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Al pueblo mexicano
El movimiento revolucionario ha llegado a su periodo culminante y, por lo mismo, es ya hora de que el país sepa la verdad, toda la verdad.
La actual revolución no se ha hecho para satisfacer los intereses de una personalidad, de un grupo o de un partido. La actual revolución reconoce orígenes más hondos y va en pos de fines más altos.
El campesino tenía hambre, padecía miseria, sufría explotación, y si se levantó en armas fue para obtener el pan que la avidez del rico le negaba; para adueñarse de la tierra que el hacendado, egoísticamente guardaba para sí; para reivindicar su dignidad, que el negrero atropellaba inícuamente todos los días. Se lanzó a la revuelta no para conquistar ilusorios derechos políticos que no dan de comer, sino para procurar el pedazo de tierra que ha de proporcionarle alimento y libertad, un hogar dichoso y un porvenir de independencia y engrandecimiento.
Se equivocan lastimosamente los que creen que el establecimiento de un gobierno militar, es decir despótico, será lo que asegure la pacificación del país. Esta sólo podrá obtenerse si se realiza la doble operación de reducir a la impotencia a los elementos del antiguo régimen y de crear intereses nuevos, vinculados estrechamente con la revolución, que le sean solidarios, que peligren si ella peligra y prosperen si aquella se establece y consolida.
La primera labor, la de poner al grupo reaccionario en la imposibilidad de seguir siendo un peligro, se consigue por dos medios diversos: por el castigo ejemplar de los cabecillas, de los directores intelectuales y de los elementos activos de la facción conservadora, y por el ataque dirigido contra los recursos pecuniarios de que aquellos disponen para producir intrigas y provocar revoluciones; es decir: por la confiscación de las propiedades de aquellos políticos que se hayan puesto al frente de la resistencia organizada contra el movimiento popular que, iniciado en 1910, ha tenido su coronamiento en 1914, después de pasar por las horcas caudinas de Ciudad Juárez y por la crisis reaccionaria de La Ciudadela, trágicamente desenlazada por la dictadura huertista.
En apoyo de esta confiscación existe la circunstancia de que la mayor parte, por no decir la totalidad, de los predios que habrá que nacionalizar representan intereses improvisados a la sombra de la dictadura porfirista, con grave lesión de los derechos de una infinidad de indígenas, de pequeños propietarios, de víctimas de toda especie, sacrificadas brutalmente en aras de la ambición de los poderosos.
La segunda labor, o sea, la creación de poderosos intereses afines a la revolución y solidarios con ella, se llevará a felíz término si se restituye a los particulares y a las comunidades indígenas los terrenos de que han sido despojados por los latifundistas, y si este gran acto de justicia se completa, en obsequio de los que nada poseen ni han poseído, con el reparto proporcional de las tierras decomisadas a los cómplices de la dictadura o expropiadas a los propietarios perezosos que no quieren cultivar sus heredades. Así se dará satisfacción al hambre de tierras y al rabioso apetito de libertad que se dejan sentir de un confín a otro de la República, como respuesta formidable al salvajismo de los hacendados, quienes han mantenido en pleno siglo XX, y en el corazón de la libre América, un sistema de explotación que apenas soportarían los más infelices siervos de la edad europea.
El Plan de Ayala, que traduce y encarna los ideales del pueblo campesino da satisfacción a los dos términos del problema, pues a la vez que trata como se merecen a los jurados enemigos del pueblo, reduciéndolos a la impotencia y a la inocuidad por medio de la confiscación, establece en sus artículos 6° y 7° los dos grandes principios de la devolución de las tierras robadas (acto exigido, a la vez, por la justicia y la conveniencia).
Quitar al enemigo los medios de dañar, fue la sabia política de los reformadores del 57, cuando despojaron al clero de sus inmensos caudales, que sólo le servían para fraguar conspiraciones y mantener al país en perpetuo desorden con aquellos levantamientos militares que tan grande parecido tienen con el último cuartelazo, fruto, también, del acuerdo entre militares y reaccionarios.
Y en cuanto a la obra reconstructora de la revolución, o sea, la de crear un núcleo de intereses que sirvan de soporte a la nueva obra, esa fue la tarea de la revolución francesa, no igualada hasta hoy en fecundos resultados, puesto que ella repartió entre millares de humildes campesinos las vastas heredades de los nobles y de los clérigos, hasta conseguir que la multitud de los favorecidos se adhiriese con tal vigor a la obra revolucionaria que ni Napoleón, con todo y su genio, ni los Borbón, con su aristocrática intransigencia, lograron nunca desarraigarla del cuerpo y del alma de la nación francesa.
Es cierto que los ilusos creen que el país va a conformarse (como no se conformó en 1910) con una pantomima electoral de la que surjan hombres en apariencia nuevos, que vayan a ocupar los curules, los escaños de la Corte y el alto solio de la presidencia; pero, los que así juzgan parecen ignorar que el país ha cosechado, en las crisis de los últimos cuatro años, enseñanzas inolvidables, que no le permiten ya perder el camino, y un profundo conocimiento de las causas de su malestar y de los medios de combatirlas.
El país no se dará por satisfecho -podemos estar seguros- con las tímidas reformas candorosamente esbozadas por el licenciado Isidro Fabela, Ministro de Relaciones del gobierno carrancista, que no tiene de revolucionario más que el nombre, puesto que ni comprende ni siente los ideales de la revolución; no se conformará el país con tan sólo la abolición de las tiendas de raya si la explotación y el fraude han de subsistir bajo otras formas; no se satisfará con las libertades municipales, bien problemáticas, cuando falta la base de la independencia económica, y menos podrá halagarlo un mezquino programa de reformas a las leyes sobre impuesto a las tierras, cuando lo que urge es la solución radical del problema relativo al cultivo de éstas.
El país quiere algo más que todas las vaguedades del señor Fabela, patrocinadas por el silencio del señor Carranza, quiere romper de una vez con la época feudal; que es ya un anacronismo; quiere destruir de un tajo las relaciones de señor a siervo y de capataz a esclavo, que son las únicas que imperan en materia de cultivos, desde Tamaulipas hasta Chiapas y de Sonora a Yucatán.
El pueblo de los campos quiere vivir la vida de la civilización, trata de respirar el aire de la libertad económica, que hasta aquí ha desconocido y la que nunca podrá adquirir si deja en pie el tradicional señor de horca y cuchillo, disponiendo a su antojo de las personas de sus jornaleros, extorsionándolos con la norma de los salarios, aniquilándolos con tareas excesivas, embruteciéndolos con la miseria y el mal trato, empequeñeciendo y agotando su raza con la lenta agonía de la servidumbre, con el forzoso marchitamiento de los seres que tienen hambre, de los estómagos y de los cerebros que están vacíos.
Gobierno, militar primero y parlamentario después, reformas en la administración para que quede reorganizada, pureza ideal en el manejo de los fondos públicos; responsabilidades oficiales escrupulosamente exigidas; libertad de imprenta para los que no saben escribir; libertad de votar para los que no conocen a los candidatos; correcta administración de justicia para los que jamás ocuparon a un abogado. Todas estas bellezas democráticas, todas esas grandes palabras con que nuestros abuelos y nuestros padres se deleitaron, han perdido hoy su mágico atractivo y su significación para el pueblo. Este ha visto que con elecciones y sin elecciones, con sufragio efectivo y sin él, con dictadura porfiriana y con democracia maderista, con prensa amordazada y con libertinaje de la prensa, siempre y de todos modos él sigue rumiando sus amarguras, padeciendo sus miserias, devorando sus humillaciones inacabables, y por eso teme, con razón, que los libertadores de hoy vayan a ser iguales a los caudillos de ayer, que en Ciudad Juárez abdicaron de su hermoso radicalismo y en el Palacio Nacional echaron en olvido sus seductoras promesas.
Por eso, la revolución agraria, desconfiando de los caudillos que a sí mismos se disciernen el triunfo, ha adoptado como precaución y como garantía el principio justísimo de que sean todos los jefes revolucionarios del país los que elijan al Primer Magistrado, al presidente interino que debe convocar a elecciones, porque bien sabe que del interinato depende el porvenir de la revolución y, con ella, la suerte de la República.
¿Qué cosa más justa que la de que todos los intereses, los jefes de los grupos combatientes, los representantes revolucionarios del pueblo levantado en armas, concurran a la designación del funcionario en cuyas manos ha de quedar el tabernáculo de las promesas revolucionarias, en ara santa de los anhelos populares? ¿Por qué la imposición de un hombre a quien nadie ha elegido? ¿Por qué el temor de los que a sí mismos se llaman constitucionalistas para sujetarse al voto de la mayoría, para rendir tributo al principio democrático de la libre discusión del candidato por parte de los interesados?
El procedimiento, a más de desleal, es peligroso, porque el pueblo mexicano ha sacudido su indiferencia, ha recobrado su brío y no será él quien permita que a sus espaldas se fragüe la erección de su propio gobierno.
Todavía es tiempo de reflexionar y de evitar el conflicto. Si el jefe de los constitucionalistas se considera con la popularidad necesaria para resistir la prueba de la sujeción al voto de los revolucionarios, que se someta a ella sin vacilar.
Y si los constitucionalistas quieren en verdad al pueblo y conocen sus exigencias, que rindan homenaje a la voluntad soberana aceptando con sinceridad y sin reticencias los tres grandes principios que consigna el Plan de Ayala: expropiación de tierras por causa de utilidad pública, confiscación de bienes a los enemigos del pueblo y restitución de sus terrenos a los individuos y comunidades despojados.
Sin ellos -pueden estar seguros- continuarán las masas agitándose, seguirá la guerra en Morelos, en Guerrero, en Puebla, en Oaxaca, en México, en Tlaxcala, en Michoacán, en Hidalgo, en Guanajuato, en San Luis Potosí, en Tamaulipas, en Durango, en Zacatecas, en Chihuahua, en todas partes en donde haya tierras repartidas o por repartir, y el gran movimiento del sur, apoyado por toda la población campesina de la República, proseguirá como hasta aquí venciendo oposiciones y combatiendo rsistencias, hasta arrancar, al fin, con las manos de sus combatientes los jirones de justicia, los pedazos de tierra que los falsos libertadores se hallan empeñados en negarle.
La revolución agraria, calumniada por la prensa, desconocida por la Europa, comprendida con bastante exactitud por la diplomacia americana y vista con poco interés por las naciones hermanas de sudamérica levanta en alto la bandera de sus ideales para que la vean los engañados, para que la contemplen los egoístas y los perversos que no quieren oir los lamentos del pueblo que sufre, los ayes de las madres que perdieron a sus hijos, los gritos de rabia de los luchadores que no quieren ver, que no verán, destruidos sus anhelos de libertad y su glorioso ensueño de redención para los suyos.
Reforma, Libertad, Justicia y Ley
Campamento revolucionario
Milpa Alta, agosto de 1914
El General en Jefe del Ejército Libertador, Emiliano Zapata.
Generales: Eufemio Zapata, Francisco V. Pacheco, Genovevo de la O, Amador Salazar, Francisco Mendoza, Pedro Saavedra, Aurelio Bonilla, Jesús H. Delgado, Julián Blanco, Julio A. Gómez, Otilio E. Montaño, Jesús Capistrán, Francisco M. Castro. S. Crispín Galeana, Fortino Ayaquica, Francisco A. García, Mucio Bravo, Lorenzo Vázquez, Abraham García, Encarnación Díaz, Lic. Antonio Diaz Soto y Gama, Reynaldo Lecona.
Coroneles: Santiago Orozco, Jenaro Amezcua, José Hernández, Agustín Cortés, Trinidad A. Paniagua, Everardo González, Vicente Rojas.
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