Índice de El desarrollo de las ideas revolucionarias en Rusia de Alejandro Herzen | Apéndice Primero - Sobre el comunismo rural en Rusia | Biblioteca Virtual Antorcha |
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EL DESARROLLO DE LAS IDEAS REVOLUCIONARIAS EN RUSIA
Alejandro Herzen
APÉNDICE SEGUNDO
CARTA A JULES MICHELET
Señor: Goza usted de tal estima, es tanta la confianza -bien ganada se la tiene su pluma- con que la democracia europea acoge sus palabras, que no puedo guardar silencio y dejar sin respuesta la característica del pueblo ruso dada por usted en su hermoso trabajo sobre Kosciuszko (Se refiere al trabajo publicado en la revista L´Evénement, del 18 de agosto al17 de septembre de 1831), pues hiere usted en ella mis convicciones más profundas.
La respuesta es indispensable, además, por otra causa: ya es hora de hacer ver a Europa que al hablar de Rusia no se habla de un ausente, de un ser que está en el extremo opuesto del mundo, de un sordomudo.
Nosotros, los que hemos abandonado Rusia con el único fin de hacer resonar en Europa la palabra rusa libre, estamos presentes. Y consideramos un deber hablar cuando un hombre que se apoya en su grande y legítima autoridad afirma, jura y trata de probar que Rusia no existe, que los rusos no son hombres, que les falta el sentido de la moral.
Si se refiere usted a la Rusia oficial, al imperio, a la fachada zarista, al gobierno bizantino-germano, ¡carta blanca! Manifestamos por adelantado nuestro acuerdo con todo lo que diga; a nosotros no nos incumbe en absoluto el papel de defensores; el gobierno ruso tiene tantos agentes literarios en la prensa parisiense que no puede echar de menos las apologías más elocuentes.
Sin embargo, no es únicamente de la sociedad oficial de lo que trata su trabajo; usted llega a lo más hondo de la cuestión: habla del pueblo.
¡El pobre pueblo ruso no tiene quien alce la voz en su favor! Dígame: ¿no sería pusilanimidad callar en semejante ocasión?
El pueblo ruso existe, vive, y nada tiene de viejo: es un pueblo muy joven. A veces se muere joven, antes de haber vivido; pero eso no es lo normal.
El pasado del pueblo ruso es oscuro y su presente espantoso, pero tiene ciertos derechos al porvenir; no cree en su estado actual, tiene la temeridad de esperar, y espera mucho porque posee poco.
El período más duro en la vida del pueblo ruso va tocando a su fin. Una lucha terrible le espera; su enemigo se prepara.
El gran dilema, el to be or no to be de Rusia, se decidirá muy pronto. Pero, antes del combate, no se tiene derecho a desesperar del resultado. La cuestión rusa adquiere proporciones graves, inquietantes; preocupa seriamente a todos los partidos; sin embargo, me parece que se ocupan demasiado de la Rusia del Zar, de la Rusia oficial, y muy poco de la Rusia del pueblo, de la Rusia ignorada.
Aun si se considera únicamente a Rusia desde el punto de vista gubernamental, ¿no cree que sería útil conocer mejor a ese vecino tan poco agradable, que actúa en todos los confines de Europa, aquí metiendo un espía, allá enviando sus bayonetas? El gobierno ruso extiende sus zarpas hasta el Mediterráneo valiéndose de su protección a la Puerta otomana, hasta el Rin escudándose tras la protección a sus primos y cuñados alemanes, y hasta el Atlántico mediante su protección al orden en Francia.
Sería bueno, digo yo, apreciar en su justo valor a este protector universal y ver si ese extraño imperio no tiene en realidad más razón de ser que el innoble papel que se ha adjudicado el gobierno de San Petersburgo, el de barrera en el camino real de la humanidad.
Europa está en vísperas de un cataclismo terrible. El mundo de la Edad Media llega a su término; el mundo feudal está agonizando. Las revoluciones políticas y religiosas se consumen bajo el peso de su impotencia; han realizado una gran obra, pero no han cumplido su tarea; han despojado al trono y al altar de su prestigio, pero no han realizado la libertad; han encendido en los corazones mil deseos sin ofrecer el medio de satisfacerlos. Parlamentarismo, protestantismo; meros aplazamientos, una salvación provisional, diques que detuvieron por algunos instantes la muerte y el nacimiento. Pero su tiempo ha pasado. Después de 1848 se ha comenzado a ver que ni las reminiscencias del derecho romano, ni la más artificiosa casuística, ni una filosofía deísta indigente, ni un racionalismo religioso estéril pueden seguir aplazando el cumplimiento de los destinos de la sociedad.
La tempestad se avecina, es un hecho innegable; en ello están de acuerdo los revolucionarios y los amigos de la reacción. El vértigo se adueña de todo el mundo; una cuestión agobiante, una cuestión de vida y muerte oprime el pecho. Con una inquietud creciente se preguntan todos si la vieja Europa, ese Proteo decrépito, ese organismo arruinado podrá encontrar en sí las fuerzas necesarias para su regeneración. Se espera la respuesta con angustia, temblando de incertidumbre.
Verdaderamente, la cuestión es grave.
¿Podrá la vieja Europa renovar su fría sangre y lanzarse con todo ímpetu a ese porvenir infinito que la atrae con una fuerza irresistible, apasionada, fatal, hacia el que nos precipitamos a pesar de todo y contra todo y que quizá no podremos alcanzar más que pasando sobre los escombros de la casa paterna, hollando los tesoros de las civilizaciones idas y las riquezas de la cultura moderna?
Los dos campos han comprendido perfectamente la gravedad del momento. Europa entra en la noche lúgubre y tenebrosa que debe preceder a la aurora de la lucha decisiva. La vida no es vida; es expectación, ansiedad. Todo anda de cabeza. No hay legalidad, no hay justicia, no hay ni siquiera un simulacro de libertad; una inquisición laica o irreligiosa reina absolutamente; las leyes son sustituidas por el código soldadesco de una plaza sitiada. Una sola fuerza moral preside, dicta y ordena: el miedo; y eso basta. Todas las cuestiones son relegadas a segundo plano por el interés dominante de la reacción. Los gobiernos en apariencia más opuestos se funden fraternalmente en una policía única, universal. El emperador de Rusia, que no disimula su odio a los franceses, recompensa al prefecto de París; el rey de Nápoles, con su mano de carcelero, condecora al presidente de la República. El rey de Berlín, enfundado en uniforme ruso, corre a Varsovia para abrazar a su enemigo el emperador de Austria, bajo la bendición tutelar de Nicolás, ese zar cismático que, a su vez, ofrece tropas al pontífice de Roma. En medio de ese sábado de brujas, de esa saturnal de la reacción, ha desaparecido toda seguridad individual; en las capitales del mundo ex civilizado ya no se respetan ni siquiera las garantías existentes en las sociedades menos avanzadas, en China, en Persia.
Uno no puede creer a sus ojos. ¿Es ésta la Europa que hemos conocido y amado?
Verdaderamente, si no existiese la orgullosa y libre Inglaterra, si ese diamante montado en la plata del mar, como dice Shakespeare, dejase de brillar; si Suiza, por temor al César, persistiese, como el apóstol San Pedro, en la negación de su principio; si el Piamonte, ese único brazo libre y fuerte de Italia, si ese último refugio, digo yo, de la civilización expulsada del Norte y que se repliega tras los Alpes sin atreverse a pasar los Apeninos, se cerrase súbitamente a los sentimientos humanos; si, en una palabra, esos tres países llegaran a infectarse del soplo deletéreo de París y de Viena, se podría creer que la disolución del viejo mundo habría sido ya perpetrada por las manos parricidas de los conservadores y que la barbarie habría comenzado ya en Francia y en Alemania.
En medio de este caos, de esta agonía demente, de este alumbramiento doloroso; en medio de este mundo podrido que se hunde en torno a una cuna, las miradas se posan automáticamente en Oriente.
Como una montaña sombría envuelta en bruma se percibe un imperio amenazante, hostil; diríase que se precipita como una avalancha o como un heredero impaciente, presto a acelerar los últimos instantes del moribundo.
Este imperio, desconocido hace dos siglos, se presentó groseramente y, sin invitación, sin derecho, se sentó, alta la voz, en el concilio de los soberanos de Europa, reclamando una parte del botín a cuya conquista en nada había contribuido.
Nadie se atrevió a oponerse a sus pretensiones de inmiscuirse en los asuntos de toda Europa.
Carlos XII hizo la prueba, pero su espada, hasta entonces invicta, quebróse en la empresa; Federico II quiso oponerse a las aspiraciones de la corte de San Petersburgo: Konigsberg y Berlín cayeron en poder del enemigo del Norte. Napoleón penetró a la cabeza de medio millón de hombres hasta el corazón del gigante. Salió de allí furtivamente, solo, en un miserable trineo de postas. Europa vio, estupefacta, la huida de Napoleón, las nubes de cosacos volando tras él, los ejércitos rusos que marchaban sobre París y arrojaron de paso a Alemania la limosna de su independencia nacional.
Desde entonces, Rusia, como si fuera un vampiro monstruoso, se cierne sobre Europa y parece existir únicamente para aprovechar los errores de los pueblos y los reyes. Ayer casi aplastó a Austria, ayudándola en su lucha contra Hungría; mañana la veremos proclamar la Marca de Brandeburgo provincia rusa para prestar apoyo al rey de Berlín.
¡Y pensar que en vísperas del gran combate se sabe tan poco de ese nuevo luchador arrogante, armado hasta los dientes y dispuesto a cruzar la frontera a la primera voz de sus amigos del campo reaccionario! Apenas se conoce su armadura, los colores de su bandera, y se tiene bastante con los discursos oficiales, con nociones vagas, sin notar lo que hay de contradictorio en todos los rumores que sobre él circulan.
Unos no hablan más que de la omnipotencia del zar, de la insolencia del gobierno, del servilismo de los súbditos; otros afirman que el imperialismo de San Petersburgo no es nacional, que el pueblo, abrumado por el doble yugo del soberano y de la nobleza, sufre la opresión, pero no la acepta, no ha sido aniquilado y, únicamente, es infeliz. Sin embargo -dicen-, esa población sirve de cimiento al poder gigantesco que la oprime. Otros añaden que el pueblo ruso es una muchedumbre vil de borrachos y de ilotas, y algunos aseguran que Rusia está poblada por una raza inteligente y bien dotada.
Para mí hay algo trágico en esa distracción senil con que el viejo mundo confunde todas las nociones concernientes a su antagonista.
En este amasijo de opiniones contradictorias traslucen tantas ideas absurdas, una ligereza tan triste y prejuicios tan arraigados, que, a pesar nuestro, no hallamos en la historia más comparación que la de la decadencia romana.
También entonces, en vísperas de la revolución cristiana, en vísperas de la victoria de los bárbaros, se proclamaba la eternidad de Roma, se atribuía una locura impotente a la secta nazarena y se decían quiméricos los peligros que anunciaba el movimiento del mundo bárbaro.
A usted le pertenece con toda justicia el mérito de haber hablado el primero, en Francia, del pueblo ruso; ya había aplicado la mano al corazón, a la fuente misma de la vida; la verdad iba a brotar bajo la presión de su genio poderoso, pero súbitamente, llevado por la cólera, retiró la mano fraternal, y la fuente, al punto, le pareció turbia y confusa.
He leído con profundo dolor sus palabras irritadas. Triste, con el corazón lacerado, he buscado en vano, se lo confieso, al historiador, al filósofo y, sobre todo, al hombre amante que todos conocemos. Me apresuro a decirlo: he comprendido perfectamente la causa de su indignación; ha hablado en usted la simpatía por la desgraciada Polonia. También nosotros sentimos simpatía por nuestros hermanos polacos, y en nosotros esa simpatía no es compasión, sino remordimiento, vergüenza. ¡El amor a Polonia! Todos nosotros la amamos, pero, ¿acaso la consecuencia inevitable de ese sentimiento es el odio a un pueblo igualmente desgraciado, a un pueblo que se ve constreñido a prestar sus manos encadenadas a un gobierno feroz para que éste cometa sus crímenes? Seamos generosos, no olvidemos que hemos visto a un pueblo armado del sufragio universal y de las bayonetas ciudadanas consentir igualmente el establecimiento del orden de Varsovia en Roma y que hoy ... Mire lo que está ocurriendo ante nuestros ojos ...; sin embargo, no decimos que los franceses hayan dejado de ser hombres; nosotros esperamos.
Ya es hora de condenar al olvido esa lucha desgraciada entre hermanos; entre nosotros no hay vencedores. Polonia y Rusia sucumben frente a un enemigo común. Las víctimas, los mártires se vuelven de espaldas al pasado, tan doloroso para ellos como para nosotros. Prueba de ello es el ilustre amigo que usted menciona, el gran poeta Mickiewicz.
No diga, al hablar del bardo polaco, que sus opiniones son clemencia, errores propios de un santo. No: son el fruto de una meditación prolongada y concienzuda, de una hondísima intuición de los destinos del mundo eslavo. Bello es perdonar a nuestros enemigos, pero hay algo mucho más bello, más humano: saber comprenderlos, porque comprender equivale a absolver, a rehabilitar, a reconciliarse.
El mundo eslavo tiende a unirse; esta tendencia apareció inmediatamente después del período napoleónico. La idea de una federación eslava germinaba ya en los planes revolucionarios de Pestel y Muraviov (De hecho, a decir de los que de esto saben, esta idea de formar una federación eslava fue propuesta, entre los decembristas por los miembros de la Sociedad de los eslavos unidos). Muchos polacos tomaron parte en aquella conspiración rusa.
Cuando la revolución de 1830 estalló en Varsovia, el pueblo ruso no manifestó la menor animosidad contra los rebeldes al zar; la juventud simpatizaba de todo corazón con la causa de los polacos. Recuerdo la impaciencia con que esperábamos noticias de Varsovia; lloramos como niños al saber que en Polonia se habían celebrado unas misas en honor de nuestros mártires de San Petersburgo (Se refiere al llamado oficio de difuntos, celebrado en Varsovia a principios de la rebelión polaca de 1830, en memoria de los decembristas ejecutados). La simpatía por los polacos nos exponía a castigos terribles; y nos veíamos obligados a callarnos y a ocultarla en lo más hondo del corazón.
Es posible que durante la guerra de 1830 predominaran en Polonia un sentimiento de animosidad, perfectamente lógico, y un nacionalismo exacerbado. Pero, después, Mickiewicz, los trabajos filológicos e históricos de varios autores eslavos y un conocimiento más profundo de los pueblos europeos, adquirido en las tristes peregrinaciones del emigrado, han dado a las ideas una orientación por completo diferente. Los polacos han sentido que la guerra no era entre ellos y el pueblo ruso; han comprendido que no podrán combatir más que por su libertad y la nuestra, como dice la inscripción sublime de su bandera revolucionaria.
El heroico emisario Konarski (Partícipe de la rebelión polaca de 1830), que en 1839 fue torturado y fusilado en Vilno, llamaba a sublevarse a los rusos y a los polacos, sin distinción de nacionalidad. Rusia le dio las gracias de una manera tan trágica como todo lo que hace desde que una bota alemana pisa su pecho.
Un joven entusiasta, ardiente y abnegado, oficial ruso del regimiento de guarnición en la fortaleza, Karaváiev, decidió salvar a Konarski. Su día de servicio se acercaba; estaba todo preparado para la fuga cuando la traición de uno de los compañeros del mártir polaco dio al traste con todo el proyecto. Karaváiev fue arrestado; cargado de cadenas, lo enviaron a las minas de Siberia para que expiase allí la conciencia de un deber superior a las órdenes militares. Nunca más se ha vuelto a saber de él.
Yo he pasado cinco años en la deportación, en las provincias alejadas del imperio; he tenido ocasión de conocer allí a muchos polacos deportados. Casi en cada cabeza de distrito vive una familia entera o alguno de esos desventurados combatientes por su independencia. Los pongo por testigos: estoy convencido de que no pueden quejarse de falta de simpatía por parte de la población. Naturalmente, no hablo aquí de la policía ni de los altos jerarcas militares. Estos no se distinguen en parte alguna por su amor a la libertad, y en Rusia menos aún. Podría hablar también de los estudiantes polacos que son enviados cada año a las universidades rusas, a fin de mantenerlos alejados de las escuelas polacas; que cuenten cómo los acogen por doquier sus camaradas rusos. Nos abandonaban con los ojos anegados en lágrimas.
Usted recordará que en 1847, en París, cuando los emigrados polacos celebraban el aniversario de su revolución, un ruso subió a su tribuna para pedir amistad y olvido del pasado. Era nuestro desventurado amigo Mijail Bakunin. Mas no quiero recurrir únicamente al ejemplo de uno de mis compatriotas. Escogeré a uno de aquellos que son considerados enemigos nuestros, a un hombre que usted mismo ha nombrado en su bella leyenda sobre Kosciuszko. Interrogue usted al respecto al Néstor de la democracia polaca, a Bernacki (Ministro de Hacienda en el gobierno revolucionario polaco de 1830), uno de los ministros de la Polonia revolucionaria. Yo me remito a esa noble inteligencia, a quien prolongados sufrimientos hubieran podido, ciertamente, enfurecer contra todo lo ruso; él no desmentirá mis palabras.
La solidaridad que liga a Rusia y a Polonia entre sí y con todo el mundo eslavo no puede ser refutada: es evidente. Más aun: el mundo eslavo no tiene porvenir sin Rusia; sin Rusia no se desarrollará, se disolverá, abortará y será absorbido por el elemento germánico; se convertirá en austriaco y perderá su independencia. Desde luego, no creo que sean ésos su misión y su destino.
Siguiendo el desenvolvimiento sucesivo de su idea, debo confesarle que me es imposible aceptar el razonamiento con que trata de demostrar que toda Europa constituye una sola persona, de la que cada nación es un órgano indispensable.
Me parece que todas las naciones germano-románicas son necesarias al mundo europeo porque existen, pero sería difícil probar que existen porque son necesarias. Aristóteles distinguía la necesidad preexistente de la necesidad posterior. La naturaleza acepta la fatalidad de los hechos consumados, pero la fluctuación y la variedad en las posibilidades de los hechos realizables es muy grande. Por la misma consideración, el mundo eslavo puede tener el derecho de reivindicar su unidad, con tanta mayor razón por cuanto está compuesto de una sola raza.
La centralización es contraria al genio eslavo; la federación, por el contrario, es inherente a su naturaleza. Una vez que esté ligado y agrupado, en una federación de pueblos libres y autónomos, el mundo eslavo podrá, por fin, comenzar su verdadera existencia histórica. Su pasado no puede ser considerado más que como una preparación, un crecimiento, un purgatorio. Las formas históricas del Estado no han correspondido jamás a la idea nacional de los eslavos, ideal vago, instintivo, si usted quiere, pero que, por ello mismo, denota una singular vitalidad en el porvenir. Los eslavos han puesto de manifiesto en todo lo por ellos hecho una extraña semiatención, una apatía sorprendente.
Así, vemos cómo Rusia entera pasa de la idolatría al cristianismo sin sacudidas, sin revueltas, únicamente por su obediencia pasiva a las órdenes del gran príncipe Vladimiro (Fue el gran príncipe de Kiev), bajo la influencia de Kiev. Arrojaron sin gran pesar en el Vóljov los viejos ídolos y se sometieron al nuevo dios como a un nuevo ídolo.
Ochocientos años más tarde, una parte de Rusia aceptaba igualmente una civilización encargada en el extranjero y provista de etiqueta alemana.
El mundo eslavo se parece a una mujer que aún no ha amado y, por ello, no siente el menor interés por lo que ocurre en torno suyo; ser inútil, olvidado, extraño. Pero no prejuzguemos acerca del futuro: la mujer es joven y un deseo inquietante invade ya su corazón, obligándola a estremecerse.
Por lo que se refiere a la riqueza del espíritu popular, nos bastará con señalar a los polacos, el único pueblo eslavo que solía ser, al mismo tiempo, fuerte y libre.
El mundo eslavo no parece heterogéneo más que en la superficie. Bajo la cubierta de la Polonia caballeresca, liberal y católica, y de la Rusia imperial, esclavizada y bizantina; bajo la dominación democrática del voivoda servio; bajo el yugo de la burocracia austriaca que pesa sobre Iliria, Dalmacia y Banato; bajo el poder patriarcal de los osmanlíes y bajo la bendición del Soberano de Montenegro vive un pueblo fisiológica y etnográficamente homogéneo.
En su mayoría, esas tribus eslavas casi nunca han sido esclavas de una raza conquistadora. La dependencia en que se encontraban diversos miembros del mundo eslavo solía limitarse al reconocimiento de la soberanía y al pago de un tributo. Tal fue, por ejemplo, el carácter de la dominación mongola en Rusia. Así, los eslavos han logrado conservar a través de los siglos su carácter nacional, sus hábitos, su lengua.
¿Por qué, después de todo lo que acabamos de decir, Rusia no puede ser el núcleo de esa cristalización, el centro de gravedad del mundo eslavo, con tanta mayor razón por cuanto es la única parte de la gran tribu que se encuentra organizada en un Estado fuerte e independiente?
Esta cuestión no despertaría ninguna duda si el gobierno de San Petersburgo tuviese el menor sentido de su misión nacional, si cualquier idea humana pudiese asociarse a ese despotismo desesperado y limitado. Pero, en la situación actual, ¿qué hombre, por poco consciente y honrado que sea, se atreverá a proponer a los eslavos occidentales la unión a un imperio sometido a un Estado de sitio permanente, en el que el cetro no es más que una innoble vara de cabo asomando por la bocamanga?
El paneslavismo imperial, tan cacareado hasta la fecha por hombres vendidos o equivocados; no tiene nada de común, entiéndase bien, con toda combinación basada en el principio de la libertad.
Aquí, la propia lógica nos lleva, inevitablemente, a una cuestión más grave, más legítima.
Supongamos que el mundo eslavo tenga alguna posibilidad de una existencia más desarrollada en el porvenir, ¿cuál de sus elementos se hallará lo suficientemente desarrollado en su estado embrionario para pretender al derecho de desarrollo? Si los eslavos piensan que su hora ha llegado, el elemento a que acabo de referirme debe corresponder necesariamente a la idea revolucionaria de Europa.
Usted lo ha señalado. usted lo ha tocado, pero lo ha dejado escapar de entre sus manos al enjugarse una generosa lágrima de compasión por Polonia.
Usted afirma que la base de la existencia del pueblo ruso es el comunismo, usted asegura que su fuerza le es dada por una especie de ley agraria, por el reparto continuo de las tierras.
¡Qué terrible Mane, Tecel, Fares ha pronunciado usted! ... ¡El comunismo por base! ¡El reparto de las tierra, su fuerza! ¿Cómo no se ha horrorizado al pronunciar esas palabras?
¿No hubiera usted podido detenerse, profundizar, no dejar la cuestión sin convencerse de si era una verdad o un sueño?
¡Como si hubiera en el siglo XIX alguna cuestión, algún problema más serio que la cuestión comunista, que la cuestión del reparto de las tierras!
Llevado de su indignación, sigue usted: les falta (a los rusos) el atributo esencial del hombre, la facultad moral, el sentido del bien y del mal. Para ellos no tienen ningún sentido la verdad y la justicia; si les habláis de ellas, callan, sonríen, sin saber lo que queréis decir. ¿Quiénes son esos rusos a los que ha hablado usted? ¿Cuáles son esas nociones de la justicia y de la verdad que los rusos no pueden comprender? No es una pregunta vana, porque en un tiempo tan profundamente revolucionario como el que atravesamos no basta solamente con citar las palabras verdad y justicia, pues no tienen un sentido absoluto e igualmente obligatorio para todos.
Lo justo y lo verdadero de la vieja Europa es lo falso y lo injusto para la Europa naciente.
Los pueblos, señor, son productos de la naturaleza; la historia no es más que una continuación progresiva de la evolución del mundo animal. No avanzaremos mucho si consideramos la naturaleza desde el punto de vista aprobativo o desaprobativo; para ella no existen ni el premio Monthyon ni los veredictos de culpabilidad. Esas categorías éticas no las comprenden; todo eso es demasiado subjetivo para ella. Me parece que, en general, los pueblos no son ni totalmente buenos ni enteramente malos; los pueblos son siempre expresión de la verdad; no hay pueblos que sean una mentira. La naturaleza no produce más que lo realizable en unas condiciones dadas; impulsa adelante todo lo existente con esa santa agitación, con esa inquietud creadora, con esa insaciable sed de realización inherente a todo lo que vive. Ciertos pueblos pueden haber tenido una existencia antihistórica, otros una existencia extrahistórica, pero todos, una vez entrados en el gran torrente de la historia, una e indivisible, pertenecen a la humanidad, y, recíprocamente, todo el pasado de la humanidad les pertenece. En la gran historia, es decir en la parte activa y progresista de la humanidad, la aristocracia del ángulo facial se desvanece poco a poco, como la aristocracia de la epidermis. Todo lo que no es hombre no entra en la historia, y, como consecuencia, no hay ni un pueblo al que se pueda calificar de rebaño ni un pueblo exclusivamente elegido.
No hay ningún hombre lo bastante ciego o lo bastante ingrato como para no comprender el papel inmenso desempeñado por Francia en los destinos del mundo europeo; pero, permítame confesarle que me es imposible admitir, con usted, que Francia sea una condición absoluta, sine qua non, para la marcha de la historia.
La naturaleza nunca se juega su haber a una sola carta. Roma, la ciudad eterna, que tenía no menos derechos para pretender la hegemonía mundial, osciló, desplomóse, se desvaneció, y la humanidad, implacable, pasó sobre su tumba.
Por otra parte, me sería difícil, sin tachar a toda la naturaleza de ser un absurdo y una locura, aceptar como una raza maldita, como una mentira, como una yuxtaposición de seres que no son hombres más que por su crapulosidad, a una nación que se ha formado en el transcurso de diez siglos, que ha sabido conservar su carácter nacional y se ha aglutinado en un gran imperio que se inmiscuye en la historia quizá más de lo debido.
Y no puedo aceptarlo, con mayor razón, porque hasta los enemigos de esta nación confiesan que no está estancada. No es una población la de allí que, llegada a una forma social más o menos en correspondencia con sus deseos, se duerma en un semper idem, como China; y menos aun es una nación que haya vivido demasiado y se extinga en un marasmo senil, como los hindúes. Al contrario, Rusia es un imperio completamente nuevo, un edificio que huele aún a pintura fresca, donde todo trabaja y está en proceso de elaboración, donde nada ha alcanzado su objetivo, donde todo cambia, frecuentemente de mal en peor, pero, con todo, cambia. Vive allí un pueblo, en una palabra, que, según usted mismo dice, tiene un comunismo extraño por base y el reparto de las tierras por su fuerza ...
Después de todo, señor mío, ¿qué reprocha usted al pueblo ruso? ¿Cuál es el fondo de su acusación?
El ruso, dice usted, miente, roba, miente siempre, roba siempre, y lo hace con toda inocencia, pues es así por naturaleza.
No voy a detenerme a analizar el carácter excesivamente general de su observación; pero quisiera poder demandarle simplemente quién es el engañado, quién es el robado, quién es el mistificado. ¡Vive Dios que es el terrateniente, el funcionario, el intendente, el agente de policía; en otras palabras, esos enemigos jurados del campesino, quien los cree apóstatas, traidores, medio alemanes! Desprovisto de todo medio de defensa, emplea la astucia contra sus opresores, los engaña, y hace perfectamente bien. La astucia, según un gran pensador (Se refiere a Hegel), es la ironía de la fuerza bruta.
El campesino ruso, con todo su horror por la propiedad privada sobre la tierra, como ha señalado usted muy bien, el campesino, digo yo, negligente y perezoso por naturaleza, se ha visto, poco a poco, preso en las redes de la burocracia alemana y del poder señorial. Ha sufrido ese yugo ignominioso con una pasividad desesperante, lo reconozco, pero nunca ha creído en los derechos del señor, ni en la justicia de los tribunales, ni en la equidad de la administración.
Hace ya casi dos siglos que toda su existencia es una oposición sorda, negativa, al orden de cosas actual; el campesino ruso se somete a la opresión, la sufre, pero no tiene nada que ver en lo que se hace fuera de las comunidades rurales.
La idea del zar goza aún de prestigio entre los campesinos; no es al zar Nicolás a quien venera el pueblo, sino una idea abstracta, un mito; en la imaginación del pueblo, el zar es la providencia, un vengador, un representante de la justicia.
Después del zar, sólo el clero podría tener influencia moral en la Rusia ortodoxa. El alto clero es el único representante de la vieja Rusia en el gobierno; el sacerdote no se ha afeitado nunca la barba, y por ello mismo ha permanecido al lado del pueblo. El pueblo tiene confianza en las palabras de los monjes. Sin embargo, los monjes y el alto clero, ocupados exclusivamente, según ellos, de la vida de ultratumba, no se cuidan en absoluto del pueblo. El pope ha perdido toda la influencia a causa de su codicia, de su amor al vino, de sus relaciones íntimas con la policía. También aquí, el pueblo estima la idea, y no al hombre.
En cuanto a los sectarios, desprecian la idea y al hombre, al zar y al pope.
Fuera del zar y del clero, todos los demás elementos de la sociedad y de la administración son completamente ajenos, radicalmente hostiles al pueblo. El campesino ha sido puesto, literalmente, fuera de la ley; la justicia se guarda muy bien de protegerlo y toda su participación en el orden existente se limita al doble impuesto que lo aplasta: al impuesto de sangre, al impuesto de sudor. Así, pobre desheredado, ha comprendido por instinto que no se gobierna para él, sino contra él, que el problema del gobierno y de los señores consiste en exprimirle todo el trabajo posible, todo el dinero posible. Al comprenderlo, como está dotado de una inteligencia ingeniosa y sutil, engaña a todos en todas partes. Y no puede ser de otra manera, pues decir la verdad sería ya, de su parte, una sanción, una aceptación del poder que le es hostil; y si no robara -tenga usted en cuenta que se acusa de robo al campesino cuando oculta una parte del producto de su trabajo-, reconocería fatalmente la justicia de las exigencias de sus enemigos, los derechos de los propietarios, la equidad de los jueces.
Hay que ver al campesino ruso ante los tribunales para poder apreciar como es debido su posición; hay que ver su rostro consternado y triste, su profunda mudez, la expresión escrutadora de su mirada para comprender que es allí un prisionero de la guerra civil ante un consejo de guerra, un viajero ante una cuadrilla de ladrones. Se da uno cuenta inmediatamente de que la víctima no tiene la menor confianza en aquellas gentes hostiles, encarnizadas, implacables, que lo interrogan, lo torturan y lo despluman. Sabe que si tiene dinero será justificado y que si es pobre lo condenarán irremisiblemente.
El pueblo habla un ruso un poco anticuado; los jueces y los escribanos usan una lengua burocrática nueva, deformada y apenas comprensible. Llenan varios infolios de faltas gramaticales y los leen al campesino lo más rápidamente posible; y que el pobre comprenda su gangueo y se salve como mejor pueda. El campesino sabe con quién tiene que vérselas y mantiene una actitud de lo más cautelosa; nunca dice una palabra de más, nada denuncia su agitación; allí está plantado como un pasmarote, mudo, fingiéndose idiota.
Cuando lo absuelven, el campesino sale de los tribunales tan triste como cuando lo condenan. En ambos casos, la decisión le parece obra del arbitrio o del azar.
Lo mismo ocurre cuando se lo cita como testigo. Aunque se le toma juramento de que no mentirá, lo niega todo, todo, aunque se le presenten pruebas irrecusables. Para el pueblo ruso, el hombre que sufre una condena no es un elemento tarado. El pueblo llama infelices a los deportados y a los presidiarios.
La vida del pueblo ruso se ha desenvuelto hasta el presente en el marco exclusivo de la comunidad; sólo en relación con la comunidad y con sus miembros reconoce tener derechos y obligaciones. Fuera de la comunidad, todo le parece basado en la violencia. El lado funesto de su carácter consiste en que se somete a esta violencia, y no en que la niega a su manera y busca protegerse por medio de la astucia. Hay mucha más franqueza en la mentira ante un juez a quien se sabe agente de un poder injusto que en el acatamiento fingido de la sentencia que dicta un jurado elegído por un prefecto cuya iniquidad es repugnante y clara como la luz del día. El pueblo no respeta sus instituciones más que cuando ve en ellas sus propias nociones del derecho y de la justicia.
Es un hecho incontestable para todo hombre que haya observado de cerca al pueblo ruso que los campesinos rara vez se engañan unos a otros; entre ellos tienen una confianza casi ilimitada y no conocen los contratos ni los compromisos por escrito.
Las cuestiones relacionadas con el deslindamiento de las tierras son forzosamente muy complicadas, debido al eterno reparto de las parcelas según el número de brazos (Y no debido al número de hijos), y, sin embargo, el campesino ruso no recurre jamás a las quejas ni a los procesos. Los terratenientes y el gobierno ansían un pretexto para intervenir, pero no pueden hallarlo. Las pequeñas diferencias que surgen son liquidadas rápidamente por los ancianos o por la comunidad; todo el mundo acata sin reservas. su decisión. Lo mismo ocurre en las comunas móviles de las asociaciones obreras (arteles). Existen asociaciones de albañiles, de carpinteros y de otras profesiones, formadas de varios cientos de individuos pertenecientes a distintas comunidades y que se agrupan por un plazo determinado, por un año, por ejemplo, formando un artel. Una vez terminado el plazo, los obreros se reparten el producto según el trabajo de cada uno y por decisión de todos los asociados. La policía no tiene nunca la satisfacción de inmiscuirse en sus cuentas. Añadiré que la asociación responde casi siempre por cada uno de sus obreros.
Los lazos entre los campesinos de una misma comunidad son aún más estrechos cuando no son ortodoxos, sino sectarios. El gobierno organiza de cuando en cuando salvajes batidas contra las aldeas de los sectarios. Recluyen a los campesinos, los deportan, todo sin el menor plan ni consecuencia, sin necesidad ni motivo, única y simplemente para satisfacer las exigencias del clero o dar ocupación a la policía. Esa caza de los sectarios permite apreciar con toda nitidez el carácter del campesino ruso, la solidaridad que lo vincula con sus hermanos. Hay que verlo en esas ocasiones, digo, engañando a la policía, salvando a sus correligionarios, escondiendo los libros y los vasos sagrados, sufriendo las torturas más inhumanas sin proferir una sola palabra. Nadie puede decir que una comunidad sectaria haya sido denunciada por un campesino, aunque sea ortodoxo.
Este carácter del ruso hace muy difíciles las encuestas policiacas. Yo lo celebro de todo corazón. El campesino ruso no tiene otra moralidad que la derivada instintiva y naturalmente de su comunismo; es una moralidad profundamente nacional; lo poco que. conoce del Evangelio lo sostiene; la iniquidad flagrante del gobierno y del terrateniente lo liga aún más a sus costumbres y a su comunidad.
La comunidad ha salvado al pueblo ruso de la barbarie mongola y del zarismo civilizador, de los señores barnizados a la europea y de la burocracia alemana; el organismo comunal ha resistido, a pesar de hallarse muy quebrantado, todas las embestidas del poder; se ha conservado, afortunadamente, hasta el desarrollo del socialismo en Europa.
Este hecho es para Rusia providencial.
La autocracia rusa entra en una nueva fase. Nacida de una revolución antinacional, ha cumplido su misión, ha creado un imperio colosal, un ejército imponente, una centralización administrativa. Desprovista de principios, de tradiciones, está condenada a la inactividad; se ha impuesto, es verdad, otra tarea, la de importar a Rusia la civilización occidental, y lo ha estado logrando hasta cierto punto mientras aparentaba persistir en un bello papel de gobierno civilizador.
Hoy ha renunciado a este papel.
El gobierno, que había roto con el pueblo en nombre de la civilización, se apresuró un siglo después a romper con la civilización en nombre del absolutismo.
Lo hizo en cuanto percibió entre las tendencias civilizadoras el espectro tricolor del liberalismo; entonces trató de volver hacia el espíritu nacional, hacia el pueblo. Era imposible; el pueblo y el gobierno no tenían ya nada de común; el primero se había desacostumbrado del segundo, que creía ver surgir del fondo de las masas un espectro aún más terrible: el espectro rojo. Pensándolo bien, el liberalismo era menos peligroso que otro Pugachev. Pero el pánico y la aversión por las ideas liberales tomaron tales proporciones que el gobierno no pudo reconciliarse con la civilización.
Desde entonces, el único objetivo del zarismo es el zarismo; gobierna por gobernar; fuerzas inmensas se bastan para neutralizarse recíprocamente y lograr así un reposo ficticio.
La autocracia por la autocracia es a la larga imposible; es demasiado absurda y demasiado estéril.
Se han dado cuenta de ello y se han buscado una ocupación en Europa. La diplomacia rusa es la más activa; a todas partes envía notas, agentes, consejos, amenazas, promesas, espías. El emperador se considera como el tutor natural de los príncipes alemanes; se inmiscuye en las menores intrigas de sus pequeñas cortes; decide todas las diferencias; regaña a unos y recompensa a otros, casándolos con alguna de las grandes duquesas. Pero esto no es bastante para su actividad, y se convierte en el primer gendarme de la Tierra, en el sostén de todas las reacciones, de todas las barbaries. Se adjudica la representación del principio monárquico en Europa, dándose aires aristocráticos, como si fuera un Borbón o un Plantagenet, como si sus cortesanos fuesen como los Cavendish o, por lo menos, como los Montmorency.
Desgraciadamente, no hay nada de común entre la monarquía feudal, con su principio bien perfilado, con su pasado, con su idea social y religiosa, y el despotismo napoleónico de San Petersburgo, que no tiene en su haber más que una triste necesidad histórica, una utilidad pasajera y ningún principio.
El palacio de invierno, como si fuera la cima de una montaña a fines de otoño, se cubre más y más de nieve y de hielo. La savia elevada artificialmente hasta allí se retira de esas cumbres sociales; no les queda más que la fuerza material y la dureza de una roca apta por algún tiempo para resistir las olas revolucionarias que vienen a romper a su pie.
Nicolás, rodeado de sus generales, de ministros, de oficiales, de burócratas, se esfuerza por olvidar su aislamiento; pero cada día se lo nota más sombrío, más apenado, más inquieto. Ve que nadie lo quiere; se da cuenta del silencio que lo rodea, dejando oír unos rugidos lejanos que parecen acercarse. El zar quiere olvidarse de sí mismo; proclama a los cuatro vientos que su finalidad es el crecimiento del poder imperial.
Estas profesiones de fe no encierran nada nuevo; ya hace veinticinco años que viene trabajando sin reposo, sin descanso, para lograr su finalidad; no ha escatimado nada, ni las lágrimas ni la sangre.
Lo ha logrado todo: ha destruido la nacionalidad polaca; en Rusia ha aplastado el liberalismo.
¿Qué más puede querer? ¿Por qué está sombrío?
El emperador siente que Polonia aún no ha muerto. En lugar del liberalismo, al que perseguía por una intolerancia mezquina -porque esa flor exótica no podía prender en el suelo ruso, pues no tenía nada de común con el pueblo-, ve otra cuestión que se alza como una nube de tormenta.
El pueblo comienza a protestar, a agitarse bajo el yugo de la nobleza; las revueltas parciales estallan sin cesar; usted mismo ha citado un ejemplo terrible.
El partido del movimiento, del progreso, exige la emancipación de los campesinos; está dispuesto a sacrificar sus derechos el primero. El zar vacila, pierde la cabeza, desea la emancipación y al mismo tiempo la impide.
Ha comprendido que la emancipación de los campesinos es la emancipación de la tierra; y que la emancipación de la tierra, a su vez, inauguraría una revolución social y consagraría así el comunismo rural. Eludir la cuestión de la emancipación me parece imposible; aplazar la solución hasta el reinado siguiente es más fácil, pero demostraría pusilanimidad y, en el fondo, sólo sería una hora más perdida en una infame estación de postas sin caballos ...
Ahora podrá usted apreciar qué felicidad es para Rusia que la comunidad rural no se haya disuelto, que la propiedad individual no haya fraccionado la propiedad comunista; podría usted apreciar qué felicidad es para el pueblo ruso haber quedado fuera de todo movimiento político, fuera de la civilización europea, que, necesariamente, hubiera minado su comunidad y que hoy día llega ella misma, por el socialismo, a su propia negación.
Europa, ya lo he dicho en otro lugar (Desde la otra orilla), no ha resuelto la antinomia entre el individuo y el Estado, pero se hel impuesto como tarea darle solución. Rusia tampoco ha hallado la solución. Ante este problema comienza nuestra igualdad.
Europa, en sus primeros pasos hacia la revolución social, se encuentra con este pueblo que le aporta una realización rudimentaria, semisalvaje, pero realización, en fin de cuentas, del reparto continuo de las tierras entre los trabajadores agrícolas. Observe que este gran ejemplo no lo da la Rusia civilizada, sino el pueblo mismo, su vida interior. Nosotros, los rusos que hemos pasado por la civilización occidental, no somos más que un medio, una levadura, los intermediarios entre el pueblo ruso y la Europa revolucionaria. El hombre de la Rusia futura es el mujik, como el hombre de la Francia regenerada será el obrero.
Y si es así, ¿no tendrá el pueblo ruso cierto derecho a un poco de indulgencia de su parte, señor mío?
¡Pobre campesino! Tan inteligente, tan sencillo, tan' sufrido, es el blanco de todas las iniquidades: el emperador lo diezma con las conscripciones; el señor le roba el tercer día; el funcionario le arrebata el último rublo. El campesino calla, sufre, pero no se desespera: le queda su comunidad. Si le arrancan uno de sus miembros, la comunidad aprieta sus filas; la suerte de ese desgraciado es digna de lástima, y, sin embargo, no conmueve a nadie. En vez de compadecerse del campesino, se lo acusa.
Usted le niega el último refugio que le queda, donde se siente hombre, donde ama y no teme; usted dice: Su ,comunidad no es una comunidad, su familia no es una familia, su mujer no es su mujer; antes de pertenecer a él, ha pertenecido al señor; sus hijos no son sus. hijos; ¿quién conoce allí a su padre?
Así es como usted somete a este desgraciado pueblo no a la apreciación de la ciencia, sino al desprecio de otros pueblos, que leen con confianza y amor sus bellas leyendas.
Considero mi deber decir algunas palabras al respecto.
La familia está muy desarrollada entre los eslavos; quizá éste sea el núcleo del conservadurismo de esta raza, el límite de su negación.
La familia poseyente, en común es el prototipo de la comunidad.
La familia rural no gusta de dividirse en varios hogares; suelen verse tres o cuatro generaciones viviendo bajo un mismo techo y dirigidas patriarcalmente por un abuelo. La mujer, de ordinario oprimida, como ocurre siempre en la clase agrícola, comienza en Rusia a ser respetada cuando es la viuda del más viejo de la familia.
Nada raro es que una abuela de nevada cabellera regentee toda la familia. ¿Acaso eso prueba que en Rusia no existe la familia?
Pasemos a las relaciones de los señores con la familia sierva.
Para mayor claridad, distinguiremos entre la norma y el abuso, entre los derechos y los crímenes.
El derecho de pernada jamás ha existido en Rusia.
El señor no puede exigir legalmente ni la primera noche ni la infidelidad a los lazos conyugales. Si en Rusia se cumpliesen las leyes, la violación de una mujer sierva se castigaría exactamente igual que si fuese libre; es decir. con trabajos forzados o con la deportación a Siberia, con la pérdida de todos los derechos. según la gravedad de las circunstancias. Tal es la ley; consideremos ahora los hechos.
No pienso negar que. gracias a la posición social que el gobierno les ha creado. a los señores no les es difícil violar a las hijas y a las mujeres de sus siervos. A fuerza de opresión. de castigos, el señor encontrará siempre maridos que le cedan sus mujeres. padres que les lleven a sus hijas, exactamente igual que aquel bravo gentilhombre francés de las Memorias de Penchot que, en pleno siglo XVIII. rogaba, como una gracia especial, que se alojase a su hija en el Parc-aux-cerfs (El lugar en el que los reyes de Francia realizaban sus fiestas orgiásticas).
Tampoco tiene nada de extraño que el padre y el marido más honestos no puedan hallar justicia contra el señor. gracias a la magnífica organización judicial de Rusia; los dos se verían en la misma situación del señor Tiercelin, a quien Berryer robó, por encargo de Luis XV, su hija de once años. Todas estas inmundas infamias son posibles, lo confieso; para convencerse. basta con recordar las costumbres brutales y depravadas de una parte de la nobleza rusa; pero, en cuanto al campesino, puedo afirmar que está muy lejos de ser indiferente al libertinaje de sus señores.
Perrnítame que le cite una prueba.
La mitad de los señores asesinados por sus campesinos (las estadísticas dan la cifra de sesenta a setenta por año) caen a causa de sus hazañas eróticas. Los procesos son raros; el campesino sabe que el tribunal siempre permanece sordo a sus quejas; pero tiene un hacha, la maneja admirablemente, y lo sabe.
Dicho esto de los campesinos, le ruego tenga a bien seguirme en algunas reflexiones acerca de la Rusia civilizada.
No ha sido usted más indulgente con el movimiento intelectual que con el carácter popular: de un solo plumazo ha tachado usted todos los trabajos hechos hasta ahora por nuestras manos encadenadas.
Uno de los personajes de Shakespeare, no sabiendo cómo humillar a su adversario, a quien desprecia, le dice: ¡Dudo de tu existencia! Usted ha ido aún más lejos; usted no duda de la inexistencia de la literatura rusa.
Citaré textualmente sus palabras: No vamos a conceder importancia a los ensayos de los pocos hombres inteligentes que han pensado ejercitarse en la lengua rusa y engañar a Europa con el pálido espectro de una pretendida literatura rusa. Sin mi respeto por Mickiewicz, por sus errores de santo, le reprocharía de buena gana la ligereza (digamos, mejor, la clemencia) con la que ha querido hablar seriamente de esta broma.
Busco en vano la razón del desdén con que acoge usted el primer grito de dolor de un pueblo que se despierta en la cárcel, grito que la mano del carcelero se esfuerza por ahogar ya en su nacimiento.
¿Por qué no ha querido usted prestar oído a los acentos desgarradores de nuestra poesía, tan triste, de nuestras canciones, que son, en realidad, lágrimas sonoras? ¿Qué velo le ha ocultado nuestra risa convulsiva, esta ironía perpetua que disimula un corazón profundamente lacerado y que no es, en el fondo, más que la conciencia fatal de nuestra impotencia?
¡Cómo me gustaría poder traducirle dignamente algunos versos de Pushkin, de Lermontov, o algunas canciones populares de Koltsov! Entonces nos tendería cordial la mano y sería el primero en pedirnos que olvidásemos sus afirmaciones precedentes.
Después del comunismo mujik, nada caracteriza a Rusia, nada presagia tanto su gran porvenir como su movimiento literario.
Entre el campesino y la literatura se alza el monstruo de la Rusia oficial, de la Rusia-mentira, de la Rusia-cólera, como la ha definido usted perfectamente.
Esa Rusia comienza por el emperador y va, de gendarme en gendarme, de funcionario en funcionario, hasta el último policía del distrito más alejado del imperio. Así es como rueda, adquiriendo en cada peldaño, como en los Bolgia de Dante, nuevas fuerzas para el mal, mayor intensidad en la depravación y en la tiranía. Pirámide viviente de crímenes, de abusos, de concusiones, de una policía canallesca, de administradores alemanes sin corazón y siempre hambrientos, de jueces ignorantes y siempre borrachos, de aristócratas siempre lacayos; todo fundido por la complicidad en el saqueo y el reparto del botín y apoyado, finalmente, sobre seiscientas mil máquinas orgánicas con bayoneta.
El campesino no se mancha jamás por el contacto con este mundo de cinismo gubernamental; lo soporta, y ésta es su única complicidad.
El campo opuesto a la Rusia oficial lo constituye un puñado de hombres dispuestos a todo, que protestan contra ella, la combaten, la desenmascaran, la minan.
Esos luchadores aislados se ven sumidos en las cárceles, torturados, deportados a Siberia, pero el hueco que dejan es ocupado al instante por nuevos combatientes; ésta es nuestra tradición, ése es nuestro mayorazgo.
Las terribles consecuencias que la palabra humana tiene en Rusia le dan necesariamente una fuerza particular. La voz del hombre libre es acogida con simpatía y veneración, porque entre nosotros sólo la alzan quienes tienen algo que decir. Uno no se decide fácilmente a publicar sus pensamientos cuando al final de cada página se ve aparecer al gendarme, la troika, la kibitka y, en perspectiva, Tobolsk o Irkutsk.
En mi último folleto (El desarrollo de las ideas revolucionarias en Rusia) he hablado bastante de la literatura rusa; no añadiré aquí más que algunas reflexiones generales.
Tristeza, escepticismo, ironía; ésas son las tres cuerdas de la lira rusa.
Pushkin empieza una de sus mejores obras con estas palabras terribles: Todos dicen que no hay justicia en la tierra ... ¡ Pero tampoco la hay más arriba! ¡Para mí es cosa tan evidente como una simple gama musical! (Mozart y Salieri).
¿No se le encoge a usted el corazón, no ve tras esa tranquilidad aparente la vida truncada de un hombre que ya se ha acostumbrado a sufrir?
Lermontov, lleno de aversión por la sociedad en la que vivía, dirigió a sus contemporáneos, cuando apenas contaba 30 años, las siguientes palabras:
Contemplo con dolor nuestra generación; su porvenir es vacío y lúgubre; vivirá inactiva, aplastada por el peso de las dudas y de una ciencia estéril. La vida nos cansa, como un largo viaje sin objetivo. Somos como esos frutos preciosos que a veces se dan y parecen huérfanos entre las flores; no cautivan la vista ni deleitan el paladar; y caen cuando empieza su maduración ...
Nos precipitamos hacia la tumba, sin felicidad, sin gloria, y antes de morir lanzamos a nuestro pasado una mirada de amargo desdén.
Pasaremos inadvertidos por este mundo, como una fúnebre y silenciosa muchedumbre que pronto será olvidada.
No legaremos nada a nuestros descendientes, ninguna idea fecunda, ninguna obra genial. y ellos insultarán nuestras cenizas con versos desdeñosos o con ese sarcasmo con que un hijo arruinado habla de un padre dilapidador.
No conozco más que un poeta moderno que haya hecho vibrar con tanta fuerza las cuerdas sombrías del alma humana. Ese poeta nadó también esclavo y murió antes del despertar de su patria. Es el apologista de la muerte, el célebre Leopardi, a quien el mundo se le figuraba una inmensa liga de criminales que hacía una guerra encarnizada a unos cuantos locos virtuosos.
Rusia no tiene más que un pintor generalmente conocido: Brulov (Creador del famoso cuadro El último día de Pompeya). ¿Cuál es el sujeto en que este artista ha buscado la inspiración, el sujeto de su obra maestra, que le ha ganado cierta fama en Italia?
Contemple usted su extraño cuadro.
En el inmenso lienzo se amontonan grupos de hombres estupefactos, aterrorizados; se esfuerzan en vano por salvarse; perecen en medio de un terremoto, de una erupción volcánica, de una verdadera tempestad de cataclismos; sucumben víctimas de una fuerza salvaje, estúpida, inicua, contra la que toda resistencia sería inútil. Tal es la inspiración que da la atmósfera de San Petersburgo.
La novela rusa no es más que anatomía patológica; una continua denuncia del mal que nos consume, una acusación continua contra sí mismo, una acusación sin tregua ni misericordia. Aquí no se oye la voz meliflua bajada de los cielos y que anuncia a Fausto el perdón de la joven pecadora. Aquí no se busca consuelo; sólo se oyen la duda y la maldición. Y, sin embargo, si Rusia puede ser salvada, lo será por esa profunda conciencia de nuestra situación y por lo poco que nos esforzamos en ocultarla al mundo.
Quien confiesa francamente sus defectos, siente que hay en él algo que escapa y se resiste a la caída; comprende que puede rescatar su pasado y no solamente volver a alzar la cabeza sino convertirse, como en la tragedia de Byron, de Sardanápalo el afeminado en Sardanápalo el héroe.
El pueblo ruso no lee. Usted sabe perfectamente que tampoco la gente del campo leía a los Voltaire y a los Diderot; los leían la nobleza y una parte del estado llano. La parte instruida del estado llano pertenece en Rusia a la nobleza. Esta última está constituida por todo lo que ha dejado de ser pueblo; existe hasta un proletariado nobiliario, que se funde en parte con el elemento popular, y un proletariado manumitido, que se remonta a lo alto y se ennoblece. Esta fluctuación, este continuo vaivén imprime a la nobleza rusa un carácter que no encontrará usted en las demás clases privilegiadas del resto de Europa. En una palabra, toda la historia rusa después de Pedro I no es más que la historia de la nobleza y de la influencia que la civilización europea ha ejercido en ella. Añadiré aquí que la nobleza rusa iguala en número, por lo menos, a todos los electores de Francia según la ley del 31 de mayo (Referencia a la ley electoral de Francia promulgada por Napoleón III en 1850).
En el transcurso del siglo XVIII, la literatura neorrusa prosiguió la elaboración de esa lengua rica, sonora y bella que nosotros escribimos hoy, de esa lengua flexible y enérgica, apta para expresar las ideas más abstractas de la metafísica alemana y la frase ligera, brillante y aguda de la conversación francesa. Esa literatura, surgida bajo la inspiración del genio de Pedro I, presentaba un carácter gubernamental, es cierto, pero entonces el gobierno era reformador, casi revolucionario.
El trono imperial, hasta la gran revolución de 1789, se engalanaba majestuosamente con los más bellos mantos de la civilización y de la filosofía europeas. Catalina II se merecía que la engañasen con aldeas de cartón y palacios de tablas recién pintadas (Referencia a la vaciladota que se le ocurrió al príncipe Potiomkin, quien tuvo la ocurrencia, buscando engañar a la babotas de la Catalina II, en un viaje que hizo a Crimea, de montar aldeas de utileria, simplemente para que ella creyera que Rusia properaba a pasos agigantados): nadie conocía mejor que ella el arte de la escenificación majestuosa. En el Palacio del Ermitage no se hablaba más que de Voltaire, de Montesquieu, de Beccaria. Usted conoce ya el reverso de la medalla.
Sin embargo, una nota inesperada, extraña, comenzó a turbar el concierto triunfal de las apologías pindáricas de la corte. Esta nota, que vibraba con una ironía sarcástica, de una muy acentuada tendencia a la crítica, al escepticismo, esta nota, digo, era la única susceptible de vitalidad, de desarrollo en el futuro. Las demás, todas efímeras y exóticas, debían perecer necesariamente.
El verdadero carácter del pensamiehto ruso, poético y especulativo, se desarrolla con toda su fuerza después de subir al trono Nicolás. El rasgo distintivo de este movimiento es una emancipación trágica de la conciencia, una negación implacable, una ironía amarga, un torturante ensimismamiento. A veces lo acompaña una risa loca, pero que nada tiene de alegre.
Arrojado en un medio asfixiante, dotado de gran sagacidad, de una lógica fatal, el ruso se libera bruscamente de la religión y de las costumbres de sus padres.
El ruso emancipado es el hombre más independiente del mundo. ¿Qué puede frenarlo? ¿El respeto por el pasado? ... ¿Acaso la 'historia de la Rusia nueva no comienza por una negación absoluta de la idiosincrasia y de la tradición?
¿No será, quizá, ese otro pasado indefinido, el período de San Petersburgo? Ese pasado a nada nos obliga; ese quinto acto de una tragedia sangrienta desarrollada en un lupanar (Referencia a la declaración hecha en un artículo publicado el 1° de agosto de 1851 en la revista Il Progresso) nos emancipa, pero no nos impone ninguna creencia.
Por otra parte, el pasado de ustedes, los occidentales, nos sirve de instrucción, y nada más: nosotros no nos consideramos albaceas de su historia.
Aceptamos sus dudas; su fe no nos emociona.
Para nosotros son ustedes demasiado religiosos. Compartimos su odio, pero no podemos comprender su apego por la herencia de sus antecesores; nosotros estamos demasiado oprimidos, somos demasiado infelices como para poder contentamos con una libertad a medias. A ustedes los retienen los escrúpulos, ciertas consideraciones; nosotros no tenemos ni una cosa ni la otra; pero nos faltan fuerzas, por el momento ...
De aquí, señor mío, esa ironía, esa rabia que nos exaspera, que nos mina, que nos empuja adelante, que nos conduce, a veces, a Siberia, al suplicio, al destierro, a una muerte prematura. Nosotros nos sacrificamos sin la menor esperanza, por bilis, por aburrimiento ... Es verdad que en nuestra vida hay algo de insensato, pero nada de trivial, de estacionario, de burgués.
No nos acuse de inmoralidad porque no respetamos lo que usted respeta. ¿Desde cuándo se reprocha a los niños encontrados en la calle que no respeten a sus padres? Nosotros somos libres porque comenzamos por nosotros mismos. Lo tradicional en nosotros es nuestro organismo, nuestro carácter nacional; lo uno y lo otro es inherente a nuestro ser, es nuestra sangre, nuestro instinto, y no una autoridad obligatoria. Somos independientes porque no poseemos nada; casi no tenemos qué amar; cada uno de nuestros recuerdos está saturado de amargura, de rencor. Nos tendieron la civilización y la ciencia en la punta de un knut.
¿Qué tenemos que ver nosotros, los hermanos menores, los desheredados, con los deberes tradicionales de ustedes? ¿Acaso podemos aceptar francamente una moral gastada, una moral que no es ni cristiana ni humana, existe sólo en los ejercicios de retórica y en los requisitorios de los procuradores? ¿Qué respeto pueden inspirarnos vuestras leyes bárbaro-romanas, ese edificio monstruoso sin luz y sin aire, retocado en la Edad Media y vuelto a retocar por los manumitidos del tercer estado? Convengo en que no es tan malo quizá como el saqueo descarado de los tribunales rusos, pero ¿quién podrá probamos que eso es justicia?
Nosotros vemos bien claro que la diferencia entre las leyes de ustedes y nuestros úkases reside principalmente en el encabezamiento. Los úkases comienzan por una verdad aplastante: El zar ordena; las leyes de ustedes comienzan por una mentira vejatoria para la triple divisa republicana, por una irónica invocación del nombre del pueblo francés. El código de Nicolás va dirigido exclusivamente contra los súbditos y en favor de la autocracia. El Código de Napoleón tiene exactamente el mismo carácter. Arrastramos bastantes cadenas que nos han impuesto a la fuerza, para hacerlas aún más pesadas añadiéndoles otras elegidas por nosotros mismos. En ese aspecto somos iguales a nuestros campesinos. Obedecemos a la fuerza bruta, somos esclavos porque no tenemos la posibilidad de liberarnos; sin embargo, no aceptamos nada del campo enemigo.
Rusia nunca será protestante.
Rusia nunca será juste-milieu.
Rusia no hará la revolución con el fin exclusivo de librarse del zar Nicolás y de obtener como premio a su victoria representantes-zares, tribunales-zares, una policía-zar, leyes-zares.
Es posible que pidamos mucho y no consigamos nada. Es posible, pero no desesperamos; antes de 1848, Rusia no debía, no podía entrar en la fase revolucionaria: tenía que pasar su aprendizaje revolucionario, y lo ha pasado ahora. El mismo zar se da cuenta de ello y descarga sus golpes contra las universidades, contra las ideas, contra la ciencia, trata de aislar a Rusia de Europa, de matar la civilización; cumple su oficio.
¿Se saldrá con la suya?
Yo he dicho antes que no se debe creer ciegamente en el futuro; cada feto tiene derecho al desarrollo, pero no cada feto se desarrolla. El porvenir de Rusia no depende de ella sola; está ligado al de toda Europa. ¿Quién podría predecir la suerte del mundo eslavo si el absolutismo y la reacción vencieran definitivamente a la revolución en Europa?
Quizá pereciera, ¿quién sabe?
Pero, en tal caso, Europa correría la misma suerte ... y la historia continuaría en América ...
Me encontraba escribiendo estas líneas, señor mío, cuando he recibido los dos últimos folletines de su leyenda. Después de leerlos, mi primer impulso ha sido arrojar al fuego mi escrito. Su corazón, noble y sincero, no ha necesitado de una reclamación del exterior para hacer justicia a un pueblo mal comprendido. Su alma bondadosa, amante, ha vencido al juez inexorable, al vengador de un pueblo mártir. Usted mismo se contradice, pero sus contradicciones son sublimes.
Sin embargo, al releer mi carta he pensado que en ella quizá pueda usted encontrar nuevas ideas acerca de Rusia y del mundo eslavo, y he decidido enviársela. Estoy completamente seguro de que me perdonará sinceramente los lugares donde me he dejado llevar de mi temperamento bárbaro; no en balde corre por mis venas sangre cosaca. Sentía tales deseos de hacerle cambiar de opinión acerca del pueblo ruso, me daba tanta pena que nos fustigase su mano, que no he podido en todas partes ahogar mi amargura, mi emoción, y he dejado correr la pluma. Ahora veo que usted no desespera de nosotros, veo que bajo el burdo caftán del campesino ruso ha hallado usted al hombre, lo veo y, a mi vez, le confieso que nosotros comprendemos perfectamente la impresión que el solo nombre de Rusia debe despertar en el alma de todo hombre libre. Nosotros mismos maldecimos con frecuencia a nuestra desventurada patria. Usted lo sabe, de lo contrario no hubiera escrito sus notables palabras: todo lo que nosotros hemos dicho acerca de la nulidad moral de Rusia es débil en comparación con lo que dicen los mismos rusos.
Pero también ha pasado para nosotros el tiempo de la oraciones fúnebres dedicadas a Rusia, y decimos con usted: bajo la tumba se oculta una chispa. Usted la adivina por la intuición del amor; nosotros la vemos, nosotros la sentimos. Esa chispa no la apagarán los raudales de sangre, ni los hielos de Siberia, ni los infiernos de las minas y las mazmorras. ¡Que arda bajo la ceniza! El aire frío, salvaje, que sopla desde Europa, puede apagada. Rusia se encuentra entre dos Siberias: una blanca de nieve, la otra blanca de opinión.
La hora de la acción todavía no nos ha llegado; Francia se enorgullece aún, con razón, de su primer paso; para ella serán también todas las dificultades de la elección, y eso hasta 1852. Europa nos precederá sin falta en la tumba o en la vida nueva, no solamente en virtud de su derecho de mayorazgo, sino a causa de la situación general de la revolución social en el mundo eslavo, como he tratado de demostrar. El día de nuestra acción quizá se halle aún muy lejano; el día de la conciencia, del pensamiento, de la palabra, ha llegado ya. Ya hemos vivido bastante tiempo en el silencio y en la somnolencia; es hora de que contemos nuestros sueños y nuestras meditaciones.
En efecto, ¿quién tiene la culpa de que haya sido necesario esperar hasta 1847 para que un alemán (Haxthausen) haya descubierto, como usted dice, la Rusia popular, que no era más conocida que América antes de Colón?
La culpa la tenemos nosotros, lo confieso, nosotros, pobres mudos, nuestra pusilanimidad, nuestra palabra paralizada por el temor, nuestra imaginación aterrorizada. Hasta tememos reconocer en el extranjero el horror que nos inspiran nuestras cadenas. Forzados de nacimiento y condenados a arrastrar los grilletes hasta la tumba, nos ofendemos cada vez que se habla de nosotros como de esclavos voluntarios, como de negros helados; pero, sin embargo, nos guardamos mucho de protestar públicamente.
Habría que decidirse, de una vez, a sufrir las acusaciones o a darles fin haciendo sonar la libre palabra rusa. Vale más morir sospechados de ser hombres que llevar en la frente el estigma eterno de la servidumbre y escuchar el duro reproche de que somos esclavos por gusto.
Desgraciadamente, la palabra libre asombra en Rusia; causa miedo. Yo he tratado tan sólo de alzar una punta del tupido velo que nos oculta a los ojos de Europa; no he hablado más que de tendencias teóricas, de esperanzas lejanas, de elementos orgánicos para el porvenir; sin embargo, mi libro (Se refiere precisamente a El desarrollo de las ideas revolucionarias en resia), que usted ha tenido la amabilidad de elogiar, ha producido en Rusia una impresión dolorosa. Voces amigas, que yo respeto, lo han condenado. Lo han tachado de ser una acusación contra Rusia. ¡Una acusación! ... ¿De qué crimen? Del crimen de nuestra desgracia, de nuestros sufrimientos, de nuestro deseo de escapar de esa situación odiosa ... ¡Pobres y queridos amigos! Perdonadme otra vez mi delito; pues vuelvo a cometerlo.
¡Ah, señor mío, qué duro, qué atroz es el yugo de una prolongada esclavitud, sin lucha y sin esperanzas próximas! Termina por agobiar las almas más generosas, las más nobles, las más abnegadas. ¿A qué héroe no derriba por fin el cansancio, la desesperación, qué héroe no prefiere a todas esas zozobras y esfuerzos vanos cierto reposo antes de la muerte?
¡No, yo no me callaré! Mi palabra vengará esas existencias desgraciadas, truncadas por la presión del absolutismo ruso, de ese régimen infernal que lleva al hombre a la postración moral, a la muerte espiritual.
Estamos obligados a hablar, pues sin ello nadie sospechará jamás cuánto de bello y sublime encierra el pecho de esos hombres generosos, nadie sospechará eso que ellos van a enterrar en las nieves de Siberia, donde ni la tumba llevará su nombre criminal, que sus amigos guardarán en el fondo de sus corazones, pero sin atreverse jamás a pronunciarlo en voz alta.
¡Apenas abrimos la boca, apenas hemos pronunciado algunas palabras expresando nuestros deseos y nuestras esperanzas, nos imponen el silencio, quieren cerrar el ataúd sobre la cuna de nuestra palabra! ¡Eso es imposible!
El pensamiento alcanza un grado de madurez en que ya no se puede dejar agarrotar ni por las cuerdas de la censura ni por las consideraciones de la prudencia. La propaganda se convierte entonces en pasión; ¿puede uno contentarse con susurrar al oído cuando el sueño es tan profundo que apenas si se lo puede disipar tocando a rebato?
Desde la sublevación de los strieltsí (Cuerpo militar de elite moscovita que se sublevó a raíz de los desmanes provocados por la nobleza), hasta la conjuración del 14 de diciembre no hubo en Rusia una revuelta política seria. La razón es bien sencilla: en el pueblo no existían tendencias emancipadoras muy pronunciadas; en muchas cosas estaba de acuerdo con el gobierno; en muchas otras, el gobierno se había adelantado a la nación. Sólo los campesinos, excluidos de las ventajas del régimen imperial, más oprimidos que nunca, trataron de sublevarse. Rusia, desde el Ural hasta Penza, Simbirsk y Kazán, cayó, por unos meses, en poder de Pugachov. El ejército imperial se vio rechazado, batido por los cosacos, y el general Bíbikov (General enviado por Catalina II para aplastar la rebelión encabezada por Pugachov), enviado de San Petersburgo para hacerse cargo del mando, escribía, si no me equivoco, desde Nizhni Nóvgorod, las siguientes palabras:
Las cosas van muy mal; no son las hordas armadas de los insurrectos lo que me causa mayor temor, sino el estado de ánimo del pueblo, que es malo, muy malo.
Después de esfuerzos inauditos, la insurrección fue aplastada. El pueblo cayó en un abatimiento sin límites; se calló y dejó hacer. La nobleza se desarrollaba durante ese triste sueño del pueblo; la civilización empezaba a penetrar más profundamente en las mentes, y como una prueba viviente de esa madurez política del desarrollo moral, que implicaba necesariamente la acción, aparecieron esos hombres admirables, esos héroes, como los llama usted con justicia, que solos, en las propias fauces del dragón, intentaron el golpe audaz del 14 de diciembre.
Su derrota y el terror del reinado actual han hecho que toda idea expansiva se refugie en el fondo del alma, han hecho imposible toda tentativa precoz. Surgieron cuestiones de otro género: nadie quería exponer la vida por la esperanza de una constitución, era evidente que una carta conquistada en San Petersburgo sería rota por la perfidia del soberano; la suerte de la constitución polaca servía de ejemplo (Referencia a la constitución polaca de 1815, derogada despues de haber sido aplastada la rebelión de 1830).
Durante diez años, la actividad intelectual no pudo revelarse ni con una sola palabra, y se llegó por fin a tal angustia, a tal inquietud, que se daba la vida por la felicidad de ser libres un instante y de poder decir en voz alta aunque sólo fuera una parte de lo que se pensaba.
Algunos renunciaron a sus fortunas con esa ligereza, con esa despreocupación que no se encuentra más que entre los polacos y los rusos, y se marcharon a tierras extrañas en busca de distracción para olvidar su tragedia; otros, incapaces de soportar la atmósfera asfixiante de San Petersburgo, se enterraron en sus aldeas. Los jóvenes abrazaron unos el paneslavismo, y otros se entregaron al estudio de la filosofía alemana, de la historia o de la economía política; en una palabra, ningún ruso de los llamados a la actividad intelectual pudo ni quiso estacionarse.
¿Acaso el reciente proceso de Petrashevski (Fourioniano organizador de una sociedad secreta), enviado a las minas a perpetuidad, y de sus amigos, deportados en 1849 por haber organizado a dos pasos del palacio de invierno varios clubes revolucionarios, no prueba suficientemente, por la audaz imprudencia de las víctimas, por la improbabilidad evidente del éxito, que el tiempo de las meditaciones ha pasado, que la agitación desborda el alma, que se prefiere correr el riesgo de una muerte cierta a permanecer como un testigo mudo, impasible, del orden reinante en San Petersburgo?
Una leyenda muy popular en Rusia cuenta de un zar que, sospechando infiel a su esposa, ordenó que se la encerrase, con su hijo, en un tonel. ¡Después hizo embrear el tonel y lo arrojó al mar!
El tonel estuvo muchos años flotando sobre las olas.
Mientras tanto, el zarévich crecía y llegó por fin a tocar con los pies y la cabeza los fondos del tonel. La falta de espacio le era cada día más molesta. Por fin, dijo a su madre:
- Señora, madre mía, permítame que me estire a mis anchas.
- Zarévich, hijo mío -respondió la madre-, guárdate mucho de hacer lo que dices; el tonel se desfondará y te hundirás en el agua salada.
El zarévich guardó silencio por unos instantes y, después de meditado bien, insistió:
- Voy a estirarme, madre; vale más estirarse una vez a gusto y después morir.
En este cuento, señor mío, está toda nuestra historia.
Desgraciada de Rusia si no encuentra más hombres temerarios que cometan imprudencias, arriesgándose a una muerte cierta por el placer de estirarse libremente.
Pero eso no debe temerse ...
El nombre de Mijail Bakunin me viene espontáneamente a la memoria. Bakunin ha dado a Europa una prueba de la práctica revolucionaria de un ruso.
Me han emocionado mucho las sentidas palabras que usted le dirige; desgraciadamente, no podrán llegar a él. El crimen internacional ha sido consumado; Sajonia ha entregado la víctima a Austria, y los Habsburgo la han pasado a Nicolás. Bakunin, según me escriben desde San Petersburgo, se encuentra en manos de Rusia. Está en Schlusselburgo (En sí, Bakunin encontrábase recluido en la prisión de la fortaleza de San Petesburgo), en esa fortaleza de terrible memoria en la que en un tiempo se tuviera encerrado, como a una fiera salvaje, al príncipe Iván, nieto del zar Alexis, asesinado por Catalina 11, esa mujer que, antes de teñirse las manos en la sangre de su esposo, hizo asesinar al prisionero y luego decapitar al oficial que cumpliera fielmente su orden.
¡En esa fortaleza húmeda, bañada por las aguas gélidas del Ladoga, no hay ni ilusión ni esperanza! ¡Que cierre los ojos para el último sueño, que muera, ya que es imposible salvarlo! ¡Mártir traicionado por dos gobiernos traidores, en cuyas manos sangrientas han quedado pedazos de su carne! ...
Que su nombre sea bendito, vengado ... ¿por quien? ...
... También nosotros caeremos a mitad del camino; pero entonces usted, con su voz austera, grave y sonora hará recordar una vez más a nuestros hijos que tienen una deuda que pagar.
Me detengo en el recuerdo de ese mártir. En su nombre y en el mío le estrecho afectuosamente la mano.
Alejandro Herzen
Niza, 22 de septiembre de 1851.
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