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EL DESARROLLO DE LAS IDEAS REVOLUCIONARIAS EN RUSIA
Alejandro Herzen
EPÍLOGO
Durante los siete u ocho últimos años anteriores a la Revolución de febrero, las ideas revolucionarias crecían gracias a la propaganda y al trabajo interno que adquiría un vuelo cada vez más considerable. El gobierno parecía cansado de las persecuciones.
El gran problema que dominaba a todos y que comenzaba a agitar al gobierno, a la nobleza y al pueblo, era el de la emancipación de los campesinos. Se sentía que era imposible ir más lejos con la soga de la servidumbre al cuello.
El úkase del 2 de abril de 1842 (Trátase de una institución a través de la cual otorgábase a los terratenientes la posibilidad de establecer acuerdos voluntarios con los campesinos para que pudiesen establecerse condiciones de subarriendos de parcelas a cambio de producción y servicios), que invitaba a la nobleza a ceder algunos derechos al campesino a cambio de censos y obligaciones que se habían estipulado para una y otra parte, prueba con bastante claridad que el gobierno quería la emancipación.
La nobleza de las provincias, conmocionada, se dividió en partidos que hacían causa con o contra la liberación. Hasta se aventuraban a hablar de la emancipación en las reuniones electorales. En dos o tres lugares clave, el gobierno permitió a la nobleza nombrar comités para considerar la manera de liberar a los siervos.
Una parte de los señores estaba exasperada. En esta importante modificación social no veían más que un ataque a sus privilegios y a la propiedad y se oponían a toda innovación, sabiéndose apoyados por los allegados al zar. La nobleza joven veía más claro y calculaba mejor. Pero en este caso no hablamos de aquellos individuos llenos de abnegación que están dispuestos a sacrificar sus bienes para borrar la palabra degradante de servidumbre de la frente de Rusia y expiar la innoble explotación del campesino. Los entusiastas nunca pueden arrastrar a una clase entera, a excepción de que se encuentre en plena revolución, como el caso de la nobleza francesa que el 14 de agosto de 1792 fue arrastrada por una generosa minoria. La gran mayoría de los emancipadores querían la emancipación, no sólo porque la consideraban justa sino porque veían su necesidad. Querían resolverla a tiempo para reducir al mínimo las pérdidas y tomar la iniciativa mientras tuvieran el poder. Oponerse o mantenerse con los brazos cruzados era el medio más seguro de ver al emperador o al pueblo entrar en un camino que no se detendría hasta la expropiación.
El ministro de patrimonio, Kiselev, representante de la emancipación en el seno del gobierno, y el ministro de interior, Perovski, quien destruyó con sus comentarios el úkase del 2 de abril (Suponíase, o por lo menos así dejaban verlo las autoridades zaristas, el ukase del 2 de abril había sido diseñado precisamente para garantizar la propiedad territorial de la nobleza terrateniente), recibían proyectos de todos los rincones del imperio. Buenos o malos, estos proyectos manifestaban una gran preocupación por el país.
A través de todas las divergencias de opiniones y de puntos de vista, de las diferencias de posición e intereses locales, un principio se admitía sin discusión. Ni el gobierno, ni la nobleza, ni el pueblo pensaban emancipar a los campesinos sin sus tierras. Era infinita la variedad de opiniones sobre el porcentaje a conceder a los campesinos, sobre las condiciones a imponerles, pero nadie hablaba seriamente de una emancipación en el seno del proletariado, excepto algunos incurables adeptos a la vieja economía política.
Crear una veintena de millones de proletarios era una perspectiva que, con razón, hacía palidecer al gobierno y a los señores. Sin embargo, teniendo en cuenta la religión de la propiedad, del derecho absoluto e imprescriptible de la posesión y el uso ilimitado, no había ningún medio de resolver la cuestión sin una insurrección en masa de los campesinos, sin un forzado quebrantamiento de la posesión territorial, ya que las apropiaciones a mano armada, debidamente legalizadas por la economía política, son aceptadas como hechos consumados.
A primera vista parece extraño que en un país en que el hombre es casi una cosa, o pertenece a la tierra o forma parte de la propiedad y se vende con ella, la idolatría de la propiedad haya sido la menos desarrollada. Entre nosotros se la defiende más como un botín que como un derecho. Era difícil enraizar una fe en la infalibilidad y justicia de un derecho cuya absurdidad era evidente para ambas partes: tanto para el señor que poseía al campesino como para el campesino siervo que no era el propietario de su posesión. Se sabía que el origen de los derechos señoriales era bastante oscuro, que una serie de medidas arbitrarias, policiales, habían doblegado a la Rusia agrícola en favor de la Rusia nobiliaria. Era posible imaginar entonces otra serie de medidas que la emanciparan.
La falta de nociones jurídicas estables y la vaguedad de los derechos tampoco permitían la consolidación de las ideas de propiedad. El pueblo ruso no ha vivido más que de la vida comunal, sus derechos y deberes los comprende con relación a la comuna. Fuera de ella no reconoce deberes y sólo ve violencia. Cuando se somete, se somete a la fuerza. La injusticia flagrante de una parte de la legislación lo conduce a despreciar la otra. La desigualdad completa frente al tribunal mató en él el germen de respeto por la legalidad. Pertenezca a la clase que pertenezca, el ruso infrinje la ley en toda ocasión en que pueda hacerlo impunemente. El gobierno actúa de la misma manera. Esto es triste y penoso por el momento pero puede tener ventajas inmensas para el porvenir.
En Rusia, detrás del Estado visible no hay un Estado invisible.
Sólo existe la apoteosis, la transfiguración del orden de cosas existente. No hay ideal imposible que no coincida con alguna realidad prometida. No hay nada detrás de las empalizadas en que una fuerza superior nos mantiene en estado de sitio. La posibilidad de una revolución en Rusia se reduce a una cuestión de fuerza material. Es esto lo que hace que este país, sin más razones que las mencionadas, sea el suelo mejor preparado para una regeneración social.
Hemos dicho que desde la aparición del saintsimonismo, después de 1830, el socialismo dejó una huella muy profunda en Moscú. Se veía en esta doctrina la expresión de un sentimiento más íntimo que en las doctrinas políticas, teniendo en cuenta que existía el hábito de las comunas, de las reparticiones de tierras y de las asociaciones obreras. En virtud del exorbitante abuso del derecho de propiedad, el socialismo nos afectaba menos que al burgués occidental.
Poco a poco, las producciones literarias eran penetradas por tendencias de inspiración socialista. Los cuentos y las novelas, así como los escritos de los eslavófilos, protestaban contra la sociedad actual desde un punto de vista que era más que político. Basta citar la novela de Dostoievski Las pobres gentes.
En Moscú el socialismo marchaba junto a la filosofía de Hegel. La alianza entre la filosofía moderna y el socialismo no es difícil de concebir. Sin embargo, sólo en este último tiempo los alemanes han aceptado la solidaridad entre la ciencia y la revolución, no porque no la comprendieran antes, sino porque el socialismo, como todo lo que es práctico, no les interesaba. Los alemanes podían ser profundamente radicales en la ciencia y mantenerse conservadores en sus acciones, poetas en el papel y burgueses en la vida. Pero el dualismo nos es antipático. El socialismo nos parece el silogismo más natural de la filosofía, la aplicación de la lógica al Estado.
Cabe señalar que en Petersburgo el socialismo revestía otro carácter. Allí las ideas revolucionarias han sido siempre más prácticas que en Moscú: su frío fanatismo es como el de los matemáticos. En Petersburgo son amantes de la regularidad, de la disciplina, de la aplicación. Mientras en Moscú se disputa en Petersburgo se realizan asociaciones. En ella la francmasonería y el misticismo tenían sus más ardientes adeptos, allí se publicaba el Sionski vestnik (El mensajero de Sión), órgano de la sociedad bíblica. La conjuración del 14 de diciembre maduró en Petersburgo. En Moscú no se hubiera desarrollado lo suficiente como para llegar a volcarse a la calle. En Moscú es difícil entenderse. Las individualidades son demasiado caprichosas y abiertas. Hay más elementos poéticos, más erudición, más descuido, más dejarse llevar, más palabras inútiles, más divergencia de opiniones. Lo que el saintsimonismo tiene de vago, religioso y al mismo tiempo de analítico se adecuaba perfectamente a los moscovitas. Luego de haberlo estudiado, pasaban con toda naturalidad a Proudhon, como de Hegel a Feuerbach.
Más que el saintsimonismo, el fourierismo, conviene a la juventud estudiosa de Petersburgo. El fourierismo, que no tendía más que a realizaciones inmediatas, que quería las aplicaciones prácticas, que soñaba, pero apoyando sus sueños sobre los cálculos aritméticos, que ocultaba la poesía bajo el título de industria y su amor a la libertad con el reclutamiento de los obreros, tenía que encontrar eco en Petersburgo. El falansterio no es otra cosa que una comuna rusa y una caserna de trabajadores, una colonia militar al mando de civiles, un regimiento industrioso. Se ha señalado que la oposición que se enfrenta con un gobierno tiene siempre algo de su carácter, pero en sentido inverso. Creo que hay un fondo de verdad en el temor que el gobierno ruso comienza a sentir por el comunismo: él comunismo es la antítesis de la autocracia.
Petersburgo aventajará a Moscú por sus opiniones tajantes, tal vez limitadas, pero activas y prácticas. Junto con Varsovia le cabrá el honor de la iniciativa; pero si el zarismo sucumbe, el centro de la libertad estará en el corazón de la nación, en Moscú.
El fracaso completo de la revolución en Francia, la desdichada derivación de la revolución en Viena y el final cómico de la de Berlín constituyeron en Rusia el comienzo de una reacción arreciante. Una vez más se paralizó todo, se abandonó el proyecto de emancipación de los siervos y se lo remplazó por el cierre de las universidades. Se creó una doble censura y dificultades a la tramitación de pasaportes para países extranjeros. Se persiguió a periódicos, libros, palabras, costumbres, mujeres y niños.
En 1849, una nueva falange de jóvenes heroicos cayó en prisión, y de allí a los trabajos forzados y a Siberia (1). Un terror agobiante acabó con todo germen, hizo agachar las cabezas y la vida intelectual se eclipsó nuevamente o no dejó traslucir más que el espanto y la muda desolación. Después de cada noticia que venía de Rusia el alma se inundaba de desolación y profunda tristeza.
No nos detendremos en este cuadro lúgubre donde una lucha desigual hace que el pensamiento sea permanentemente aplastado por la fuerza. No tiene nada de nuevo. Es el proceso interminable que atraviesa toda la historia y que termina con la cicuta, la cruz, los autos de fe, la horca y las deportaciones.
Dígase lo que se diga, la crueldad de los medios que emplea el gobierno no es lo suficientemente fuerte como para ahogar todos los gérmenes de progreso. Hacen perecer a muchas personas con sufrimientos morales terribles que son de esperar, pero que despiertan más de lo que desarman.
Para ahogar realmente en Rusia el principio revolucionario, la conciencia de las posiciones y la tendencia a la superación, sería necesario que Europa penetrara más profundamente en los principios y puntos de vista del gobierno de Petersburgo, que su retorno al absolutismo fuera más completo. Sería necesario borrar la palabra República del frontispicio de Francia, palabra terrible por lo que constituye de mentira y de burla. Hay que arrancar de Alemania el derecho a la libertad de palabra, imprudentemente concedido. Un día después de que un gendarme prusiano ayudado por un croata haya destrozado la última prensa sobre el pedestal de la estatua de Gutenberg arrastrada al barro por los hermanos de San Juan de Dios, o en París un verdugo bendecido por el Papa haya quemado las obras de los filósofos franceses, un día después la omnipotencia del zar habrá alcanzado su apogeo.
¿Es esto posible?
¿Quién puede decir actualmente lo que es o no es posible? El combate no ha terminado. La lucha continúa.
El porvenir de Rusia no ha estado nunca tan ligado a Europa como lo está hoy. Ya se sabe cuáles son nuestras esperanzas, pero, de todos modos, no quisiéramos dar ninguna respuesta, no por pueril vanidad o por temor a que el futuro nos desmienta, sino por la imposibilidad de prever algo en un ámbito cuya solución no depende exclusivamente de datos subjetivos.
Por un lado, el gobierno ruso no es ruso sino despótico y retrógrado. Es más alemán que ruso, como dicen los eslavófilos, y esto es lo que explica la simpatía y el amor con que otros gobiernos se inclinan hacia él. Petersburgo es la nueva Roma, la Roma de la esclavitud universal, la metrópoli del absolutismo. Esta es la razón por la que el emperador fraterniza con el emperador de Austria y le ayuda a oprimir a los eslavos. El principio de su poder no es nacional y el absolutismo es más cosmopolita que la revolución.
Por otra parte, las esperanzas y aspiraciones de la Rusia revolucionaria coinciden con las esperanzas y aspiraciones de la Europa revolucionaria y anticipan su alianza en el porvenir. El elemento nacional que aporta Rusia consiste en la frescura de la juventud y en una tendencia natural a las instituciones socialistas.
El callejón sin salida a que han llegado los Estados de Europa es manifiesto. Les es necesario lanzarse con fuerza hacia adelante o echarse atrás más de lo que ya lo hacen. Las antítesis son demasiado inexorables, las cuestiones demasiado tajantes y maduras por los sufrimientos y e] odio como para poder detenerse en las soluciones a medias, en las transacciones pacíficas entre la autoridad y la libertad. Dada la forma en que se encuentran, no hay ya solución para los Estados, aunque sus respectivas muertes puedan ser diferentes. La muerte puede sobrevenir por la palingenesia o la putrefacción, por la revolución o la reacción. El conservadurismo, que no tiene otra finalidad que la conservación de un statu quo desgastado, es tan destructivo como la revolución. Destruye el viejo orden, pero no con el fuego ardiente de una antorcha sino con el fuego lento del marasmo.
Si el conservadurismo gana Europa, el poder imperial en Rusia no solamente aplastará a la civilización sino que destruirá a todos los hombres civilizados, y después ...
Después nos encontraremos frente a algo nuevo, frente a un porvenir misterioso. Luego de haber triunfado sobre la civilización, la autocracia se encontrará frente a frente cón el levantamiento de los campesinos, con una insurrección colosal, semejante a la de Pugachev. La mitad de la fuerza del gobierno de Petersburgo está basada en la civilización y en la profunda división que ha fomentado entre las clases civilizadas y los campesinos. El gobierno se apoya constantemente en los primeros y del seno de la nobleza adopta los medios y saca hombres y consejos. Quebrando entre sus manos un instrumento tan esencial, el emperador se convierte en zar, pero para ello no será suficiente dejarse crecer la barba y vestir el zipun. La casa Holstein-Gottorp es demasiado alemana, demasiado pedante, para arrojarse con franqueza en los brazos de un nacionalismo semisalvaje, para ponerse a la cabeza de un movimiento popular que en un primer momento no querrá otra cosa que arreglar cuentas con la nobleza y extender las instituciones de la comuna rural a todas las propiedades, a las ciudades, al Estado entero.
Hemos visto a una monarquía rodeada de instituciones republicanas, pero nuestra imaginación se niega a concebir un emperador de Rusia rodeado de instituciones comunistas.
Antes de que este futuro lejano se realice han de ocurrir muchas cosas y la influencia de Rusia será tan funesta para Europa como la de ésta para Rusia, la Rusia soldadesca que quiere poner fin con bayonetas a las cuestiones que agitan al mundo; la que ruge y brama como el mar a las puertas del mundo civilizado, siempre dispuesta a desbordarse, estremecida por el deseo de invadir, como si en su interior nada hubiera por hacer, como si los remordimientos y el vértigo nublaran el espíritu de sus soberanos.
Sólo la reacción puede abrir esas puertas. Los Habsburgo y los Hohenzollern solicitarán la ayuda fraternal del ejército ruso y lo guiarán al corazón de Europa.
En esa circunstancia, el gran partido del orden verá lo que es un gobierno fuerte y el respeto a la autoridad. Aconsejamos a los principitos de Alemania estudiar desde este momento el destino de los príncipes reales de Georgia, a quienes en Petersburgo se les dio un poco de dinero, el título de alteza y el derecho de poner una corona real en su vehículo. La Europa revolucionaria, en cambio, no puede ser derrotada por la Rusia imperial: la salvará de una espantosa crisis y ella misma se salvará de Rusia.
Luego de haber trabajado durante veinte años, el gobierno ruso ha conseguido aliar en forma indisoluble a la Rusia y a la Europa revolucionarias.
Ya no hay fronteras entre Rusia y Polonia.
Europa sabe lo que es Polonia, esta nación abandonada por todos en una lucha desigual que ha arrojado mares de sangre cuando se ha tratado de conquistar la libertad de algún pueblo. Se conoce a ese pueblo que, después de haber sucumbido por su inferioridaa numerica, atravesó Europa más como triunfador que como vencido y se dispersó entre otros pueblos para enseñarles, desgraciadamente sin éxito, el arte de sucumbir sin doblegarse, sin envilecerse y sin perder la fe. En efecto, es posible aniquilar a Polonia y no dejar sobre la plaza de Varsovia más que una inscripción o un montón de piedras, pero esclavizarla como a las provincias pacíficas del Báltico es imposible.
Al confundir a Polonia con Rusia, el gobierno ha levantado un inmenso puente para el pasaje solemne de las ideas revolucionarias; un puente que comienza en el Vístula y termina en el mar Negro.
Polonia se considera muerta, pero a cada llamado responde: Presente, como dijo en 1848 el orador de una banca polaca. No debe moverse sin estar segura de sus vecinos occidentales, pues ya tiene bastante con la simpatía de Napoleón y las célebres palabras de Luis Felipe: La nacionalidad polaca no perecerá.
No es de Polonia ni de Rusia que dudamos, sino de Europa. Si tuviéramos alguna fe en los pueblos de Occidente, con qué diligencia hubiéramos dicho a los polacos:
Vuestro destino, hermanos, es peor que el nuestro, vosotros habéis sufrido demasiado; un poco más de paciencia. Un gran porvenir se perfila al final de vuestras desgracias. Vais a experimentar una sublime venganza: ayudaréis a la emancipación del pueblo con cuyas manos se os ha encadenado. En vuestros enemigos en nombre del zar y la autocracia reconoceréis a vuestros hermanos en nombre de la independencia y la libertad.
Notas
(1) Nos referimos a la sociedad de Petrashevski. Los jóvenes se reunían en su casa para debatir cuestiones sociales. Este club había existido ya hace algunos años, cuando, al comienzo de la campaña de Hungría, el gobierno resolvió adjudicarle la proporción de amplia conjuración e hizo multiplicar los arrestos. Donde se buscaron complotes no se encontraron más que opiniones, lo cual no impidió que se hiciera condenar a todos los acusados a la pena de muerte a fin de otorgarles la gloria del indulto. El zar conmutó esa pena por las minas. el exilio o el servicio de soldado. Entre ellos se puede citar a Speshnev. Grigoriev, Dostoievski, Kashkin, Golovinski, Mombelli, etcétera.
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