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Influencias burguesas sobre el anarquismo
Decíamos en el capítulo anterior que la literatura burguesa, aquella literatura que en el anarquismo ha encontrado motivo para una actitud estética nueva y violenta, contribuyó indudablemente a determinar entre los anarquistas una dirección mental individualista y antisocial.
Los literatos y artistas, sin preocuparse de si esto podía ser aplicado a toda la vida general de la humanidad, han encontrado un elemento de belleza en el hecho de que un individuo, con la potencia de su inteligencia y con el soberano desprecio de la propia vida y de la vida ajena, se haya puesto, con un acto violento de rebelión, fuera del común de los hombres. Para estos artistas y literatos, la belleza del gesto hacía las veces de utilidad social, de la que, por lo demás, no se preocupaban. Así han idealizado la figura del anarquista dinamitero porque hasta en sus manifestaciones más trágicas presenta, en efecto, innegables características de originalidad y de belleza. Esta idealización literaria y artística ha ejercido su influencia entre muchos anarquistas que, por falta de cultura o poco habituados al raciocinio lógico o por temperamento, han tomado por elemento de propaganda de ideas lo que no era más que un medio de manifestación artística.
En ciertos ambientes anarquistas, más impulsivos y al mismo tiempo menos cultos, no se ha sabido hacer esta distinción necesaria; no se ha comprendido que en aquellos literatos, que parecía que rivalizaban a ver cual emitía una paradoja más extravagante, no había una convicción doctrinal y teórica. Hacían la apología de Ravachol o de Emilio Henry de igual modo como en otros tiempos y países habrían hecho la apología de un salteador de caminos. No cabe duda de que el bandido que asalta al viandante y le mata, ofrece una actitud más simpática que la del timador o la del que aligera bolsillos por las calles; el primero puede dar argumento para un drama o una novela, el segundo sólo se presta para la comedia o el sainete. Sin embargo, todo individuo que tenga sano el juicio no podrá negar que el bandido de encrucijada es mil veces más pernicioso y condenable que el ratero.
Estos literatos poseurs tal vez sin quererlo, ofenden a los mártires del anarquismo hasta en el elogio que de ellos hacen, puesto que su elogio saca argumento y motivo de interés precisamente de aquello que, según los principios anarquistas es doloroso y deplorable aunque lo imponga una necesidad histórica. La mentalidad burguesa determina en ellos el gesto que luego repercute en el ambiente anarquista, y tiende a que se forme en éste una mentalidad semejante.
Así como entre la burguesía halla más gracia el asesino que arrebate una vida al consorcio humano que el ladrón que, en último término, nada arrebata al patrimonio vital de la sociedad, cambiando tan sólo el puesto y el propietario de las cosas, igualmente, cambiando los términos, y aparte todo parangón que sería injurioso, entre los anarquistas los hay que aprecian mucho más al que mata en un momento de rebelión violenta que al obscuro militante que con toda una vida de obras constantes determina cambios mucho más radicales en las conciencias y en los hechos.
Repito lo que he dicho otras veces: los anarquistas no son tolstoianos, y por tanto reconocen que frecuentemente la violencia -y cuando es tal, es siempre una fea cosa, tanto si es colectiva como individual- resulta una necesidad, y ninguno sabría condenar al o a los que sacrificando su vida con sus actos dan satisfacción a esta necesidad. Pero aquí no se trata de esto, sino de la tendencia, derivada de las influencias burguesas, a trocar los términos, a cambiar el objetivo por los medios y a hacer de éstos la única y primordial preocupación.
Según mi entender, los anarquistas que dan una importancia soberana a los actos de rebelión, son tal vez revolucionarios y anarquistas, pero son mucho más revolucionarios que anarquistas. ¡Cuántos anarquistas he conocido que se preocupan poco o nada de las ideas anarquistas, o que hasta ni siquiera procuran conocerlas, pero que son ardientes revolucionarios y que su crítica y su propaganda no tienen más fin que el revolucionario, el de la rebelión por la rebelión! Y cuanto más ardientes y más intransigentes han sido, más pronto abandonaron nuestro campo y se pasaron al de los partidos legalitarios y autoritarios cuando su fe en una revolución a plazo breve desapareció al contacto de la realidad, y cuando su energía se agotó en los demasiado violentos conflictos con el ambiente.
La influencia de la ideología burguesa sobre estos individuos es innegable. La importancia máxima concedida a un acto de violencia o de rebelión es hija de la importancia máxima que la doctrina política burguesa concede a todo el ambiente social. Y esta influencia perniciosa es la que anula en muchos anarquistas aquel sentido de relatividad en virtud del cual debería darse a cada hecho su propia real importancia, de modo que ningún medio revolucionario quedase descartado, a priori, sino que cada uno fuese considerado en su relación con el fin perseguido y sin confundir entre ellos los caracteres, las funciones y los efectos especiales.
Tenemos, pues, comprobadas dos formas de influencia burguesa en el anarquismo: una directa, que se manifiesta en una importancia mayor otorgada al hecho revolucionario antes que al objetivo a que este hecho debe tender, y la otra indirecta, la de la literatura burguesa decadente de estos últimos tiempos, encaminada a idealizar las formas más antisociales de rebelión individual.
Entres estas dos formas hay un estrecho parentesco y por esto no he podido considerarlas separadas una de otra.
La burguesía ha ejercido una influencia extraordinaria sobre el anarquismo cuando se ha propuesto la misión de hacer... ¡propaganda anarquista!
Esto parece una paradoja. Sin embargo, es una verdad; mucha propaganda anarquista ha sido hecha por la burguesía. Claro es que, desgraciadamente, lo ha hecho de un modo nada útil a la idea verdaderamente libertaria. Pero no deja de ser verdad, no obstante, que los efectos de esta propaganda espúrea son los que la burguesía ha querido luego atribuir con mayor ahinco a todo el partido anarquista.
En los momentos de mayor persecución contra los anarquistas, sucedió que todos los descentrados de la actual sociedad, y entre éstos muchos delincuentes, creyeron seriamente que la anarquía era tal como la describían los periódicos burgueses, es decir, algo que se adapta muy bien a sus hábitos extrasociales y antisociales. Como por diferentes razones es un hecho que estos individuos se hallan, como los anarquistas, en un estado de perpetua rebelión contra la autoridad constituida, esto d´o pie a que el equívoco arraigara y se ampliara. En la cárcel o en el destierro forzoso, hemos topado muchas veces con delincuentes comunes que se llamaban anarquistas, sin que, naturalmente, hubiesen jamás leido un solo periódico o folleto anarquista, ni siquiera oído hablar de anarquía fuera de los periódicos burgueses. Y así creían que la anarquía era precisamente tal como la escribían los más calumniadores peródicos reaccionarios, y tal la aprobaban o la desaprobaban. ¡Figuráos, para los que la aprobaban, qué especia de anarquía debía ser! Recuerdo haber conocido en la cárcel a un condenado por delitos comunes, un falsificador inteligente y hasta poeta por añadidura, el cual creía seriamente ser anarquista, y que así lo había dicho a sus jueces. Y una vez que uno de éstos le preguntó que como se arreglaba para poner de acuerdo los delitos que cometía con las ideas que decía profesar, respondió: Lo que usted llama delitos, es un principio de la anarquía. Cuando todos los hombres se entreguen a una desenfrenada delincuencia -son palabras textuales- entonces será o vendrá la anarquía. Como se ve, aceptaba la anarquía, pero en el sentido que le dan los diccionarios burgueses, sentido de desorden y de confusión.
Esta especie de propaganda al revés, causaba su efecto hasta entre quienes no querían mezclarse con los anarquistas. En las cárceles de tránsito de Nápoles, conocí a unos camorristas que creían que los anarquistas constituían verdaderamente una sociedad de malhechores y, por lo tanto, digna de figurar al lado de la honrada sociedad de la camorra. En Tremiti me contaron que a un modesto banquete entre anarquistas y socialistas, fueron invitados dos o tres camorristas -los únicos desterrados políticos existentes en la isla- por simple condescencia humana que nada tenía que ver con la política, y al llegar a los brindis de ritual y con gran sorpresa de todos, uno de los camorristas lanzó el suyo en pro de la unión de los tres partidos: camorra, anarquía y socialismo contra el gobierno. Una carcajada general siguió a este brindis, pues sabido es que la camorra se alía más fácilmente con el gobierno que con nadie, y especialmente contra socialistas y anarquistas. Pero esto nos enseña como la mentalidad de los delincuentes comunes ha creído y aceptado como verdadera anarquía la que han hecho circular los periódicos burgueses y policiacos.
La propaganda traidora de estos periódicos, nos explica, asimismo, porque en un determinado periodo -de 1880 a 1894- hemos visto más de un proceso en que ladrones y falsearios vulgares se han declarado anarquistas, dando un barniz pseudopolítico a sus actos. Leyeron que la anarquía era el ideal de los ladrones y de los asesinos, y me dijeron: Yo soy ladrón, soy, por consiguiente, anarquista.
Nos explica igualmente el hecho, que tanto impresionó a Lombroso, de que muchos delincuentes comunes se decían anarquistas al ser encarcelados, pero antes de serlo, nótese bien. Mientras sentían sobre sus espaldas el puño de la autoridad, pensaban en los anarquistas, que en sus mentes eran los más terribles delincuentes por odio a la autoridad constituida, y cuando entraban en su celda, cogían el primer clavo que les caía en las manos y escribían en la pared, papel de la canalla: ¡Viva la anarquía!
Pero este fenómeno duró poco. Pronto se dieron cuenta de que llamándose anarquistas corrían más peligro que robando y asesinando, que el barniz anarquista contribuía a que los tribunales recargaran la dosis de condena, sin disminuir la antipatía que sus actos causaban. Por añadidura, encontraban en la mayoría de los anarquistas una indiferencia glacial y una desconfianza extraordinaria hacia sus improvisadas conversiones a la idea, cuando no algún que otro porrazo, y entonces cesaron de llamarse anarquistas.
Sin embargo algo de esta propaganda quedó entre los anarquistas verdaderos y propios. Alguno ha tomado en serio los sofismas de algún delincuente genial y ha acabado teorizando sobre la legitimidad del hurto o de la fabricación de la moneda. Otros han ido en busca del atenuante, hablando del robo a favor de la propaganda, produciéndose así los fenómenos Pini y Ravachol, dos sinceros que fueron una excepción, pero que no por esto fueron menos víctimas de los sofismas hijos de la propaganda al revés de los periódicos y de las calumnias burguesas. La excepción nunca ha sido la regla, porque aquellos anarquistas que de buena fe aceptaron la idea del robo, en la práctica no fueron capaces de robar ni una aguja; y los demás que robaban de verdad, se guardaban bien de hacerlo para la propaganda y pronto dejaron de llamarse anarquistas para continuar siendo vulgarísimos ladrones, y hasta no faltó quien se hizo buen propietario y comerciante, amigo de las instituciones y de la autoridad constituida.
Esta tendencia ha ido desapareciendo de entre los anarquistas. Pero de todos modos demuestra que fue posible por una influencia completamente de origen burgués, tras la campaña de calumnias y de persecuciones contra los anarquistas. Los anarquistas -se decía-quieren abolir la propiedad privada; por consiguiente, quieren arrebatar la propiedad a quienes la poseen, y, por lo tanto, los anarquistas son unos ladrones El buen vino cría buena sangre, la buena sangre cría buenos humores, los buenos humores hacen hacer buenas obras, las buenas obras nos conducen al paraiso; por consiguiente el buen vino nos lleva al paraiso Lo que acabamos de decir, o sea, que muchos individuos se volvieron anarquistas debido a esta propaganda tergiversada de periodistas y de escritores burgueses, parecerá una exageración, aun a los que hayan vivido y vivan todavía en el ambiente anarquista. La mente de los hombres, especialmente la de los jóvenes, sedienta, de todo lo misterioso y extraordinario, se deja arrastrar fácilmente por la pasión de la novedad hacia aquello que a sangre fría y en la calma que sigue a los primeros entusiasmos se repudiaría en absoluto y con gesto definitivo. Esta fiebre por las cosas nuevas, este espítiru audaz, este afán por lo extraordinario, ha llevado a las filas anarquistas los tipos más exageradamente impresionables, y, a un mismo tiempo, los tipos más ligeros y frívolos, seres a quienes el absurdo no los espanta. Precisamente porque un proyecto o una idea son absurdos se sienten atraidos, y al anarquismo vinieron precisamente por el carácter ilógico y estrambótico que la ignorancia y la calumnia burguesa han atribuido a las doctrinas anarquistas. Estos elementos son los que más contribuyen a desacreditar el ideal, precisamente porque de este ideal hacen surgir un sin fin de ramificaciones estrafalarias y falsas, de errores en extremo groseros, de desviaciones y degeneraciones de toda índole, creyendo que defienden, muy seriamente, la anarquía pura. Apenas entrados estos individuos en el mundo anárquico, se dan cuenta de que el movimiento sigue un camino menos extraño del que se imaginaron; en una palabra, se dan cuenta de que tienen ante ellos una idea, un programa y un movimiento completamente orgánicos, coherentes, positivos y posibles, precisamente porque fueron concebidos con aquel sentido de la relatividad sin el cual no es posible la vida. Este carácter de seriedad, de positivismo y de lógica, les irrita, y hételos en seguida constituyendo toda esa masa amorfa que no sabe lo que quiere ni lo que piensa, pero que es insansable demoliendo desacreditando todo lo que de serio y de bueno hacen los demás, y empleando aquel lenguaje autoritario y violento propio de su temperamento y del origen burgués de su estado mental. Hasta cuando sus ideas y sus críticas son originariamente justas, las exageran y las deforman de tal modo que no podría hacerlo mejor un enemigo declarado. Hacen como aquel que viendo que los panaderos cuecen mal el pan, se empeña en sostener que hay que destruir los hornos, o como aquel que persuadido de la necesidad de regar un terreno demasiado árido, se empeñase en abocar sobre él toda el agua de un río. Pues bien: todos estos individuos no habrían venido nunca a nuestro campo sin la atracción que sobre ellos ejerció la propaganda falsamente anarquista de la burguesía. Toda la campaña de invectivas, de calumnias, de invenciones a cual más ridícula y mastodóntica, actuó de espejuelo para todos estos descontentos intelectuales y materiales, psicológica y fisiológicamente, que se orientan siempre hacia lo absurdo, hacia lo extraordinario, hacia lo terrible y lo ilógico. Bastaría, para convencerse de todo esto, tener la paciencia de hojear las colecciones de dos o tres periódicos, los más autorizados, de los últimos quince o veinte años. Bastaría asimismo hojear toda aquella literatura de ocasión que en el curso de ese periodo se fue formando, referente a la anarquía y a los anarquistas, fuera del ambiente anarquista, en el ambiente burgués, policiaco y aun pseudocientífico. Revistas y periódicos de toda clase, conservadores y demócratas, han inventado y dicho las cosas más truculentas acerca de nosotros. ¿Quién no recuerda los Misterios de la anarquía, de estúpida memoria, editado por un poco escrupuloso librero? No hay historia inverosímil que no se haya endosado a los anarquistas, sea en novelas, sea en libros de otra clase, o ya en periódicos y revistas de renombre. El afán de satisfacer el gusto del público por las cosas nuevas y extrañas, llevó a los novelistas, periodistas, y pseudocientíficos a armar un pisto de mil demonios, frecuentemente atribuyendo, con conocimiento del daño que se causaba, a los anarquistas, una fuerza mayor de la real, un número inconmensurablemente superior al verdadero y unos medios que los anarquistas no han tenido nunca en sus manos. Si esto podía, desde cierto punto de vista, halagar a los simpatizantes más inconscientes, contribuía, no obstante, a dar un barniz de veracidad a todas las ideas extravagantes y a todos los propósitos truculentos atribuídos a los anarquistas. Los Misterios de la anarquía acababan tomando, en la mente de muchos, la forma de historia real. Y porque de este conjunto fantástico, en cuya forma los escritores y periodistas burgueses presentaban al movimiento anarquista, se desprendía, algunas veces, algo que era interesante y simpático, o, por lo menos, algo que despertaba admiración, sucedió que muchas fantasías mórbidas, muchos desequilibrados, muchos desesperados de la lucha social, se sintieron atraidos; a semejanza de lo que ocurre en ciertos lugares y en ciertas mentes primitivas, que se sienten atraidas por las figuras y actos, a veces imaginarios, de un Tiburzi o de un Musolino, bandidos de renombre. Las mismas víctimas más atormentadas por la injusticia actual, se comprende cuán facilmente podían ser llevadas a aprobar, por reacción y represalia, el carácter belicoso y sanguinario que a la anarquía asignaron los escritores de la prensa burguesa. ¡Cuántas veces, a mi mismo acudieron algunos de estos catequizados por los periódicos burgueses peguntándome que debían hacer para ser admitidos en la secta y si había dificultad para que los presentara a la sociedad de los anarquistas! Y cuando yo les preguntaba que creían que eran los anarquistas, me respondían: Los que quieren matar a todos los señores y a los que mandan, para repartirse las riquezas y mandar un poco cada uno. ¡Ah! ciertamente, estos hombres no habían leido los folletos de Malatesta, ni los libros de Kropotkin, ni los escritos de Malato; habían leido, simplemente, esas estupideces, en la Tribuna o en el Observatorio Romano. Este estado psicológico de los desesperados, prontos a recibir la impresión, lo describió muy bien Enrique Leyret en un estudio de los arrabales de París. Durante el periodo terrorista del anarquismo, según Leyret, el pueblo de los arrabales se sentía arrastrado, por las condiciones enormemente desastrosas en que vivía y por el espectáculo de los escándalos bancarios, a simpatizar con los anarquistas más violentos. Lo que era la anarquía, lo que ésta quería, el pueblo lo ignoraba o poco menos. No consideraba a los anarquistas sino desde un solo aspecto especial, parangonándolos a todos con Vaillant, y su simpatía, innegable, al guillotinado, le llevaba insensiblemente a aprobar sus misteriosas teorías... El pueblo que se deleita con el misterio, y que se enamora de los individuos cuando más velados se le aparecen por una oculta potencia, atribuía a los anarquistas una formidable organización secreta Y este carácter misterioso que seducía al pueblo más miserable era atribuido a la anarquía por los grandes rotativos, llenos en aquel tiempo y siempre de fantásticas tremendas, de entrevistas imaginarias, de fechas, de nombres todos equivocados, pospuestos y cambiados, pero todo encaminado a llamar la atención del público sobre la anarquia. Tal vez -quién sabe-, desde cierto punto de vista, todo esto haya sido un bien, en el sentido de que provocó un movimiento de interés y de discusión en torno a la anarquía. Pero este ecaso beneficio que haya podido reportar -beneficio que, por lo demás, se habría obtenido igualmente con decir la simple verdad sobre los hechos y las cosas, por sí mismos bastante interesantes- quedó neutralizado por la influencia maléfica que toda esta confusión y desnaturalización de ideas hubo de ejercer en el campo anarquista. Porque es verdad que los que vinieron a nuestro campo atraídos por el ruido de este falsa propaganda burguesa, modificaron ciertamente, de un modo insensible, mejorándolas, sus ideas, y arrojaron mucha arena que antes tomaron por oro de ley; pero desgraciadamente también es verdad que, sin duda debido a su temperamento, que a ellos les predisponía, ha quedado en ellos algo de lo antiguo, residuos o frutos de aquella influencia burguesa. Cuando se toma una falsa dirección mental, pocos son los que saben o tienen fuerza suficiente para rectificarla. Así tenemos que aquellos que vinieron a nuestro campo por espíritu de represalia, por la miseria y la desesperación, y que vinieron precisamente porque creyeron que la anarquía era aquella idea de violenta represalia y de venganza que la burguesía les describió, se han negado a aceptar lo que es concepción verdadera del anarquismo, es decir, la negación de toda violencia y la sublimidad en el amor del principio de solidaridad. Para estos individuos, la anarquía ha continuado siendo la violencia, la bomba, el puñal, por una extraña confusión entre causa y efecto, entre medio y fin, y tan verdad es esto, que cuando un Parsons declaró que la anarquía no es la violencia, y cuando Malatesta les repite que la anarquía no es la bomba, casi los tienen por renegados. A cuantos se afanan por corregir estos errores, funestas degeneraciones burguesas, recordando que la anarquía no es un ideal de venganza, que la revolución que desean los anarquistas debe ser la revolución del amor y no del odio, que la violencia debe ser considerada como un veneno mortal tan sólo empleado como contraveneno, por necesidad impuesta por las condiciones de la lucha y no por deseo de causar daño, a los que dicen todo esto, aunque sean los primeros en la abnegación y en la lucha, se les califica de viles y cobardes por parte de todos aquellos que en el cerebro tienen inoculada la palabra y burguesa teoría de la violencia que debe emplearse como ley del Talión o de Lynk. Como es sabido, la anarquía es el ideal que se propone abolir la autoridad violenta y coactiva del hombre sobre el hombre, así como de cualquier otra prepotencia, sea económica, política o religiosa. Para ser anarquistas basta patrocinar esta idea y obrar lo más posible en consecuencia, propagando en las mentes la persuasión de que sólo la acción directa y revolucionaria del pueblo y de los trabajadores puede conducirles a la completa emancipación económica y social. Todo aquel que esté animado por estos sentimientos y tenga estas ideas y obre coherentemente con éstas y por ellas luche y haga propaganda, es indudablemente anarquista, aun cuando a su sentido moral le repugna cualquier acto de rebeldía o de venganza cometido por alguno que se llame a sí mismo anarquista, y aún cuando éste persuadido de que todos los actos de rebeldía individual son perjudiciales a la causa anarquista. Este indicio podría estar equivocado en sus apreciaciones, pero esto no impide que sea un anarquista coherente consigo y verdaderamente convencido y consciente. Así, por ejemplo, hay anarquistas vegetarianos que incluyen en sus doctrinas el vegetarianismo. Pero, sería muy extraño que éstos sostuvieran que no es un verdadero anarquista el que no es vegetariano. De igual modo es extraño que no se quiera tener por anarquista al que no aprueba o no siente simpatía por el acto violento individual. Esta forma de propaganda podría ser útil o nociva, pero no entra dentro de la doctrina anarquista; es, simplemente, un medio de lucha que puede ser discutido, admitido en todo o en parte, o excluido por completo, pero no constituye aquel artículo de fe -haciendo uso de una frase católica-, fuera del cual no hay salvación, sin el cual no se puede ser anarquista. Los que crean lo contrario y excomulguen papalmente a los demás, simplemente porque éstos no sientan una soberana simpatía por Ravachol o por Emilio Henry, éstos, en verdad, son víctimas de la propaganda calumniosa de la burguesía, pues creyeron seriamente las afirmaciones de ésta cuando dijo que la anarquía era la violencia y la bomba. Desgraciadamente, de estos miopes intelectuales, tenemos aún bastantes en el ambiente anarquista. No se detiene la influencia burguesa en esta sola cuestión de la violencia, que tan divididos tiene los ánimos, sobre la que me he extendido largamente porque es la más importante, y de la que volveré a hablar después. Tal vez algún lector recordará mi polémica con el amigo Lavablero, acerca de la familia y del amor en la sociedad futura. Hice notar que entre muchos anarquistas hay una deplorable tendencia a aceptar como teoría propia todo lo que, o por lo menos mucho, los escritores burgueses encontraron para tener una arma contra el anarquismo. Ya hemos visto que así ha sucedido con la cuestión de la violencia. Igualmente ha ocurrido en esta otra cuestión de las relaciones sexuales. Para desacreditarnos ante el pueblo, los escritores burgueses, tomando pie de que nosotros criticamos el orden actual de la familia, a base de autoridad, de interes y de dominio del hombre sobre la mujer, han deducido que queremos la abolición de la familia, y, por lo tanto, que queremos las mujeres en común, la promiscuidad, los hijos sin padre conocido, con los relativos incestos, violencias carnales y todo cuanto de más salvaje y al propio tiempo ridículo se pueda imaginar. Al contrario de todo esto, la doctrina anarquista, ya desde su principio, no ha hecho más que preconizar la purificación de los afectos de toda intromisión y sanción extraña, sea de legisladores, o de sacerdotes, sea política o religiosa, y, con esto, la emancipación de la mujer, libre e igual al hombre, la libertad del amor sustraido a las violencias de la necesidad económica y de cualquier otra autoridad extraña al mismo amor, en una palabra, la reducción de la familia, restituida a sus bases naturales: la recíproca actuación amorosa y la libertad de elección. Pues bien; no quiero decir que esta sana concepción del amor y de la familia haya sido repudiada por los anarquistas para aceptar la brutal concepción calumniosa de los burgueses; antes bien todo lo contrario. Pero la calumnia burguesa no ha dejado de ejercer una cierta influencia en este terreno. Aunque la inmensa mayoría de los anarquistas conservan en toda su pureza el concepto del amor libre sobre la base de la libre unión, no ha faltado, de vez en vez, alguno que, dando la razón a los críticos burgueses, ha confundido la libertad del amor con la promiscuidad en el amor. Tan verdad es esto, que hace algunos años, metió cierto ruido la teoría de la pluralidad de afectos, del amorfismo en la vida sexual, el cual quiso basarse en extravagancias seudo científicas, teoría que más tarde fue reconocida fantástica por el que más de entusiasta fue de ella. Ahora bien, aunque atenuada, esta teoría amorfista sobre el amor tenía un origen burgués, consecuencia de la manía de muchos revolucionarios que abrazan como óptima cosa todo lo que ven que los conservadores combaten con horror, aunque éstos no lo atribuyen con fines denigratorios. Lo mismo sucedió con la organización. Los anarquistas han sostenido siempre que no hay vida fuera de la asociación y de la solidaridad y que no es posible la lucha y la revolución sin una organización preordenada de los revolucionarios. Pero a quienes les convenía más pintarnos como factores de la anarquía, en el sentido de confusión, comenzaron a decir que eramos amorfistas, enemigos de toda organización, y con tal objeto desenterraron a Nietszche y después a Stirner... Muchos anarquistas mordieron el anzuelo, y muy en serio se convirtieron en amorfistas, stirnerianos, nietszcheanos, y otras tantas parecidas diabluras: negaron la organización, la solidaridad y el socialismo, para acabar algunos restaurando la propiedad privada, haciendo de este modo, precisamente, el juego de la burguesía individualista. Sus ideas se convirtieron, valiéndose de una frase de Felipe Turati, en la exageración del individualismo burgués. De esta manía de aceptar como bueno todo lo que nuestros enemigos creen malo, se podría buscar el origen hasta en el espíritu del todo humano, de contradicción y de contraste: Mi enemigo cree que esto es malo, pero como mi enemigo no tiene nunca la razón, lo que él cree malo, es, bien al contrario, una excelente cosa. Muchos más hombres de los que nos figuramos, especialmente entre los revolucionarios, hacen ese razonamiento, que por casualidad puede ser exacto en los hechos, pero en sí mismo es equivocadísimo. Si nuestro enemigo dice que es peligroso tirarse de cabeza en un pozo, ¿vamos a contradecirle diciendo que es muy bueno hacerlo? Pues este espíritu de contradicción, y hasta diré de despecho, más frecuentemente de lo que se cree es el guía de muchos hombres en las luchas políticas y sociales. ¡Ah! ¿Nos llamáis malhechores? Pues bien, sí, somos malhechores. ¡Cuántas veces esta frase ha serpenteado en el lenguaje de algunos anarquistas, que hasta tienen un ¡himno de malhechores! Todo esto, con cierta ponderación, y como desafío al enemigo, puede pasar y hasta puede parecer un bello gesto. Pero no hay que admitir en serio que los anarquistas somos malhechores... Suele ocurrir que, a fuerza de repetir ese paradoja, alguno acaba por tomarla como verdad demostrada, ¡Quod erat demonstrandum! exclama triunfante la burguesía, la cual, después de habernos calificado de ladrones, petroleros, enemigos de la familia y malhechores, oye satisfecha que, aunque sea como simple acto de desafío, de amenaza y de desprecio, le damos la razón. Es necesario, pues, evitar esto y guardarnos mucho de encariñarnos con las paradojas. El espíritu de contradicción que empuja a decir y hacer precisamente y siempre, a muchos revolucionarios, lo contrario de lo que hacen y dicen los conservadores y los burgueses, significa, en definitiva, sufrir la influencia de éstos. Así, cuando oigo a muchos anarquistas que se encarnizan contra algunas inícuas satisfacciones de los sentidos y del sentimiento, contra ciertas representaciones simbólicas y manifestaciones públicas de las ideas, contra algunas actitudes sentimentales o artísticas, contra dadas manifestaciones comunísimas de la vida familiar y social, no porque contradigan en modo alguno las ideas anarquistas, sino solamente porque también los burgueses hacen lo mismo o algo parecido, me entran grandes deseos de preguntarles si están dispuestos a renunciar a comer todos los días por la razón de que también los burgueses comen todos los días. Procuremos, mejor, nuestra comodidad y busquemos nuestro placer, independientemente de lo que puedan hacer nuestros enemigos. Procuremos hacer, señaladamente, lo que beneficie la propaganda de nuestras ideas, sin preocuparnos de si los burgueses hacen en pro de los suyos lo contrario o lo mismo que nosotros. Comportándonos de otro modo, haríamos como aquel marido de la fábula que para contrariar a su mujer se hizo aquella amputación quirúrgica que servía para fabricar cantores para la Capilla Sixtina. Procuremos, en suma, que nuestro movimiento camine sobre carriles propios, fuera de la influencia directa o indirecta de la ideología y de la calumnia burguesa, independientemente, sea en sentido positivo sea en sentido negativo, de la conducta conservadora, y habremos hecho obra revolucionaria y eminentemente libertaria, puesto que la teoría libertaria nos enseña que debemos emanciparnos social e individualmente de todo preconcepto, de toda influencia que no responda directamente y no derive de nuestro interés, de nuestra libertad y de nuestra voluntad, entendidos en el sentido positivo de la palabra.
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