sabanas occidentales próximas al Misisipí y al Misouri, y así los primeros elementos del pueblo naciente fueron hombres libres y de un mismo origen. Por el contrario, en la América española, los colonos europeos impusieron su dominio a los indígenas y se mezclaron con ellos. El dominio y la mezcla de razas con intereses diametralmente opuestos llegaron a ser un manantial inagotable de odios y de discordia. A medida que los descendientes de los europeos fueron siendo más numerosos que los que la metrópoli enviaba directamente, la raza blanca se dividió en dos partidos entre los cuales ni aun los vínculos de la sangre pueden calmar los resentimientos. El Gobierno colonial, por un falsa política, creyó sacar partido de estas disensiones y procuró alimentar el espíritu de partido y aumentar el odio que mutuamente se profesan las castas y las autoridades constituídas. De este estado de cosas nace un malestar y una aspereza que perturban las satisfacciones de la vida social.
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