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CAPÍTULO DÉCIMO
DE LAS INTERVENCIONES DEL GOBIERNO BASADAS EN TEORIAS ERRÓNEAS
Segunda parte
3. Los préstamos no son la única clase de contratos en que los gobiernos se han creído calificados para regular sus condiciones mejor que las personas interesadas. Casi no existe ninguna mercancía que no hayan tratado, en uno u otro lugar y en una u otra época, de hacer que sea más cara o más barata de lo que sería por sí. Los artículos alimenticios son el caso más plausible para tratar de abaratar artificialmente una mercancía. En este caso es innegable la deseabilidad del objetivo que se persigue. Pero puesto que el precio medio de estos artículos, como el de todas las demás cosas, se ajusta al costo de producción, con la adición de la ganancia usual, si el agricultor no espera obtener este precio, no producirá, a menos que se le obligue por la ley, más de lo que precise para su propio consumo y, por consiguiente, si la ley está en absoluto decidida a que los alimentos sean más baratos, tiene que sustituir los motivos que de ordinario inducen a cultivar la tierra por un sistema de castigos. Si retrocede ante esas medidas, no tiene otro recurso que imponer una contribución a toda la nación para dar una prima o una bonificación a los cultivadores o importadores del trigo, dando así pan barato a cada uno de los habitantes de la nación a expensas de todos; en realidad sería una largueza para con los que no pagan impuestos a expensas de quienes los pagan; una de las formas de una práctica muy perjudicial es la de convertir a las clases trabajadoras en clases ociosas regalándoles la subsistencia.
No obstante, lo que los gobiernos han procurado reducir no es tanto el precio medio o general de los alimentos como el elevado precio que éstos alcanzan de vez en cuando en épocas de emergencia. En algunos casos, como por ejemplo el del famoso máximo del gobierno revolucionario de 1793, la regulación obligatoria fue una tentativa de los poderes gobernantes para contrarrestar las ineludibles consecuencias de sus propios actos; mientras con una mano esparcían una infinita abundancia del medio circulante, con la otra querían mantener los precios bajos, cosa evidentemente imposible excepto bajo un régimen de terror. En casos de verdadera escasez se incita a los gobiernos con frecuencia, como sucedió durante la escasez de 1847 en Irlanda, a que tomen las medidas necesarias para moderar el precio de los alimentos. Pero la deficiencia del suministro no puede hacer subir el precio de una cosa más allá de lo que es preciso para que el consumo se reduzca en proporción, y si un gobierno impide que esta reducción se produzca por un alza de precio, no queda ningún otro modo de realizarla sino hacerse cargo de todos los alimentos y servirlos racionados como en una ciudad sitiada. Cuando la escasez es efectiva nada puede aliviar la situación, excepto que las clases más ricas disminuyan su consumo. Si éstas compran y consumen la misma cantidad de alimentos que de ordinario, contentándose con dar el dinero que sea, no alivian en nada la situación. El precio sube hasta que los competidores más pobres no tienen ya medios para competir y las privaciones de alimentos recaen exclusivamente sobre los indigentes; a las otras clases sólo las afecta desde un punto de vista pecuniario. Cuando la oferta es insuficiente, alguien tiene que consumir menos, y si cada rico está decidido a no ser ese alguien, lo único que hacen al subvencionar a sus competidores más pobres es subir el precio otro tanto con el único objeto de enriquecer a los negociantes en trigo, que es precisamente lo contrario de lo que desean quienes recomiendan tales medidas. Lo único que los gobiernos pueden hacer en casos de emergencia es aconsejar la moderación general en el consumo y prohibir el de todo aquello que no sea de absoluta importancia. También es conveniente la importación directa de alimentos por cuenta del Estado, cuando por razones especiales no la lleva a cabo la especulación privada. En cualquier otro caso son un gran error. En casos semejantes, los especuladores privados no se aventuran a competir con el gobierno, y si bien un gobierno puede más que cualquier comerciante, no puede hacer tanto como todos los comerciantes juntos.
4. Sin embargo, puede culparse con mucha más frecuencia a los gobiernos de haber intentado, con pleno éxito, encarecer las cosas, que de haber tratado de abaratarlas por medios equivocados. El instrumento usual para producir la carestía artificial es el monopolio. El conceder un monopolio a un productor o comerciante o a un grupo de productores o comerciantes lo bastante reducido para que puedan ponerse de acuerdo, es darle la facultad de establecer sobre el público, para su provecho particular, un impuesto de una altura tal que no haga que el público deje de usar la mercancía. Cuando los que participan en el monopolio son tan numerosos y están tan esparcidos que no pueden ponerse de acuerdo el mal es mucho menor, pero incluso entonces no es tan activa la competencia entre un número limitado de comerciantes como lo sería si no hubiera limitación alguna. Los que tienen la seguridad de obtener una parte apreciable del negocio total no sienten la tentación de conseguir una parte mayor del mismo sacrificando una parte de sus ganancias. Una limitación de la competencia, por muy pequeña que sea, puede producir efectos nocivos en completa desproporción con la causa aparente. Se han dado casos en que la simple exclusión de los extranjeros de una rama de la actividad abierta a la libre competencia de todos los naturales del país, haya hecho de ella, aun en Inglaterra, una excepción en la energía industrial general del país. La manufactura de la seda en Inglaterra quedó muy rezagada con respecto a la de otros países de Europa mientras estuvo prohibida la importación de tejidos extranjeros. El consumidor paga, pues, además del impuesto recaudado en provecho, real o imaginario, de los monopolizadores, un impuesto adicional por su pereza e incapacidad. Cuando se les priva del estímulo inmediato de la competencia, los productores y los comerciantes se hacen indiferentes a los dictados de sus intereses pecuniarios finales, prefiriendo, a las más prometedoras perspectivas futuras, seguir su rutina. Una persona que está ya en situación próspera pocas veces se decide a dejar el camino trillado para empezar otro nuevo más perfecto, a menos que le empuje el temor de que algún rival le sustituya.
La condenación de los monopolios no debe extenderse a las patentes que permiten al inventor de un procedimiento perfeccionado gozar, durante un período de tiempo limitado, el privilegio exclusivo de usar su propio perfeccionamiento. Esto no es encarecer la mercancía para que él se beneficie, sino sólo aplazar una parte de la baratura que el público debe al inventor para recompensarle ppr el servicio que presta a la comunidad. Nadie negará que deba recompensarse al inventor, y que si se permitiera en seguida a todo el mundo aprovecharse de su invención sin haber participado en los trabajos o en los gastos en los que tuvo que incurrir para dar forma práctica a su idea, o bien nadie excepto las personas muy opulentas o dotadas de un alto espíritu público se dedicaría a estos trabajos o el Estado tendría que fijar un cierto valor al servicio rendido por el inventor y hacerle un donativo pecuniario. Esto se ha hecho en algunos casos, y puede hacerse sin inconveniente, en todos aquellos en los que el beneficio público es evidente; pero en general es preferible conceder un privilegio exclusivo de duración limitada porque no deja nada a la discreción de nadie, ya que la recompensa que obtiene depende de que la invención sea útil, y cuanto mayor sea la utilidad mayor será la recompensa, y porque la pagan aquellas personas que reciben el servicio, esto es, los consumidores de la mercancía. En realidad, estos motivos son de una importancia tan decisiva que, si se abandonara el sistema de patentes por el de recompensas por el Estado, la forma mejor que éstas podrían asumir sería la de un pequeño impuesto temporal en beneficio del inventor, que pagaran todas aquellas personas que usaran el invento. No obstante, las objeciones que pueden hacerse a éste o a cualquier otro sistema que confiera al Estado la facultad de decidir si un inventor debe o no obtener alguna ganancia pecuniaria por la que él aporta al público, son más fuertes y aun más fundamentales que las más serias que pueden alegarse en contra de las patentes. Se admite de una manera general que las actuales leyes sobre patentes necesitan muchos perfeccionamientos; pero en este caso, como en el muy análogo de la propiedad literaria, sería una gran inmoralidad por parte de la ley dejar a todo el mundo en libertad de usar el trabajo de una persona sin el consentimiento de ésta y sin darle el equivalente debido. He visto con verdadera alarma diversos intentos recientes, por parte de personas autorizadas, para impugnar el principio de patente en su conjunto; intentos que, si tuvieran éxito, entronizarían el libre despojo bajo el nombre prostituído de libertad de comercio y colocarían a los hombres de entendimiento, más aún que en la actualidad, bajo la dependencia de los hombres de dinero.
5. Paso ahora a ocuparme de otra clase de intervención gubernamental, en la cual tanto los fines como los medios son igualmente odiosos, pero que existió en Inglaterra hasta hace no más de una generación y en Francia hasta el año 1864. Me refiero a las leyes contra las uniones de obreros para elevar sus salarios; leyes promulgadas y mantenidas con el propósito declarado de mantener bajos los salarios, como se promulgó el famoso Estatuto de Trabajadores por un parlamento de patrones para impedir que la clase trabajadora, cuyo número había disminuído mucho por efecto de una epidemia, sacara ningún provecho de la disminución de la competencia para obtener salarios más altos. Leyes semejantes ponen en evidencia el infernal espíritu del propietario de esclavos, cuando ya no es posible retener a las clases trabajadoras en la esclavitud abiertamente declarada.
Si fuera posible para las clases trabajadoras, uniéndose entre sí, elevar o mantener elevado el tipo general de salario, casi no será preciso decir que habría que regocijarse. Por desgracia el efecto no puede conseguirse por tales medios. Las muchedumbres que componen las clases trabajadoras son demasiado numerosas y se hallan demasiado dispersas para que puedan unirse y menos aún combinarse con éxito. Si pudieran hacerlo, podrían sin la menor duda conseguir disminuir la jornada y obtener el mismo salario por menos trabajo. Combinándose también podrían obtener un aumento general de los salarios a expensas de las ganancias. Pero esta facultad se halla confinada entre límites estrechos, y si intentaran estirarla más allá de estos límites, sólo podrían conseguirlo haciendo que estuviera siempre sin trabajo una parte de ellos. Como se negaría el apoyo de la caridad pública a los que pudiendo tener trabajo no lo aceptaran, tendrían que sostenerlos los sindicatos a que pertenecieran; y los trabajadores, considerados en conjunto, no estarían en mejor situación que antes, teniendo que sostener al mismo número de personas con la misma suma total de salarios. No obstante, de este modo la atención de la clase trabajadora se centraría en el hecho de que es demasiado numerosa y en la necesidad de acomodar la oferta de trabajo a la demanda, para conseguir salarios elevados.
Las uniones para mantener altos los salarios tienen algunas veces éxito en oficios en los cuales los obreros son poco numerosos y se encuentran reunidos en determinados centros de trabajo. Es dudoso que estas uniones hayan producido jamás el menor efecto en la remuneración permanente de los hilanderos y los tejedores; pero los fundidores de tipos de imprenta pueden, según se dice, mediante una unión estrecha, mantener un tipo de salarios mucho más alto que el que es usual en empleos de igual dificultad y habilidad; e incluso parece ser que los sastres, que forman una clase mucho más numerosa, han conseguido hasta cierto punto un éxito parecido. Un alza de salarios limitada a determinados empleos, no se produce en estos casos a costa de las ganancias (como una subida general), sino que hace subir el valor y el precio del artículo en cuestión y recae sobre el consumidor; el capitalista que produce la mercancía sólo se perjudica en la medida en que el precio elevado tiende a reducir los límites del mercado, y aun en este caso sólo si esta limitación se produce en mayor proporción que el alza del precio, pues aun cuando con los salarios más altos emplea con el mismo capital menos trabajadores y obtiene menos mercancías, no obstante, si puede vender toda su producción al precio más alto sus ganancias son tan grandes como antes.
Este alza parcial de los salarios no debe considerarse como un mal mientras no se produzca a expensas del resto de las clases trabajadoras. Cierto que el consumidor tiene que pagarla; pero la baratura de los géneros sólo es deseable cuando se debe a que su producción cuesta poco trabajo y no cuando la ocasiona la mala remuneración de éste. Tal vez parezca a primera vista que los altos salarios de los fundidores de tipos, por ejemplo, se obtienen a costa de la clase trabajadora en general. Esta elevada remuneración tiene que ser causa de que encuentren menos personas ocupación en ese oficio, o si no es así, tiene que conducir a que se emplee más capital en el mismo a expensas de otras industrias: en el primer caso pone en el mercado un número adicional de trabajadores; en el segundo, sustrae de ese mercado una parte de la demanda; efectos, ambos, que son perjudiciales para la clase trabajadora. Tales serían en realidad los resultados de una combinación afortunada en un oficio u oficios determinados durante algún tiempo después de su formación; pero cuando se convierte en una cosa permanente, los principios sobre los cuales tanto hemos insistido en este tratado muestran que no puede tener tal efecto. Los ingresos habituales de las clases trabajadoras en general sólo pueden estar influídos por las exigencias habituales de los trabajadores; cierto que éstas pueden alterarse, pero mientras no varían, los salarios nunca caen de una manera permanente por debajo del tipo que esas necesidades exigen, y tampoco permanecen durante mucho tiempo por encima de ese nivel. Si no hubieran existido combinaciones en determinados oficios, y los salarios en éstos no hubieran estado nunca por encima del nivel común, no hay ninguna razón para suponer que éste hubiera sido más alto de lo que es hoy. Hubiera habido simplemente un número mayor de habitantes y un número menor de excepciones al bajo tipo ordinario de salarios.
Por consiguiente, si no fuera de esperar ninguna mejoría en la situación general de las clases trabajadoras, el éxito de una parte de ellas, por pequeño que fuera, en mantener los salarios por encima del nivel general del mercado mediante una combinación, sería muy satisfactorio. Pero cuando al fin se ve que la elevación del carácter y de la situación del conjunto de la clase trabajadora está al alcance de los esfuerzos racionales de los mismos trabajadores, es ya hora de que las clases mejor pagadas de artesanos calificados busquen su provecho en unión de los demás y no por la exclusión de sus camaradas. Mientras continúen fundando sus esperanzas en orillar la competencia y proteger sus salarios impidiendo el acceso de los demás al empleo que ellos disfrutan, no puede esperarse de ellos nada mejor que esa total ausencia de designios amplios y generosos, ese desdén casi abierto por todo aquello que no sean salarios y poco trabajo para sus pequeñas agrupaciones, que se hicieron patentes de manera tan deplorable en las actas y en los manifiestos de la Unión de Sociedades de Mecánicos durante su querella con sus patrones. Aunque pudiera conseguirse una mejora de la situación de una clase de trabajadores protegida, sería hoy un obstáculo más bien que una ayuda para la emancipación de las clases trabajadoras en general.
Pero aunque las combinaciones para mantener altos los salarios tienen éxito pocas veces y cuando lo alcanzan son, por las razones que he indicado, poco deseables, no puede negarse a una parte de la población trabajadora el derecho de intentarlo sin cometer una gran injusticia o sin correr el riesgo de que se engañen fatalmente respecto de las circunstancias que determinan su situación. Mientras la ley prohibió las uniones obreras con la finalidad de elevar los salarios, los obreros consideraron aquélla como la causa real de los bajos salarios, y no era posible negar que se había hecho todo lo posible por que así fuera. La experiencia de las huelgas ha enseñado mucho a los obreros acerca de la relación que existe entre los salarios y la demanda y la oferta de trabajo; y es de suma importancia que no se interrumpa la enseñanza.
Es un gran error condenar, per se y en absoluto, tantos los sindicatos como la acción colectiva de las huelgas. Incluso partiendo del supuesto de que una huelga ha de fracasar inevitablemente siempre que intente elevar los salarios por encima del nivel que le señala en el mercado la demanda y la oferta, éstos no son agentes físicos, que ponen en manos de los trabajadores unos salarios determinados sin que intervengan la voluntad y la acción de aquéllos. El tipo de mercado no lo fija ningún agente superior que actúa por sí mismo, sino que es el resultado del regateo entre seres humanos -de lo que Adam Smith llama los vaivenes del mercado-, y los que no regatean continuarán durante mucho tiempo pagando, incluso en las tiendas por las compras que realicen, un precio superior al del mercado. Por lo que respecta a los trabajadores pobres que tienen que habérselas con ricos patrones, tendrían que esperar durante largo tiempo el salario que justificaría la demanda de su trabajo, si no lo exigieran: ¿y cómo podrían exigido si no se organizaran para actuar de común acuerdo? ¿Qué probabilidad de vencer tendría un obrero aislado que se declarara en huelga para obtener aumento de salario? ¿Cómo podría incluso saber si el estado del mercado permite un alza, si no es consultando con sus camaradas, lo que naturalmente les lleva a actuar de concierto? No vacilo en decir que las asociaciones de trabajadores de una naturaleza parecida a la de los sindicatos, lejos de ser un obstáculo para un mercado libre del trabajo, son indispensables para que éste exista; son el único medio de que los que tienen que vender su trabajo puedan cuidar de sus intereses en un sistema de libre competencia. Hay otra consideración de mucha importancia sobre la cual ha llamado por primera vez la atención al profesor Fawcett, en un artículo aparecido en la Westminster Review. La experiencia ha permitido al fin a los oficios más inteligentes estimar con bastante aproximación las circunstancias de las cuales depende el éxito de una huelga con vistas a la elevación de los salarios. Los obreros están ahora ya casi tan bien informados como el patrón acerca del estado del mercado para la mercancía que producen, pueden calcular sus gastos y sus ganancias, saben cuándo la rama de la producción en la cual trabajan goza o no de prosperidad, y sólo cuando ésta sea una realidad declararán una huelga para obtener aumento de salarios, aumento que es tanto más probable que el patrón esté dispuesto a conceder cuanto que sabe que están dispuestos a ir a la huelga. Por consiguiente, puede decirse que la tendencia de este estado de cosas es hacer que en cada rama de la producción todo aumento de las ganancias vaya acompañado de un aumento de salarios, lo cual, como hace observar Mr. Fawcett, es un comienzo hacia la participación regular de los trabajadores en las ganancias que se derivan de su trabajo, tendencia que siempre es conveniente estimular por las razones que hemos expuesto en un capitulo anterior, ya que es en esta dirección en la que hemos de buscar el mejoramiento de las relaciones económicas entre el trabajo y el capital. Por consiguiente, las huelgas y las agrupaciones de oficios que las hacen posibles son, por diversas razones, una parte valiosa y no como muchos creen perjudicial, de la maquinaria social existente. No obstante, para que las asociaciones obreras sean tolerables es condición indispensable que sean voluntarias. Ninguna severidad será excesiva para impedir todo intento de obligar a los trabajadores a que se adhieran a una asociación o para que tomen parte en una huelga por amenazas o violencia. La ley no debe inmiscuirse en la coacción moral que pueda derivarse de la expresión de las opiniones; incumbe a la opinión más instruída el restringirla, rectificando los sentimientos morales de la gente. Pero ya es otra cosa cuando las uniones, siendo voluntarias, se proponen alcanzar objetivos que son en realidad contrarios al bien público. Los altos salarios y las pocas horas de trabajo son en general buenos objetivos, o al menos pueden serlo; pero entre los fines que se proponen muchos sindicatos figuran la supresión del trabajo a destajo, o que no haya diferencia entre el salario del trabajador experto y el inexperto, o que ningún miembro del sindicato gane más de cierta cantidad por semana, para que puedan emplearse más trabajadores; y la abolición del trabajo a destajo, en sus diversas modificaciones, figuraba en lugar conspicuo entre las demandas de la Unión de Sociedades de Mecánicos. Esas asociaciones persiguen objetivos perniciosos. Su éxito, aunque sea sólo parcial, es un mal público; y si fuera completo serla tan dañino como cualquiera de los males que se derivan de una legislación económica defectuosa. Lo peor que puede decirse de las peores leyes que afectan a la actividad y a su remuneración, compatibles con la libertad personal del trabajador, es que sitúan en un mismo nivel al trabajador y al holgazán, al hábil y al incompetente, y esto es, en la medida de lo posible, lo que se proponen las normas dictadas por esos sindicatos. No se sigue de aquí, sin embargo, que la ley debería tachar a esas asociaciones de ilegales y punibles. Aparte de toda consideración de libertad constitucional, los intereses más respetables de la especie humana exigen en forma imperativa que todos los experimentos de carácter económico emprendidos voluntariamente tengan la más completa autorización y que los únicos medios de intentar mejorar su situación económica que se prohiban a las clases menos afortunadas de la comunidad sean la violencia y el fraude (1).
6. Entre las diversas formas de ejercicio indebido de la facultad de gobernar comentadas en este capítulo, sólo he incluído aquellas que se apoyan en teorías que tienen aún más o menos arraigo en los países más cultos. No me he ocupado de algunas que han ocasionado daños aun mayores en épocas no muy lejanas, pero que se han abandonado ya por lo general, al menos en teoría, aunque todavía en la práctica subsiste de ellas lo bastante para que sea imposible clasificarlas entre los errores que pasaron a la historia.
Por ejemplo, puede decirse que como tesis general se ha abandonado ya por completo la idea de que un gobierno elegirá las opiniones que debe tener el pueblo y no consentirá otras doctrinas sobre política, moral, leyes o religión que las que él mismo aprueba, ya se expresen por escrito, ya de palabra. Hoy se sabe que un régimen de esta naturaleza es fatal para toda clase de properidad, incluso la económica; que cuando se impide por miedo a la ley o por miedo a la opinión que el espíritu humano ejercite todas sus facultades con libertad sobre los asuntos más importantes, adquiere una apatía y una imbecilidad que, cuando llegan a un cierto grado, lo descalifican para lograr cualquier adelanto considerable aun en los asuntos más corrientes de la vida, y que, si aumentan más, le hacen incluso perder sus anteriores logros. Ningún ejemplo más decisivo que el de España y Portugal, durante los dos siglos que siguieron a la Reforma. La decadencia de esas naciones en grandeza nacional, e incluso en civilización material, mientras casi todas las demás naciones de Europa progresaban sin interrupción, se ha atribuído a varias causas, pero hay una que es básica para todas ellas: la Santa Inquisición y el sistema de esclavitud mental que simboliza.
No obstante, aunque esas verdades se reconocen en todas partes y en todos los países libres se admite como axiomática la libertad tanto de opinión como de discusión, esta aparente liberalidad y esta tolerancia gozan tan poco todavía de la autoridad de un principio que están siempre dispuestas a rendirse ante el miedo o el horror que inspiran algunas opiniones. En los últimos quince o veinte años se ha encarcelado a varios individuos por profesar públicamente, algunas veces en forma muy moderada, su incredulidad en materia de religión, y es probable que tanto el público como el gobierno, cuando se produzca el primer pánico a propósito del cartismo o el comunismo, recurrirán a medios similares para impedir la propagación de doctrinas democráticas o contra la propiedad. No obstante, en este país las restricciones efectivas sobre la libertad de pensamiento no proceden tanto de la ley o del gobierno como del temperamento intolerante del espíritu nacional, que no tiene ya orígenes tan respetables como la santurronería o el fanatismo, sino más bien el hábito general, tanto por lo que respecta a la opinión como a la conducta, de regular la vida por una estricta aceptación de la costumbres y de imponer castigos sociales a todas las personas que reinvindican su independencia personal sin ningún partido que las apoye.
Notas
(1) Quienquiera que desee comprender la cuestión de las uniones obreras desde el punto de vista de los trabajadores, debe estudiar un folleto publicado en 1860, por T. J. Dunning, Secretario de la London Consolidated Society of Bookbinders, titulado Trades Unions and Strikes, their Philosophy and Intention. En este folleto, muy interesante, se exponen muchas opiniones con las cuales coincido sólo en parte y algunas con las cuales no estoy de acuerdo en modo alguno. Pero figuran también muchos argumentos sólidos y una exposición muy instructiva de las falacias corrientes de los adversarios. Los lectores pertenecientes a otras clases verán con sorpresa no sólo cuán grande es la parte de justicia que tienen a su favor las uniones, sino también cuánto menos flagrantes y condenables parecen incluso sus mayores errores cuando se contemplan desde el punto de vista que es natural sea el de las clases trabajadoras.
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