Índice de Sobre la influencia del gobierno de John Stuart MillPresentación de Chantal López y Omar CortésCapítulo IIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO PRIMERO

DE LAS FUNCIONES DEL GOBIERNO EN GENERAL

1.Una de las cuestiones más discutidas en el período actual, tanto en la ciencia política como en el arte práctico de gobernar, es la de los límites que deben fijarse a las funciones y a la acción de los gobiernos. En otras épocas ha sido objeto de controversia cómo debían constituirse los gobiernos y con arreglo a qué principios y a qué reglas debían ejercer su autoridad; pero ahora lo que se discute es a qué aspectos de los asuntos humanos debe extenderse esa autoridad. Y cuando se produce una corriente tan fuerte a favor de cambios en la manera de gobernar y legislar, como un medio de mejorar la situación de la humanidad, lo más probable es que esta discusión aumente de interés más bien que disminuir. Por un lado, reformadores impacientes, creyendo que es más fácil y más rápido tomar posesión del gobierno que de la inteligencia y las disposiciones del público, sienten constantemente la tentación de extender las atribuciones del gobierno más allá de los límites debidos; mientras, por otro lado, los gobernantes han acostumbrado tanto a los hombres a intervenir con fines distintos de los del bien público o con una concepción errónea de lo que exige ese bien, y personas que tienen un interés sincero por las mejoras hacen tantas proposiciones temerarias para alcanzar, por reglamentación, objetivos que sólo se pueden lograr con eficacia y utilidad mediante la discusión pública, que se ha desarrollado un espíritu de resistencia in limine a la ingerencia del gobierno como tal y una cierta disposición a restringir dentro de los más estrechos límites su esfera de acción; por efecto de las diferencias en el desarrollo histórico de las distintas naciones, sobre las cuales no es preciso que nos detengamos, el primero de estos excesos, el de la exageración de las atribuciones del gobierno, donde más prevalece, tanto en teoría como en la práctica, es entre las naciones del continente, mientras que en Inglaterra ha predominado hasta ahora el espíritu contrario.

En un capítulo posterior de este Libro trataré de determinar los principios generales de la cuestión, después de examinar primero los efectos producidos por la conducta del gobierno en el ejercicio de las funciones que universalmente se le reconocen. A este fin, es preciso especificar las funciones que o bien son inseparables del concepto de un gobierno o se ejercen habitualmente sin objeción por todos los gobiernos, distinguiéndolas de aquellas acerca de las cuales se ha considerado discutible si los gobiernos deben ejercerlas o no. Se puede llamar a las primeras, funciones necesarias de gobierno; a las segundas, facultativas. Y al decir facultativas no quiere significarse que pueda ser indiferente o de elección arbitraria, el que el gobierno tome o no sobre sí el ejercicio de esas funciones; sino sólo que la conveniencia de ejercerlas no llega hasta ser una necesidad, y es asunto sobre el cual pueden existir diversas opiniones.

2. Al intentar enumerar las funciones necesarias de gobierno Ve que son mucho más variadas de lo que la mayor parte de la gente cree, y que no es posible circunscribirlas con líneas de demarcación perfectamente definidas, como a menudo con la irreflexión propia de las discusiones populares se intenta delimitarlas. Se oye, por ejemplo, decir algunas veces que los gobiernos deben circunscribirse a conceder protección contra la fuerza y e1 fraude; que, aparte de esas dos cosas, la gente debe ser libre, capaz de cuidar de sí misma, y que mientras una persona no haga uso de la violencia o del engaño en perjuicio de otros, en sus personas o en sus propiedades, las legislaturas y los gobiernos no tienen por qué preocuparse de ella. Pero ¿por qué razón debe ser protegida la gente por su gobierno, es decir, por su propia fuerza colectiva, contra la violencia y el fraude y no contra otros males, sin aclarar la conveniencia de que así sea? Si sólo lo que la gente no puede hacer por sí misma es apropiado para que lo haga por ella el gobierno, podría exigirse a la gente que se protegiera a sí misma por su habilidad y su valor contra la fuerza, o pedir o comprar la protección contra ella, como lo hace en efecto allí donde el gobierno es incapaz de hacerlo; y contra el fraude, cada uno dispone de la protección de su propia inteligencia. Pero sin que anticipemos más acerca de la discusión de los principios, por ahora es suficiente que consideremos los hechos.

¿Bajo cuáles de esos epígrafes, represión de la fuerza o del fraude, situaremos, por ejemplo, la actuación de las leyes sobre sucesiones? En todas las sociedades tienen que existir algunas leyes de esta clase. Tal vez se diga que en este caso el gobierno no tiene que hacer otra cosa que llevar a efecto las disposiciones que un individuo toma con respecto a su propiedad por medio de un testamento. No obstante, esto es, por lo menos, muy discutible; no existe probablemente ningún país con arreglo a cuyas leyes sea absoluta la facutad de testar. Pero supongamos el caso muy frecuente de que no exista un testamento: ¿no decide la ley, esto es, el gobierno, basándose en principios de conveniencia general, a quién corresponde la sucesión? Y en el caso de que el sucesor sea incompetente, ¿no nombra el gobierno personas, con frecuencia sus propios funcionarios, que se hagan cargo de la propiedad y que la apliquen en beneficio del sucesor? Existen otros muchos casos en los cuales el gobierno se encarga de administrar bienes, por creer que el interés público o tal vez el de la persona a quien pertenecen, lo exige. Esto sucede con frecuencia en el caso de bienes en litigio, y en los de insolvencia declarada judicialmente. Nunca se ha pretendido que, al hacer esas cosas, ,f obierno se ha excedido de sus atribuciones.

No es una cosa tan sencilla como puede parecer a primera vista la función de la ley al definir la propiedad misma. Tal vez se imagine que lo único que ha de hacer la ley es declarar y proteger el derecho de cada uno a lo que él mismo ha producido o adquirido con el consentimiento voluntario, adquirido por medios justos, de quienes lo produjeron. Pero, ¿es que no hay otras cosas reconocidas como propiedad excepto lo que se ha producido? ¿No existe la tierra misma, sus bosques y sus aguas y todas las demás riquezas naturales, sobre y debajo de la superficie? Todas esas cosas forman la herencia común de toda la especie humana, y tienen que existir reglas para el goce común de las mismas. No pueden dejarse sin delimitar los derechos que se ha de permitir que ejerza una persona y bajo qué condiciones, sobre una parte de esta herencia común. Ninguna función de gobierno es menos facultativa que la reglamentación de esas cosas, o está más completamente implícita en la noción de la sociedad civilizada.

Del mismo modo, se concede la legitimidad de reprimir la violencia o la perfidia; pero, ¿bajo cuál de esos dos epígrafes hemos de situar la obligación que se impone a la gente de cumplir sus contratos? El incumplimiento no significa por necesidad fraude; la persona que firmó el contrato lo hizo tal vez pensando cumplirlo con sinceridad; y la palabra fraude, que casi no puede aplicarse ni aun al caso de una ruptura voluntaria de contrato cuando no ha habido engaño, no es criertamente aplicable cuando el incumplimiento proviene de una simple negligencia. ¿No forma parte de los deberes del gobierno obligar a cumplir los contratos? Sin duda que a este respecto podría estirarse algo la doctrina de la no-intervención, diciendo que el obligar a cumplir los contratos no es regular los asuntos de los individuos a gusto del gobierno, sino hacer efectivo el deseo que los mismos contratantes han manifestado. Admitamos esta extensión de la teoría respectiva, y tomémosla en lo que vale. Pero los gobiernos no limitan su intervención, en lo que respecta a los contratos, a hacerlos cumplir. Se encargan también de decidir qué contratos deben ser cumplidos. No basta que una persona, que no es engañada ni obligada, haga a otra una promesa. Hay cierta clase de promesas que no es bueno para el bien público que las personas puedan hacer. Sin mencionar los compromisos adquiridos para hacer algo contrario a la ley, existen convenios que la ley se niega a obligar a cumplir, por razones que guardan relación con el interés del que hace la promesa o con la política general del Estado. Un contrato por el cual una persona se vende a otra como un esclavo se declararía nulo por los tribunales de casi todos los países europeos. Son pocas las naciones cuyas leyes obliguen a cumplir un contrato que tenga alguna relación con lo que se considera como prostitución o cualquier convenio matrimonial cuyas condiciones difieran por cualquier concepto de aquellas que la ley ha juzgado conveniente establecer. Pero desde el momento que se admita que hay cierta clase de contratos que por razones de COnveniencia la ley no debe obligar a cumplir, la misma cuestión se plantea necesariamente con respecto a toda clase de contratos. Si, por ejemplo la ley debe obligar a cumplir un contrato de trabajo cuando el salario es demasiado bajo o excesivas las horas de trabajo; si debe obligar a cumplir un contrato por el que una persona se obliga a permanecer al servicio de otra por un tiempo superior a un período muy limitado; si un contrato de matrimonio que se ha hecho para toda la vida, debe continuar en vigor contra la voluntad manifiesta de los que contrajeron el compromiso o de uno de los dos. Toda las cuestiones que pueden suscitarse referentes a la política de contratos y a las relaciones que establecen entre los seres humanos, son de la incumbencia del legislador, quien no puede dejarlas de examinar y decidir de una u otra manera.

Por otra parte, la prevención y la supresión de la fuerza y el fraude ofrece empleo apropiado para soldados, policías y jueces de lo criminal; pero existen también los tribunales civiles. El castigo de lo malo es un asunto de administración de justicia, pero la decisión de las disputas es cosa distinta. Surgen innumerables disputas entre personas sin mala fides por parte de ninguna, por efecto de una concepción errónea de sus derechos legales o por no estar de acuerdo sobre los hechos, que constituyen la prueba de la que dependen esos derechos desde el punto de vista legal. ¿No es de interés general que el estado nombre personas cuya misión consista en aclarar esas incertidumbres y solventar esas disputas? No puede decirse que sea un caso de absoluta necesidad. Los interesados pudieran nombrar un árbitro y comprometerse a aceptar su decisión; y así lo hacen donde no hay tribunales de justicia o donde no se confía en ellos o donde las pérdidas de tiempo y los gastos disuaden a la gente de recurrir a los mismos. No obstante, se admite en todas partes como equitativo que el estado establezca tribunales civiles; y cuando sus defectos empujan a la gente con frecuencia a recurrir a determinados sustitutos, aun entonces la facultad que se reserva de llevar el caso ante un tribunal legamente constituído es la que da a esos sustitutos su principal eficacia.

No sólo se encarga el Estado de decidir las disputas, sino que toma de antemano precauciones para que éstas no surjan. Las leyes de casi todos los países establecen reglas para decidir muchas cosas, no porque tenga mucha importancia de qué manera se deciden, sino para que se decidan de alguna forma y no pueda haber disputa sobre el asunto. La ley prescribe el empleo de determinadas palabras en ciertas clases de contrato, para que no pueda haber ningún malentendido o disputa acerca de su significado: estipula que si surge la disputa ha de poderse procurar las pruebas para decidirla, exigiendo que testigos confirmen el documento y que éste se extienda con determinadas formalidades. La ley conserva pruebas auténticas de los hechos a que se conceden consecuencias legales, llevando un registro de hechos tales como nacimientos, muertes, matrimonios, testamentos, contratos y de las actuaciones judiciales. Al hacer esas cosas, nunca se ha alegado que el gobierno rebasara los límites de sus funciones.

Por otra parte, por muy amplio que sea el alcance que concedamos a la doctrina según la cual los individuos son los que mejor pueden cuidar de sus propios intereses sin que el gobierno deba ocuparse de ellos más que para impedir que otros les molesten, la doctrina en cuestión no puede nunca aplicarse sino a las personas capaces de actuar por sí mismas. El individuo puede ser un niño, un loco o un imbécil. La ley tiene que velar por los intereses de estas personas, sin que tenga que hacerlo por necesidad con intervención de sus propios funcionarios. Con frecuencia confía el encargo a algún pariente o amigo. Pero al hacerlo, ¿termina aquí su misión? ¿Puede encargar a una persona de cuidar los intereses de otra y excusarse de vigilar o de hacer responsable de su cumplimiento a la persona a la cual se ha confiado el encargo?

Existe una multitud de casos en los cuales los gobiernos, con la aprobación general, se atribuyen poderes y ejecutan funciones a los cuales no puede asignarse otra razón que la muy simple de que conducen al bien general. Podemos tomar como ejemplo la función (que también es un monopolio) de acuñar moneda. El propósito del gobierno al asumir esta función no ha sido otro que el de evitar a los individuos la molestia, la dilación y el gasto de pesar y ensayar la moneda. No obstante, nadie, ni aun los más celosos de la ingerencia del Estado, ha objetado que esto sea ejercer impropiamente los poderes del gobierno. Otro ejemplo es el prescribir determinados patrones de pesas y medidas. Pavimentar, alumbrar y limpiar las calles es otro; ya lo haga el gobierno, ya, como es el caso más usual y por lo general más conveniente, las autoridades municipales. Hacer puertos y mejorarlos, construir faros, hacer los trabajos topográficos necesarios para obtener mapas y cartas de navegación, levantar diques que mantengan el mar a distancia y limiten el curso de los ríos, son ejemplos que vienen al caso.

Los ejemplos pudieran multiplicarse al infinito sin entrar en terreno objeto de discusión. Pero se ha dicho ya lo bastante para que aparezca bien claro que las funciones que se admiten como de gobierno, abarcan un campo mucho más amplio del que puede con facilidad incluirse dentro de los límites de una definición restrictiva, y que casi no es posible encontrar una razón que las justifique a todas en común, excepto la muy vasta de la conveniencia general, ni limitar la intervención del gobierno por una regla universal, salvo la muy simple y vaga de que no debe admitirse sino cuando la razón de la conveniencia es fuerte.

3. No obstante, pueden hacerse algunas observaciones útiles acerca de la naturaleza de los asuntos sobre los cuales es más probable que verse la cuestión de la intervención del gobierno y sobre la manera de estimar la importancia relativa de las conveniencias puestas en juego. Este será el objeto de la última de las tres partes en las que es conveniente dividir nuestro examen de los principios y los efectos de la intervención del gobierno. Dividiremos nuestro asunto de la manera siguiente:

Examinaremos primero los efectos económicos que se derivan de la manera como los gobiernos realizan sus funciones necesarias y reconocidas.

Pasaremos después a ciertas intervenciones gubernamentales de aquellas que he llamado facultativas (p. ej., rebasar los limites de las funciones universalmente reconocidas) que hasta ahora han tenido lugar, y que en algunos casos aún lo tienen, bajo la influencia de teorías generales falsas.

Habrá que investigar por último si, independientemente de cualquier teoría falsa y de conformidad con una opinión correcta sobre las leyes que regulan los asuntos humanos, existen algunos casos de los que hemos llamado facultativos en los cuales es recomendable la intervención gubernamental y cuáles son.

La primera de esas divisiones es de un carácter en extremo heterogéneo ya que las funciones necesarias de gobierno y aquellas cuya conveniencia es tan manifiesta que nunca o muy rara vez se ha hecho alguna objeción a ella son, como ya hemos indicado, demasiado diversas para que puedan comprenderse dentro de una clasificación muy sencilla. No obstante, las que son más importantes, únicas que es necesario que examinemos, pueden reducirse. a los tres apartados siguientes:

Primero, los medios adoptados por los gobiernos para reunir los ingresos que son condición de su existencia.

Segundo, la naturaleza de las leyes que aquéllos establecen sobre los dos grandes capítulos de la propiedad y los contratos.

Tercero, las cualidades y los defectos del sistema de expedientes del que se sirven para obligar a cumplir sus leyes, a saber, su judicatura y su policía.

Empezaremos por el primero de estos apartados, esto es, por la teoría de los impuestos.

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